Di “mermelada”, me decía mi primo Mingo cada vez que nos sacaban una foto.”Si dices “confitura”, sales
con la boca como el culo de un pollo”. Y allá salíamos los dos en todas las
fotos en las que estamos juntos, muertos de risa y con la boca de oreja a oreja
por la abertura de las aes.
Me acuerdo de esos ratos, sonriendo y echándolo de menos, en estos días en los que hemos recogido
la cosecha de nísperos –pequeñas cuentas de oro viejo en los árboles- y hago
mermelada con ellos. Las tardes son frías todavía y me paso un rato pelándolos y
despepitándolos, eso sí. Pero luego, el burbujeo en el fuego, el calorcito en la
cocina mientras oigo llover fuera y, al final, el color dorado de los frascos
hacen el trabajo gratificante, haciéndome formar parte de una línea
ininterrumpida de personas que a lo largo de los siglos han disfrutado
aprovechando los frutos de la tierra para hacer mermelada.
Peso la fruta. Pongo la mitad de azúcar y una cucharita de limón, que ya el
sol del invierno les ha aportado suficiente dulzor. Mientras le doy vueltas en
el fuego con la cuchara de madera, me viene a la mente mi primer viaje a Sevilla
un diciembre en el que los árboles estaban llenos de naranjas y cómo me impactó
ver tanta fruta. “¿Y qué hacen con ella?” “La exportan, sobre todo a Inglaterra,
para hacer mermelada –me contestaron- De hecho a estas naranjitas amargas las
llaman allí seville”.
Mientras hierve a fuego lento y un olor dulzón se expande por toda la casa,
también recuerdo una noticia leída hace tiempo sobre un Festival de mermeladas
en Escocia –tan británico él- donde se presentan a concurso más de 300. Me
imagino los frascos, alineados, como joyas de ámbar brillando bajo la luz, y la
deliciosa cata: un pelín dulce, muy hecha, poco hecha, en su punto.
Pongo los frascos a hervir. Pienso que todavía me quedan mermeladas del
verano; de duraznos y de ciruelas, dulces manjares con los que untar tostadas o
poner al lado del paté de oca o rellenar una tarta. O también regalarlas, segura
como estoy de que un frasco de mermelada estaba en el cesto de Caperucita como
regalo a su abuela.
Hago ahora la prueba clave: pongo una cuchara en un plato para ver la
textura. No debe deslizarse sino que tiene que ser suave pero consistente. Y ya
está. Les hago el vacío a los frascos que ahora lucen en mi cocina y encierran
promesas de buenos desayunos y meriendas.
Una de mis autoras preferidas, Mary Stewart, tiene un libro, “Thornyhold”,
sobre una mujer que, sola en el mundo, hereda una casa antigua en el campo. La
parte que más me gusta de este libro releído es cuando la está limpiando,
arreglándola, haciéndola suya, poniéndole los detalles que la personalizan. Y lo
primero que hace después, como si este hecho fuera el símbolo de que la casa ya
es un hogar, es recoger moras de un moral cercano y hacer mermelada.