lunes, 28 de mayo de 2018

Antártida a la vista





Hay ciudades y pueblos a los que he viajado y que permanecerán para siempre en mi memoria: Monpazier en el Périgord, Bath en Inglaterra, Aix-en Provence, Dublín, Viena, Atenas, Estambul, Estocolmo, Guimaraes en Portugal, Praga, París -siempre París-...

Hay otros a los que espero ir algún día: Teruel y la Ribera Sacra en España, Normandía en Francia, la Toscana, Escocia y sus brumas, tal vez cruzar el charco...

Y hay muchos, muchos otros lugares a los que nunca iré pero que conozco como si hubiera estado allí en un sueño imposible. Uno de esos es la Antártida, el sexto continente, donde nunca me verán.

Y, sin embargo, si pienso en la Antártida, no se me aparece como Terra Incognita. En mi mente tiene montes de roca y de hielo, enormes llanuras blancas habitadas por focas y pingüinos, un mar bravo en el que hay ballenas y olas gigantescas, un cielo tempestuoso que cambia rápidamente y un silencio que tiene su propia voz. He leído y me han contado tanto de ella que es como si la hubiera conocido ¿En otra vida, quizás?

Sobre la piel de la Antártida se han escrito mil historias por parte de aquellos que la amaron y la desafiaron. Como la de Shackleton, que puso un anuncio que decía: "Se buscan hombres para un viaje peligroso. Frío extremo. No es seguro volver con vida". O como las de Amundsen y Scott, en su duelo por ser el primero en llegar al Polo Sur (y total, ¿para qué?). De todas ellas, a mí la que más me gusta (porque nos toca de cerca a los canarios) es la de su descubrimiento.

Oficialmente la Antártida la descubrieron los ingleses el 16 de octubre de 1819. William Smith se llevó los honores de ser el primero cuyos pies hollaron un continente helado y poco habitable pero nuevo a estrenar. Pero la verdadera historia es otra y a mí me la contó mi amigo Jose Darias, una de las personas que más conocen la Antártida, un científico gomero que cada cierto tiempo -desde que lo conozco, hace más de 30 años- arrancaba la caña y se iba a investigar a aquellos mares procelosos. Se pasaba dos o tres meses estudiando los organismos marinos, conviviendo con algas, corales, esponjas, moluscos y estrellas de mar en aquel paisaje sin color. Solo el gris de cielos y mares, el blanco del desierto helado y desolador y el negro de algunos picachos, producto del deshielo en verano.

Él fue quien me contó que hasta principios del siglo XIX la Antártida no se conocía. Los mares que la separaban del continente eran lo suficientemente terribles como para que nadie se apuntara a un crucero de placer por allí. Pero a 3 barcos españoles -el "San Telmo", el "Mariana" y el Prueba"- no les quedó más remedio que pasar cerca en septiembre de 1819, cuando iban rumbo a Perú en auxilio de los que intentaban contener las insurrecciones coloniales. El que los mandaba a bordo del "San Telmo" se llamaba Rosendo Porlier y era hijo de Antonio Porlier, Marqués de Bajamar y nacido en La Laguna (paisano mío, oigan). Los barcos estaban tan hechos polvo, tan mal pertrechados y en un estado tan lamentable, que Rosendo Porlier se despidió en Cádiz de un amigo diciéndole: "Adiós, Francisquito, probablemente hasta la eternidad...". 

Como era de esperar, el "San Telmo" desapareció de la vista del "Mariana" en el fatídico Cabo de Hornos y probablemente muchos de los 644 tripulantes se ahogaron, pero el resto fue a parar a tierras antárticas, a lo que luego se llamó las Shetlands del Sur. Allí vivieron un tiempo alimentándose de focas. Pero ya saben, estaban en una tierra límite y fueron muriendo de frío y otras carencias.

Mes y medio después aparecen por allí William Smith y sus muchachos y se encuentran el panorama. Saben que los restos son del "San Telmo" y saben que son españoles ¿Qué hacer entonces, con el trabajazo que les ha costado llegar hasta allí y proclamarse los primeros? Callarse la boca, le dicen los de arriba, y llevarse la gloria y la posesión de la tierra para los ingleses. Pero hay cartas sobre ese mandato de silencio y hay otros testigos que cuentan la verdad ¡Buenos somos los humanos para guardar un secreto!

Así que ya saben: el verdadero descubridor de la Antártida fue hijo de un lagunero, nada menos. Fue por chiripa y no sé para qué sirven en realidad esas carreras para llegar el primero y poner la banderita. Pero algo de fascinación tiene que producirnos para que una lagunera como yo se sienta orgullosa de que uno de los nuestros haya sido el que por primera vez pisó el sexto continente. Aunque le haya costado la vida y aunque sea un lugar donde nunca me verán.





(La imagen inicial es del navío "San Telmo", en un grabado de Agustín Berlinguero. La de la Antártida está tomada de un "Muy Interesante"))

lunes, 21 de mayo de 2018

Autocuernos




Hace poco en uno de esos buenos ratos en que nos reunimos unos cuantos amigos con guitarras, timples y toda la pesca y nos ponemos a cantar como si nos fuera la vida en ello, apareció en el repertorio una canción de Cecilia, "El ramito de violetas", que hacía tiempo que no cantábamos. Supongo que la recuerdan. Cuenta la historia de una chica "que era feliz en su matrimonio, aunque su marido era el mismo demonio" (¿¿eeeh??) y que cada 9 de noviembre "como siempre, sin tarjeta, le mandaban un ramito de violetas", por lo que ella se ponía tan contenta. En la segunda parte de la canción me entero (no me acordaba) de que era el marido el que le mandaba las violetas: "Él es su amante, su amor secreto, y ella que no sabe nada, mira a su marido y luego calla". Cielos, un autocuernos, que me deja preguntándome perpleja: Pero ¿por qué? ¿Por qué, en lugar de darle el ramo de violetas tranquilamente y sumar puntos, se lo envía a escondidas? ¿Por qué quiere que lo sigan mirando como a un demonio? ¿Qué puede ganar con eso?

Y el caso es que el hecho me sonaba conocido y le estuve dando vueltas hasta que hice un descubrimiento sensacional que les brindo por si quieren hacer una tesis sobre el tema: ¡Cecilia había leído a P.G. Wodehouse y le copió la historia! Vean, si no, las pruebas.

P.G. Wodehouse, uno de los mejores humoristas británicos (1881-1975), tiene una novela, "Dieciocho hoyos", que reúne historias muy divertidas sobre el mundo del golf narradas por el Socio Veterano de un club de golf. Una de ellas nos cuenta la historia de William Bates y Jane Packard, una pareja que el Socio Veterano considera perfecta porque tienen el mismo handicap de golf. Pero la verdad es que son muy distintos. Jane es romántica y sensible y de él, en cambio, se dice que "no era  uno de esos impetuosos enamorados actuales. En los asuntos del corazón, se movía con cierta lentitud y cautela, como si fuera un camión, artefacto al que se parecía mucho, tanto física como espiritualmente.". Cuando al fin se casan un siete de septiembre, el Socio Veterano le aconseja al chico que no se olvide de los detalles, como es el felicitarla en el aniversario de bodas y cosas así, que el romanticismo de muchas esposas hace que le den importancia a cosas que a él pueden parecerle triviales. William Bates le responde que no se preocupe, que ha ideado un sistema para no olvidarse: "Ya he encargado a un floricultor que cada año envíe a Jane un ramo de violetas. He pagado cinco años por adelantado. Por consiguiente, ya ve usted si puedo estar seguro del porvenir. Aunque yo me olvide del día, las violetas vendrán a recordármelo.". Lo que ocurre es que, como le importan un pepino esas cosas, se olvida del aniversario y de las violetas. Y ella, cuando las recibe, disgustada porque el marido no ha dicho ni mu, piensa que son de un exnovio que tuvo, las pone en agua y las contempla con ojos humedecidos. Y "mira a su marido y luego calla".

¡Ahí lo tienen, el paralelismo entre Cecilia y P.G Wodehouse! El marido torpón y la esposa romántica, las violetas (no un ramo de anturios o de geranios, no: un ramito de violetas), el día determinado del año para recibirlas, el que ella oculte la alegría, su silencio culpable, la creencia en un amor secreto que en realidad es el propio marido... Igualito, igualito ¡Un autocuernos! Solo que en el caso de P.G. Wodehouse es involuntario y en el de Cecilia, no.

Por si algo así trasciende a la vida real, habría que decir que un autocuernos es una majadería. Que el amor es muchas veces difícil de encontrar y, cuando esto sucede -"cuando este milagro realiza el prodigio de amarse" y "hay campanas de fiesta que cantan en el corazón"-, no es cuestión de hacerse el boicot a uno mismo no siendo sinceros. Ganas me dan de decirles -ya que estamos con canciones- el estribillo de aquella otra antigua de Luis Mariano y Gloria Lasso que decía: "Con el amor no se juega, ¡ay, canastos!, que es mejor".

lunes, 14 de mayo de 2018

Nada nuevo bajo el sol




No es por nada pero a mí me salen estupendas las albóndigas. Pero, aunque puedo presumir de ello (que lo hago), la cosa no es para tirar voladores. Sí, están muy buenas ¿Y qué? Solo cogí la receta de mi madre con una pequeña variante que me gustaba más (cambiarle la fritura de tomate por una de cebolla sola) y poco más. Y eso mismo hace todo aquel al que, como a mí, le gusta cocinar: una friturita por aquí, un chorrito de vino por allá, un manojo de hierbas que tengas en la despensa o en la huerta, y ¡tachaaaaán!, como si fuéramos Juan Tamarit, ahí tienes un conejo en salmorejo para mojar pan y chuparte los dedos después.

Con esto quiero decir que lo de la cocina -con toda la parafernalia de estrellas Michelín, los Master Chef y las redes sociales- se ha sobrevalorado mucho. Y hay quienes no dan sus recetas ni que les saquen la piel a tiras, alegando que son secretos de familia más importantes que las joyas de la corona; y hay quien, por el contrario, las pregona a los cuatro vientos, también como si fueran las joyas de la corona, que a veces parece -por el bombo que le da- que ha descubierto el secreto de la fusión fría. Y tampoco es eso.

Toda esta disquisición gastronómica viene a cuento porque la semana pasada el Gobierno sueco confesó, contrito y cariacontecido,  que sus famosas albóndigas, el plato nacional que sirven en todos los Ikeas del mundo, las mismas que yo comí enfrente del Mercado de pescado de Gotemburgo, en el Cafe du Nord (porque me aseguraron que eran las mejores de toda Suecia), esas mismas, no eran suecas suecas sino producto de una receta copiada a los turcos por el rey Carlos XII en un viaje que hizo a Turquía allá por el principio del siglo XVIII. Ooooooh, y ahí ven a los suecos consternados por tal noticia. "¿Habrá muchas más cosas que son de origen turco?", se pregunta uno, desolado. "Toda mi vida ha sido una mentira", tuitea un tal Johansson con desespero. "Ja, ja, ja ¡Hemos estado comiendo turco todos estos años sin darnos cuenta!", dice otro tomándoselo con humor. Y hay críticas a Ikea "que nos ha engañado" y golpes de pecho y casi una crisis nacional. 

Yo vuelvo a decir: "¿Y qué?" Mis recetas tampoco son mías. Cuando voy a una fiesta y me dicen que "por favor, trae tus maravillosos sandwichs de tomate" o "tu helado de Amaretto", yo sé, porque mis recetas llevan el nombre de quien me las dio, que los primeros figuran en mi cuaderno como "Sandwichs de tomate Pino" y el segundo como "Helado de Amaretto Nani". Y mis amigas Pino y Nani seguro que tampoco se las inventaron sino que otras personas, generosas y desprendidas como ellas, se las dieron también.

Y así es como funciona la cosa desde el principio, desde que ellos se iban a la caza del mamut y ellas, con lo que tenían a mano, guisaban, mezclaban, copiaban. innovaban, transmitían. Todo lo que comemos -lo crudo y lo cocido- ha viajado de un pueblo a otro por todo el mundo. El arroz de la paella, ese plato tan español, vino desde la India gracias a las incursiones de Alejandro Magno; los árabes lo cultivaron y trajeron el azafrán, y los romanos, la paellera. La calabaza, el tomate y las fresas vinieron de América. Y las dichosas albóndigas creo que las inventaron los chinos.

Al final, la verdadera inventora es la madre naturaleza. Y el mejor condimento ¿saben cuál es? El hambre 
¡Que les aproveche!


(La imagen inicial está tomada del Blog de cocina de Sergio Ribote García publicado el 12 de marzo pasado. Corresponde a "Albóndigas de rabo de toro" (yo como los suecos))

lunes, 7 de mayo de 2018

Gorgorito o el eterno retorno





Jamás pensé darle la razón a Nietzsche en su idea del eterno retorno. Ya saben, cuando decía aquello tan impresionante de que nos imagináramos que estamos solos y de repente se nos aparece un demonio que nos suelta, así sin anestesia ni nada: "Esta vida, tal y como ahora la vives y como la has vivido, deberás vivirla aún otra vez e innumerables veces, y no habrá nada nuevo, sino que cada dolor y cada placer, y cada pensamiento, y cada suspiro, y cada cosa indeciblemente pequeña y grande de tu vida deberá retornar a ti, y todas en la misma secuencia y sucesión; y así también esta araña y esta luz de luna entre las ramas, y así también este instante y yo mismo ¡El eterno reloj de arena de la existencia se invierte siempre de nuevo y tú con ella, granito de polvo!". Y mira que escribía bien, oye, pero ni por esas, Siempre me daban ganas de decirle: "¡Anda ya!". Y a mis alumnos, igual. Cuando al final del tema le hacíamos un juicio con abogados y fiscales, ni siquiera los primeros hacían una defensa encendida de que todo se repita tal cual. El amor a la vida, sí; la crítica a los valores occidentales, también; hasta el superhombre les parecía una idea que tenía su gracia. Pero sobre la del eterno retorno procuraban pasar de puntillas, como si Nietzsche hubiera dicho tal cosa un día con resaca.

Y sin embargo, esta semana casi me convierto en acérrima seguidora de esa idea peregrina. Y es que bajé a Santa Cruz, que está en plenas fiestas de mayo, y fui con mis nietitos al Parque, que estaba lleno de flores y casetas y gente y primavera. Y ahí en medio y al lado del reloj de flores, estaban los guiñoles eternos, exactamente iguales a cuando yo los iba a ver de pequeña de la mano de mi padre, exactamente igual a cuando llevaba a mis hijos, exactamente igual a cuando hace 10 años llevaba a mis nietos mayores. Allí estaban Gorgorito, Rosalinda, la bruja, el lobo, la estaca, los gritos de los niños avisando del peligro (¿eran mis gritos o los de mi nieta Julia los que se oían?), y el té, chocolate y café del final. Justo igualito, igualito a cómo lo describe Nietzsche. El eterno retorno de lo mismo con todos los detalles, el mismo instante volviendo una y otra vez en un bucle infinito.


Pensé que eran cosas mías, pero mi amigo Juan Antonio también publicó en Facebook que tuvo la misma sensación cuando fue con su nieto a verlos: "... Cerré los ojos y me retrotraje más de sesenta años atrás, cuando salía corriendo del colegio para ver exactamente el mismo espectáculo que hoy estaba viendo mi nieto. Las mismas historias, los mismos personajes, las mismas voces, los mismos estacazos, los mismos niños llamando cándidamente a coro a Gorgorito porque venía la bruja... y la misma canción de Té, chocolate y café". ¿Lo ven? Todos los abuelos jubilados presentes estaban viviendo el eterno retorno.

¡Mira que si de repente Nietzsche tenía razón y nos toca repetir también los momentos malos de la vida, los castigos los sábados en el salón del colegio porque nos cogían hablando en la fila, los exámenes de selectividad, las oposiciones, los cólicos de riñón, los partos, o la vez aquella que, con 15 años, saqué medio cuerpo por la ventana de la guagua para gritarle "¡au revoir!"  a mi amiga francesa y resulta que no me vio ni me oyó...! Si aceptáramos que cada instante se repite igual, si siguiéramos esta idea de Nietzsche que él califica como su pensamiento más profundo, estaríamos aceptando la vida tal como nos viene (¿Cuánto deberías amarte a ti mismo y a tu vida para no desear ya otra cosa que esta última y eterna sanción, este sello?), amándola con todos sus placeres pero también con todas sus majaderías, con los fallos de nuestra sociedad y de nuestros cuerpos, con los enfados porque algo no nos sale como queremos. Amar la vida sabiendo que habrá estacazos pero también momentos felices y que, con suerte, puede terminar (y repetirse eternamente) con algo tan sencillo como una canción. Té, chocolate y café.









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