Esta semana ha cerrado "La Isla", una de las librerías más conocidas de Santa Cruz, de las de casi toda la vida. Los propietarios han publicado una carta de despedida en la que, entre otras cosas, agradecen el apoyo de todos, se van con la tranquilidad y la satisfacción de haber creado lectores y de haber acercado la lectura y la cultura a la ciudad y piensan que se llevan "una infinidad de recuerdos, historias y personas maravillosas que han enriquecido todos estos años de profesión. Múltiples visitas ilustres, las colas interminables en Navidad y el bonito caos que se formaba en campaña escolar...". Justifican el cierre por no haber podido remontar la crisis y terminan con palabras de ánimo para los pequeños comercios que siguen luchando día a día para sobrevivir.
Me da mucha pena, la verdad. Estoy segura de que todos los que alguna vez hemos revuelto entre sus libros, los que hemos coleccionado sus marcadores con la imagen del hombre leyendo sobre la isla y frases sobre la lectura y la vida (tengo 39, todos diferentes) o quienes hemos encontrado allí una joyita de libro para regalar a quien lo aprecie o para deleitarnos nosotros, lo lamentamos. Pero también lo sentimos todos aquellos a los que la profesión de librero nos pareció siempre de las más bonitas del mundo. Ahí es nada, trabajar entre libros, hablar y comentarlos con aquellos a quienes también les gustan o ser de los primeros en tropezarte con el libro deseado... ¡Qué lujo!
Recuerdo una tarde lluviosa con mi marido y unos amigos -¿te acuerdas, Daniel? ¿te acuerdas, Luis?- en la calle La Rosa en Santa Cruz, en el primer piso en el que viví cuando me casé, hablando de hacer realidad el sueño de montar una librería entre todos. El local iba a ser un sótano cochambroso que tenía mi padre y que en nuestra imaginación, después de un conveniente remozado que haríamos juntos, se transformaría en una especie de cava como las de París. Solo que allí se venderían libros y también discos, y en un rincón pondríamos una pequeña cafetería y haríamos sesiones de libro-fórum y presentaríamos obras maestras y seríamos felices y comeríamos perdices. Supongo que el hecho de que ninguno tuviéramos dinero y de que tampoco tuviéramos idea de por dónde empezar, nos echó para atrás y apagó los entusiasmos juveniles. Pero en aquellos tiempos, con 24 años, fue difícil olvidarnos de lo que pudo haber sido y no fue.
Siempre me han gustado las librerías, desde que con 6, 7 u 8 años iba con mi tía Nena, que trabajaba en "La Popular" de Santa Cruz de La Palma, y me pasaba tardes enteras en un rincón leyendo cuentos y viendo con fascinación el trasiego de gente que entraba y salía. Ya no existe "La Popular", claro, desde hace mucho. Con el tiempo nos acostumbramos a que las librerías vayan desapareciendo poco a poco y a descubrir con melancolía el hueco que han dejado, ya ocupado por otro negocio. Ya no está "Goya", ni "El Pa-So", ni "Jarama", ni "Sigú", ni "Elisa", ni "Rodin", ni muchas más cuyo nombre no me acuerdo pero en las que me sentía como en casa, abriendo un libro, leyendo la sinopsis de otro, buscando la última publicación de un autor amado o aspirando con gozo ese olor -a papel, a madera, a tinta- tan propio y tan grato de las librerías.
Pero seamos optimistas. Todavía quedan librerías míticas por esos mundos, como la maravillosa "Shakespeare&Company" (en la imagen) que vi llenísima de gente y de libros en el último viaje a París este noviembre; o "La Casa del Libro" en Madrid, adonde iba, cual paloma al nido, mientras estudiaba la carrera, cada vez que terminaba un examen de Filosofía, a ojear y a hojear y a comprarme una novela de Agatha Christie para "desfilosofarme" un poco y pensar en otras cosas. Y todavía existen aquí, gracias al cielo, "Lemus" y "El Águila" en La Laguna y sus libreras, Tere y Beatriz, que fueron mis tablas de salvación en los 20 años en los que llevé la Biblioteca de mi Instituto. Cuando me pedían un libro que no tenía, bastaba llamarlas para que cualquiera de las dos me lo buscara y encontrara (mi agradecimiento eterno para ambas).
"Lemus", desde 1973, y "El Águila", desde 1934, una de las quince más antiguas de España y la más antigua de Canarias, son como el pueblo de Astérix que resiste incansable al invasor. Y ellas lo tienen más difícil, porque se enfrentan a las crisis y a la competencia de las empresas online sin poción mágica ni nada de nada. Ante la frase de El Roto que hace poco decía: "Cada vez que cierra una librería, anochece un poco", ellas son todavía una luz amiga.