“El diablo a la oreja / te está diciendo: / ‘No vayas a la escuela, /
sigue durmiendo’”. Eso es lo que ponía en una de aquellas enciclopedias
escolares que tuve en mi niñez, en las que nos daban la vara con demonios y
torbellinos de llamas infernales. Y una, que ha tenido una educación espartana,
se levantaba como un rehilete, a pesar de lo dormilona que es, y se iba a todo
meter casi de madrugada por aquella bien nombrada calle de La Amargura hacia el
colegio. Hay que ver la de sacrificios que hemos hecho en la vida a cuenta de no
hacerle caso al dichoso diablo.
Pero, mira por donde, ahora con los años resulta que el diablo soy yo. Llamo
a mi hija que se ha pedido en estos momentos unos días de permiso: “Jomeini,
¿vienes a pegarte un bañito a Bajamar?” “No, mamá, que tengo que estudiar un
montón” “Venga, niña, descansa un ratito. Hace un día precioso, la mar echadita,
una brisita suave…” “¡Nooo!”.
Al otro día: “Jomeini, ¿me acompañas a dar una vueltita por Santa Cruz, nos
compramos algún capricho y nos tomamos un aperitivo después en la Plaza del
Príncipe?” “¡Que noooo!”.
O llamo a los amigos y les digo: “¿Y si celebramos este comienzo de primavera
con una cena en alguna de las tascas de La Laguna?”. Y me dicen que qué va, que
tienen evaluaciones y que están cansadísimos y que al día siguiente hay que
levantarse pronto y que si tal y que si cual.
También es verdad que otras veces el diablo es mi marido. Tú, después de
algunos excesos del fin de semana (después de todo, fue mi cumpleaños), intentas
contrarrestarlos con unas cuantas caminatas y comiendo ensaladas y potajes, que
son muy sanos. Entonces él echa abajo los planes de reestructuración diciéndote:
“¿Y si ahora, después del bañito en la playa, nos vamos a comer unos boquerones
fritos y a tomar un vinito a La Punta?”. ¿Y tú qué haces?
¿Se acuerdan de aquella canción, “Amorcito corazón”, en la que tienen
tentación de un beso mordelón? Bueno, pues aparte del beso mordelón (que
también), no hay nada tan tentador como, después de un baño en Bajamar, en un
día hermoso y sin preocupaciones, comer unos boquerones fritos, y un queso
blanco del país, y un pescado fresco asado y unas papitas negras, y un vino
frío. Y todo eso mirando al mar, brillante bajo el sol.
Así que, a pesar de la Semana Santa que desde mi niñez invita al sacrificio y
a quedarse recogida en casa (entonces, ni música que no fuera sacra se podía
oír), a pesar de la educación espartana, a pesar de que los diablos a la oreja
pululan por todas partes, yo, que no tengo que estudiar, ni que evaluar, ni que
seguir un régimen, ni que levantarme temprano, no sigo el ejemplo de mi hija y
mis amigos, tan virtuosos, cedo a todas las dulces tentaciones y me tiro a la
perdición. Qué quieren que les diga, con los años curiosamente cada vez oigo más
fino lo que me dicen a la oreja.
(Como ejemplo de que los diablos pululan por todas partes, añado al post
dos fotos, cortesía de Melchor Padilla, del viaje que hemos hecho esta Semana
Santa a Valencia. La primera es del curioso Museo de las Rocas y la segunda del
patio de la Lonja)