En mi familia los profes somos los menos. Hay una rama dedicada a la construcción desde principios del siglo XIX y alguna vez hablaré sobre ellos. Pero a partir de mi generación la mayoría de mis parientes cercanos (cuento catorce) han elegido ser médicos, no me explico por qué. Yo no lo hubiera sido ni por todo el oro del mundo.Y miren que les di mis sabios consejos para que no lo fueran, por lo menos a mi hermana y a mi hija, pero ni caso. De hecho, mi hermana, después de asegurarle a mi madre que se iba a matricular en Biológicas, cuando estaba en la cola para hacerlo, vio al lado la de Medicina y, sin encomendarse ni a dios ni al diablo, se cambió de cola.
Eso explica que, por ellos y por sus amigos colegas, conozco muchas batallitas de las que cuentan sobre las guardias, las consultas y los entresijos de los hospitales, pero sobre todo lo que cuentan sobre nosotros, los sufridos pacientes. Y es que, aunque afortunadamente la mayoría de nosotros generalmente no solo les hacemos caso sino que también nos curamos y les estamos agradecidos, hay otros pacientes que generan otras historias y que podríamos dividir en a) los que saben más que el médico; b) los que no se enteran muy bien, y c) los que son majaderos hasta decir basta, sobre todo a las 3 de la mañana de una guardia de 24 horas.
De los del primer grupo, los que saben más, está el padre que, cuando el médico le dijo que su bebé había perdido el conocimiento, lo miró con displicencia y le dijo: "Pero, doctor, ¿cómo va a tener conocimiento un niño de dos meses?". O el que le explica al médico que el mejor modo de combatir la fiebre es ponerle al paciente boca abajo un vaso de agua en la cabeza. O la madre que después de ponerle el tratamiento al niño, se va dándole las gracias al médico, pero en la puerta mirando las recetas dice: "Pero no le voy a dar nada de esto ¿sabe usted?"
De los que no se enteran (alguna vez he estado en este grupo) está la señora que aparece con una mascarilla hecha de croché. O la que, al decirle el médico que se suba a la camilla, lo hace poniéndose de pie sobre ella. O los que, cuando les mandan fisioterapia respiratoria o dieta líquida, al rato llaman para decir que de eso no tienen en las farmacias del pueblo.
Pero sobre todo de quienes más hablan los médicos cuando se reúnen es del tercer grupo, de los majaderos que van a las tantas de la madrugada después de guardias maratonianas en las que muchas veces los médicos no han tenido tiempo ni de comer. Aquí he oído el caso del chico que va a Urgencias porque tiene una cita y le salió un grano en la cara. O el que se cortó con una hoja de papel. O el actor que quiere que le enyesen para una película. O la abuela que lleva al niño porque lo despertó a las 5 de la mañana y el niño la miró con cara de sonado. O la señora que va a Urgencias preocupada porque dice que tiene el orificio anal de otro color (sí, yo tampoco me lo explico). Pero la que se lleva la palma de majadera fue la chica que a las tantas de la madrugada le preguntó al ginecólogo de guardia (le pasó a mi cuñado) que cómo se llamaba el círculo oscuro que rodea el pezón. Cuando él le contestó "areola", dijo: "Ay, gracias, me faltaba esa palabra para el crucigrama":
Vienen a cuento todas estas historias verídicas y verdaderas de médicos pacientes porque tengo una deuda con ellos: no les he aplaudido, como han hecho mucho desde ventanas y balcones en estos dos meses de confinamiento. También es verdad que aquí, en medio del campo, no me oiría casi nadie pero creo que, si hay alguien que merece un reconocimiento, son ellos. No solo por tener vocación, aguantar carretas y carretones y hacer lo que están haciendo en la mayor pandemia que hemos vivido, sino también por su infinita paciencia y aguante con los seres humanos tal como somos, enterados, protestones, majaderos, ignorantes, estúpidos, jodelones... y, en el fondo, muertos de miedo. Somos, como decía Nietzsche, humanos, demasiado humanos. No les he aplaudido, no, pero aquí está mi homenaje y, desde el fondo de mi alma, el agradecimiento eterno que les debo.