Hay ciudades y pueblos a los que he viajado y que permanecerán para siempre en mi memoria: Monpazier en el Périgord, Bath en Inglaterra, Aix-en Provence, Dublín, Viena, Atenas, Estambul, Estocolmo, Guimaraes en Portugal, Praga, París -siempre París-...
Hay otros a los que espero ir algún día: Teruel y la Ribera Sacra en España, Normandía en Francia, la Toscana, Escocia y sus brumas, tal vez cruzar el charco...
Y hay muchos, muchos otros lugares a los que nunca iré pero que conozco como si hubiera estado allí en un sueño imposible. Uno de esos es la Antártida, el sexto continente, donde nunca me verán.
Y, sin embargo, si pienso en la Antártida, no se me aparece como Terra Incognita. En mi mente tiene montes de roca y de hielo, enormes llanuras blancas habitadas por focas y pingüinos, un mar bravo en el que hay ballenas y olas gigantescas, un cielo tempestuoso que cambia rápidamente y un silencio que tiene su propia voz. He leído y me han contado tanto de ella que es como si la hubiera conocido ¿En otra vida, quizás?
Sobre la piel de la Antártida se han escrito mil historias por parte de aquellos que la amaron y la desafiaron. Como la de Shackleton, que puso un anuncio que decía: "Se buscan hombres para un viaje peligroso. Frío extremo. No es seguro volver con vida". O como las de Amundsen y Scott, en su duelo por ser el primero en llegar al Polo Sur (y total, ¿para qué?). De todas ellas, a mí la que más me gusta (porque nos toca de cerca a los canarios) es la de su descubrimiento.
Oficialmente la Antártida la descubrieron los ingleses el 16 de octubre de 1819. William Smith se llevó los honores de ser el primero cuyos pies hollaron un continente helado y poco habitable pero nuevo a estrenar. Pero la verdadera historia es otra y a mí me la contó mi amigo Jose Darias, una de las personas que más conocen la Antártida, un científico gomero que cada cierto tiempo -desde que lo conozco, hace más de 30 años- arrancaba la caña y se iba a investigar a aquellos mares procelosos. Se pasaba dos o tres meses estudiando los organismos marinos, conviviendo con algas, corales, esponjas, moluscos y estrellas de mar en aquel paisaje sin color. Solo el gris de cielos y mares, el blanco del desierto helado y desolador y el negro de algunos picachos, producto del deshielo en verano.
Él fue quien me contó que hasta principios del siglo XIX la Antártida no se conocía. Los mares que la separaban del continente eran lo suficientemente terribles como para que nadie se apuntara a un crucero de placer por allí. Pero a 3 barcos españoles -el "San Telmo", el "Mariana" y el Prueba"- no les quedó más remedio que pasar cerca en septiembre de 1819, cuando iban rumbo a Perú en auxilio de los que intentaban contener las insurrecciones coloniales. El que los mandaba a bordo del "San Telmo" se llamaba Rosendo Porlier y era hijo de Antonio Porlier, Marqués de Bajamar y nacido en La Laguna (paisano mío, oigan). Los barcos estaban tan hechos polvo, tan mal pertrechados y en un estado tan lamentable, que Rosendo Porlier se despidió en Cádiz de un amigo diciéndole: "Adiós, Francisquito, probablemente hasta la eternidad...".
Como era de esperar, el "San Telmo" desapareció de la vista del "Mariana" en el fatídico Cabo de Hornos y probablemente muchos de los 644 tripulantes se ahogaron, pero el resto fue a parar a tierras antárticas, a lo que luego se llamó las Shetlands del Sur. Allí vivieron un tiempo alimentándose de focas. Pero ya saben, estaban en una tierra límite y fueron muriendo de frío y otras carencias.
Mes y medio después aparecen por allí William Smith y sus muchachos y se encuentran el panorama. Saben que los restos son del "San Telmo" y saben que son españoles ¿Qué hacer entonces, con el trabajazo que les ha costado llegar hasta allí y proclamarse los primeros? Callarse la boca, le dicen los de arriba, y llevarse la gloria y la posesión de la tierra para los ingleses. Pero hay cartas sobre ese mandato de silencio y hay otros testigos que cuentan la verdad ¡Buenos somos los humanos para guardar un secreto!
Así que ya saben: el verdadero descubridor de la Antártida fue hijo de un lagunero, nada menos. Fue por chiripa y no sé para qué sirven en realidad esas carreras para llegar el primero y poner la banderita. Pero algo de fascinación tiene que producirnos para que una lagunera como yo se sienta orgullosa de que uno de los nuestros haya sido el que por primera vez pisó el sexto continente. Aunque le haya costado la vida y aunque sea un lugar donde nunca me verán.
(La imagen inicial es del navío "San Telmo", en un grabado de Agustín Berlinguero. La de la Antártida está tomada de un "Muy Interesante"))