Todos tenemos una isla desierta en la imaginación desde que leímos “Robinson
Crusoe”, o incluso antes, con las islas del país de Nunca-Jamás que James M.
Barrie describía en la deliciosa novela “Peter Pan y Wendy”: “(la isla de Juan)
tenía una gran laguna con flamencos que volaban sobre ella
(mientras la de Miguel, que era más pequeño) tenía un flamenco con
lagunas que volaban sobre él”. O islas de oro, como las que soñaba Ignacio
Aldecoa, en los días de biblioteca y de pereza cálida, “dulces islas nunca
nombradas en los mapas”.
Los canarios, además de esas islas ideales, tenemos y disfrutamos las islas
reales y, a veces, las confundimos en el cerebro cuando, por ejemplo, estamos en
el centro de Madrid y, encerrados y rodeados por tanta tierra, la mirada se nos
desvía a lo lejos en busca del azul.
Tal vez los ricos-ricos envidian este sentimiento de comunión con el mar que
tenemos los isleños porque, en cuanto pueden, se compran una isla. Ahí tienen a
Nicolas Cage o a Johnny Depp con sus islas en las Bahamas, a Richard Branson con
otra en las islas Vírgenes, a Mel Gibson con la suya en las Fiji, o a Celine
Dion con un islote en Quebec.
Pero una vez, hace años, a mí y a mis amigos, gente de a pie como quien dice,
nos propusieron comprar una isla. Y no una roca vulgar cualquiera, no, sino una
isla hecha y derecha, más o menos del tamaño de La Gomera. Estábamos reunidos de
festejo, cuando mi amigo Jose, que acababa de llegar de su viaje anual a la
Antártida, nos dijo que en Chile vendían una isla situada en medio del Pacífico
por 20 millones de pesetas. ¿Y si nos reuníamos los 20 que en ese momento
estábamos allí y la comprábamos poniendo cada uno un millón de pesetas?
Las ilusas, optimistas e inconscientes, como yo, dijimos que por supuesto y,
sintiéndonos Onassis, empezamos a proyectar los viajitos, los bungalows, los
atracaderos de las barquitas, las hamacas y las flores en el pelo.
Los sabios, que conocían el estado de nuestras finanzas y las limitaciones de
nuestros ahorros, proponían que podríamos comprarla entre 20 millones de
personas a peseta cada una.
Los realistas y prácticos empezaron a hacer cálculos de cuánto costaría hacer
un muelle, un aeropuerto, casas, carreteras, supermercados, instalaciones de
agua, luz y teléfono… y después pasaron y siguieron hablando de fútbol.
Los catastrofistas decían ¿y qué hacemos cuando pase por allí el huracán de
las 3?
Los artistas hicieron un dibujo de la isla con su río (¡tenía un río con
truchas y todo!) y sus 20 cantones, uno por cada dueño.
Pero la reacción más categórica y que, después de una carcajada, nos bajó los
humos y nos hizo olvidar los sueños, fue la de mi amigo Andrés, que vive a ratos
en Tenerife y a ratos en La Gomera, y que, serio y sin decir palabra, nos miraba
a todos tomándose un whisky con toda su calma. Al final, en un momento en que se
hizo un silencio después de tanta excitación, dijo:
“Yo de islas estoy hasta los c……. ¡Si al menos fuera una península…!”