lunes, 27 de noviembre de 2017

Llevar la contraria




Que sí, que hay una tendencia generalizada a llevar la contraria, que lo tengo comprobado. Miren, si no, la foto que nos hicimos la semana pasada en un viajito que hicimos a Huelva. Podría tener perfectamente ese título (o también, ya puestos, "Todos los caminos llevan a América"). El afán contradictorio debe ser algo que llevamos en los genes y que luego con la edad vamos domeñando poco a poco por aquello de vivir en paz. Mi nieto, el de 2 años, sin  ir más lejos, tiene como palabra preferida "¡No!".

¿No les ha pasado que, cuando nos recomiendan encarecidamente que vayamos a algún sitio, nada más ir nos aparecen fallos por doquier (el "sí, pero...")? ¿Y, al revés, que nos digan que lo que vamos a visitar no vale un pimiento, y nosotros cuando lo conocemos le encontremos, sin embargo, su aquél? Esto último es lo que me ha pasado con Huelva. Por lo menos diez personas, incluidas dos onubenses, me dijeron antes que a qué íbamos a Huelva, que Huelva no tiene nada qué ver, que mejor quedarse en casita... Y, en contra de todos, ha sido un viaje inspirador, en los que destacaría tres momentos de esos que se guardan en el celofán de la memoria para siempre.

El primero fue el domingo en el Rocío. Ya lo conocía de viajes anteriores en otro plan, el de pasar por un pueblo sin apenas gentes y visitar después unas marismas, preciosas sin duda, llenas de garzas y flamencos. Pero esta vez el pueblo rebosaba vida: se compraban velas, lotería y recuerdos; las tascas, llenas de gente, servían pringás, chocos y gambas blancas, mientras los camareros daban vivas a España y a la Virgen, sin que la cosa pareciera nada excéntrica; los carros de caballos paseaban con parsimonia entre el gentío, y el día, luminoso, resplandecía. Entramos a la Ermita justo cuando empezaba la misa de 12, a la par que lo hacía una de las Hermandades, la de Santiponce de Sevilla. Y entonces sucedió. Se hizo el silencio, la Salve Rociera empezó a sonar con flautas y tambores por todo el pasillo y, al llegar a la reja y al altar, el estandarte (el "Simpecado")  se inclinó 3 veces delante de la Virgen. Lágrimas, mocos, nudos en la garganta, pañuelos sacados precipitadamente del bolsillo y, por mi parte, la sensación compartida de estar en un sitio especial en un momento especial. Me ha pasado en otros lugares sagrados algunas veces: en Santo Toribio de Liébana un año santo, en Rocamadour de Francia, y ahora, esa mañana sorprendente del Rocío que emocionaba incluso a los no religiosos como yo.

El segundo momento fue en Moguer, del que Juan Ramón Jiménez dijo que es "igual que un pan de trigo, blanco por dentro como el migajón, y dorado en torno, -¡oh, sol moreno!- como la blanda corteza". Ver el pueblo lleno de luz a través de los ojos del poeta, subir al mirador de su casa desde donde se ve el mar, pasear por las calles tranquilas casi sintiendo las pisadas de Platero... es otra experiencia que no tiene precio.

La tercera fue cuando fuimos al lugar en el que se unen los ríos Tinto y Odiel. A los canarios, a los que bien nos gusta un agua que corre y que no tenemos ni un solo río del que presumir, el que Huelva tenga cinco (el Guadiana, el Guadalquivir, el Tinto, el Odiel y el Piedras) nos parece un derroche y nos da una envidia tremenda. A mí, la unión de las dos corrientes, con la estatua imponente de Colón encarando el horizonte y con su apertura hacia el mar, la aventura y la búsqueda de mundos nuevos, me pareció que estaba en el principio de todos los caminos.

Así que ¿qué me hubiera perdido si no voy a Huelva? Atesorar momentos. Hubo más, pero solo por estos tres, valió la pena salir de casa y llevar la contraria a los que dicen que no.


El Rocío

Moguer desde la azotea de la casa donde nació Juan Ramón Jiménez
La unión del Tinto y el Odiel

lunes, 13 de noviembre de 2017

Gente que influye




Y no me refiero con este título a peces gordos de la economía o de la política. Ni tampoco a esa cosa que ahora llaman influencers, sea lo que sea eso. No, me refiero a aquella persona que muchos de nosotros hemos conocido en las primeras etapas de la vida y que, de alguna manera, fue importante y marcó nuestro camino. Gente, como el George Bailey de "¡Qué bello es vivir!", que, si no hubiera nacido, ahora los demás no seríamos los mismos.

Tengo un libro que habla de gente así. Se llama "Mi infancia son recuerdos..." y es un conjunto de relatos -coordinado por Josefina Aldecoa- de distintos autores y famosos, voces diferentes que recuerdan "el papel inolvidable de un maestro que en uno u otro momento de nuestra infancia o adolescencia ha sido decisivo para nosotros". Y así, en el libro se ven las deudas de gratitud de Emilio Aragón hacia el profesor que le hizo disfrutar de la lectura, de Concha García Campoy a su profesora porque "ella fue la primera en mirarme con otros ojos", de Fernando Fernán Gómez a la actriz Carmen Seco que le enseñó a recitar versos, de Emilio Lledó al profesor que le preguntaba "¿Qué te sugiere?" tras la lectura de un pasaje del Quijote ("un paso esencial para aprender a pensar, para aprender a ser"), de Manuel Toharia hacia quién le inspiró la curiosidad por la ciencia, o de Fernando Savater hacia quien le enseñó a no mentir.

Cuando he preguntado a mis amigos, casi todos reconocen a alguien así, en su vida. Todos hemos tenido excelentes profesores que amaban su trabajo (y también otros que se equivocaron de profesión y que nunca tendrían que haber dado clase). Pero cuando yo pienso en aquellos años del colegio y en alguien que pueda haberme enseñado algo importante, quien me viene a la cabeza es una monja, la Madre Concepción, que ni siquiera me dio clase.

Nuestra relación con las monjas solía ser de "guerra fría". Desde los 10 años a los 16, durante el Bachillerato, las monjas no nos daban clase sino que eran nuestras cuidadoras. Ellas nos llevaban del patio a la clase o a la capilla procurando que formáramos perfectas filas, supervisaban el aula de estudio para que no habláramos (¿se puede encerrar el agua del mar?), nos castigaban frecuentemente cuando no hacíamos todas esas cosas y, en general, hacían el papel de soldados guardianes hacia los que abrigábamos escasa simpatía (y ellas igual hacia nosotras). Pero cuando teníamos 14 o 15 años, vino al colegio una nueva Directora que nos sorprendió tratándonos como seres humanos adultos.

La Madre Concepción (la Madre Concha la llamábamos entre nosotras) tenía alrededor de 30 años en esa época. Era una mujer alta, guapa y con clase a la que nunca vimos un mal gesto. Nos hablaba, no en plan "coleguita" ni en plan sargento, sino con la naturalidad y el respeto con los que se debe hablar a una persona hecha y derecha. Y a nosotras en su presencia ni se nos ocurría mentirle y hasta le contábamos nuestras trastadas, como la vez que nos habíamos fugado del colegio y cómo luego habíamos vuelto a entrar (porque lo emocionante era la fuga en sí). Tenemos fotos con ella en las excursiones que hacíamos al Teide y, cuando a final de 6º nos fuimos del colegio, ella fue la que nos acompañó en nuestra última comida en común. Cuando años después fui profesora, el recuerdo de su actitud y trato hacia nosotras fue un ejemplo al que acudir cuando me veía enfrente de un montón de adolescentes ante los que tenía que hacer el papel de profesor. Como ella, supe siempre que, si tratas con respeto a una persona, tenga la edad que tenga, ella también te respetará.

Muchas veces en la vida al cabo de los años pensamos en esas personas que nos han influido casi sin ser nosotros conscientes de ello en su momento. Nos damos cuenta después, cuando asumimos que nunca jamás las volveremos a ver, de que fueron importantes, y lamentamos no habérselo agradecido entonces. Pero en este caso, hace cosa de un par de meses en una de las comidas que hacemos regularmente mis amigas del colegio y yo, Eli, que vive en Las Palmas pero que casi nunca se pierde una, nos apareció con una amiga suya, mayor que nosotras. Nada más verla, y aunque habían pasado más de 50 años, supe que era la Madre Concepción.

La Madre Concepción, Concha ahora para nosotras, tiene 87 años y sigue siendo la persona cercana y elegante que era entonces. Con el espíritu y la voz todavía joven que recordábamos, nos contó que, después de aquellos años del colegio, había estado en varios sitios, entre ellos en algunos países de América; que hacía 30 años que ya no era monja y que ahora vive tranquila con su hermana en Las Palmas. Le gusta leer y la música (tiene la carrera de piano), y sale y juega a la canasta cada semana con sus amigas. Estaba verdaderamente contenta de vernos y asombrada de que la recordáramos con tanto cariño.

Hay un proverbio chino que dice: "Cuando bebas agua, recuerda la fuente". Es bueno recordar las fuentes de las que partimos, pero todavía es mejor que la vida te brinde, como ahora, la oportunidad de dar las gracias a quienes, aun sin saberlo, han influido en nosotros ayudándonos a ser como somos. Y este escrito es una forma como otra cualquiera de hacerlo. Gracias, Madre Concha.

lunes, 6 de noviembre de 2017

Al olor del orégano


El Castaño de las Siete Pernadas

Hace unos 3 años, en un post que escribí dedicado a los castaños (lo titulé "Toma castaña"), dije esto:
"Hubo un tiempo en que bosques como éste poblaron la isla. Hubo un tiempo de árboles gigantescos, viejos habitantes de las cumbres del norte, como aquel Castaño de las Siete Pernadas de Aguamansa, del que habla Leoncio Rodríguez en "Los árboles históricos y tradicionales de Canarias". Un árbol con fama de llevar ventura a los que enamoraban bajo sus ramas, y tan grande que se podía subir cómodamente una mesa para sentarse a comer en lo alto.
No sé si ahora existirá este castaño o los castañeros de mi infancia, pero lo dudo...".

Y mira por dónde, hace unos días se me quitaron todas las dudas. Nos invitaron al grupo "Lo que las piedras cuentan" (del que ya les he hablado aquí y aquí) a un desayuno y a un paseo posterior por una finca en Aguamansa, y resulta que el Castaño de las Siete Pernadas ¡existe! Allí estaba, con tres pernadas menos, eso sí, pero en pie desafiando todavía a los siglos. Andrés, uno de los dueños de la finca, nos contó que una noche tranquila, sin tormenta ni viento, lo despertó un estruendo terrible, como si el mundo se viniera abajo. Se levantó enseguida y lo encontró así, partido por la mitad "¿Y qué crees que le pasó?" "Vejez, supongo". Pero viejo y todo (se le calculan más de 500 años), sigue siendo impresionante. Dulce María Loynaz, que también visitó la finca en 1951, habla asombrada de él en su libro "Un verano en Tenerife": "El enorme tronco ha tomado un aspecto rugoso, coriáceo, animal casi. El árbol parece más bien un gigantesco paquidermo coronado de ramas milagrosamente verdes.". Todavía hay un hueco (tapado) en su base en donde está guardada la mesa que a veces se subía a sus ramas y que fue testigo de tantas meriendas felices. Nosotros , 20 personas cogidas de la mano, lo rodeamos y abrazamos porque, según dicen, estos seres centenarios saben transmitir buenas energías.

La finca es enorme (48 hectáreas) y preciosa. En los altos del valle de La Orotava y al pie de los acantilados de Los Órganos, ya muy cerca de la cumbre, está llena de árboles excepcionales: castaños enormes, sí, pero también pinos altísimos y manzanos, perales y otros árboles frutales cargados, en este noviembre, de frutos. Y todo el paseo que hicimos hasta el Castaño, y después, más arriba, hasta la Fuente de los 50 Chorros, estuvo acompañado del olor del orégano que tapizaba el suelo de las veredas y rincones.

El olor del orégano, humilde y familiar, nos llevaba a hablar de mojos, salmorejos, licores de hierbas, cazuelas y de tanto plato nuestro que lo lleva como ingrediente. Yo recordaba, riendo, aquella vez que, caminando entre matas de orégano por los montes de Anaga, mi hermana exclamó: "¡Qué olor a pizza!". Esther rememoraba las procesiones de antes en su Guía natal cuando los Descansos -altares que se ponían en las casas para que la imagen los visitara- estaban unidos por pasillos perfumados hechos de orégano y poleo. Todos, mientras cogíamos un ramito o una planta viva para transplantar, caminábamos con calma, fijándonos en hiedras y flores, o en el tronco hueco de otro castaño herido por un rayo o en las gallinas que andaban a sus anchas por todas partes. El aire era limpio a esas alturas y la casa, con un balcón dirigido al valle desde el que, antaño, el padre de los actuales dueños trabajaba (¡qué gozada!), descansaba bajo el sol, sabiéndose vivida y amada...

Qué bueno es que todavía existan sitios así, tan bellos, en los que sumergirte y gozar en un día de otoño. Qué gusto andar entre árboles que ya estaban aquí cuando se fundó La Habana, árboles ajenos a las minúsculas vicisitudes y preocupaciones que ocupan nuestros días. Qué placer darnos cuenta de que los grandes árboles y las pequeñas plantas del orégano conviven y nos muestran lo que verdaderamente importa: existir dando cada uno lo mejor de sí mismo. Y qué contenta me puso que el castaño que creí perdido y destruido, todavía exista... Un día perfecto.

(A Ricardo, Alicia y Andrés, que nos recibieron generosamente y nos mostraron ese pedazo de isla que han conservado milagrosamente sana. A Iris, tan buena organizadora. Y a nuestro grupo, "Lo que las piedras cuentan", por todo lo compartido)





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