lunes, 28 de enero de 2019

Ha cerrado otra librería




Esta semana ha cerrado "La Isla", una de las librerías más conocidas de Santa Cruz, de las de casi toda la vida. Los propietarios han publicado una carta de despedida en la que, entre otras cosas, agradecen el apoyo de todos, se van con la tranquilidad y la satisfacción de haber creado lectores y de haber acercado la lectura y la cultura a la ciudad y piensan que se llevan "una infinidad de recuerdos, historias y personas maravillosas que han enriquecido todos estos años de profesión. Múltiples visitas ilustres, las colas interminables en Navidad y el bonito caos que se formaba en campaña escolar...". Justifican el cierre por no haber podido remontar la crisis y terminan con palabras de ánimo para los pequeños comercios que siguen luchando día a día para sobrevivir.

Me da mucha pena, la verdad. Estoy segura de que todos los que alguna vez hemos revuelto entre sus libros, los que hemos coleccionado sus marcadores con la imagen del hombre leyendo sobre la isla y frases sobre la lectura y la vida (tengo 39, todos diferentes) o quienes hemos encontrado allí una joyita de libro para regalar a quien lo aprecie o para deleitarnos nosotros, lo lamentamos. Pero también lo sentimos todos aquellos a los que la profesión de librero nos pareció siempre de las más bonitas del mundo. Ahí es nada, trabajar entre libros, hablar y comentarlos con aquellos a quienes también les gustan o ser de los primeros en tropezarte con el libro deseado... ¡Qué lujo!

Recuerdo una tarde lluviosa con mi marido y unos amigos -¿te acuerdas, Daniel? ¿te acuerdas, Luis?- en la calle La Rosa en Santa Cruz, en el primer piso en el que viví cuando me casé, hablando de hacer realidad el sueño de montar una librería entre todos. El local iba a ser un sótano cochambroso que tenía mi padre y que en nuestra imaginación, después de un conveniente remozado que haríamos juntos, se transformaría en una especie de cava como las de París. Solo que allí se venderían libros y también discos, y en un rincón pondríamos una pequeña cafetería y haríamos sesiones de libro-fórum y presentaríamos obras maestras y seríamos felices y comeríamos perdices. Supongo que el hecho de que ninguno tuviéramos dinero y de que tampoco tuviéramos idea de por dónde empezar, nos echó para atrás y apagó los entusiasmos juveniles. Pero en aquellos tiempos, con 24 años, fue difícil olvidarnos de lo que pudo haber sido y no fue.

Siempre me han gustado las librerías, desde que con 6, 7 u 8 años iba con mi tía Nena, que trabajaba en "La Popular" de Santa Cruz de La Palma, y me pasaba tardes enteras en un rincón leyendo cuentos y viendo con fascinación el trasiego de gente que entraba y salía. Ya no existe "La Popular", claro, desde hace mucho. Con el tiempo nos acostumbramos a que las librerías vayan desapareciendo poco a poco y a descubrir con melancolía el hueco que han dejado, ya ocupado por otro negocio. Ya no está "Goya", ni "El Pa-So", ni "Jarama", ni "Sigú", ni "Elisa", ni "Rodin", ni muchas más cuyo nombre no me acuerdo pero en las que me sentía como en casa, abriendo un libro, leyendo la sinopsis de otro, buscando la última publicación de un autor amado o aspirando con gozo ese olor -a papel, a madera, a tinta- tan propio y tan grato de las librerías.

Pero seamos optimistas. Todavía quedan librerías míticas por esos mundos, como la maravillosa "Shakespeare&Company" (en la imagen) que vi llenísima de gente y de libros en el último viaje a París este noviembre; o "La Casa del Libro" en Madrid, adonde iba, cual paloma al nido, mientras estudiaba la carrera, cada vez que terminaba un examen de Filosofía, a ojear y a hojear y a comprarme una novela de Agatha Christie para "desfilosofarme" un poco y pensar en otras cosas. Y todavía existen aquí, gracias al cielo, "Lemus" y "El Águila" en La Laguna y sus libreras, Tere y Beatriz, que fueron mis tablas de salvación en los 20 años en los que llevé la Biblioteca de mi Instituto. Cuando me pedían un libro que no tenía, bastaba llamarlas para que cualquiera de las dos me lo buscara y encontrara (mi agradecimiento eterno para ambas).

"Lemus", desde 1973, y "El Águila", desde 1934, una de las quince más antiguas de España y la más antigua de Canarias, son como el pueblo de Astérix que resiste incansable al invasor. Y ellas lo tienen más difícil, porque se enfrentan a las crisis y a la competencia de las empresas online sin poción mágica ni nada de nada. Ante la frase de El Roto que hace poco decía: "Cada vez que cierra una librería, anochece un poco", ellas son todavía una luz amiga.

lunes, 21 de enero de 2019

¿La vuelta al mundo? No, gracias




Supongo que hay gente -de todo hay en la viña del Señor- a la que le encantaría dar la vuelta al mundo. Sin ir más lejos, mi amiga Esther me habló esta semana de unos parientes suyos embarcados ya en una vuelta al mundo en 4 meses a bordo de uno de esos cruceros impresionantes que, más que un barco, parecen rascacielos luminosos surcando los mares. Este concretamente salía de Barcelona y luego seguía, cual moscardón curioso, posándose en Marruecos, Canarias, Brasil, Uruguay, Argentina, Chile, Polinesia, Australia, Indonesia, Singapur, India... hasta atravesar el Canal de Suez y vuelta al Mediterráneo otra vez. En cada ciudad está un día, por lo que cuando sus parientes llegaron aquí, Esther y su marido los fueron a buscar, les dieron una vuelta por La Laguna, se tomaron un pescadito y después del café los llevaron pitados al barco porque salía a las 5. Nada de ver la isla: ni Teide que ahora, nevado, está más majestuoso que nunca, ni Valle de La Orotava, ni costa del norte, ni costa del sur, y menos hablar con los lugareños ¿Vale la pena un viaje así?

Me gustaría saber su respuesta cuando, allá por abril, los dejen en Barcelona, porque, aunque tengo amigos muy viajados y que se han recorrido casi todo el mundo, no conozco personalmente a nadie que lo haya hecho así de una sentada, como quien dice. Los únicos casos que sé son vía lectura: uno, imaginario, el tan conocido viaje de Phileas Fogg en "La vuelta al mundo en 80 días" de Julio Verne, y otro, real, el que Agatha Christie hizo con su primer marido y que cuenta en su "Autobiografía". Los dos (hacia el este y no hacia el oeste, como este crucero de ahora) hicieron una rotación como está mandada y por lo menos demostraron que, oye, la Tierra es redonda (hay gente que todavía no lo sabe).

Phileas Fogg (al que todos seguimos viendo con la cara y el porte de David Niven) quiere también demostrar en una apuesta que este periplo es posible en 80 días, contando con contratiempos, retrasos e inconvenientes. No viajó en un barco solo como ahora, sino, como se enumera al final, "empleó para ello todos los medios de transporte, paquebotes, ferrocarriles, coches, yates, barcos de carga, trineos, y hasta un elefante". Su itinerario fue Londres, París, Brindisi, Suez, Bombay, Calcuta, Singapur, Hong Kong, Yokohama, San Francisco, Nueva York, Liverpool y Londres.  En ninguno de los lugares se entretuvo en ver las bellezas del maravilloso valle del Ganges, por ejemplo. Solo le interesaba visar su pasaporte para demostrar que estuvo allí. Y, aunque ganó las 20000 libras de la apuesta, gastó en el camino alrededor de 19000 ¿De qué le sirvió? No conoció mundo y no ganó mucho. Sí, encontró el amor, pero igual lo han encontrado millones de personas sin ir tan lejos...

El viaje de Agatha Christie ocurre porque a su marido le ofrecen un empleo como asesor financiero para ir en una Misión del Imperio Británico alrededor del mundo durante un año. En barco, coche y tren pasaron por Africa del Sur, Australia, Nueva Zelanda, Hawai, Canadá, Nueva York y vuelta a Londres. Esta vez sí se detuvieron en las sucesivas escalas del viaje y disfrutaron de hermosos paisajes inolvidables y de buenas experiencias. Hasta aprendieron a surfear sobre las olas hawaianas y ella reunió material para una de sus novelas, "El hombre del traje color castaño". Pero el problema de estar de belingo fuera de tu casa un año entero es que un año es demasiado y, quieras que no, a lo largo del viaje la cruda realidad te golpea. Como les pasó a ellos, puede haber compañeros de viaje desagradables a los que no te queda más remedio que aguantar, puedes enfermarte, con lo malo que es tener 40º de fiebre mientras viajas, y al final puedes quedarte sin dinero y verte obligado a comer todo el menú en el desayuno para aguantar todo el día ("Yo salía como una boa constrictor después de zamparse una ternera entera"). Y al final del viaje, está el volver y encontrarse con que la hija que dejaron casi ni los reconocía y con el paro.

¿Todo esto lleva a que no debe uno dar la vuelta al mundo si le apetece? En absoluto. Si quieres, enciérrate en un barco, visita los sitios como quien picotea un manjar,  vuelve al barco a todo correr, pásate largo tiempo alejada de tu vida normal y de los tuyos, y haz muchas, muchas fotos para enseñarlas a la vuelta ¡Y acuérdate de anotar los sitios para que no confundas Omán con Jordania, ni Grecia con Sri Lanka!

Como la propia Agatha Christie reconoce, la vida tiene compartimentos estancos y los viajes son uno de ellos. Está la vida corriente con sus reuniones de amigos, su disfrute de la familia, sus quehaceres pendientes, sus facturas que pagar... Y está la vida viajera que tiene la esencia de un sueño. Y a mí particularmente me gustan los sueños en que disfruto y en los que me despierto en un plazo razonable. Por eso, si me preguntan, siempre diré: "¿La vuelta al mundo? No, gracias"


lunes, 14 de enero de 2019

Ligero de equipaje




Uno de los mejores días de las pasadas fiestas -que, aunque no está señalado en el calendario, muchos de ustedes habrán disfrutado esta semana- es el Día de la Recogida. Después de la traca final de Reyes, ahítos de sorpresas esperadas e inesperadas, de comilonas pantagruélicas, de brillores por toda la casa, viene el día 7 (o el 8) y todo vuelve a su sitio. Vuelven a sus cajas los nacimientos que desperdigo por todas partes, y el de verdad, como dice mi nietita, pequeño pero al que no le falta detalle: su rana sobre el castillo de Herodes, su cagoncete, su estanque-espejo para los patos... Desaparece el árbol, al que voy despojando con ternura de todo el cargamento con significado para mí: la cruz de San Patricio que compré en Irlanda, la bola roja y dorada que encontré una vez rodando calle abajo, los corazones de plastilina con el nombre de mis hijos... Tiene también su encanto ya vacío, desprovisto de oropeles y luces, pero más cuando esa noche arde en la chimenea y la casa guarda durante días un sutil aroma a abeto, el olor de la Navidad.

Ese día es para mí un ejercicio de catarsis, una vuelta a lo cotidiano, un pronunciamiento de "aquí no ha pasado nada". No es cierto, claro, porque, aunque en las tronjas reposan las cajas con sus cartelitos (ya saben que soy muy ordenada), siempre me dejo algunas cosas por detrás, que empezaron siendo "de navidad" y terminan formando parte de la casa: bolas de cristal que parecen tener un árbol dentro, o un angelito de plata que una vez me regaló una alumna, o una vela que siga alumbrando cenas.

Pero, cuando todo está limpio y ordenado, cuando se ha tirado a la basura lo inservible, entonces viene el contagio y las ganas de que toda la casa esté igual, sin trastos que realmente no usas, con armarios que no parezcan el baúl de la Piquer, todo despejado y diáfano: mi propósito de año nuevo.

Una vez una alumna me dejó un libro para comentarlo conmigo. El título era "Dios vuelve en una Harley" de Joan Brady, y aunque esto fue hace muchos años, de lo que más me acuerdo era de que la protagonista se despojaba de casi todo lo que poseía y sentía una liberación total. Desde luego, no voy a imitarla porque también tengo el gen coleccionista que me hace cobrarle cariño a determinadas cosas (figuras de búhos o de palomas, marcadores de libros...). Tampoco voy a hacer lo que aconseja la autora de "La magia del orden", la japonesa Marie Kondo, sobre quedarse con solo 30 libros (o está loca o no es una gran lectora). Pero sí voy a intentar aligerar el equipaje. Echar a volar libros que no releeré (han colonizado toda la casa); hacer por menos de nada mercadillos gratis, como hizo este año mi hermana en la cena de Nochebuena con collares, zarcillos y adornos (¿nos los ponemos todos alguna vez?); llenar los contenedores de ropa y zapatos con lo que se guarda para ocasiones que nunca llegan; tener valor para leer (y tirar después) revistas pendientes que forman una tonga cada vez mayor, como les muestro en la imagen... Sobre todo, sacar tiempo y ganas para cumplirlo.

Ya sé que los propósitos de año nuevo caducan en un par de meses. Pero este no es como hacer dieta o apuntarte a clases de chino. Es más vital porque tiene más que ver con liberarte de la tiranía de las cosas, con prescindir del tener para disfrutar del ser. Tiene que ver con el deseo que Antonio Machado quiso que se grabara en su tumba:
"Y cuando llegue el día del último viaje
y esté al partir la nave que nunca ha de tornar,
me encontraréis a bordo, ligero de equipaje, 
casi desnudo, como los hijos de la mar".

A proponérmelo, pues.

lunes, 7 de enero de 2019

El guindo y los Reyes Magos




Todas mis amigas del colegio saben que yo fui la última en caerme del guindo en el asunto de los Reyes Magos. 10 años cumplidos tenía y lo de que los niños no venían de París, sí; lo de que no había un tal Ratón Pérez trajinando por las almohadas, también; pero, en lo de que los juguetes los ponían Melchor, Gaspar y Baltasar yo seguía erre que erre en que eso era una verdad como un templo. En vano mi amiga Cae me intentaba abrir los ojos y me decía que, cuando a ella se lo contó a los 7 años una tal Isabelita (que era una enterada antipática dos años mayor que nosotras), la luz se hizo en su cerebro y pensó que era la única respuesta lógica a todas las preguntas que nos hacíamos ¿Cómo llevan juguetes a todos los niños? ¿Dónde están el resto del año? ¿De dónde sacan tanto dinero, por Dios? Pero nada, yo seguía empecinada en lo de la magia y todo eso.

No es que no hubiera abundante material de investigación en el que estudiar los "descubrimientos". Unas decían que ellas se habían caído del guindo porque amigas y familiares (principal vía de conocimiento y sabiduría, que yo despreciaba) se lo contaban con pelos y señales. Otras, porque con la mosca en la oreja se dedicaban a revolver y a buscar en lo alto de armarios, en las gavetas, en los cuartos trasteros y habían encontrado paquetes sospechosos. Y otras, porque tenían padres descuidados que metían la pata y dejaban los regalos, sin envolver a veces, tirados por cualquier parte. Peor lo tuvo mi hija, que se enteró a los 8 años porque su maestra (a la que odiamos todos los padres desde ese momento) se lo dijo en la clase, tan pancha como si les hubiera explicado el mínimo común múltiplo. ¿Qué se puede responder si tu hija te viene, días antes de Reyes, y te dice: "Mamá, ya sé que los Reyes Magos son los padres. Nos lo dijo la seño hoy en clase. Es verdad ¿no?"? Me quedé tan estupefacta que lo único que le dije en ese momento fue: "Sí, pero no se lo digas a tu hermano, por favor".

Pero al lado de todo eso estaban las otras señales. Mi primo aseguraba haber visto el borde de una capa roja; otros, incluso al propio Melchor, con su barba blanca y todo; yo juraba haber oído campanitas y pisadas suaves como de camellos en la calle... Hasta se oía a estos beber de los baldes de agua que les dejábamos. Y siempre allí estaba el regalo milagroso. Mi madre nos contaba que durante la guerra, cuando se aleccionaba a los niños en que a lo mejor los Reyes no podrían pasar, nunca le faltó una sorpresa: una naranja, un jabón o una muñeca de trapo, regalos preciadísimos por ser inesperados. 

Mi sobrina, tan reacia a aceptar la dura realidad como yo, hizo incluso una prueba. Pidió a última hora, justo antes de la cabalgata y sin perder de vista a sus padres ni un momento, un regalo difícil e incomprable: una rama plateada preciosa y delicada que vio adornando el escaparate de una joyería. Se lo gritó a los Reyes en la cabalgata y pensó: "Si me regalan esa rama es que existen". Aunque parezca mentira, en la mañana de Reyes, sobre sus juguetes descansaba graciosamente la rama plateada. "¡¡¡Existen!!!", gritó con los ojos abiertos de par en par. Después de eso le costó caer del guindo más que a mí. 

Aunque ¿hemos caído totalmente? Este 5 de enero, en que bajé a la Cabalgata de Santa Cruz (con lo que odio las multitudes) por puro amor a mis nietitos (no quiero perderme, mientras sean pequeños, su mirada y su emoción al ver a los Reyes), los acompañé en los gritos -¡¡¡Melchooooor, Gaspaaaar, Baltasaaaaar!!!- y en los nervios, tal como cuando éramos chicos ¿Que los Reyes son los padres? Imposible. Mis padres ya no están y los Reyes siguen viniendo año tras año. Bienvenidos sean y que la magia no se pierda jamás de los jamases.
google-site-verification: google27490d9e5d7a33cd.html