lunes, 29 de junio de 2020

Se cuela el verano...




Por cañaverales,
por las nubes altas,
por rojos celajes,
por las aguas claras...
se cuela el verano.

Se cuela el verano... Los niños pequeños fueron los primeros que me lo anunciaron: "¿Sabes qué, Aba? Mañana ya estamos en verano. ¡Ya no hay tareas hasta septiembre!". Y luego me cuentan de sus cursillos de natación y de baloncesto en julio y agosto... y acto seguido, aunque sean las tres de la tarde, me preguntan por la merienda porque su vida, según ellos, es jugar y comer. Debí haberme imaginado que ya el verano estaba cerca después de aquel increíble atardecer incandescente de rojos y naranjas del que ya les hablé y que la naturaleza nos regaló, como una premonición, el viernes 12 de junio...

Se cuela el verano en mis sueños, donde hace varias noches paseo, testigo invisible de las vacaciones estivales, por las aulas de mi antiguo Instituto, vacías de gente, de ruido y de vida. Doce años desde que me fui y todavía me veo en sueños por el Claustro o por el Patio de los Cipreses, donde di mi última lección el día de la fiesta de Fin de Curso.

Se cuela el verano en la bignonia del patio (imagen inicial), que ha pasado su particular cuarentena de ramas secas y desnudas para cuajarse ahora, como todos los veranos, de flores rosas que alfombran de paso el suelo y forman un dosel bajo el cual algún mediodía podemos tomar una copa de vino blanco bien frío, brindando por la estación.

Se cuela el verano en las celebraciones del solsticio: el cumpleaños de mi hija, que nació hace 48 años un 24 de junio, cuando todavía ahumaban los fuegos de la noche de San Juan. Esta vez, sin hogueras, voladores o hechizos, pero oliendo sin duda el aire perfumado de junio y soplando al menos las velas que señalan un año más. Y también el cumpleaños de mi amigo Daniel, tan sabio y tan buena persona, al que veo poco y quiero mucho desde que nos conocimos de adolescentes y seguimos después con una amistad a prueba de ausencias. Cuando lo llamo para felicitarlo me cuenta que está releyendo el Quijote y que se lo está pasando genial. Me tienta a acercarme a ese libro universal y miren lo que encuentro:
Una mañana antes del día que era uno de los más calurosos del mes de julio, se armó de todas sus armas, subió sobre Rocinante, puesta su mal compuesta celada, embrazó su adarga, tomó su lanza, y, por la puerta falsa de un corral, salió al campo, con grandísimo contento y alborozo de ver con cuánta facilidad había dado principio a su buen deseo...

Con el mismo alborozo que Don Quijote elige el mes de julio para salir al mundo y a la aventura, hagamos sitio también nosotros en nuestras vidas a este verano excepcional y distinto que se nos cuela casi sin darnos cuenta. No habrá viajes, ni romerías, ni fiestas de pueblo con sus verbenas y ventorrillos... Pero sí baños de mar en aguas transparentes, buenos libros para leer sentados a la fresca en una hamaca, buenos amigos con los que compartir una copa y una buena conversación, atardeceres de ensueño en los que a lo mejor se vea el rayo verde allá en el horizonte...

No lo pensemos más y disfrutémoslo.

lunes, 22 de junio de 2020

No me gustan los laberintos




El título del post parece dicho por el pitufo gruñón, pero es la pura verdad. No me gustan los laberintos y nunca he entrado en ninguno, qué necesidad. Sí, ya sé que algunos son muy bonitos. Sin ir más lejos, los que vi en un artículo hace poco -"tan bellos desde arriba como un desafío desde dentro", decía-, en el que había fotografías del Laberinto de Villapresente en Cantabria, 5 kilómetros de pasillos estrechos flanqueados por altos muros de cipreses; El Capricho, de Madrid, dédalo de laurel; el del Alcázar de Sevilla, con setos de mirto y ciprés; el del Botánico de Gijón, un océano de 1400 laureles; y el Laberint d'Horta en Barcelona, presidido por el dios Eros. El artículo (de Iván de Moneo) se titulaba "El placer de perderse", que ya me dirán ustedes qué placer hay en perderse  ¿No aconsejan los filósofos todo lo contrario, que lo que hay que hacer es encontrarse a uno mismo?

Los laberintos me recuerdan aquel juego de cuando éramos pequeños y nos vendaban los ojos y nos preguntaban: "Gallinita ciega ¿qué se te ha perdido?" "Una aguja y un dedal" "Pues da vueltas, vueltas, vueltas, y enseguida lo encontrarás". Pero en un laberinto no se nos ha perdido nada, ni agujas, ni dedales, ni meigas fritas. Si acaso perdemos algo es la orientación. Y eso de dar vueltas sin ton ni son para encontrarnos con caminos cortados y claustrofóbicos y volver hacia atrás para toparnos con más caminos sin salida no es la ilusión de mi vida, la verdad.

No, a mí denme caminos despejados. Y los laberintos que se queden para los antiguos, que por menos de nada se fabricaban uno al lado de su palacete, vete tú a saber a cuenta de qué; y para los escritores que les deben ver un aire romántico y misterioso porque, a poco que les dejen, meten un laberinto en sus novelas. Miren, si no, a Michael Ende  ("La Historia interminable") y su Templo de las Mil Puertas, un laberinto de puertas, al que hay que atreverse a entrar aunque nadie lo haya visto por fuera. O a J. K. Rowling en "El cáliz de fuego" en donde el laberinto es el reto final que tiene que sortear Harry Potter en el Torneo de los Tres Magos. O a Borges, a  quien le encantaban y no se privaba de tenerlos en cuenta en "La casa de Asterión" o "Los dos reyes y los dos laberintos". O a Kate Morton y su "Jardín olvidado", que es, por supuesto, la historia de un laberinto:
- Mantengo el laberinto en condiciones. Es como un puzzle hecho con setos. El objetivo es encontrar el camino sin perderse.
- ¿Adónde conduce?
- Ah, va y vuelve. Si tienes suerte y vas por el sendero correcto, te encuentras al otro lado de la finca. Si no tienes tanta suerte -sus ojos se abrieron ominosos-, lo más seguro es que mueras de hambre antes de que alguien sepa que estás perdida -Se inclinó hacia ella, bajando la voz-. Con frecuencia me encuentro los huesos de esas almas desafortunadas.

Porque esa es otra, entrar en un laberinto puede terminar pero que muy mal. Que se lo pregunten a Dédalo, el constructor del primer y más famoso laberinto, el de Creta, que terminó prisionero en él y escapó con su hijo Ícaro volando con alas de cera que, para perdición de Ícaro, no estaban hechas a prueba de rayos solares. O a Teseo y el Minotauro, otra historia trágica. O a Harry Potter, que al final lo que encontró en el laberinto lo llevó a enfrentarse al mismísimo Voldemort, el malo entre los malos, el-que-no-debe-ser-nombrado.

Y si son malos los laberintos reales, no te digo nada los mentales. Eso de rumiar una idea y darle vueltas y vueltas y no ver la salida y volver a rumiarla y quedar el cerebro y la moral hechos un trapo... Quita, quita. Ya la vida es de por sí complicada para complicarla más. Simplificar, vivir el momento y disfrutarlo, improvisar sin planificar demasiado que luego puede venir un virus cualquiera y nos desbarata los planes, apostar por los horizontes amplios sin que nada te tape las oportunidades y las sorpresas que puedan surgir a la vera del camino. Y a los laberintos, que les den.

lunes, 15 de junio de 2020

Ahora nadie ve la isla de San Borondón


Imagen de la isla de San Borondón

Hubo un tiempo en que todo el mundo había visto allá en la lejanía, perdida en la línea del horizonte, la isla de San Borondón, la novena isla canaria, casi invisible, casi real. A mí misma me pareció vislumbrarla en mis años juveniles, subiendo a La Cumbrecita en La Palma y mirando hacia el océano, mientras fantaseaba con que antes aquello era el fin de la tierra, el finisterre, tras el cual solo existía la nada. Y sin embargo, ¿no eran aquellas líneas tenues los contornos de una isla desafiando todo prejuicio? Tuve amigos que la vieron desde el mar, y otros, desde Gran Canaria o desde La Graciosa, como una isla viajera que quedó enredada en los mares isleños después de vivir en las leyendas.

San Borondón fue antes San Brandán, un monje irlandés del siglo VI al que le dio, como a muchos de su época, por irse a predicar a tierras extrañas y que acabó, tras una tormenta, en una isla que resultó ser una enorme ballena. De ahí, la isla pasiantina y jacarandosa que ora está acá, ora está allá, y que no se deja visitar de buenas a primera. Por eso la llaman también La Encubierta, La Inaccesible, La Non Trubada. Y mira que ha habido quienes han intentado pisarla (total, está a un tiro de piedra...) y muchos de ellos incluso contaron que habían estado allí y describieron montañas, selvas enormes, un río que la atravesaba, rebaños de bueyes, ovejas y cabras... y huellas de pies gigantes en la playa. La última vez que alguien se preguntó por su existencia en los periódicos fue en 1958 en que se publicaron dos fotos desde Los Llanos. Y después, nada. Con razón Los Sabandeños cantaron: Tremenda mentira nos metió el patrón (...). Boguemos ligeros, con fuerza y vigor, que allá por los mares la Elvira se hundió sin dar con la isla de San Borondón.

Y es que ya nadie ve la isla de San Borondón. O mejor, nadie la busca. ¿Habremos perdido el espíritu de la aventura? ¿Estaremos demasiado enfrascados  en mirar hacia abajo, a móviles y Ipads, y no alzamos los ojos hacia el horizonte y más allá? Tras tiempos oscuros de incertidumbre y miedo como los que estamos pasando, siempre ha habido épocas en las que el hombre se recompone en periodos de gran creatividad e imaginación. Cuando el viernes pasado la naturaleza nos regaló un crepúsculo increíble en el que se dibujaban a lo lejos las siluetas de nuestras islas, yo fotografié (imagen final) a las 9 de la noche desde Bajamar ese cielo incandescente con la isla de La Palma allá lejos. A mi alrededor vi mucha gente con la mirada maravillada hacia el cielo y el mar. Y pensé que tal vez estamos a tiempo de volvernos a ilusionar y de buscar entre todos una isla perdida y viajera que nos devuelva la creencia en otro mundo posible.


Crepúsculo con la isla de La Palma el viernes 12 de junio de 2020

lunes, 8 de junio de 2020

Enamorar




Mi amiga Ani me nombró el otro día un canarismo que hace tiempo que no oía y que me encanta: enamorar. En Canarias se emplea este verbo en el sentido de conversar los enamorados de sus asuntos amorosos (según el "Diccionario de canarismos" de la Academia Canaria de la Lengua) y cortejar, galantear, pelar la pava (según el "Tesoro lexicográfico del español en Canarias).

Me contaba Ani una conversación con uno de sus amigos que le dijo que de joven practicaba lucha canaria, "pero después lo dejé cuando empecé a enamorar". Me quedé preguntándome por qué este chico tuvo que dejar la lucha canaria por eso. Pero luego, recordando, lo entendí. La época de enamorar exige entrega completa, nada de veleidades de otra índole. Es época de grandes pasiones y de grandes desengaños, época de grandes gestos. Mi marido recuerda que su tío Antonio iba a enamorar a la ventana de su novia los jueves y los domingos por la tarde, trajeado con chaqueta y corbata y en bicicleta, desde El Tanque a La Culata. Seis o siete kilómetros de nada que cuesta abajo no se notan, pero a la vuelta suponía verlo llegar sudoroso y despelujado, pero feliz. Más difícil lo tuvo, según la leyenda guanche,  Jonay, cuando iba a enamorar con Gara nadando de Tenerife a La Gomera...

Igual que Julieta la de Romeo, Ani, muchas de mis amigas y yo empezábamos a enamorar a los 13 o 14 años, con las consiguientes prohibiciones de nuestros padres que descubrían, alarmados, que sus hijas e hijos estaban pensando en otras cosas más allá de las muñecas y el fútbol. Por enamorar con un compañero de curso me quedé yo, a los 16, sin el viaje de fin de curso de Preu a Lanzarote (después de pasarme todo el curso vendiendo rifas). Por enamorar, metieron a mi amiga Carmen interna en el colegio durante dos años para alejarla así de las tentaciones. Pero otra de las internas, Rosa -y eso lo sabíamos todas-, subía a escondidas a la azotea del colegio para encontrarse con su enamorado, que escalaba desde azoteas vecinas para verla. Evitar los amores era como poner puertas al viento.

Era el tiempo de las muchachas en flor y del esplendor en la hierba, que han cantado los poetas. Algunos rememoran los inicios como Juan Gil-Albert: "¿Quién no recuerda el tiempo en que aparece / la oscura violeta entre el follaje / apretando cual nudo que desata / la dulce vida? Verdes ilusiones / afluyen al regazo de los mundos / y un verde nido tiembla en el sombrero / de nuestra amada...". Algunos , como Javier Salvago en "Primer amor", miran de lejos: "La veía reír con sus amigas, / pasear sus coquetos quince años, / cruzar una mirada luminosa / con algún indeciso enamorado.". Y otros, como Lope de Vega en su soneto más famoso, aluden también a las penas que se pasan: "Creer que un cielo en un infierno cabe, / dar la vida y el alma a un desengaño: / esto es amor; quien lo probó lo sabe.".

Porque ese tiempo de enamorar era inevitablemente casi siempre corto, de amores eternos que iban y venían, de paseos de domingo con las amigas por la Rambla o por la Avenida de Anaga, cuando "él" venía a ponerse a la vera. Dos de aquellos con los que enamoré  murieron jóvenes, pero los demás son ya tan viejos como yo. Pero en mi mente sigo viéndolos con 15, 16, 17 años, con los ojos brillantes y la sonrisa presta para cuando nos encontrábamos. Y les estoy infinitamente agradecida porque me regalaron momentos preciosos:  aleteos de mariposas en el estómago, miradas cómplices, bailes en los guateques mirándonos a los ojos, aquella serenata a la luz de la luna, regalos curiosos (como el que me regaló una granada de mano, su posesión más preciada) y días en los que el sol brillaba más y eran más completos si te encontrabas con "él" a la salida del colegio. Era el tiempo en que nada era más importante en todo el día que el ratito en que ibas a enamorar.

lunes, 1 de junio de 2020

El que no sabe es como el que no ve




A raíz del post de la semana pasada en el que hablé de varias historietas de los médicos, mi hermana me contó una que le pasó en su primer año de de pediatra. Le tocó en el Valle de San Lorenzo y fue con una madre que le trajo a su niño con varicela y con un trapejo sobre la cabeza. Mi hermana, después de verlo y recetarle, le preguntó la razón del trapejo y la madre le dijo que era por si llovía (¡en el Valle San Lorenzo, con sol radiante casi todo el año!), porque le habían dicho que el agua para las ronchas eran lo peor de lo peor. Entonces mi hermana, con toda la paciencia, le estuvo explicando que era todo lo contrario, que la limpieza era fundamental para prevenir infecciones, que bañara al niño todos los días y que no le hacía falta para nada un trapo en la cabeza. La madre a todo esto asentía con entusiasmo y repetía: "¡Gracias, doctora, el que no sabe es como el que no ve!". Mi hermana quedó muy contenta de haberla convertido a la causa científica e higiénica y ya se iba a ir cuando por la ventana ve a la madre que, calle abajo, mira para un lado, mira para otro y, cuando pensó que no la veía nadie, sacó el trapejo y se lo encasquetó al niño en la cabeza.

Me acordé de esto y de cómo somos los humanos ahora que veo a la gente salir a la calle y lanzarse alegremente al botellón, a los abrazos y al compadreo. Los adolescentes salen con la retahíla de las recomendaciones detrás: vete con la mascarilla, guarda las distancias, nada de besos ni cariñitos... Como decía mi abuela Lola: "¡Ten fundamento!". Y después los ves en Instagram con los brazos por encima de las pibitas, sin mascarilla y sin vergüenza. ¡Es que fue solo para la foto!, dicen.

En el programa de Pepa Fernández de Radio Nacional el martes pasado, en el espacio filosófico llamado "Pienso, luego estorbo", preguntaban sobre qué pasaría si desapareciéramos los mayores de la faz de la Tierra y quedaran solo los de 25 para abajo. ¿El despilporre? No nos hacen caso a los sabios estando aquí, imagínense si no tuvieran a nadie ordenando y restringiendo todo el día. ¿O sabrían ordenar su vida social y salir adelante como hemos hecho las generaciones anteriores? La sombra de "El señor de las moscas", la novela de Golding en la que unos adolescentes en una isla en la que naufragan tienen que organizarse (y es un desastre), planea sobre esa solución.

Me da la impresión de que en esta "vuelta a la normalidad" va a haber muchos para los que las señales en el suelo (miren en la imagen inicial cómo estaba este domingo "mi" Playa de la Arena) son solo vallas para saltar, para los que el llevar mascarilla es una bobería, para los que lavarse las manos es una pantomima a lo Pilatos, y la distancia social simplemente no existe. Pero también pienso, como el filósofo José Antonio Marina, que la inteligencia es saber dirigir el comportamiento de acuerdo con la información que recibimos y que, en estas circunstancias en que nos ha tocado vivir estos días, hay que ser inteligentes y no jugarnos la vida. Porque el que no sabe es como el que no ve.
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