lunes, 26 de febrero de 2024

Esa primera idea


Siempre le regalo libros a mis nietos pequeños por Navidad y este año le tocó a la niña (10 años) una versión (resumida y con dibujos, de Tea Stilton) de "Jane Eyre" de Charlotte Brontë, una de mis novelas preferidas. No sé si le gustará, pero recuerdo muy bien lo que sentí la primera vez que yo leí el original de adolescente y cómo me atrapó esa historia que he oído calificar de "uno de esos libros inagotables que nunca acaban de revelar todo lo que encierran".

Esta vez me leí la versión resumida, por si acaso no captaba lo esencial. Pero no. Allí estaba aquello que me fascinó hace tanto tiempo: la infancia trágica de la protagonista; su estancia en el Colegio Lowood, con el descubrimiento de la amistad, de la muerte, del amor a los libros; su trabajo como institutriz en Thornfield; el encuentro con el sombrío Sr. Rochester; los misterios y secretos que guarda la casa; el espíritu indomable y valiente de Jane... Creo que sí, que le gustará.

Y como a veces suele pasar en la vida, de repente me fui encontrando con la novela a cada paso. Primero, me encontré una noche viendo la tele con la adaptación cinematográfica de 2011 (hay más de 20 adaptaciones de la novela), de Cari Joji Fukunaga, con una interpretación muy buena de Mia Wasikowska como Jane (imagen inicial).

Después, me leí una novela, "El club de lectura del refugio antiaéreo" de Anne Lyons, en el que una librera inglesa recoge durante la II Guerra Mundiál a una niña refugiada judía con la que de entrada no hace buenas migas. Pero es el amor a los libros lo que las une y es precisamente "Jane Eyre" la primera novela que comentan y la primera que proponen en ese Club de lectura que transcurre entre las bombas y los horrores de una guerra.

Con esas señales no me quedó más remedio que volver a leer la novela original, una de las grandes del siglo XIX, que en mi edición de Salvat (de 412 páginas) tiene el inconveniente de tener una letra minúscula de la que ya mis ojos protestan. Pero así y todo, me quedé otar vez cautivada por su romanticismo, por ese ambiente gótico de los libros de esa época, por esa protagonista llena de valor, inteligencia y pasión que prefiere seguir sus principios aunque eso no la haga feliz, por esos páramos en los que el viento aúlla...

Y otra sorpresa más. Entre las paginas me encontré con un artículo amarillento que había guardado hace años en el que se hablaba del descubrimiento de un cuadernito de notas escrito por Charlotte Brontë, en el que describía un incendio provocado, como el que luego va a aparecer al final de su novela. Lo curioso es que ese cuadernito lo escribió ella con 14 años, 17 años antes de publicar "Jane Eyre".

¿Cómo nacen las novelas? ¿Cómo surge en los grandes novelistas esa primera idea que luego se desarrolla en una historia completa? Charlotte Brontë incorpora a su novela los paisajes desolados en los que vivió y su experiencia en instituciones privadas semejantes al Lowood de Jane. Pero me la imagino a los 14 años describiendo ese incendio y vislumbrando en su imaginación una mansión aislada, rodeada de viejos árboles llenos de cuervos y espinas, devorada por un fuego aterrador y, a la vez, purificador, que supusiera el final de una vida de secretos y mentiras y el comienzo de una más limpia. Esa primera idea...

lunes, 19 de febrero de 2024

Una tómbola mundial



Últimamente, cuando me pongo a ordenar, me doy cuenta de todo el cacharrerío inútil que uno guarda. Y eso que la casa es grande porque si no, no sé dónde meteríamos tanto trasto. Cuando estos días veía el desfile de las reinas del Carnaval, yo no pensaba en los brillos, los plumajes y demás parafernalia, sino en dónde guardarían semejantes mamotretos después de las fiestas. Es que en una habitación normal no caben y los palacios ya no son tendencia.

Y es que, además, las casas están llenas de cachivaches que nunca usamos. El domingo pasado, que invitamos a nuestro amigo Miguel a comer y a alegar un rato, nos estuvo hablando de lo que tiene en su casa y nunca ha estrenado. Por ejemplo, una fondue eléctrica que ocupa un montón, una heladera que ídem (con lo placentero que es comerse un helado por ahí), un aparato para hacer pasta (se lo vio a Arguiñano y le pareció fácil, pero luego era más fácil comprarse en el súper un paquete de espaguetis), aparatos varios para partir cosas: los huevos duros en lasquitas, los aguacates, los melones, las manzanas, las tartas en trozos iguales... ¡Si hasta tiene un chisme (virgen por ahora) para que los huevos fritos queden como un pañito. con sus puntillitas y todo! Me recordó a Becky, la protagonista de "Loca por las compras" de Sophie Kinsella, que se compró  un aparato para hacer gofres y, para demostrar que lo usaba, también compró los gofres y hacía el paripé de sacarlos de allí.

Pero es que todos somos iguales. Yo también tengo una churrera desde hace 20 años dormida en su caja porque es más estimulante acercarme a La Punta y comerme allí unos churros con chocolate mirando al mar. Tengo un wok durmiendo el sueño de los justos y tres bicicletas muertas de risa y herrumbrientas de aquellos tiempos en que éramos jóvenes...Si lo piensan, seguro que ustedes también tienen trastos ocupando sitio. Hasta mi hija, que es superordenada y tira todo lo que no usa, tiene una licuadora ahí quietita porque le da lata lavarla; y mi amiga María, una fuente de chocolate, una plancha de vapor, un aparato para hacer cotufas...

¿Y si reunimos todo eso y hacemos una tómbola? Los sofistas, aquellos sabios de hace 26 siglos, ya nos dijeron entonces aquello de  “Si se pidiera a todos los hombres que reunieran en un solo punto lo que cada uno ve inconveniente y luego pidiera de nuevo que retirara de aquel montón cada cual lo que estime conveniente, seguro que no quedaría allí nada sino que todo quedaría repartido entre ellos”. O sea, que, si hiciéramos la tómbola, nos desharíamos de un montón de arretrancos, sí. Pero seguro que sucumbiríamos a otros.

¿Y qué hago yo entonces si en la rifa me toca la fuente de chocolate y el aparato de hacer puntillitas a los huevos fritos?

lunes, 12 de febrero de 2024

La música de las esferas



En los tiempos en que mi marido estuvo trabajando en el Astrofísico del Teide (años 70), algunas noches subí con él. Entonces eran grandes barracones y no los edificios que hay ahora, pero estaban bien equipados con telescopios y máquinas complicadas volcadas a las estrellas. A mí me gustaba salir afuera, a pesar del frío, y quedarme un rato bajo aquella inmensa cúpula de estrellas, viendo la Vía Láctea en todo su esplendor. La vista era estremecedora y reducía a quien la miraba a una partícula pequeñísima, y sin embargo consciente, frente al infinito. 

El silencio era absoluto, pero yo notaba un ruido difuso de fondo, que atribuía al sonido de la vida, de la isla en su conjunto y, tal vez, del cosmos. Imaginando cosas, no me extrañaba que los antiguos, con Pitágoras a la cabeza, pensaran en un universo hecho de esferas concéntricas de cristal purísimo que, en su eterno girar, producían una música inaccesible al oído humano porque no sabemos escucharla. Noches así encienden la imaginación y te hacen creer que todo es posible. Entiendo a Pitágoras. Seguro que más de una vez, igual que todos nosotros, alzó la mirada al cielo en una noche estrellada y se sumergió en el misterio.

Y después de él, muchos hombres -curiosos, creativos, sabios- siguieron haciéndolo y aportaron teorías y explicaciones de cómo funciona nuestro mundo. Uno de esos hombres fue Arno Penzias, un físico que murió el mes pasado a los 90 años. A ustedes y a mí no nos suena el nombre porque hace tiempo que no atendemos a los asuntos cósmicos, pero fue un auténtico sabio, un judío que huyó de niño de la Alemania nazi y acabó en Estados Unidos y que, con su colega Robert Wilson, ganó en 1978 el Premio Nobel de Física. 

¿Qué fue lo que hicieron? Buscaban, con una antena gigantesca, una señal en el universo para conocer la estructura de la Vía Láctea pero, después de descartar todo ruido, lo que encontraron fue una interferencia extraña que parecía llegar de todo el cielo, una señal de microondas de radio que identificaron como la radiación de fondo que todavía perdura de la gran explosión con la que empezó todo hace 14.000 millones de años. ¡Lo que descubrieron fue el eco del Big Bang! Y ese descubrimiento cambió nuestra mirada sobre el cosmos: hay, efectivamente, un ruido que no oímos y que viene desde todas partes de un universo, que no está quieto, como creíamos, sino en expansión desde aquel momento primigenio.

A mí todo esto me emociona y fascina. ¡Qué tiempos tan interesantes estamos viviendo! Y siempre es bueno saber que, mientras uno atiende a pequeñeces de la vida diaria, hay gente que tiene el oído tan fino como para escuchar y descubrir la música de las esferas.

lunes, 5 de febrero de 2024

Viajar es descubrir



A veces, cuando pensamos en un viaje y se lo comentamos a los amigos a ver si se animan, nos dicen: "No, yo ya he estado allí" e ignoran que todo viaje es un camino de descubrimiento, que siempre hay hechos que te asombran por más que hayas estado veinte veces. Y si no, que se lo digan a mi consuegra, que casi siempre va a París y de cada  viaje trae más ganas para volver otra vez.

Hace 7 años hice un viaje a Cádiz del que les hablé en el post "¡Mira, mamá!" (enero de 2017). La semana pasada volví a ir con el Imserso y me trajo más descubrimientos (y más ganas de volver). Repetí, eso sí, dos eventos especiales que solo por ellos merece la pena todo. Uno, tomarme un jerez en Jerez, mientras recuerdo la frase atribuida a Fleming: "La penicilina cura la salud, pero un jerez resucita a un muerto". Otro, comer a cada rato tortitas de camarones, ese delicioso encaje culinario que merece un monumento.

Y además me traje, no solo la memoria del paisaje de esta tierra generosa, con sus humedales, marismas, salinas... (Y ya estarán los esteros rezumando azul de mar... nos decía Alberti, otro gaditano), que salpican la costa hablándonos de otras formas de vivir, sino también nuevas experiencias: un paseo en catamarán desde Cádiz al Puerto de Santa María (dónde nos quedábamos), gozando de un atardecer con pinceladas rosas y naranjas sobre la Bahía de Cádiz y el Puente Nuevo. Una visita al barco "Unión" de la Armada Peruana, un velero de 4 palos atracado en el Puerto de Cádiz y en el que nos atendieron cadetes guapos, serios y entorchados que nos contaron su viaje por el mundo (uno, hasta nos habló de su enamorada, que lo espera en Lima). La visión de un jinete solitario en la arena húmeda de la Playa de la Calzada en Sanlúcar de Barrameda, con el Guadalquivir y el parque de Doñana en el horizonte. Las risas con la gracia gaditana, como la de un cartel que vimos en un bar cerrado (imagen final): "Mañana cerramos por el bautizo de mi hijo: Perdonen las molestias". Y debajo pone: "¡¡Abre, becerro, que el niño no es tuyo!!" Firmado: La Madre".

Me traje también historias que nos fuimos encontrando: Nada más empezar en la cola de facturación del aeropuerto, a una pareja le dijeron que no podía viajar porque no había pagado la señal de 30 euros de reserva. Imagínense, a mí me dicen, después de preparar un viaje, con todo el jaleo que implica, que me tengo que quedar en tierra, y me da algo. Sin embargo, ellos reaccionaron con humor y la mujer dijo uno de los yaques más positivos que he oído: "Pues ya que estamos aquí, vamos a ver si nos podemos ir a Madrid o a cualquier otro sitio". Y allá que se fueron con sus maletas a ver. O encontrarnos, cuando íbamos a desayunar en el hotel (un antiguo monasterio del siglo XVIII) a un hombre dormido en un sillón del pasillo, envuelto en un edredón y con su mochila al lado ¿Lo habría echado su mujer durante la noche? ¿O se había colado? Hipótesis no faltaron.

Pero lo mejor fue la gente: el magnífico grupo que formamos todo el viaje y con el que compartimos mesa, charlas, risas, aperitivos, paseos y una estupenda cena de despedida con su correspondiente pescaíto frito. La grata compañía de mi amiga del colegio Esperanza y de su marido Mane, que tienen casa en el Puerto de Santa María y que me descubrieron la inmensa playa de Vistahermosa (imagen inicial), con sus arenas doradas y su chiringuito abierto todo el año (y sí, lo reconozco, comí allí tortitas de camarones. Otra vez). El encuentro con mi alumno Gonzalo, que no solo me alegró sino que me hizo reflexionar sobre el sentido de la vida: Créanme, sentirse mayor no depende de canas, arrugas o artrosis. No, sentirse mayor es encontrar que uno de tus alumnos ya viene al Imserso.

Hubo de todo (hasta cansancio) y fue un viaje estupendo que volvería a repetir encantada. Porque viajar es descubrir: historias, lugares, comidas, amigos...


Dedicado a todos los que contribuyeron, más si cabe, a hacer tan agradable este viajito:  A Noelia, nuestra guía y ángel de la guarda, y a los guías locales, Dani, Begoña y María Jesús, tan sabios; al estupendo grupo de amigos María Victoria, Sixto, Miguel Ángel, Mari Cruz, Ángela, Cristi, Paco y Mari Carmen; a Esperanza y Mane por su cariñosa acogida; y a Gonzalo, con mi bienvenida al grupo de "mayores". Gracias de todo corazón.


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