lunes, 30 de junio de 2025

En la ruta de los poetas muertos



(Los que hicimos el sábado pasado la Ruta de los Poetas muertos en la Plaza de la Catedral de La Laguna)

La escritora María Rosa Alonso lo bordó una vez con esta frase: "La Laguna es un amor que dura toda la vida". Y basándome en ese amor que yo también le tengo a mi ciudad natal y en lo noveleras que son mis amigas del colegio, le pedimos a mi colega y amigo Emilio Farrujia que nos hiciera el sábado pasado la Ruta que desde hace unos años organiza, mostrando la ciudad de la mano de siete poetas de los siglos XIX y XX que la cantaron y amaron. Un paseo precioso desde la Plaza del Adelantado (o Plaza de Abajo, como la llamaban antes) hasta los alrededores de La Concepción o Villa de Arriba.

Emilio nació y vivió precisamente allí, bajo el toque de las campanas de La Concepción, y entre sus recuerdos juveniles está acompañar a su padre muy cerca, a la antigua tasca La Oficina, una de las legendarias tabernas laguneras que todos los de mi generación conocimos. Allí se degustaban las perras de vino con su queso y su jamón en viejas barricas que parecían una guardia de honor a ambos lados, allí se hacían tertulias y se chismorreaba, y allí, en sus paredes, los poetas laguneros escribían versos que hicieron inolvidable el local: "Contra la sed ardorosa / es buena medicina / la inyección intravinosa; / para informes, La Oficina". Con semejante educación, no es extraño que Emilio, ataviado elegantemente con su traje y su bombín, como si fuera el poeta Antonio Zerolo redivivo o un personaje de Magritte, se haya dedicado en su "Ruta de los Poetas muertos" a evocarlos al pie de sus bustos, al mismo tiempo que se recorre la ciudad.

La Laguna es bien conocida por todos los que fuimos, pero siempre hay curiosidades que en un paseo de este tipo surgen y que no se conocen o se han olvidado: el lugar exacto de la primitiva laguna señalado en una placa en el suelo de la Plaza de los Bolos, que te indica que si hubieras dado un paso al frente, te hubieras mojado los pies en otra época (antes del siglo XVIII, que fue cuando la laguna se desecó); la noticia de los paseos en barca de los monjes de San Diego del Monte hasta la actual Calle del Remojo; las casas aristocráticas y elegantes de la calle San Agustín y quienes vivieron en ellas, como el corsario Amaro Pargo en el número 5; los incendios que de vez en cuando, como si fuera una maldición, las destruyen (la Iglesia de San Agustín, el Obispado, el Ateneo...); el estanque de los patos de la Plaza de la Catedral, del que todos teníamos un recuerdo del que hablar; las fachadas y sus motivos, en los que no habíamos reparado porque rara vez miramos hacia arriba, como la del Teatro Leal, con sus mascarones, liras y medallones; saber que la piedra roja de algunos palacios y casonas procede de Las Canteras y la azul, más rara, de Pedro Álvarez; descubrir que Manuel Verdugo fue también un excelente pintor (suyas son las Musas del Teatro Leal) y que 4 de los 7 poetas cuyos bustos visitamos, allí tan serios e imperturbables, tuvieron algo que ver con el Instituto de Canarias, aquel en el que Emilio y yo nos jubilamos: Antonio Zerolo fue en él catedrático de Lengua y Literatura y allí estudiaron Guillermo Perera, Nijota y Domingo J. Manrique. Este último fue también catedrático ¡de Caligrafía!, nada menos.

Después en nuestra Ruta hubo pasatiempos y música y, sobre todo, poesía. Manuel Verdugo retrata a La Laguna en uno de mis poemas preferidos: "Ciudad tranquila de los conventos y de las huertas, / mientras la lluvia pule la piedra de tus blasones, / serena tejes tu noble ensueño de cosas muertas / en un silencio pleno de extrañas evocaciones...". Antonio Zerolo recuerda de ella: "Yo a sus templos concurrí, / en sus aulas estudié, / por San Diego paseé / y hasta San Roque subí.". José Tabares la muestra en: "Vedla: reposa en su apacible calma, / en soledad gratísima y amena...". Guillermo Perera habla del patio del Instituto: "Antaño estaban llenos de hondo misterio / los hoy risueños claustros, celdas y salas...". Domingo J. Manrique elogia, arrobado, la Plaza del Adelantado: "Plaza de mis amores, tranquila y perfumada, / todo en ti me seduce, todo en ti es atrayente...". José Hernández Amador canta a la calle Viana: "Hoy he vuelto a esta calle después de largos años / a vivir como un huésped, a transitar por ella, / en mi solar querido otros seres extraños / van dejando a su paso la señal de otra huella.". Y Nijota con su humor característico ironiza: "Unos aman La Laguna / por su perfume pretérito, / sus casonas y su vega, / su recato y su silencio, su íntima vida docente, / su místico arrobamiento...", para contraponerla a la vida moderna y pedir que "¡Dejémonos de leyendas / y de arrumacos poéticos!".

Pero Nijota se equivoca. Si no la estropean, La Laguna, tal como es, con sus palacios y casonas, con sus calles rectas y llenas de vida, con sus claustros y patios, con sus plazas tranquilas, La Laguna tal como se conserva, sigue siendo un amor que dura toda la vida.

Gracias, Emilio, por acercarnos a ella.

lunes, 23 de junio de 2025

Fiestas de graduación: lo mejor que hacen



Junio tiene sabor a cambio, a celebración de estar vivos después de los fríos, a salir por fin a ver brillar las estrellas en noches tranquilas. Junio es siempre el momento de tomar un respiro, el cambio de curso, el cambio de vida. Y es una alegría ver a la gente joven y reconocernos en ellos, cuando respirábamos aliviados y dejábamos atrás exámenes, trabajos, rutinas y responsabilidades y el verano se extendía ante nosotros como un tiempo sin fin para no tomarnos muy en serio. Por eso, por la alegría de las vacaciones, junio es un mes feliz.

Este año he celebrado con mi nieta mayor uno de esos rituales felices de junio, la fiesta de su graduación. Ella, mi Eva, ha terminado una carrera, Bellas Artes, con la que soñaba desde chica, en aquellos tiempos en que dibujaba historias imaginadas y colores imposibles. Fue una ceremonia alegre en la que, al mismo tiempo en el que a cada graduado se le imponía la beca (en su caso, blanca), se proyectaba una imagen con su nombre, su foto actual y una de pequeña, y debajo una frase que se le ocurriera (imagen inicial). Me reí con la suya, que no fue ni filosófica ni de agradecimiento, sino una constatación con doble sentido: "A veces me pregunto qué pinto yo aquí". Fue, como es natural, un evento con discursos en el Paraninfo de la Universidad, rematado con el Gaudeamus, que siempre me emociona, y, ya fuera, con las risas, los abrazos, las fotos con todos los compañeros, conscientes de estar cerrando una etapa y encarando otra en la que cada uno elegirá caminos diferentes que todavía no conocen pero que imaginan emocionantes.

Por todo eso, porque me pareció algo digno de celebrarse, voy a declararme muy crítica con un artículo que leí en el periódico días después. Se titulaba "Fiestas de graduación, seguimos importando tradiciones horteras" y defendía, primero, que "TikTok está plagado de vídeos donde podemos disfrutar el nuevo rito de paso importado de las películas estadounidenses de instituto". Pues no, señor, de hortera, nada, e importada, tampoco. Siempre, desde hace muchos años se ha celebrado la graduación (Gaudeamus incluido), sobre todo, en el Instituto y en la Universidad. En el Instituto siempre hablaba un profesor en nombre de sus compañeros (yo misma lo hice el año en que me jubilé) y un alumno, también por los demás. Y si nos remontamos, tengo fotos de mi padre celebrando con sus compañeros el fin de su carrera de aparejador, allá por los años 40. No era como ahora pero ya existía la idea de que era un día especial.

El artículo seguía diciendo que era "otra celebración de un día que cuesta un Potosí y también ahonda en las desigualdades porque ninguna familia se quiere quedar atrás.". Pues no, señor, tampoco. Lo normal en estas celebraciones es que después se vayan los celebrados a cenar con sus familias (en nuestro caso, a una pizzería que eligió ella) y, luego, se vayan de fiesta a bailar con sus compañeros. ¿Un Potosí? Ni que fueran al Salón del Trono.

Otra crítica del artículo es que celebran las graduaciones hasta en la guardería ¿Y qué? Desde el 2008 ya no hay licenciaturas, sino grados. La vida estudiantil se compone de grados que, como escalones, no queda más remedio que subir. Es lógico celebrar cada tramo y, si se quiere hacer desde pequeño, pues bienvenidas sean las fiestas, que ya bastantes amarguras tiene el mundo.

Y para rematar el artículo la autora se mete con que los adolescentes se emperifollan para las graduaciones: "Ellos parecen matones de películas de Tarantino, y ellas, Juncal Rivero en Noche de fiesta". Esta afirmación no me gustó nada porque, en honor a la verdad, estaban todos guapísimos, los chicos y las chicas. Y me encanta que ese día vayan estupendos, que para eso son jóvenes y están felices.

Así que, al contrario, este es mi mensaje a mi nieta y a sus compañeros graduados: no regateen con los placeres, diviértanse y en este junio disfruten de lo que les haga felices. Mi recomendación es la misma que el Gaudeamus ha hecho a través de los siglos: Gaudemus igitur, iuvenes dum sumus... Alegrémonos, pues, mientras seamos jóvenes...

Lo mejor que hacen.

lunes, 16 de junio de 2025

Cuando sea una mujer mayor



Me gusta un poema muy conocido de la escritora Jenny Joseph (Birmingham, 1932) escrito en 1961, que se llama "Advertencia" y dice así:

Cuando sea una mujer mayor, vestiré de morado,
con un sombrero rojo que ni vaya a juego ni me quede bien
y gastaré mi pensión en brandy y guantes de verano
y sandalias de raso, y diré que no me llega para mantequilla.

Me sentaré en la acera cuando esté cansada
y engulliré muestras en las tiendas y apretaré los botones de alarma.
Y pasaré mi bastón por las barandillas,
y compensaré la sobriedad de mi juventud.

Saldré a la calle en zapatillas cuando llueva,
y recogeré flores de los jardines de otros.
Y aprenderé a escupir.

Puedes llevar camisetas horribles y ponerte gorda,
y comer tres libras de salchichas de golpe.
O sólo pan y pepinillos durante toda la semana.
Y almacenar bolígrafos y lápices y posavasos y cosas en cajas.

Pero ahora tenemos que tener ropa que nos mantenga secas,
y pagar la renta y no maldecir en la calle.
Y ser un buen ejemplo para los niños.
Debemos tener amigos a cenar y leer los periódicos.

Pero ¿tal vez debería practicar ahora un poco?
Así la gente que me conoce no se extrañará ni se sorprenderá
cuando de repente sea mayor y comience a vestir de morado.

Fue votado como el "poema de la posguerra más popular" del Reino Unido en un sondeo que hizo la BBC en 1996 y entiendo por qué. Es la perfecta reivindicación de una vejez rebelde en la que ya te importan poco las convenciones y te puedes permitir hacer lo que te dé la gana. Ese toque medio gamberro de apretar los botones de alarma, escupir, robar (recoger, qué eufemismo) flores de otros jardines puede ser el sueño de una vida en la que siempre se ha sido buenita y modosa, un himno a la alegría de vivir a cualquier edad, un canto a la libertad. Y, además, me parece un detalle muy delicado que se advierta de ello a los que nos rodean para que sepan a qué atenerse.

Así que siguiendo el ejemplo de Jenny Joseph y de otros mayores que he conocido, he estado pensando en cosas que no he hecho y que me gustaría hacer y hoy les cuento mi advertencia para cuando yo también sea una señora mayor.

Cuando sea una mujer mayor, dejaría de conducir (que no me gusta nada de nada) y me gastaría la pensión en pagar a un chófer que me lleve a cualquier sitio, como en la película "Paseando a Miss Daisy", e iría toda contenta saludando desde la ventanilla a todo el mundo, como si fuera la Reina de Inglaterra.

Cuando sea una mujer mayor, terminaría de desterrar todos los zapatos e iría a las bodas y a las ocasiones solemnes con los tenis más cómodos que tenga.

Cuando sea una mujer mayor, mezclaré sabores, como hacía mi padre que de repente untaba mayonesa en el bizcocho, "para ver a qué sabía".

Cuando sea una mujer mayor, llamaré a los niños palanquín, papafrita, tolete, canchanchán, totorota, guanajo, sorullo, machango, tollo, tortolín... para que se porten bien. No me harán caso pero aprenderán insultos de la lengua antigua.

Cuando sea una mujer mayor, dejaré el árbol de Navidad todo el año, iluminando de luz y color los rincones del salón.

Cuando sea una mujer mayor, me subiré a los cochitos locos un día de primavera...

Y ya iré pensando más cosas, porque todavía me quedan tres años para ser una mujer mayor. Tómenlo como una declaración de intenciones porque el que avisa no es traidor.

Lo que no haré es sentarme en las aceras cuando esté cansada porque vete a saber si después me podré levantar.



lunes, 9 de junio de 2025

Niños, a jugar



Encontré en Facebook, en una página que se llama "Yo amo los 80s y...", esta imagen que inmediatamente me hizo sonreír. ¿Recuerdas cómo se llama este juego? ¡Pues claro que todos los que fuimos niños en los años 50 lo recordamos! Mientras los niños pasaban bajo ese puente hecho de brazos infantiles, cantábamos: "¡Que pase misín, que pase misán, por la Puerta de Alcalá, los de alante corren mucho y los de atrás se quedarán". Cuando terminaba la canción, apresaban bajando los brazos al que pasaba en ese momento y en secreto se le daba a elegir entre dos opciones (colores, o frutas, o sitios...). Entonces el niño pasaba al bando elegido cogiéndose de la cintura del de delante y al final, cada bando tiraba para que el bando contrario sobrepasara la raya dibujada en el suelo.

Una vez leí que este juego se inventó durante las guerras napoleónicas, allá por los inicios del siglo XIX, y que ese misín y ese misán eran deformaciones de monsieur y madame. La finura afrancesada y el que tan finamente también se propusiera elegir bando contrastaban con la fuerza que cada uno hacía desde su fila para que el otro perdiera. Muchas veces acabábamos todos en el suelo entre risas.

Esa imagen tenía tropecientos comentarios en Facebook, sobre todo de Hispanoamérica. Desde Perú y Colombia decían que el juego era "El puente está quebrado, ¿con qué lo curaremos?, con cáscara de huevo y burritos al potrero. Pase el Rey que ha de pasar, que el hijo del Conde se ha de quedar". En Chile, "El puente está quebrado, ¿quién lo quebró? La hija del Rey, la tomaremos presa por uno, por dos y por tres". En Argentina, "Martín pescador, ¿me dejará pasar? Pasará, pasará, pero el último quedará". En Venezuela, "Alalimón, alalimón, el puente se ha caído, alalimón, mándalo a componer, alalimón, ¿con qué dinero?, alalimón, con cáscara de huevo, sol y luna, déjame pasar con todos los niños a la capital, el de alante corre mucho y el de atrás se quedará". En México, "A la víbora, víbora de la mar, por aquí pueden pasar, los de alante corren mucho y los de atrás se quedarán tras, tras, tras"... Incluso hay una versión en Euskadi del "que pase misín" en el que los de atrás se quedarán "a limpiar el orinal con azúcar y aguarrás".

De todo este batiburrillo me llaman la atención tres cosas. Lo primero es lo copiones que somos. Basta que algo venga de fuera para que nos lo apropiemos. Aunque el extranjero nos esté invadiendo, "que pase monsieur, que pase madame".

Otra es el poder de la difusión, la transmisión del juego, el boca a boca, la línea que lleva desde el "que pase misín" original hasta sus versiones en todos los países de habla hispana ¡durante dos siglos!. Que sí, que son versiones distintas, pero en todas se habla de pasar por un puente en el que todos corren y se queda uno.

Y lo tercero que me parece digno de atención es: ¿Cómo podíamos estar tan entretenidos la media hora del recreo jugando sin parar a este juego tan simple? Y no solo en el colegio, también recuerdo jugarlo niños y niñas en la calle en los veranos de Los Realejos. Pero es que era divertido, inocente, gratuito y todas las demás connotaciones de un juego. Hablábamos, discutíamos (sobre todo, cuando alguno se pasaba al plantear la elección: "¿Qué prefieres, un riquísimo helado de chocolate o un asqueroso frangollo?"), hacíamos ejercicio, cantábamos y nos reíamos a carcajadas. Desde luego, no estábamos inmóviles y pasivos ante una pantalla. ¿Habrá algún niño de ahora que le pregunte a sus amigos: "Oye, ¿jugamos a que pase misín?"

lunes, 2 de junio de 2025

La buena fama y el echarse a dormir



En los tiempos en que trabajaba y mi hijo iba todavía al Instituto, los dos a veces hacíamos un "duelo de famosos", contando los saludos que cada uno recibía por las calles de La Laguna. Hacíamos trampas, claro, porque si veíamos que el otro iba ganando, nos poníamos a saludar a cualquiera que pasara sin conocerlo de nada. Y cuando recordamos ahora semejante tontería, siempre nos reímos porque los dos sabemos que la fama es efímera y peligrosa y alienante. Sí, mucha gente la persigue, a lo mejor por aquello de "cobra buena fama y échate a dormir". Pero no se fíen. A mí me gusta más la frase de Marco Aurelio que dice: "Si la fama llega después de la muerte, no tengo prisa en conseguirla".

Todos hemos conocido a gente famosa. ¡Yo hasta tengo amigos que han sido y son famosos! Mi amiga Chari, porque fue la primera jugadora canaria de baloncesto que fue internacional; mi amiga Ani, cuando fue Miss Tenerife; mi profesor Don Emilio Lledó, que es académico, Premio Príncipe de Asturias, Premio Nacional de las Letras Españolas y un filósofo como la copa de un pino; mi amiga Ana, por ser la primera mujer nombrada Presidenta de la Academia de Ciencias... 

Pero también me he rozado en la vida con algún famoso (seguro que ustedes también). Yo, con el Papa Benedicto XVI cuando él pasaba casualmente en el papamóvil por la Plaza de San Pedro, a pocos metros de nosotros, repartiendo bendiciones a diestro y siniestro; con Javier Solana, cuando era Secretario de la OTAN en un acto de la Universidad en el que hablamos un ratito; con Jerónimo Saavedra, cuando era Presidente de la Comunidad de Canarias y lo saludamos en Londres en medio de Oxford Street; con el dramaturgo Buero Vallejo, con el que comentamos, en el Colegio Mayor, "Historia de una escalera"... El último fue con el Premio Nobel de Física 2006 John C. Mather, al que saludé y con el que me retraté, como ven en la imagen inicial (después de todo una no se encuentra con un Premio Nobel todos los días), en la Universidad de La Laguna cuando lo nombraron este mayo pasado Doctor Honoris Causa  al mismo tiempo que a mi amiga Ana Crespo.

Me ha encantado conocerlos, la verdad, y los admiro por lo que han hecho. Pero, como aquellos esclavos que iban en los desfiles romanos detrás de los héroes repitiéndoles lo de "Recuerda que eres mortal", me gusta también bajarlos a la altura humana. El mismo John C. Mather en una autobiografía cuenta que se crio en una casa "en la cima de una larga colina, con vistas a un valle lleno de campos, granjas y bosques" e iba a la escuela con los hijos de los agricultores de la zona. Cuenta sus habilidades y sus carencias (le gustaba la física, pero no se le daban bien las humanidades) y reconoce las ayudas prestadas.

El actor Richard Gere en una entrevista dice sobre la fama: "No tiene nada de especial ni nosotros somos seres especiales. Estamos hechos del mismo material que el resto de los seres humanos, y esto hay que tenerlo claro siempre". Y relacionado con esto, recuerdo el casi final de la película Notting Hill en la que el personaje de Julia Roberts es una actriz superfamosa que le pide salir al chico que le gusta, un librero de Notting Hill. Este la rechaza precisamente por la fama -"Vivo en Notting Hill y tú en Beverly Hills, todo el mundo te conoce y mi madre a veces no recuerda ni mi nombre"-, a lo que ella le contesta: "Eso de la fama no es real ¿sabes? Y no olvides que solo soy una chica delante de un chico pidiendo que la quieran."

Al final todo -la fama, los honores-se reduce a eso, a ser personas delante de un reto , a ser seres humanos en busca de aquellas cosas que nos hacen felices.