Que sí, que hay una tendencia generalizada a llevar la contraria, que lo tengo comprobado. Miren, si no, la foto que nos hicimos la semana pasada en un viajito que hicimos a Huelva. Podría tener perfectamente ese título (o también, ya puestos, "Todos los caminos llevan a América"). El afán contradictorio debe ser algo que llevamos en los genes y que luego con la edad vamos domeñando poco a poco por aquello de vivir en paz. Mi nieto, el de 2 años, sin ir más lejos, tiene como palabra preferida "¡No!".
¿No les ha pasado que, cuando nos recomiendan encarecidamente que vayamos a algún sitio, nada más ir nos aparecen fallos por doquier (el "sí, pero...")? ¿Y, al revés, que nos digan que lo que vamos a visitar no vale un pimiento, y nosotros cuando lo conocemos le encontremos, sin embargo, su aquél? Esto último es lo que me ha pasado con Huelva. Por lo menos diez personas, incluidas dos onubenses, me dijeron antes que a qué íbamos a Huelva, que Huelva no tiene nada qué ver, que mejor quedarse en casita... Y, en contra de todos, ha sido un viaje inspirador, en los que destacaría tres momentos de esos que se guardan en el celofán de la memoria para siempre.
El primero fue el domingo en el Rocío. Ya lo conocía de viajes anteriores en otro plan, el de pasar por un pueblo sin apenas gentes y visitar después unas marismas, preciosas sin duda, llenas de garzas y flamencos. Pero esta vez el pueblo rebosaba vida: se compraban velas, lotería y recuerdos; las tascas, llenas de gente, servían pringás, chocos y gambas blancas, mientras los camareros daban vivas a España y a la Virgen, sin que la cosa pareciera nada excéntrica; los carros de caballos paseaban con parsimonia entre el gentío, y el día, luminoso, resplandecía. Entramos a la Ermita justo cuando empezaba la misa de 12, a la par que lo hacía una de las Hermandades, la de Santiponce de Sevilla. Y entonces sucedió. Se hizo el silencio, la Salve Rociera empezó a sonar con flautas y tambores por todo el pasillo y, al llegar a la reja y al altar, el estandarte (el "Simpecado") se inclinó 3 veces delante de la Virgen. Lágrimas, mocos, nudos en la garganta, pañuelos sacados precipitadamente del bolsillo y, por mi parte, la sensación compartida de estar en un sitio especial en un momento especial. Me ha pasado en otros lugares sagrados algunas veces: en Santo Toribio de Liébana un año santo, en Rocamadour de Francia, y ahora, esa mañana sorprendente del Rocío que emocionaba incluso a los no religiosos como yo.
El segundo momento fue en Moguer, del que Juan Ramón Jiménez dijo que es "igual que un pan de trigo, blanco por dentro como el migajón, y dorado en torno, -¡oh, sol moreno!- como la blanda corteza". Ver el pueblo lleno de luz a través de los ojos del poeta, subir al mirador de su casa desde donde se ve el mar, pasear por las calles tranquilas casi sintiendo las pisadas de Platero... es otra experiencia que no tiene precio.
La tercera fue cuando fuimos al lugar en el que se unen los ríos Tinto y Odiel. A los canarios, a los que bien nos gusta un agua que corre y que no tenemos ni un solo río del que presumir, el que Huelva tenga cinco (el Guadiana, el Guadalquivir, el Tinto, el Odiel y el Piedras) nos parece un derroche y nos da una envidia tremenda. A mí, la unión de las dos corrientes, con la estatua imponente de Colón encarando el horizonte y con su apertura hacia el mar, la aventura y la búsqueda de mundos nuevos, me pareció que estaba en el principio de todos los caminos.
Así que ¿qué me hubiera perdido si no voy a Huelva? Atesorar momentos. Hubo más, pero solo por estos tres, valió la pena salir de casa y llevar la contraria a los que dicen que no.