lunes, 30 de octubre de 2017

Yo es que me mondo



Este chiste fue publicado por Ros (Álvaro Fernández Ros) el pasado lunes, 23 de octubre en El País. Y esta es la carta que escribí (y que nunca envié) al Director del periódico:

Querido Señor Director:

Empezaré jurándole por lo más sagrado que soy de risa fácil. Me gustan las personas con sentido del humor, aquellos que encajan las bromas e interpretan bien una ironía, los que saben dar una respuesta ingeniosa sobre la marcha y se ríen hasta de sí mismos. Disfruto con los libros de P.G.Wodehouse, David Lodge, Sophie Kinsella, Jardiel Poncela, Guareschi, Pancho Guerra... y me río a carcajadas con las películas de los Hermanos Marx, de Jerry Lewis, de Woody Allen, de Louis de Funes y hasta con las de Paco Martínez Soria y Gracita Morales. Me encantan Les Luthiers y sus instrumentos inventados, Martes y 13 y sus empanadillas, Gila y sus guerras y, ya que estamos, todo el Club de la Comedia junto. Vamos, que no cuesta nada hacerme reír y mis amigos saben que hasta con un chiste mal contado lo logran. Y sin embargo, Sr. Director, debo confesarle con profundo pesar que todavía no he podido ni sonreír a medias con un solo chiste de Ros, el dibujante de la imagen inicial, que usted está empeñado de 2 años para acá en meternos diariamente por las narices (dicho con todo respeto y delicadeza).

Convendrá usted conmigo que en estos tiempos que corren, un buen chiste se agradecería y animaría bastante el cotarro en que se han convertido los periódicos. Que nos tienen ustedes en un sinvivir, oiga, entre tantos sobresaltos por la cuestión catalana por un lado, y tanto susto por las gracias del coreano y el loco del pelo amarillo por otro, que un día, como los dejen sueltos, van a armar un desbarajuste en el mundo, con lo que nos ha costado tenerlo medianamente aseadito. No me diga usted que, entre susto y susto, no vendrían bien unas risas. Hasta en su mismo periódico he leído que el ruido de una bomba puede menos que el estallido de una carcajada. La risa es liberadora de miedos, así que, hasta por prescripción facultativa, deberíamos troncharnos ¿Por qué se han empeñado ustedes en que no lo hagamos?

Que conste que no soy la única que no le ve ni maldita la gracia a ese señor. En diciembre del año pasado ya Lola Galán, la Defensora del Lector, afirmaba haber recibido varias cartas de lectores diciendo lo mismo, como uno que afirma: "Desde que comenzaron las viñetas de Ros podría confesar que casi nunca he entendido el contenido".  El dibujante, después de decir que está influenciado por las escuelas inglesa, francesa y americana (?), contrapone lo siguiente:
"Procuro no dejar su sentido en la superficie. No son chistes de un instante, sino en lo que yo llamaría "capas" más abajo. Si no se adivina a la primera lectura, yo invitaría a los lectores a buscarlo, a releerlo, a observar detalles del dibujo. Si no se entiende un significado claro, los invito a observar y disfrutar del dibujo, de ese descanso que ofrece a la lectura que lo rodea en la página de El País. Y los invito a leerme al día siguiente y si tampoco les es claro, me entiendan si les pido que me crean esta frase de Nietzsche en "El crepúsculo de los ídolos": "Lo que necesita ser demostrado para ser creído no vale la pena", que es una manera de decir que si se explica un chiste, se rompe o se marchita".

Yo le diría a esto que no es que no sean chistes de un instante. Es que no son chistes y punto (Definición de chiste: "Dicho. ocurrencia o historia breve, narrada o dibujada, que encierra un doble sentido, una burla, una idea disparatada, etc., y cuya intención es hacer reír"). Pepe Monagas le diría: "Mándese una papa". Pero como imagino que el dibujante lo que nos quiere decir aquí es que quienes lo entienden son los que tienen un coeficiente intelectual de 300 p'arriba, creo que entre todos deberíamos hacer un esfuerzo y aceptar esa invitación para encontrar el sentido de esas "capas" que oculta la imagen. Veamos...

Aquí se ve un molino de viento funcionando. Para que lo haga, el viento tiene que venirle de frente. Sin embargo, se ve que el viento que tumba la palmera está al revés del que mueve al molino ¿Estará ahí la gracia? ¿O a lo mejor en que la mujer en la isla desierta está cogiendo viento y no sol (jajaja)? ¿O que igual lo que está haciendo es secándose el pelo y el molino simula ser un secador gigante (pero funcionando con viento al revés)? Sea lo que sea, ¿qué gracia tiene eso, por todos los santos?

Desde luego, me ha hecho pensar, eso no se puede negar (y escribir esta carta). Pero ¡ay! ¡cuánto echamos de menos aquellos tiempos del dibujante Romeu y su personaje Miguelito, de Quino con Mafalda y sus sopas, de la buenísima Maitena, de Goscinny con Astérix y Obélix (y ¡Están locos esos romanos!), de los pitufos, de Lucky Luke... Nos hacían pensar, pero también y sobre todo, sonreír, reír y carcajearnos...

¡En fin, señor Director! Siempre nos quedará Forges.

Suya afectísima: Una jubilada con ganas de reír a pesar de (o, a lo mejor, a causa de) lo que está cayendo.

lunes, 23 de octubre de 2017

Los tam-tams de la selva




En las películas de nuestra niñez -tipo las de Tarzán o "Las minas del Rey Salomón"- los tam-tams sonaban como llamadas ominosas a la guerra y nos ponían los pelos de punta, cuando en realidad eran peticiones de auxilio entre tribus. Hay una escena en "Cocodrilo Dundee II" en la que Paul Hogan hace también una llamada fraternal con unas vainas, parecidas a las de los tamarindos, a las que da vueltas en el aire produciendo un zumbido que oyen de lejos orejas maoríes amigas.

Algo de eso me pasó hace poco a mí. Cuando una llega a cierta edad tiene un derecho ganado a permitirse caprichos. Siempre me acuerdo de una ministra socialista, Elena Salgado, que decía que a sus 61 años reivindicaba el derecho a tener celulitis. Bueno, pues mi capricho desde los lejanos tiempos en los que abandoné por la fuerza el placer de tomarme un café bien cargado después de la comida es sustituirlo por un trozo de chocolate y, últimamente,  por un After Eight, esas obleas finitas de chocolate rellenas de menta que son, mmmmm, deliciosas. Pues bien, hace poco, cuando iba  a hacer mi compra usual de avituallamiento, me encuentro con que ni en Mercadona, ni en Macro, ni en Hiperdino, ni en El Corte Inglés, y ni siquiera en la gasolinera de mi pueblo , que es lo más, las tenían. Cuando pregunté me dijeron que esas cosas solo vienen en Navidad, igualito que el turrón.

Como el vicio es el vicio, no me quedó más remedio que recurrir al tam-tam y pedir en mis grupos de wasap a familiares y amigos que, si veían After Eight en algún sitio, avisaran a esta pobre chocolateadicta.

¡Y qué pronto dio resultado! Cande me dijo que su hija había visto una estantería llena en Carrefour, Ani me trajo 2 paquetes del Aeropuerto de La Palma, Carmen Delia encontró otro en el Supercor de Candelaria, mi hermana vino con uno desde La Graciosa... Munición suficiente para aguantar hasta las navidades, por lo que les estoy infinitamente agradecida. Como ven, el wasap se ha convertido en el tam-tam de petición de auxilio de estos tiempos.

Hay quienes protestan de los grupos de wasap. Dicen que solo sirven para intercambiar chistes y chorradas, que interviene gente a quien no conoces apenas, que la llegada de mensajes nos importuna continuamente. Puede ser. Pero yo los pienso poner en mi lista de inventos fabulosos del hombre, junto con la lavadora y el tampax. Eso sí, si no quieres chiflarte, los grupos tienen que ser pocos y selectos. Miren, por ejemplo, el caso de dos de los grupos de wasap en los que estoy.

Uno, el familiar, diría que es el sustituto del salón de mi casa de la calle San Miguel, un lugar por el que pasaba todo el personal a lo largo del día: mi madrina que vivía al lado, mis primos, los vecinos de arriba, los amigos del barrio... Allí, mientras la cafetera no paraba de hacer cafés de la mañana a la noche, nos enterábamos de los sucesos y eventos, discutíamos sobre lo que pasaba en el mundo, organizábamos los festejos y regocijos, felicitábamos por cumpleaños y éxitos y consolábamos en los fracasos. Igualito, igualito que lo que hacemos ahora en el wasap. Bueno, no es lo mismo porque no nos vemos y, ay, no nos tomamos aquellos cafecitos juntos, pero, si no fuera por el grupo de wasap, nuestra familia, que es grande y con algunos de sus miembros lejos, estaría más lejos aún.

El otro grupo, el de mis amigas del colegio, las que juntas hicimos el bachillerato y capeamos los mares procelosos de la adolescencia, es el perfecto sustituto también de aquel patio de recreo lleno de laureles enormes que existe ahora solamente en nuestro recuerdo. Entonces allí hablábamos de amoríos y de exámenes, nos dábamos consejos mutuos sobre los infinitos y apasionantes problemas que se nos presentaban y nos ayudábamos frente al mundo adulto. Ahora, en este patio virtual, hablamos de nietos y de la vida, nos aconsejamos para resolver escollos, que ya no nos parecen tan graves, y nos ayudamos en lo pequeño (¿Cómo hacen el potaje de berros? ¿Han leído "Patria"?...) y en lo mayor (una operación, un viaje, una boda...). Tampoco es lo mismo porque 60 años separan las dos situaciones, pero sigue habiendo risas y complicidad y, si no fuera por el wasap del patio del colegio, nos veríamos de pascuas a ramos y no estaríamos tan cercanas como estamos.

De los tam-tams dijo la cantante Totó la Momposina que eran "el ruido del corazón, el que se escucha en el vientre de la madre. A todo el mundo le llama y no sabe la razón".Tam-tam, tam-tam... Mientras ese ritmo siga siendo la mano amiga, el diálogo, el toque familiar, la convicción de que el otro está ahí, oyéndolo, y que puedes contar con él... ¡que sigan sonando en las ondas estos mensajes diarios, oh, benditos tam-tams de la selva de internet!

lunes, 16 de octubre de 2017

Los jallos de las mareas




El Diccionario de Canarismos define jallo como "objeto que arrastra la marea y que generalmente se encuentra en playas y callaos". La palabra jallo es un equivalente a "hallazgo", un derivado deformado del verbo hallar. Es lo que encuentro cuando voy caminando lentamente a la orilla del mar y me detengo para recoger algo sorprendente que las olas han arrojado a la orilla.

Toda la vida los niños hemos buscado jallos en las mareas, pero la primera persona a la que oí llamarlo así, con ese nombre, fue a mi amiga Marianela, cuando hace 3 años partí de sus recuerdos infantiles en el Faro de Alegranza -en cuyas aguas reposan ahora sus cenizas- para publicar el post "Los hijos del farero". Ella me hablaba de los jallos allí encontrados entre los que había hasta botellas con mensaje (echadas a lo mejor por algún Capitán Grant, como en la novela de Julio Verne), y yo le contaba de los míos en El Arenal de Bajamar o en Las Teresitas de antes: una gargantilla de cuentas minúsculas con el nombre de "Singapore", que evocaba historias fascinantes; piedras brillantes y pulidas que parecían preciosas, allí reluciendo bajo el sol; una tabla pequeña y labrada que los niños estábamos convencidos de que era el resto del naufragio de un galeón; una enorme caracola que guardaba dentro el bramar de las olas... Tesoros que guardábamos como si fuera el cofre perdido de algún pirata.

Con las maderas que encontraba en la playa hacía mi tío Aldo esculturas fantásticas. Mi hermana también, en las playas de La Graciosa, ha "jallado" troncos y trozos de remos con los que se ha hecho repisas y marcos de espejos, hoy en la pared de su casa graciosera (en la imagen inicial). Encontrar jallos valiosos -el "costeo" se llamaba esta ocupación- fue siempre un trabajo supletorio para los marineros, una forma de aumentar sus ingresos con los regalos del mar. Viera habla de las preciadas pellas de ámbar gris -una sustancia grasa que se forma en el intestino de los cachalotes y que se usa en productos cosméticos y farmacológicos-, que hicieron ricos a quienes los encontraban. Playa Lambra en La Graciosa es una deformación de Playa del Ámbar.

Y es que el mar, cuando no le da el pronto, es bastante generoso y guarda en su interior lo que no está escrito. Ya lo decía el Capitán Nemo, otro gran descubridor de "jallos" (solo que en los fondos marinos) en "Veinte mil leguas de viaje submarino": "El mar provee a todas mis necesidades", tanto alimenticias ("mis rebaños, como los del viejo pastor Neptuno, pacen tranquilamente en las inmensas praderas del océano"), como hallazgos personales, productos del mar y de despojos de naufragios: perlas, conchas, lingotes de oro..., que dejaban boquiabierto al profesor Aronnax, el protagonista del libro.

E igual pasa en la vida. Si buscamos con cuidado, vamos encontrando los jallos que las mareas del destino van arrastrando cerca de nuestro camino: un trabajo que nos gusta, un amor verdadero como en los cuentos, un lugar en el que encontrarnos bien, un libro o un poema que nos impacta y conmueve, el recuerdo luminoso de los que se fueron y la compañía de los que aún estamos aquí... Tesoros que nos hacen volvernos shakespearianos ("Hay una marea en la vida de los hombres cuya pleamar puede conducirlos a la fortuna...") y que guardamos como si fuera el cofre del pirata. Igual que cuando éramos niños.


lunes, 9 de octubre de 2017

En el ombligo del mundo: un viaje a Grecia


(La Sibila de Delfos, de Miguel Ángel)

En aquellos lejanos tiempos en los que los dioses dominaban la Tierra, Zeus -que, a pesar de ser el rey de todos ellos, no lo sabía todo- quiso averiguar en qué lugar estaba el centro del mundo. Para ello puso a volar a dos águilas desde cada extremo del universo y lanzó desde los cielos una piedra, el omphalós, el ombligo del mundo. Águilas y piedra se encontraron  en Delfos, una zona de aires limpios en la ladera del Monte Parnaso, cercado por rocas centelleantes, las Fedríades. Allí se levantó un templo a Apolo y, no sólo se guardaban los Tesoros de las Ciudades-Estado (era tierra sagrada e inviolable), sino que también se resolvían las preguntas e inquietudes sobre el futuro que ricos y pobres llevaban a los pies de la Pitia o Pitonisa. Esta, medio colocada por extrañas emanaciones que brotaban de la tierra, daba enigmáticas respuestas que los sacerdotes traducían e interpretaban.

He estado en estas dos semanas anteriores allí, en Delfos, en el ombligo del mundo, un lugar bellísimo que transmite paz y hace pensar en la Grecia original. Hemos subido la montaña sagrada igual que los miles de peregrinos que antaño tenían tanta fe en las respuestas del Oráculo ¿Qué le hubiéramos preguntado entonces sobre el tiempo por venir? ¿Vislumbraría algo de lo que esperaba al mundo como para dar una respuesta sabia?

¿Habría adivinado la Pitia este futuro en que los nombres de los dioses y de los filósofos han sido degradados a carteles en hoteles y restaurantes (Hotel Hermes, Hotel Poseidón, restaurante Epikouros, Taberna Panta Rei, Shop Artemisa...)? ¿Habría pre-visto las riadas de japoneses llegados en cruceros de alturas imposibles contaminando el aire con flashes y selfies y llenando las calles de los pueblos blancos del sur y de las islas? ¿Le habría dado un pasmo la visión de los pueblos convertidos en un enorme escaparate de ofertas repetidas? ¿Habría soportado la carga de las desapariciones de tantas bellezas: ciudades enteras que una vez fueron poderosas, como Micenas y la propia Delfos; estatuas consideradas maravillas del mundo como la de Zeus en Olimpia o la de Atenea en el Partenón; tesoros de los que nunca más se supo...? ¿Sufriría una depresión muy grande al darse cuenta de que ya no era el ombligo del mundo?

Si la Pitia -la Sibila de Delfos que Miguel Ángel inmortalizó en el techo de la Capilla Sixtina- fuera verdaderamente sabia y vislumbrara la Grecia actual, me atrevería a decir que no quedaría decepcionada porque lo importante se ha conservado. Vería que en los griegos de hoy sigue latiendo el mismo ingenio y tesón de aquellos inventores y constructores que edificaron enormes templos e idearon los primeros artilugios de la ciencia (hasta un "cine" capaz de presentar un mito en movimiento). Sus descendientes han hecho la maravilla del Canal de Corinto que cercena un istmo en dos o el Museo Nacional frente a la Acrópolis, un edificio hecho de inteligencia y luz. Y se hacen fuertes frente a las crisis.

Comprobaría que sigue habiendo fiesta y risas y magia en las tasquitas frente al Mar Egeo, en donde se siguen sirviendo los mismos alimentos que comía Platón: aceitunas, queso, berenjenas, higos, pepinos, pescados... y un vino fresco y dorado que te puedes morir. Que los paisajes tienen, igual que antes, el color del verde de los olivos que les regaló Atenea y del azul transparente del mar de Poseidón. Y que el sol sigue tiñendo de naranja el cielo y congregando adoradores en cada atardecer.

No, nosotros sabemos (igual que esa Sibila clarividente hubiera adivinado si lo fuera) que allí ya no está el ombligo del mundo, si es que estos existen.  Pero, igual que el sonido radial de una campana, las ondas de aquella civilización prodigiosa han llegado hasta nosotros: la filosofía, la ciencia, la idea de la democracia o de unos juegos universales (todavía se llaman olímpicos)... allí nacieron y se propagaron hasta hoy. Hasta en el fondo de nuestro lenguaje viven las raíces griegas. Por eso, como en un rito, mis compañeros de viaje y yo, al final de cada comida, hemos alzado una copa de ouzo, el licor griego hecho de uvas maduras y anís, y hemos brindado por esa Grecia eterna que forma parte de lo que somos.


Delfos
El omphalós, el ombligo del mundo
Lepanto
El Canal de Corinto
Hasta el vino alude a mitos. Este (delicioso) al León de Nemea

Atenas desde la Acrópolis


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