lunes, 25 de mayo de 2020

Médicos y pacientes (¿O médicos pacientes?)




En mi familia los profes somos los menos. Hay una rama dedicada a la construcción desde principios del siglo XIX y alguna vez hablaré sobre ellos. Pero a partir de mi generación la mayoría de mis parientes cercanos (cuento catorce) han elegido ser médicos, no me explico por qué. Yo no lo hubiera sido ni por todo el oro del mundo.Y miren que les di mis sabios consejos para que no lo fueran, por lo menos a mi hermana y a mi hija, pero ni caso. De hecho, mi hermana, después de asegurarle a mi madre que se iba a matricular en Biológicas, cuando estaba en la cola para hacerlo, vio al lado la de Medicina y, sin encomendarse ni a dios ni al diablo, se cambió de cola.

Eso explica que, por ellos y por sus amigos colegas, conozco muchas batallitas de las que cuentan sobre las guardias, las consultas y los entresijos de los hospitales, pero sobre todo lo que cuentan sobre nosotros, los sufridos pacientes. Y es que, aunque afortunadamente la mayoría de nosotros generalmente no solo les hacemos caso sino que también nos curamos y les estamos agradecidos, hay otros pacientes que generan otras historias y que podríamos dividir en a) los que saben más que el médico; b) los que no se enteran muy bien, y c) los que son majaderos hasta decir basta, sobre todo a las 3 de la mañana de una guardia de 24 horas.

De los del primer grupo, los que saben más, está el padre que, cuando el médico le dijo que su bebé había perdido el conocimiento, lo miró con displicencia y le dijo: "Pero, doctor, ¿cómo va a tener conocimiento un niño de dos meses?". O el que le explica al médico que el mejor modo de combatir la fiebre es ponerle al paciente boca abajo un vaso de agua en la cabeza. O la madre que después de ponerle el tratamiento al niño, se va dándole las gracias al médico, pero en la puerta mirando las recetas dice: "Pero no le voy a dar nada de esto ¿sabe usted?"

De los que no se enteran (alguna vez he estado en este grupo) está la señora que aparece con una mascarilla hecha de croché. O la que, al decirle el médico que se suba a la camilla, lo hace poniéndose de pie sobre ella. O los que, cuando les mandan fisioterapia respiratoria o dieta líquida, al rato llaman para decir que de eso no tienen en las farmacias del pueblo.

Pero sobre todo de quienes más hablan los médicos cuando se reúnen es del tercer grupo, de los majaderos que van a las tantas de la madrugada después de guardias maratonianas en las que muchas veces los médicos no han tenido tiempo ni de comer. Aquí he oído el caso del chico que va a Urgencias porque tiene una cita y le salió un grano en la cara. O el que se cortó con una hoja de papel. O el actor que quiere que le enyesen para una película. O la abuela que lleva al niño porque lo despertó a las 5 de la mañana y el niño la miró con cara de sonado. O la señora que va a Urgencias preocupada porque dice que tiene el orificio anal de otro color (sí, yo tampoco me lo explico). Pero la que se lleva la palma de majadera  fue la chica que a las tantas de la madrugada le preguntó al ginecólogo de guardia (le pasó a mi cuñado) que cómo se llamaba el círculo oscuro que rodea el pezón. Cuando él le contestó "areola", dijo: "Ay, gracias, me faltaba esa palabra para el crucigrama":

Vienen a cuento todas estas historias verídicas y verdaderas de médicos pacientes porque tengo una deuda con ellos: no les he aplaudido, como han hecho mucho desde ventanas y balcones en estos dos meses de confinamiento. También es verdad que aquí, en medio del campo, no me oiría casi nadie pero creo que, si hay alguien que merece un reconocimiento, son ellos. No solo por tener vocación, aguantar carretas y carretones y hacer lo que están haciendo en la mayor pandemia que hemos vivido, sino también por su infinita paciencia y aguante con los seres humanos tal como somos, enterados, protestones, majaderos, ignorantes, estúpidos, jodelones... y, en el fondo, muertos de miedo. Somos, como decía Nietzsche, humanos, demasiado humanos. No les he aplaudido, no, pero aquí está mi homenaje y, desde el fondo de mi alma, el agradecimiento eterno que les debo.

lunes, 18 de mayo de 2020

Ríos de miel




Charles Dickens empieza su "Historia de dos ciudades" con uno de los principios que más me gustan de la literatura: Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos, la edad de la sabiduría y también la edad de la locura, la época de las creencias y de la incredulidad, la era de la luz y de las tinieblas, la primavera de la esperanza y el invierno de la desesperación. Lo mejor que tiene, además de ese dominio maravilloso del lenguaje, es que es una descripción que se puede ajustar a cualquier tiempo y, más que a ninguno, a este que estamos viviendo. Son buenos tiempos para seguir luchando y viviendo, pero son malos para enfermarse, aunque sea de un miserable catarro, o para emprender algo nuevo ¡Y no les digo para meterse en obras!

Algo así debió pensar mi amiga Clari. Ella heredó una casa antigua, de esas terreras y pequeñas del Barrio del Toscal, y la alquiló a una profesora. Hace un tiempo esta, que es alérgica a las abejas, la llamó para decirle que había visto a algunas merodeando por allí. Clari mandó a fumigar y la cosa pareció calmarse. Pero ahora volvió a llamarla por una humedad un poco oscura en el techo del dormitorio ¿Humedad? ¡Pero si no ha caído ni una gota, ni siquiera en carnavales que es cuando lo hace para fastidiar! Por esto de estar en pandemia y en semiparada social, hasta esta semana Clari no ha conseguido albañil y, cuando este pudo al fin desplazarse a la casa y le pegó un mandarriazo al techo, del boquete empezó a fluir, como si fuera un anuncio bíblico, ríos de miel. Las abejas se habían metido por un nudo abierto de una viga de madera del techo y allí dentro hicieron un panal, que dejaron atrás cuando se fueron y que ahora, con el calor, se ha licuado derramando un dulce reguero inesperado y pegajoso.

Yo no había oído una cosa así en la vida. Que caigan arañas del techo, sí; ver después de un chaparrón un chorro de agua, también; pero ¿un panal de rica miel como el de Samaniego? Jamás en la vida. Lo más que recuerdo fue, el verano en que nos vinimos a vivir aquí, yo urbanita de toda la vida, un zumbido muy fuerte en la bodega que, por estar bajo tierra, es el cuarto más fresco de la casa. Allí descubrimos miles de abejas que se habían metido por el ventanuco dejando el panal por fuera. Se lo llevó un apicultor y ese fue mi primer encontronazo con la vida en el campo.

Ahora le cuento todo esto a Clari para animarla y para que no le coja manía a las pobres. Le digo que sin las laboriosas y polinizadoras abejas no habría flores, ni frutos ni semillas ni se producirían alimentos ni habría biodiversidad. Desaparecería el mundo tal como lo conocemos y habría otro sin café, ni manzanas, ni almendras, ni cacao (¡Adiós al chocolate, horror!). Le insisto en que una casa con ríos de miel es una casa bendecida. Que ya Jehová habló en la Biblia de esos ríos cuando describió a los israelitas la Tierra Prometida, un lugar que manaba leche y miel, casi, casi (sin la leche) como los ríos que van paredes abajo en su casa.

Pero me da que Clari, después de soportar la maldición del gomero -"En obras te veas"-, después del tiempo y del dinero que ha gastado en la reparación, después de que tuvo que invitar a la inquilina a dormir en su casa mientras se arreglaba el desaguisado, después de hasta soñar con abejas por la noche..., no va a sentir por ellas un cariño fraternal precisamente. Yo ya no sé qué hacer ¿Y si le hablo de la abeja Maya?



lunes, 11 de mayo de 2020

Y yo con estos pelos...




Uno de los efectos colaterales de la pandemia ha sido la crisis de pelos que se ha desatado en todos los hogares. Nada más abrirse el lunes pasado las peluquerías ya estaban haciendo cola una fila de peludos y decolorados, tal como si fueran aquellos monjes eremitas que hacían penitencia en el desierto. Con razón en el periódico lo llaman "el pelodrama". Los esprays cubrecanas, agotados; los mejunjes de color se han vendido más que los dulces y las bebidas alcohólicas; la gente, tiñéndose en casa y quedándose bicolor; los trasquilones se han hecho tendencia; mi nieto, el de 5, con una diadema de la hermana en el pelo porque con el flequillo ya no veía;  y yo... yo, con estos pelos, que me han crecido tanto que ya quisiera Rapunzel.

Mi madre, que era muy presumida, cada viernes iba a la peluquería e incluso, estando ya muy enferma, llamó a un peluquero amigo para que la peinase. Si hubiera vivido esto, le habría dado un pasmo. Y algo debe de habérseme pegado de ella porque, aunque no voy tanto (cada 5 semanas más o menos), cada vez que en este "retiro espiritual" me miraba al espejo,  el mismo cielo, como dice la canción, se estremecía al oír mi llanto, y me acordaba ¡cómo me acordaba!, ella lo sabe, de mi peluquera. Ahora que está abierta la peluquería, y aunque hay lista de espera, ¿quién fue la primera que a las 9 de la mañana del lunes estaba en la puerta? ¡Yo!, que estaba de las greñas hasta las ídem. Después de todo, es mejor ir antes que nadie, con la peluquería reluciente y desinfectada como nunca. Eso sí, nada de ir al baño, así que nada de beber agua ni naranjada en el desayuno, no sea que te den ganas. Y nada de leer el "Hola", la Biblia de las pelus, que a ver cómo me voy a poner ahora al día en la realeza y el famoseo.

Lo demás, perfecto. Bolsos y rebeca, a una bolsa cerrada; nada más levantarte del sillón de lavado ya lo están limpiando; todo el mundo con mascarilla y guantes que después te cambias para salir (y mi peluquera, además, con visera); y factura al final para que, si te paran, sepan de dónde vienes. Aunque esto último no es necesario: ¡Ya se sabe de dónde vienes! Estuve sola al principio y después llegó otra señora que se sentó a 2 Km. de distancia y con la que coincidí en que antes muerta que greñuda y que esto era una primera necesidad. Podrás estar una semana sin beber, podrás estar 40 días sin comer, pero ¡dos meses sin ir a la peluquería...! ¿Dónde se ha visto eso?

¿Y por qué esta manía por estar guapa? Después de todo nadie me veía con las greñas y nadie ne ve ahora sin ellas, excepto mi marido, Rebo, y mi hermana y mi cuñado desde el balcón de al lado (y ellos no cuentan porque me ven igual de guapa aunque vaya vestida de Darth Vader). Pero cuando vemos a tribus primitivas que se hacen filigranas de trencitas increíbles; o a las abuelas de nuestro tiempo que presumían de sus moños hechos con pelos sobre los que se podían sentar; o a las pelambreras afros, o a los jóvenes de hoy (mi nieta entre ellos) con distintos colores en el pelo..., comprendemos que todos se encuentran guapos así y le dan valor a la belleza como una forma de dignidad. Eso mismo me pasó a mí cuando salí de la peluquería "con paso firme y triunfal", divina de la muerte y gustándome a mí misma. Muy digna me dije que encerrada y confinada, sí. ¿Pero greñuda? ¡Nunca!

(La imagen inicial está dibujada por mi nieta Eva de José)

lunes, 4 de mayo de 2020

Niños del coronavirus




Así más o menos los llamarán, igual que nombraban antes a "los niños de la guerra". Niños del coronavirus o de la pandemia, niños que nacieron mientras sus padres estaban encerrados y el mundo se desmoronaba casi sin entender del todo qué pasaba. Pero ellos trajeron luz y esperanza y todos los que los miramos no podemos por menos que sonreír al verlos. Cuando no puedo dormir alguna noche, me basta evocar la placidez con que duermen para relajarme enseguida. Ellos son la sonrisa y el sosiego necesarios en estos días del nuevo diluvio.

En mi círculo familiar y de amigos han nacido dos niños, Antonio y Miguel. Antonio nació el mismo día en que empezó la primavera, el 20 de marzo; Miguel, terminando el mes de abril, el 28. Los dos, hijos únicos por ahora, han llenado de alegría a sus padres Leti y Raúl, y Carmen y Alberto, y a todos los que los queremos. Mirando las fotos (en la imagen inicial, Antonio en uno de sus sueños más beatíficos), que es lo único que podemos hacer por ahora, muchos nos preguntamos qué les contarán dentro de 15 o 20 años sobre la época negra en que nacieron ¿Cómo será ese mundo después de todo esto? Todos dicen ahora que nada volverá a ser igual que antes, que todos cambiaremos ¿Seguiremos el mismo camino de estos días de encierro, seguirán el miedo y la incertidumbre gobernando nuestras vidas? ¿En los años venideros se hablará de una nueva época A.C. (antes del coronavirus) y de otra época D.C. (después del coronavirus)?

Por si acaso la cosa cambia demasiado, yo quiero contarles a mis niños historias de cómo fuimos y que ellos comparen y elijan. Les diría, por ejemplo, que, aunque vean que en ese futuro todo el mundo va con mascarillas y guantes, hubo un tiempo en que nadie los llevaba y en que, cuando conocías a alguien, le podías ver la sonrisa y hasta tocarles las manos de verdad (lo cual a la hora de ligar tenía sus ventajas). Que, aunque lo normal será que todos se saluden de lejos con un gesto de la mano, en los tiempos anteriores ¡lo juro! todo el mundo le plantaba dos besos al otro sin conocerlo de nada. Que, aunque en las casas del futuro va a haber una habitación destinada exclusivamente a hacer acopio y guardar miles de alimentos y, por supuesto, infinitas tongas de rollos de papel higiénico, en las casas del pasado las despensas eran generalmente un mueble en la cocina, y la gente iba al supermercado cuando les faltaba algo y, a veces, hasta por gusto. Que en la época A.C., en lugar de tener como ellos una enseñanza online totalmente filtrada por Internet, los niños iban a la guardería y después al Colegio, al Instituto, a la Universidad... y allí hacían amigos (algunos para toda la vida) y aprendían de todo, pero también a jugar, a gritar, a correr, a hacer el tonto... y se lo pasaban pipa. Que antes había viajes en los que los viajeros conocían el mundo con los cinco sentidos y no como ellos, viajes virtuales a vista de dron, muy espectaculares, sí, pero sin compartir maneras de vivir. Que en la época A.C. las personas hacían fiestas, no de 10 personas como en la era D.C., sino de muchas más, que hablaban, comían y bailaban sin guardar distancias de seguridad. Y que hubo un tiempo en que miles de personas gritaban juntas ¡goooool! en un estadio de fútbol, un tiempo en el que nos lavábamos las manos solo cuando estaba sucias, en el que asomarse a los balcones era solo para ver pasar el mundo y en el que, si veías a unos vestidos de extraterrestres con monos y escafandras, era porque estabas en carnavales.

El periodista Enric González hace unos días habló de estos niños del coronavirus, que van a conocer quizás este mundo como un lugar incómodo y hostil,  y augura que "van a tener que convertirse en gente mucho más dura, lúcida y coherente que nosotros". Antes contábamos a los niños cuentos de hadas para que conocieran lo que pueden esperar del mundo. Ahora yo solo espero que, contándoles también cuentos de un antes ya vivido y de un después posible, sepan elegir con tino, pierdan el miedo al miedo y sean felices. ¡Bienvenidos a este mundo, Antonio y Miguel!
google-site-verification: google27490d9e5d7a33cd.html