martes, 26 de diciembre de 2017

Portadas que abren mundos




Hace poco me encontré con una portada que me sorprendió, a pesar de ser la de un libro archiconocido, "Mansfield Park" de Jane Austen. El autor de la portada es Fernando Vicente, un ilustrador que confiesa disfrutar con el proceso de ilustrar un clásico, "tanto de la lectura como de dar vueltas sobre algo conocido o de buscar documentación".  Y eso se le nota. 

Los lectores de "Mansfield Park" muchas veces se quedan con que es la historia de la pariente pobre, Fanny Price, que ocupa un segundo plano en la vida de su aristocrática familia y que, cuando esa vida se agita con la llegada de una elegante y superficial pareja de hermanos, ella no se deja influir y es el anclaje. los principios firmes, el discernimiento claro. Pero además Fernando Vicente, con esta portada, va más allá y muestra a Fanny Price perdida en un laberinto, y me obligó a mí a releer el libro con sus ojos y a centrarme en la presión que ella recibe, incluso por parte de los que la quieren bien, para hacer lo que no quiere hacer: casarse con un buen partido, un hombre seductor, rico y agradable que además está muy enamorado de ella, y en un momento y entorno social en el que el matrimonio es la mejor, y a veces la única, solución en la vida. En la portada hasta en el cuello se ve la tensión de ella al ver que no hay salida.

Me encantan esas portadas de buen lector e ilustrador, que se alejan de clichés y que te invitan a disfrutar de lo que hay detrás de ellas. Y sin embargo, hace poco leí un artículo sobre portadas de Víctor Selles, en el que dice que lo que importa en ellas es que sea un reclamo publicitario y que "Esto se consigue con clichés. Se logra con colores pastel en las novelas románticas y naves espaciales con planetas al fondo en el caso de la ciencia ficción. Se consigue con fotomontajes para la literatura juvenil e ilustraciones para la infantil, y con el mismo cuadro de Hopper de la mujer bañada por la luz de media tarde para la ficción literaria". Como lectora, no estoy muy de acuerdo. Cuando daba clase, muchas veces animaba a mis alumnos a que cuidaran la presentación en sus trabajos. Les decía que igual que un plato con una gracia por aquí o un perifollo por allá anticipa el disfrute, un trabajo sin faltas, bien escrito y con una ilustración original, predispone a su favor a quien lo tiene que calificar. Lo mismo pasa con la portada de un libro: es el primer paso, el umbral para que esperemos con expectativas burbujeantes lo que va a llegar después. Que igual es un churro y una decepción, pero también, por qué no, puede responder a nuestras esperanzas y nadie nos quitará esa gloriosa entrada en un mundo nuevo.

Esta semana en la que finalizamos un año como quien cierra un libro (un libro un poco caótico este 2017, todo hay que decirlo), abramos el próximo con una portada más conciliadora, más acorde, estoy segura, con lo que casi todo el mundo espera. Yo haría esa portada a 2018 con los bellísimos versos que el poeta José Miguel Junco Ezquerra ha publicado estos días:

"Ojalá que se ponga por su lado más cóncavo de tu parte la vida
y que en esa hondonada se prodigue el abrazo
y se fundan de veras con tu sangre otras sangres
y al convite se sume con su canto un jilguero
y el dolor te sea leve y la paz sea contigo."

Feliz año.


lunes, 18 de diciembre de 2017

Los meneos de la vida




La semana pasada ha sido bastante agitada para mí. Por una parte, por la vida social propia de estas fechas que se traduce en comidas, cenas, celebraciones, encuentros, compras...; y luego en más comidas, más cenas, más celebraciones, más encuentros y más compras. Por otra parte, por el borrascón que nos ha pasado rozando y que, pese a responder al bello nombre de "Ana", ha tenido más bien el talante de una "Tremebunda". En esas andábamos cuando mis amigas y yo decidimos ir el martes a Las Palmas (ida y vuelta el mismo día) a comer en casa de Eli, que vive frente al mar.

Si por algo protesto de vivir en una isla es que a cada rato hay que coger el avión. Nada de ir por barco a la isla vecina viendo lo temperamental que se nos puso "Ana" (hablaban de olas de hasta 7 metros, válgame el cielo). Pero tampoco los aires estaban lo que se dice tranquilos y ahí nos ven sufriendo sacudidas, vaivenes, yenkas y chachachás. Menos mal que yo iba sentada al lado de mi amiga Úrsula, que es la serenidad en persona, y que viendo que yo me iba poniendo lívida por momentos, me dijo: "¡Pero si esto es como subirte en un tobogán!". Ahí fue cuando le tuve que confesar que yo tampoco me subo ni nunca me he subido en toboganes, ni en norias, ni en aparatos de esos mefistofélicos en los que se oye gritar a la gente por los aires. Miento, sí me monté una vez en una noria, la del Prater de Viena, pero es que, aparte de hacerle los honores a la película "El Tercer hombre", iba tan despacio que solo parecía una agradable vuelta a la manzana.

Parece haber en algunos seres humanos la tendencia a buscar el peligro (bórrenme a mí de esa lista) ¿Han visto una atracción que se llama "El martillo"? No es normal que te pongan cabeza abajo a no sé cuantos pisos de altura (sé de una que se hizo caca del miedo cuando se subió). Y hay otra atracción que es un ascensor bajando a toda velocidad, que hace que el cerebro casi se te desprenda y llegue al techo, y que, por raro que parezca, hay a quien le encanta. No tengo ni idea de cómo puede haber personas que ¡hasta paguen! por semejantes torturas.

Y eso que, si se fijan, la vida es también como una noria, una atracción de feria que te da momentos de subidón y otros de bajona. Si repaso lo vivido esta semana, ahí están los subidones de los encuentros con los amigos y con la familia (casi uno cada día), o la alegría de oír en el programa "El Foco" de Televisión Canaria a dos de mis ex-alumnos -tan creativos y brillantes-, uno, el periodista Roberto González, entrevistando al otro, el actor Álex García. Y las bajonas, la preocupación por una amiga muy querida a la que operaron de un tumor el viernes, o el catarrazo que me ha tenido en un moqueo continuo nada sexy (otra vez "Ana" y sus fríos haciendo de las suyas...).

Y es que la vida ya tiene suficientes meneos como para calmar nuestra sed de aventuras y la llamada de la selva que nos convoca ¿A qué buscar fuera peligros de pacotilla? Como dice mi marido, que es también un hombre tranquilo. "¡Qué necesidad!".

lunes, 11 de diciembre de 2017

Tiempos Heroicos





Hay un dicho, creo que de Alfonso X el Sabio, que reza:  "Viejos leños para quemar, viejos libros para leer, viejos vinos para beber, viejos amigos para conversar". Si ustedes se identifican con esta cita es porque también han vivido Tiempos Heroicos, unos tiempos que siempre salen a colación cuando nos reunimos esos viejos amigos (a lo mejor, mientras nos tomamos uno de esos viejos vinos y hay un viejo leño quemándose en la chimenea). Los Tiempos Heroicos pueden ser la mili, o el tener que ir caminando de Vallehermoso a Valle Gran Rey a través de las montañas (como me cuenta mi amiga Consuelo), o la guerra para nuestros mayores, o los primeros años en que nos buscamos la vida lejos de la protección de nuestros padres...

Esta semana cenamos en casa de Miguel Ángel, uno de esos viejos y queridos amigos. Mientras comíamos una carne a la piedra en el bello comedor acristalado de su casa guamasera -noche de luna llena sobre el césped y el perfil sombreado del Teide al fondo-, mi marido y él (ante el regocijo de Ana, su pareja, y mío) rememoraban los Tiempos Heroicos en los que compartieron la carrera de Físicas en Madrid y, sobre todo, la estancia en el Colegio Mayor San Juan Evangelista.

El San Juan, el Johnny para todos, entonces, allá por el año 66, ni estaba terminado. El director reunió a los 400 alumnos que estaban apuntados y les dijo que les habían cortado los créditos y que, si ellos aceptaban pagar las mensualidades y vivir allí en las condiciones precarias en que estaba el colegio, tal vez podrían seguir adelante y sobrevivir. De los 400, sólo ciento y pico valientes dijeron que sí y empezaron el curso 66 en noviembre, con las escaleras en construcción, sin calefacción ni agua caliente. No había ascensor, ni cafetería ni comedor, y ni, mucho menos, canchas. La habitación solo tenía la cama y el armario, pero sin baldas ni gavetas. No estaba ni la mesa ni la silla ni las estanterías que tan necesarias son para estudiar. Los cristales de las ventanas estaban con los papeles pegados y sucios de la obra, que ellos tuvieron que despegar y limpiar. El Johnny fue el primer colegio que instauró el autoservicio: nada de personal de limpieza, sino que eran los propios alumnos los que limpiaban su habitación y se lavaban su ropa, incluida la de la cama. Ese año pasaron más frío que vergüenza, pero el Colegio se terminó y se inauguró oficialmente en el curso 67-68.

Pero incluso así, el San Juan tuvo desde ese inicio intrépido el sello que lo caracterizó siempre: una vida cultural plena que lo convirtió en uno de los espacios de libertad del Madrid de la época. Miguel Ángel, que fue uno de esos ciento y pico fundadores (mi marido llegó un año después), recordaba ver ese año a Nuria Espert, sentada en una de las salas (supongo que bien abrigada, eso sí), recitando las "Nanas de la cebolla" de Miguel Hernández. Otra vez fue Ramón Tamames, que hizo una crítica encendida al capitalismo, con lo cual inmediatamente se pidió que fuera un banquero a defenderlo. Todas las charlas acababan en diálogo, en exposición de otras ideas, en nuevas preguntas y no se aceptaba nada porque sí. Se veían películas que estaban superprohíbidas (yo vi allí "El acorazado Potemkin" de Eisenstein, que por otra parte me aburrió) y, al lado de portería, había un punto de venta de libros que no encontrabas en ningún otro sitio (no necesariamente "peligrosos": Neruda, sin ir más lejos). Mi marido y yo recordábamos que fue en el San Juan, en el año 70, auspiciado por el Club de Música y Jazz del Colegio, donde oímos uno de los primeros festivales de jazz de España. Allí estaban Teté Montoliú, Donna Hightower, Pedro Iturralde... Una gozada.

Fue una noche memorable, para recordarla y para recordar Tiempos Heroicos. Sí es verdad que parecíamos los abuelos Cebolleta, resucitando hechos de hace 50 años que, sin embargo, no veíamos muy lejanos. Un Tiempo Heroico es siempre aquel en que hicimos cosas que ahora no haríamos, ni siquiera con una pistola en el pecho. Pero qué bueno es saber y recordar que alguna vez las hicimos y, sobre todo, que nos lo pasábamos pipa haciéndolas.

(En la foto inicial, el Colegio Mayor San Juan Evangelista. El Johnny para los amigos)

lunes, 4 de diciembre de 2017

Más se perdió en Cuba


A mi amiga Ligia le han perdido la maleta. Ligia es venezolana y ha tenido que dejar su casa, sus cosas y su país por la situación insostenible en la que se vive allí. Reparte el año entre Tenerife, donde viven sus hermanas y estamos sus amigas, Granada donde está su hijo, y Miami, la residencia de sus dos hijas. En el viaje a Miami que acaba de hacer le han perdido el carrión, como dice ella (luego me enteré de que era el carry on, lo que llevas encima, el equipaje de mano) que, por insistencia de la azafata, también facturó. Al final, le llegaron las maletas (sin los turrones que les llevaba a sus niñas y que algún desgraciado -ojalá se le indigesten- le robó) pero ni humo ni pelos del carrión, en el que llevaba algo de ropa, una máquina de fotos y los bombones de Ferrero Rocher que yo le regalé. Le ha seguido la pista y parece que el carrión se fue a Algeciras, luego volvió a Tenerife y tal vez ahora esté en Tegucigalpa. Es cuestión de tiempo que llegue a Miami.

Yo le digo lo que nos decía mi madre cuando algo se nos rompía o perdía: "Es solo material". Si el extravío era más irreparable ella nos consolaba con lo de "Más se perdió en Cuba", perpetuando el desencanto y el duelo que tuvieron que sufrir los españoles allá por 1898 con la pérdida cubana. Pero creo que mejor le cuento una historia leída hace poco a Manuel Vicent donde también hay pérdidas, destierros y exilios. Habla Vicent de un judío sefardita, comerciante de ámbar, que conoció en el Gran Bazar de Estambul. Los sefarditas han arrastrado durante siglos la nostalgia de las cosas perdidas para siempre. Porque a unos Reyes les dio por echarlos de su patria, tuvieron que dejar atrás casas, amigos, posesiones, e ir hacia destinos inciertos y lejanos (Israel, Tesalónica, Estambul...) ¿Más se perdió en Cuba? Más perdió España entonces al quedarse sin una parte valiosa de su población, precisamente la que hizo de Toledo uno de los centros más prestigiosos de la antigüedad, un lugar donde las tres religiones de la Edad Media convivían y trabajaban en paz.

Desde entonces, muchos judíos -y este en particular- guardaron como un tesoro la llave de su casa española y la han pasado de padres a hijos como un símbolo de "la fatalidad del destino y la esperanza de un retorno". Este judío del que hablo ha viajado varias veces a Toledo, la tierra de sus antepasados. La casa y la puerta que abría su llave ya no existen, pero pensó, cuenta Manuel Vicent, "que tal vez la cerradura pudiera andar perdida en manos de algún chamarilero. Después de recorrer decenas de anticuarios por toda España un día se produjo el milagro. Entre los cachivaches de una almoneda, que regentaba un gitano de Plasencia, el sefardita encontró una cerradura herrumbrosa del siglo XV en la que su llave encajaba y funcionaba perfectamente. En el bazar de Estambul el sefardita me hizo una demostración. Metió la llave en la cerradura, la accionó varias veces y con palabras pronunciadas en ladino meloso me dijo: así es cómo se abre y se cierra el destino.".

Me gustó la historia porque es optimista y consoladora ¿Cómo no se va a encontrar un carrión perdido por unos cuantos aeropuertos, le digo a Ligia, si se encontró una cerradura traspapelada por toda España desde hace 5 siglos? Nos pasamos la vida perdiendo llaves, trenes, sueños, amores, que muchas veces ya no podemos recuperar y de los que nos queda un recuerdo nebuloso y agridulce. Pero tenemos que reconocer que hay veces en que se produce un milagro.

Postdata de última hora: Ligia ya ha recuperado su carrión y sus bombones.


lunes, 27 de noviembre de 2017

Llevar la contraria




Que sí, que hay una tendencia generalizada a llevar la contraria, que lo tengo comprobado. Miren, si no, la foto que nos hicimos la semana pasada en un viajito que hicimos a Huelva. Podría tener perfectamente ese título (o también, ya puestos, "Todos los caminos llevan a América"). El afán contradictorio debe ser algo que llevamos en los genes y que luego con la edad vamos domeñando poco a poco por aquello de vivir en paz. Mi nieto, el de 2 años, sin  ir más lejos, tiene como palabra preferida "¡No!".

¿No les ha pasado que, cuando nos recomiendan encarecidamente que vayamos a algún sitio, nada más ir nos aparecen fallos por doquier (el "sí, pero...")? ¿Y, al revés, que nos digan que lo que vamos a visitar no vale un pimiento, y nosotros cuando lo conocemos le encontremos, sin embargo, su aquél? Esto último es lo que me ha pasado con Huelva. Por lo menos diez personas, incluidas dos onubenses, me dijeron antes que a qué íbamos a Huelva, que Huelva no tiene nada qué ver, que mejor quedarse en casita... Y, en contra de todos, ha sido un viaje inspirador, en los que destacaría tres momentos de esos que se guardan en el celofán de la memoria para siempre.

El primero fue el domingo en el Rocío. Ya lo conocía de viajes anteriores en otro plan, el de pasar por un pueblo sin apenas gentes y visitar después unas marismas, preciosas sin duda, llenas de garzas y flamencos. Pero esta vez el pueblo rebosaba vida: se compraban velas, lotería y recuerdos; las tascas, llenas de gente, servían pringás, chocos y gambas blancas, mientras los camareros daban vivas a España y a la Virgen, sin que la cosa pareciera nada excéntrica; los carros de caballos paseaban con parsimonia entre el gentío, y el día, luminoso, resplandecía. Entramos a la Ermita justo cuando empezaba la misa de 12, a la par que lo hacía una de las Hermandades, la de Santiponce de Sevilla. Y entonces sucedió. Se hizo el silencio, la Salve Rociera empezó a sonar con flautas y tambores por todo el pasillo y, al llegar a la reja y al altar, el estandarte (el "Simpecado")  se inclinó 3 veces delante de la Virgen. Lágrimas, mocos, nudos en la garganta, pañuelos sacados precipitadamente del bolsillo y, por mi parte, la sensación compartida de estar en un sitio especial en un momento especial. Me ha pasado en otros lugares sagrados algunas veces: en Santo Toribio de Liébana un año santo, en Rocamadour de Francia, y ahora, esa mañana sorprendente del Rocío que emocionaba incluso a los no religiosos como yo.

El segundo momento fue en Moguer, del que Juan Ramón Jiménez dijo que es "igual que un pan de trigo, blanco por dentro como el migajón, y dorado en torno, -¡oh, sol moreno!- como la blanda corteza". Ver el pueblo lleno de luz a través de los ojos del poeta, subir al mirador de su casa desde donde se ve el mar, pasear por las calles tranquilas casi sintiendo las pisadas de Platero... es otra experiencia que no tiene precio.

La tercera fue cuando fuimos al lugar en el que se unen los ríos Tinto y Odiel. A los canarios, a los que bien nos gusta un agua que corre y que no tenemos ni un solo río del que presumir, el que Huelva tenga cinco (el Guadiana, el Guadalquivir, el Tinto, el Odiel y el Piedras) nos parece un derroche y nos da una envidia tremenda. A mí, la unión de las dos corrientes, con la estatua imponente de Colón encarando el horizonte y con su apertura hacia el mar, la aventura y la búsqueda de mundos nuevos, me pareció que estaba en el principio de todos los caminos.

Así que ¿qué me hubiera perdido si no voy a Huelva? Atesorar momentos. Hubo más, pero solo por estos tres, valió la pena salir de casa y llevar la contraria a los que dicen que no.


El Rocío

Moguer desde la azotea de la casa donde nació Juan Ramón Jiménez
La unión del Tinto y el Odiel

lunes, 13 de noviembre de 2017

Gente que influye




Y no me refiero con este título a peces gordos de la economía o de la política. Ni tampoco a esa cosa que ahora llaman influencers, sea lo que sea eso. No, me refiero a aquella persona que muchos de nosotros hemos conocido en las primeras etapas de la vida y que, de alguna manera, fue importante y marcó nuestro camino. Gente, como el George Bailey de "¡Qué bello es vivir!", que, si no hubiera nacido, ahora los demás no seríamos los mismos.

Tengo un libro que habla de gente así. Se llama "Mi infancia son recuerdos..." y es un conjunto de relatos -coordinado por Josefina Aldecoa- de distintos autores y famosos, voces diferentes que recuerdan "el papel inolvidable de un maestro que en uno u otro momento de nuestra infancia o adolescencia ha sido decisivo para nosotros". Y así, en el libro se ven las deudas de gratitud de Emilio Aragón hacia el profesor que le hizo disfrutar de la lectura, de Concha García Campoy a su profesora porque "ella fue la primera en mirarme con otros ojos", de Fernando Fernán Gómez a la actriz Carmen Seco que le enseñó a recitar versos, de Emilio Lledó al profesor que le preguntaba "¿Qué te sugiere?" tras la lectura de un pasaje del Quijote ("un paso esencial para aprender a pensar, para aprender a ser"), de Manuel Toharia hacia quién le inspiró la curiosidad por la ciencia, o de Fernando Savater hacia quien le enseñó a no mentir.

Cuando he preguntado a mis amigos, casi todos reconocen a alguien así, en su vida. Todos hemos tenido excelentes profesores que amaban su trabajo (y también otros que se equivocaron de profesión y que nunca tendrían que haber dado clase). Pero cuando yo pienso en aquellos años del colegio y en alguien que pueda haberme enseñado algo importante, quien me viene a la cabeza es una monja, la Madre Concepción, que ni siquiera me dio clase.

Nuestra relación con las monjas solía ser de "guerra fría". Desde los 10 años a los 16, durante el Bachillerato, las monjas no nos daban clase sino que eran nuestras cuidadoras. Ellas nos llevaban del patio a la clase o a la capilla procurando que formáramos perfectas filas, supervisaban el aula de estudio para que no habláramos (¿se puede encerrar el agua del mar?), nos castigaban frecuentemente cuando no hacíamos todas esas cosas y, en general, hacían el papel de soldados guardianes hacia los que abrigábamos escasa simpatía (y ellas igual hacia nosotras). Pero cuando teníamos 14 o 15 años, vino al colegio una nueva Directora que nos sorprendió tratándonos como seres humanos adultos.

La Madre Concepción (la Madre Concha la llamábamos entre nosotras) tenía alrededor de 30 años en esa época. Era una mujer alta, guapa y con clase a la que nunca vimos un mal gesto. Nos hablaba, no en plan "coleguita" ni en plan sargento, sino con la naturalidad y el respeto con los que se debe hablar a una persona hecha y derecha. Y a nosotras en su presencia ni se nos ocurría mentirle y hasta le contábamos nuestras trastadas, como la vez que nos habíamos fugado del colegio y cómo luego habíamos vuelto a entrar (porque lo emocionante era la fuga en sí). Tenemos fotos con ella en las excursiones que hacíamos al Teide y, cuando a final de 6º nos fuimos del colegio, ella fue la que nos acompañó en nuestra última comida en común. Cuando años después fui profesora, el recuerdo de su actitud y trato hacia nosotras fue un ejemplo al que acudir cuando me veía enfrente de un montón de adolescentes ante los que tenía que hacer el papel de profesor. Como ella, supe siempre que, si tratas con respeto a una persona, tenga la edad que tenga, ella también te respetará.

Muchas veces en la vida al cabo de los años pensamos en esas personas que nos han influido casi sin ser nosotros conscientes de ello en su momento. Nos damos cuenta después, cuando asumimos que nunca jamás las volveremos a ver, de que fueron importantes, y lamentamos no habérselo agradecido entonces. Pero en este caso, hace cosa de un par de meses en una de las comidas que hacemos regularmente mis amigas del colegio y yo, Eli, que vive en Las Palmas pero que casi nunca se pierde una, nos apareció con una amiga suya, mayor que nosotras. Nada más verla, y aunque habían pasado más de 50 años, supe que era la Madre Concepción.

La Madre Concepción, Concha ahora para nosotras, tiene 87 años y sigue siendo la persona cercana y elegante que era entonces. Con el espíritu y la voz todavía joven que recordábamos, nos contó que, después de aquellos años del colegio, había estado en varios sitios, entre ellos en algunos países de América; que hacía 30 años que ya no era monja y que ahora vive tranquila con su hermana en Las Palmas. Le gusta leer y la música (tiene la carrera de piano), y sale y juega a la canasta cada semana con sus amigas. Estaba verdaderamente contenta de vernos y asombrada de que la recordáramos con tanto cariño.

Hay un proverbio chino que dice: "Cuando bebas agua, recuerda la fuente". Es bueno recordar las fuentes de las que partimos, pero todavía es mejor que la vida te brinde, como ahora, la oportunidad de dar las gracias a quienes, aun sin saberlo, han influido en nosotros ayudándonos a ser como somos. Y este escrito es una forma como otra cualquiera de hacerlo. Gracias, Madre Concha.

lunes, 6 de noviembre de 2017

Al olor del orégano


El Castaño de las Siete Pernadas

Hace unos 3 años, en un post que escribí dedicado a los castaños (lo titulé "Toma castaña"), dije esto:
"Hubo un tiempo en que bosques como éste poblaron la isla. Hubo un tiempo de árboles gigantescos, viejos habitantes de las cumbres del norte, como aquel Castaño de las Siete Pernadas de Aguamansa, del que habla Leoncio Rodríguez en "Los árboles históricos y tradicionales de Canarias". Un árbol con fama de llevar ventura a los que enamoraban bajo sus ramas, y tan grande que se podía subir cómodamente una mesa para sentarse a comer en lo alto.
No sé si ahora existirá este castaño o los castañeros de mi infancia, pero lo dudo...".

Y mira por dónde, hace unos días se me quitaron todas las dudas. Nos invitaron al grupo "Lo que las piedras cuentan" (del que ya les he hablado aquí y aquí) a un desayuno y a un paseo posterior por una finca en Aguamansa, y resulta que el Castaño de las Siete Pernadas ¡existe! Allí estaba, con tres pernadas menos, eso sí, pero en pie desafiando todavía a los siglos. Andrés, uno de los dueños de la finca, nos contó que una noche tranquila, sin tormenta ni viento, lo despertó un estruendo terrible, como si el mundo se viniera abajo. Se levantó enseguida y lo encontró así, partido por la mitad "¿Y qué crees que le pasó?" "Vejez, supongo". Pero viejo y todo (se le calculan más de 500 años), sigue siendo impresionante. Dulce María Loynaz, que también visitó la finca en 1951, habla asombrada de él en su libro "Un verano en Tenerife": "El enorme tronco ha tomado un aspecto rugoso, coriáceo, animal casi. El árbol parece más bien un gigantesco paquidermo coronado de ramas milagrosamente verdes.". Todavía hay un hueco (tapado) en su base en donde está guardada la mesa que a veces se subía a sus ramas y que fue testigo de tantas meriendas felices. Nosotros , 20 personas cogidas de la mano, lo rodeamos y abrazamos porque, según dicen, estos seres centenarios saben transmitir buenas energías.

La finca es enorme (48 hectáreas) y preciosa. En los altos del valle de La Orotava y al pie de los acantilados de Los Órganos, ya muy cerca de la cumbre, está llena de árboles excepcionales: castaños enormes, sí, pero también pinos altísimos y manzanos, perales y otros árboles frutales cargados, en este noviembre, de frutos. Y todo el paseo que hicimos hasta el Castaño, y después, más arriba, hasta la Fuente de los 50 Chorros, estuvo acompañado del olor del orégano que tapizaba el suelo de las veredas y rincones.

El olor del orégano, humilde y familiar, nos llevaba a hablar de mojos, salmorejos, licores de hierbas, cazuelas y de tanto plato nuestro que lo lleva como ingrediente. Yo recordaba, riendo, aquella vez que, caminando entre matas de orégano por los montes de Anaga, mi hermana exclamó: "¡Qué olor a pizza!". Esther rememoraba las procesiones de antes en su Guía natal cuando los Descansos -altares que se ponían en las casas para que la imagen los visitara- estaban unidos por pasillos perfumados hechos de orégano y poleo. Todos, mientras cogíamos un ramito o una planta viva para transplantar, caminábamos con calma, fijándonos en hiedras y flores, o en el tronco hueco de otro castaño herido por un rayo o en las gallinas que andaban a sus anchas por todas partes. El aire era limpio a esas alturas y la casa, con un balcón dirigido al valle desde el que, antaño, el padre de los actuales dueños trabajaba (¡qué gozada!), descansaba bajo el sol, sabiéndose vivida y amada...

Qué bueno es que todavía existan sitios así, tan bellos, en los que sumergirte y gozar en un día de otoño. Qué gusto andar entre árboles que ya estaban aquí cuando se fundó La Habana, árboles ajenos a las minúsculas vicisitudes y preocupaciones que ocupan nuestros días. Qué placer darnos cuenta de que los grandes árboles y las pequeñas plantas del orégano conviven y nos muestran lo que verdaderamente importa: existir dando cada uno lo mejor de sí mismo. Y qué contenta me puso que el castaño que creí perdido y destruido, todavía exista... Un día perfecto.

(A Ricardo, Alicia y Andrés, que nos recibieron generosamente y nos mostraron ese pedazo de isla que han conservado milagrosamente sana. A Iris, tan buena organizadora. Y a nuestro grupo, "Lo que las piedras cuentan", por todo lo compartido)





lunes, 30 de octubre de 2017

Yo es que me mondo



Este chiste fue publicado por Ros (Álvaro Fernández Ros) el pasado lunes, 23 de octubre en El País. Y esta es la carta que escribí (y que nunca envié) al Director del periódico:

Querido Señor Director:

Empezaré jurándole por lo más sagrado que soy de risa fácil. Me gustan las personas con sentido del humor, aquellos que encajan las bromas e interpretan bien una ironía, los que saben dar una respuesta ingeniosa sobre la marcha y se ríen hasta de sí mismos. Disfruto con los libros de P.G.Wodehouse, David Lodge, Sophie Kinsella, Jardiel Poncela, Guareschi, Pancho Guerra... y me río a carcajadas con las películas de los Hermanos Marx, de Jerry Lewis, de Woody Allen, de Louis de Funes y hasta con las de Paco Martínez Soria y Gracita Morales. Me encantan Les Luthiers y sus instrumentos inventados, Martes y 13 y sus empanadillas, Gila y sus guerras y, ya que estamos, todo el Club de la Comedia junto. Vamos, que no cuesta nada hacerme reír y mis amigos saben que hasta con un chiste mal contado lo logran. Y sin embargo, Sr. Director, debo confesarle con profundo pesar que todavía no he podido ni sonreír a medias con un solo chiste de Ros, el dibujante de la imagen inicial, que usted está empeñado de 2 años para acá en meternos diariamente por las narices (dicho con todo respeto y delicadeza).

Convendrá usted conmigo que en estos tiempos que corren, un buen chiste se agradecería y animaría bastante el cotarro en que se han convertido los periódicos. Que nos tienen ustedes en un sinvivir, oiga, entre tantos sobresaltos por la cuestión catalana por un lado, y tanto susto por las gracias del coreano y el loco del pelo amarillo por otro, que un día, como los dejen sueltos, van a armar un desbarajuste en el mundo, con lo que nos ha costado tenerlo medianamente aseadito. No me diga usted que, entre susto y susto, no vendrían bien unas risas. Hasta en su mismo periódico he leído que el ruido de una bomba puede menos que el estallido de una carcajada. La risa es liberadora de miedos, así que, hasta por prescripción facultativa, deberíamos troncharnos ¿Por qué se han empeñado ustedes en que no lo hagamos?

Que conste que no soy la única que no le ve ni maldita la gracia a ese señor. En diciembre del año pasado ya Lola Galán, la Defensora del Lector, afirmaba haber recibido varias cartas de lectores diciendo lo mismo, como uno que afirma: "Desde que comenzaron las viñetas de Ros podría confesar que casi nunca he entendido el contenido".  El dibujante, después de decir que está influenciado por las escuelas inglesa, francesa y americana (?), contrapone lo siguiente:
"Procuro no dejar su sentido en la superficie. No son chistes de un instante, sino en lo que yo llamaría "capas" más abajo. Si no se adivina a la primera lectura, yo invitaría a los lectores a buscarlo, a releerlo, a observar detalles del dibujo. Si no se entiende un significado claro, los invito a observar y disfrutar del dibujo, de ese descanso que ofrece a la lectura que lo rodea en la página de El País. Y los invito a leerme al día siguiente y si tampoco les es claro, me entiendan si les pido que me crean esta frase de Nietzsche en "El crepúsculo de los ídolos": "Lo que necesita ser demostrado para ser creído no vale la pena", que es una manera de decir que si se explica un chiste, se rompe o se marchita".

Yo le diría a esto que no es que no sean chistes de un instante. Es que no son chistes y punto (Definición de chiste: "Dicho. ocurrencia o historia breve, narrada o dibujada, que encierra un doble sentido, una burla, una idea disparatada, etc., y cuya intención es hacer reír"). Pepe Monagas le diría: "Mándese una papa". Pero como imagino que el dibujante lo que nos quiere decir aquí es que quienes lo entienden son los que tienen un coeficiente intelectual de 300 p'arriba, creo que entre todos deberíamos hacer un esfuerzo y aceptar esa invitación para encontrar el sentido de esas "capas" que oculta la imagen. Veamos...

Aquí se ve un molino de viento funcionando. Para que lo haga, el viento tiene que venirle de frente. Sin embargo, se ve que el viento que tumba la palmera está al revés del que mueve al molino ¿Estará ahí la gracia? ¿O a lo mejor en que la mujer en la isla desierta está cogiendo viento y no sol (jajaja)? ¿O que igual lo que está haciendo es secándose el pelo y el molino simula ser un secador gigante (pero funcionando con viento al revés)? Sea lo que sea, ¿qué gracia tiene eso, por todos los santos?

Desde luego, me ha hecho pensar, eso no se puede negar (y escribir esta carta). Pero ¡ay! ¡cuánto echamos de menos aquellos tiempos del dibujante Romeu y su personaje Miguelito, de Quino con Mafalda y sus sopas, de la buenísima Maitena, de Goscinny con Astérix y Obélix (y ¡Están locos esos romanos!), de los pitufos, de Lucky Luke... Nos hacían pensar, pero también y sobre todo, sonreír, reír y carcajearnos...

¡En fin, señor Director! Siempre nos quedará Forges.

Suya afectísima: Una jubilada con ganas de reír a pesar de (o, a lo mejor, a causa de) lo que está cayendo.

lunes, 23 de octubre de 2017

Los tam-tams de la selva




En las películas de nuestra niñez -tipo las de Tarzán o "Las minas del Rey Salomón"- los tam-tams sonaban como llamadas ominosas a la guerra y nos ponían los pelos de punta, cuando en realidad eran peticiones de auxilio entre tribus. Hay una escena en "Cocodrilo Dundee II" en la que Paul Hogan hace también una llamada fraternal con unas vainas, parecidas a las de los tamarindos, a las que da vueltas en el aire produciendo un zumbido que oyen de lejos orejas maoríes amigas.

Algo de eso me pasó hace poco a mí. Cuando una llega a cierta edad tiene un derecho ganado a permitirse caprichos. Siempre me acuerdo de una ministra socialista, Elena Salgado, que decía que a sus 61 años reivindicaba el derecho a tener celulitis. Bueno, pues mi capricho desde los lejanos tiempos en los que abandoné por la fuerza el placer de tomarme un café bien cargado después de la comida es sustituirlo por un trozo de chocolate y, últimamente,  por un After Eight, esas obleas finitas de chocolate rellenas de menta que son, mmmmm, deliciosas. Pues bien, hace poco, cuando iba  a hacer mi compra usual de avituallamiento, me encuentro con que ni en Mercadona, ni en Macro, ni en Hiperdino, ni en El Corte Inglés, y ni siquiera en la gasolinera de mi pueblo , que es lo más, las tenían. Cuando pregunté me dijeron que esas cosas solo vienen en Navidad, igualito que el turrón.

Como el vicio es el vicio, no me quedó más remedio que recurrir al tam-tam y pedir en mis grupos de wasap a familiares y amigos que, si veían After Eight en algún sitio, avisaran a esta pobre chocolateadicta.

¡Y qué pronto dio resultado! Cande me dijo que su hija había visto una estantería llena en Carrefour, Ani me trajo 2 paquetes del Aeropuerto de La Palma, Carmen Delia encontró otro en el Supercor de Candelaria, mi hermana vino con uno desde La Graciosa... Munición suficiente para aguantar hasta las navidades, por lo que les estoy infinitamente agradecida. Como ven, el wasap se ha convertido en el tam-tam de petición de auxilio de estos tiempos.

Hay quienes protestan de los grupos de wasap. Dicen que solo sirven para intercambiar chistes y chorradas, que interviene gente a quien no conoces apenas, que la llegada de mensajes nos importuna continuamente. Puede ser. Pero yo los pienso poner en mi lista de inventos fabulosos del hombre, junto con la lavadora y el tampax. Eso sí, si no quieres chiflarte, los grupos tienen que ser pocos y selectos. Miren, por ejemplo, el caso de dos de los grupos de wasap en los que estoy.

Uno, el familiar, diría que es el sustituto del salón de mi casa de la calle San Miguel, un lugar por el que pasaba todo el personal a lo largo del día: mi madrina que vivía al lado, mis primos, los vecinos de arriba, los amigos del barrio... Allí, mientras la cafetera no paraba de hacer cafés de la mañana a la noche, nos enterábamos de los sucesos y eventos, discutíamos sobre lo que pasaba en el mundo, organizábamos los festejos y regocijos, felicitábamos por cumpleaños y éxitos y consolábamos en los fracasos. Igualito, igualito que lo que hacemos ahora en el wasap. Bueno, no es lo mismo porque no nos vemos y, ay, no nos tomamos aquellos cafecitos juntos, pero, si no fuera por el grupo de wasap, nuestra familia, que es grande y con algunos de sus miembros lejos, estaría más lejos aún.

El otro grupo, el de mis amigas del colegio, las que juntas hicimos el bachillerato y capeamos los mares procelosos de la adolescencia, es el perfecto sustituto también de aquel patio de recreo lleno de laureles enormes que existe ahora solamente en nuestro recuerdo. Entonces allí hablábamos de amoríos y de exámenes, nos dábamos consejos mutuos sobre los infinitos y apasionantes problemas que se nos presentaban y nos ayudábamos frente al mundo adulto. Ahora, en este patio virtual, hablamos de nietos y de la vida, nos aconsejamos para resolver escollos, que ya no nos parecen tan graves, y nos ayudamos en lo pequeño (¿Cómo hacen el potaje de berros? ¿Han leído "Patria"?...) y en lo mayor (una operación, un viaje, una boda...). Tampoco es lo mismo porque 60 años separan las dos situaciones, pero sigue habiendo risas y complicidad y, si no fuera por el wasap del patio del colegio, nos veríamos de pascuas a ramos y no estaríamos tan cercanas como estamos.

De los tam-tams dijo la cantante Totó la Momposina que eran "el ruido del corazón, el que se escucha en el vientre de la madre. A todo el mundo le llama y no sabe la razón".Tam-tam, tam-tam... Mientras ese ritmo siga siendo la mano amiga, el diálogo, el toque familiar, la convicción de que el otro está ahí, oyéndolo, y que puedes contar con él... ¡que sigan sonando en las ondas estos mensajes diarios, oh, benditos tam-tams de la selva de internet!

lunes, 16 de octubre de 2017

Los jallos de las mareas




El Diccionario de Canarismos define jallo como "objeto que arrastra la marea y que generalmente se encuentra en playas y callaos". La palabra jallo es un equivalente a "hallazgo", un derivado deformado del verbo hallar. Es lo que encuentro cuando voy caminando lentamente a la orilla del mar y me detengo para recoger algo sorprendente que las olas han arrojado a la orilla.

Toda la vida los niños hemos buscado jallos en las mareas, pero la primera persona a la que oí llamarlo así, con ese nombre, fue a mi amiga Marianela, cuando hace 3 años partí de sus recuerdos infantiles en el Faro de Alegranza -en cuyas aguas reposan ahora sus cenizas- para publicar el post "Los hijos del farero". Ella me hablaba de los jallos allí encontrados entre los que había hasta botellas con mensaje (echadas a lo mejor por algún Capitán Grant, como en la novela de Julio Verne), y yo le contaba de los míos en El Arenal de Bajamar o en Las Teresitas de antes: una gargantilla de cuentas minúsculas con el nombre de "Singapore", que evocaba historias fascinantes; piedras brillantes y pulidas que parecían preciosas, allí reluciendo bajo el sol; una tabla pequeña y labrada que los niños estábamos convencidos de que era el resto del naufragio de un galeón; una enorme caracola que guardaba dentro el bramar de las olas... Tesoros que guardábamos como si fuera el cofre perdido de algún pirata.

Con las maderas que encontraba en la playa hacía mi tío Aldo esculturas fantásticas. Mi hermana también, en las playas de La Graciosa, ha "jallado" troncos y trozos de remos con los que se ha hecho repisas y marcos de espejos, hoy en la pared de su casa graciosera (en la imagen inicial). Encontrar jallos valiosos -el "costeo" se llamaba esta ocupación- fue siempre un trabajo supletorio para los marineros, una forma de aumentar sus ingresos con los regalos del mar. Viera habla de las preciadas pellas de ámbar gris -una sustancia grasa que se forma en el intestino de los cachalotes y que se usa en productos cosméticos y farmacológicos-, que hicieron ricos a quienes los encontraban. Playa Lambra en La Graciosa es una deformación de Playa del Ámbar.

Y es que el mar, cuando no le da el pronto, es bastante generoso y guarda en su interior lo que no está escrito. Ya lo decía el Capitán Nemo, otro gran descubridor de "jallos" (solo que en los fondos marinos) en "Veinte mil leguas de viaje submarino": "El mar provee a todas mis necesidades", tanto alimenticias ("mis rebaños, como los del viejo pastor Neptuno, pacen tranquilamente en las inmensas praderas del océano"), como hallazgos personales, productos del mar y de despojos de naufragios: perlas, conchas, lingotes de oro..., que dejaban boquiabierto al profesor Aronnax, el protagonista del libro.

E igual pasa en la vida. Si buscamos con cuidado, vamos encontrando los jallos que las mareas del destino van arrastrando cerca de nuestro camino: un trabajo que nos gusta, un amor verdadero como en los cuentos, un lugar en el que encontrarnos bien, un libro o un poema que nos impacta y conmueve, el recuerdo luminoso de los que se fueron y la compañía de los que aún estamos aquí... Tesoros que nos hacen volvernos shakespearianos ("Hay una marea en la vida de los hombres cuya pleamar puede conducirlos a la fortuna...") y que guardamos como si fuera el cofre del pirata. Igual que cuando éramos niños.


lunes, 9 de octubre de 2017

En el ombligo del mundo: un viaje a Grecia


(La Sibila de Delfos, de Miguel Ángel)

En aquellos lejanos tiempos en los que los dioses dominaban la Tierra, Zeus -que, a pesar de ser el rey de todos ellos, no lo sabía todo- quiso averiguar en qué lugar estaba el centro del mundo. Para ello puso a volar a dos águilas desde cada extremo del universo y lanzó desde los cielos una piedra, el omphalós, el ombligo del mundo. Águilas y piedra se encontraron  en Delfos, una zona de aires limpios en la ladera del Monte Parnaso, cercado por rocas centelleantes, las Fedríades. Allí se levantó un templo a Apolo y, no sólo se guardaban los Tesoros de las Ciudades-Estado (era tierra sagrada e inviolable), sino que también se resolvían las preguntas e inquietudes sobre el futuro que ricos y pobres llevaban a los pies de la Pitia o Pitonisa. Esta, medio colocada por extrañas emanaciones que brotaban de la tierra, daba enigmáticas respuestas que los sacerdotes traducían e interpretaban.

He estado en estas dos semanas anteriores allí, en Delfos, en el ombligo del mundo, un lugar bellísimo que transmite paz y hace pensar en la Grecia original. Hemos subido la montaña sagrada igual que los miles de peregrinos que antaño tenían tanta fe en las respuestas del Oráculo ¿Qué le hubiéramos preguntado entonces sobre el tiempo por venir? ¿Vislumbraría algo de lo que esperaba al mundo como para dar una respuesta sabia?

¿Habría adivinado la Pitia este futuro en que los nombres de los dioses y de los filósofos han sido degradados a carteles en hoteles y restaurantes (Hotel Hermes, Hotel Poseidón, restaurante Epikouros, Taberna Panta Rei, Shop Artemisa...)? ¿Habría pre-visto las riadas de japoneses llegados en cruceros de alturas imposibles contaminando el aire con flashes y selfies y llenando las calles de los pueblos blancos del sur y de las islas? ¿Le habría dado un pasmo la visión de los pueblos convertidos en un enorme escaparate de ofertas repetidas? ¿Habría soportado la carga de las desapariciones de tantas bellezas: ciudades enteras que una vez fueron poderosas, como Micenas y la propia Delfos; estatuas consideradas maravillas del mundo como la de Zeus en Olimpia o la de Atenea en el Partenón; tesoros de los que nunca más se supo...? ¿Sufriría una depresión muy grande al darse cuenta de que ya no era el ombligo del mundo?

Si la Pitia -la Sibila de Delfos que Miguel Ángel inmortalizó en el techo de la Capilla Sixtina- fuera verdaderamente sabia y vislumbrara la Grecia actual, me atrevería a decir que no quedaría decepcionada porque lo importante se ha conservado. Vería que en los griegos de hoy sigue latiendo el mismo ingenio y tesón de aquellos inventores y constructores que edificaron enormes templos e idearon los primeros artilugios de la ciencia (hasta un "cine" capaz de presentar un mito en movimiento). Sus descendientes han hecho la maravilla del Canal de Corinto que cercena un istmo en dos o el Museo Nacional frente a la Acrópolis, un edificio hecho de inteligencia y luz. Y se hacen fuertes frente a las crisis.

Comprobaría que sigue habiendo fiesta y risas y magia en las tasquitas frente al Mar Egeo, en donde se siguen sirviendo los mismos alimentos que comía Platón: aceitunas, queso, berenjenas, higos, pepinos, pescados... y un vino fresco y dorado que te puedes morir. Que los paisajes tienen, igual que antes, el color del verde de los olivos que les regaló Atenea y del azul transparente del mar de Poseidón. Y que el sol sigue tiñendo de naranja el cielo y congregando adoradores en cada atardecer.

No, nosotros sabemos (igual que esa Sibila clarividente hubiera adivinado si lo fuera) que allí ya no está el ombligo del mundo, si es que estos existen.  Pero, igual que el sonido radial de una campana, las ondas de aquella civilización prodigiosa han llegado hasta nosotros: la filosofía, la ciencia, la idea de la democracia o de unos juegos universales (todavía se llaman olímpicos)... allí nacieron y se propagaron hasta hoy. Hasta en el fondo de nuestro lenguaje viven las raíces griegas. Por eso, como en un rito, mis compañeros de viaje y yo, al final de cada comida, hemos alzado una copa de ouzo, el licor griego hecho de uvas maduras y anís, y hemos brindado por esa Grecia eterna que forma parte de lo que somos.


Delfos
El omphalós, el ombligo del mundo
Lepanto
El Canal de Corinto
Hasta el vino alude a mitos. Este (delicioso) al León de Nemea

Atenas desde la Acrópolis


lunes, 18 de septiembre de 2017

Había una vez un pueblito que quiso ser independiente




Había una vez un pueblito que quiso ser independiente... y no hablo de quienes ustedes piensan. Ya bastante guineo tenemos con ellos en televisiones y periódicos. No, lo que yo quiero contarles hoy, ocurrió hace mucho, mucho tiempo y no en una galaxia muy lejana. Para no andarnos con rodeos, fue en 1925 y en un pueblito, más bien un pago, de Los Llanos de Aridane en la isla de La Palma: Tazacorte.

El porqué a este pueblo le dio en ese momento por desear la independencia, no ya de Los Llanos, no ya de la isla de La Palma, no ya del Archipiélago Canario, sino de España entera, yo creo que habría que buscarlo en un hecho ocurrido unos 14 años antes. En 1911, Tazacorte era un pueblito pesquero con 2500 habitantes y, ya entonces, lo que más querían estos, sobre todo los progresistas, era no tener que depender de Los Llanos, que desde lo alto los miraba paternalista (en la imagen, puede verse). El caso es que, según cuenta el periódico "El Apurón", solicitaron al gobierno de la nación, con el correspondiente papeleo y la intercesión de Pedro Pérez Díaz, líder republicano y abogado del Consejo de Estado, que les concedieran el privilegio de ser ciudad y ¡se lo concedieron! El edicto del rey Alfonso XIII decía así: "Queriendo dar una prueba de mi Real aprecio al pueblo de Tazacorte, provincia de Canarias, por el desarrollo de su agricultura, industria y comercio, y su constante adhesión a la Monarquía Constitucional. Vengo a concederle el título de Ciudad. Dado en palacio el 23 de marzo de 1911. Alfonso"

¡Para qué fue aquello! Los palmeros no se cortan un pelo a la hora de hacer una buena celebración y esta lo fue ¡Nada menos que ser una ciudad! ¡Igual que Santa Cruz de La Palma, igual que Madrid, igual que Nueva York! Cohetes voladores, manifestaciones con bandas de música, banderas, gritos de euforia y cánticos hasta altas horas de la madrugada... ¡Una juerga monumental de varios días, vaya, que hasta el guardia tuvo que ir a pedir que se cortaran un poco, que había gente durmiendo!

Pero no a todo el mundo le gustó la decisión. El diputado conservador por La Palma en Madrid empezó a dar la lata allí poniendo a los de Tazacorte a caer de un burro: que si eran un barrio de barqueros salvajes y peleones, que si eran anticlericales y antimonárquicos, que si daban gritos subversivos... Y tanto manejó amistades y tanto susurró maquiavélicos comentarios en oídos compinches que consiguió que el gobierno diera marcha atrás, poniendo como excusa que se habían equivocado de nombre y que a quien habían querido nombrar ciudad era a Tacoronte en Tenerife. Tacoronte, sin comerlo, ni beberlo, ni haberlo solicitado, se vio convertida en ciudad ¿Se imaginan, después de las celebraciones, el desinfle, la afrenta y la indignación de los bagañetes (así llaman a los tazacorteros)?

Esa rabia tiene que haberles durado unos cuantos años más, en los que cualquier minucia se sumaba a la malquerencia de España. Y en 1925 dijeron que hasta aquí llegamos y ¡hala! se declararon unilateralmente independientes de España. "Con bicheros, palos y cañas / gritamos con voz de calibre: / ¡Viva Tazacorte libre / e independiente de España!" cantaban por las calles, mientras con escopetas de caza guardaban las "fronteras" y no dejaban entrar a ninguno de los "extranjeros" palmeros que los rodeaban. La independencia les duró 3 días. Al tercero, las autoridades, que no se andaban con muchos miramientos, aparecieron en la costa en forma de buque de guerra y ni cortos ni perezosos les mandaron un obús que, pasando limpiamente sobre el pueblo, fue a dar a la montaña de Argual (obuses tenían pero lo que es puntería, poca). Los de Argual eran extranjeros, claro, pero hasta hace 3 días eran sus vecinos y parientes. No les quedó más remedio que rendirse, abrir fronteras y proclamarse otra vez españoles. La buena noticia fue que ese mismo año les dejaron independizarse de Los Llanos y desde entonces Tazacorte es un municipio (que era lo que siempre quiso ser desde el principio).

En esta historia curiosa que todos los palmeros conocen (gracias, Enrique y José Vicente, por contármela) hay mucho material de reflexión: las pasiones por las que luchamos, las puñaladas traperas que se dan en política, las prioridades, lo malas que son las decisiones unilaterales, lo disparatada que es la naturaleza humana... Errores y aciertos forman parte de la historia de los pueblos. También de este, cuyas gentes hablan de ellos con humor en las parodias que representan en las fiestas de San Miguel. Hoy los de Tazacorte siguen siendo luchadores, apasionados y avanzados en todo (no por nada en La Palma a su pueblo se le llama "el París chiquito"). Y en estos tiempos que corren, más de uno habrá que recuerde, sentado tranquilamente en la Avenida, la gesta de hace un siglo, mientras se come un pescado fresquísimo frente a ese mismo océano, ancho y sereno, desde el que una vez les disparaban obuses con mala puntería.

lunes, 11 de septiembre de 2017

Irma y los tres cerditos




Hay gente que piensa que habría que censurar los cuentos infantiles, por ejemplo, "Pippi Calzaslargas" porque incita a la desobediencia, o "Charlie y la fábrica de chocolate" porque puede animar a tomar drogas, o "Caperucita roja", que en la Guerra Civil fue transformada en el bando falangista en "Caperucita azul". A pesar de eso, no hay que olvidar que los cuentos avisan a los niños de los peligros del mundo, como no fiarte de desconocidos (sobre todo si son peludos y tienen dientes enormes), no ser muy codicioso como el hermano de Alibabá o huir de las labores de aguja como "La Bella Durmiente".

Uno de los cuentos preferidos de mis nietos pequeños es el de "Los tres cerditos", en el que la casita de piedra que se hace el cerdito más listo es la que resiste a los soplidos del lobo, lo que no le pasa a la casita de paja ni a la de madera de sus otros dos hermanos, que vuelan por los aires. Entre nosotros, yo creo que a mis nietos les gusta tanto que se lo cuente, no por la enseñanza moral, sino porque se parten de risa de verme soplando a carrillo inflado imitando al lobo feroz. Pero a lo que iba es a que la moraleja de este cuento ha calado hondo en las sucesivas generaciones que lo han oído. Por ejemplo, en mi padre, que aunque no era consciente de la influencia del cuento, lo seguía a rajatabla cuando construía una casa. Era aparejador y contratista de obras y, cuando hace 37 años hizo la casa en la que vivo, fueron tan fuertes los cimientos que, una vez que hubo un terremoto de madrugada del que todo el mundo se enteró, en mi casa no se despertó ni el perro. Ya puede el lobo soplar y resoplar ahí fuera que a nosotros, como al barco de Chanquete, no nos moverán.

He recordado a mi padre y a este cuento cuando he visto, sobrecogida, los desastres del huracán Irma, el mayor que se conoce en la historia del Océano Atlántico, un nuevo lobo feroz que, como una maldición bíblica, ha venido acompañado de dos tifones más, de un terremoto cercano y hasta de una plaga de langostas, por si fuéramos pocos. El resultado se resume en islas que fueron paradisíacas destruidas totalmente, en muertos y heridos por doquier, en 7 millones de personas evacuadas y dejando sus casas atrás sin saber si volverán a verlas igual, en grúas volando por los aires, en compañías aéreas subiendo abusivamente en cuestión de minutos los precios (por ejemplo, Delta Airlines, de 457 dólares a 3500... ¿Cómo los dejan?): el miedo y la impotencia en la mirada de muchos ante la fuerza poderosa e indiferente de los elementos. "Es la madre naturaleza, no hay nada que discutir con ella. Viene hacia aquí", decía, asustado, un turista. Aunque también una camarera entrevistada, Azucena Mayorga, decía: "Yo en nombre de Dios espero que solo sea una lluvia fuerte". ¡Ay, Azucena, lo mismo dijeron los parientes de Noé!

Y lo peor es que muchas casas eran de madera, que para un tipo de huracán como este de nivel 5, es como si fueran de papel. Muchos americanos dicen que se las hacen así por muchos motivos: son baratas, por allí hay mucha madera, son acogedoras, pueden cambiar su distribución más fácilmente que las de piedra... Pero yo me pregunto: ¿A esta gente nadie les ha contado nunca el cuento de los tres cerditos?

lunes, 4 de septiembre de 2017

Nada es nada


Juancho, de pequeño, antes de devenir en filósofo y poeta (pero ya apuntando maneras)

A mi amigo Juancho -que, aparte de ser buen actor y buen profesor de biología, tiene una de las voces más bonitas y cálidas que he oído- le ha dado últimamente por ser un verseador. Como quien hace croquetas, él compone rimas sobre todo aquello en lo que su mirada, sabia y guasona, se posa: Barcelona, el mar, la próstata, su (y mi) barrio del Toscal, la discriminación de la mujer, Dios, el vino Don Simón, los recalcitrantes, los desatinos alimenticios ("Que no le gusta el jamón, / ni siquiera el de bellota, / no tiene otra explicación: / O  es usted un idiota / o es de otra religión"), los árboles, los personajes de "Cien años de soledad"...

Pero la semana pasada nos mandó un poema precioso que me dejó preocupada. Decía así: 
TODO ES NADA
Hace poco no era nada
y en nada cumplí diez años.
Con los dedos de la mano
conté los cuarenta en nada.
Ya he pasado los sesenta
y dentro de nada ochenta.
Y dentro de nada: NADA.
Como antes de la cuenta

 ¿A qué viene ahora, en medio de la vida y de un verano radiante hablar de esa cosa tan resbalosa como es la nada? ¿Qué es la nada? ¡No es nada! Y mira que han intentado definirla. Carmen Laforet tituló así su libro más famoso, "Nada", concluyendo que es el sinsentido de una vida aburrida. Para Rosa Montero en "Temblor", la nada es el olvido de las cosas y personas, que no existen si no te acuerdas de ellas. Y para Michael Ende en "La historia interminable" es el vacío que produce la falta de imaginación y creatividad. Pero nada de esto puede afectarle a Juancho, que pienso que ha tenido una buena vida, a veces muy divertida, en la que ha hecho lo que le ha dado la gana. Nada de sinsentidos, nada de olvidos (todavía podemos hablar largo y tendido de los "¿te acuerdas...?") y, sobre todo, nada de falta de imaginación, que a él le sobra hasta para guardar para la cena.

¿Entonces...? ¿Le estará dando una crisis existencial a estas alturas? Es verdad que tiene ilustres precedentes que parecen jalearle y darle la razón desde los celajes. Quevedo en "Los sueños" ya dijo que "la vida es un momento entre dos nadas". Benedetti cambió lo de "momento" para decir "la vida es un paréntesis entre dos nadas" y Jorge Guillén lo dejó consignado en dos versos: "Entre dos nadas por fortuna soy, / resignado a mi suerte pasajera". Sartre, un paso más allá y sumido en la angustia existencialista, dijo que "el hombre es una chispa entre dos nadas", que después de todo le da un poco más de energía a la cuestión.

Ganas me han dado de recordarle a Juancho lo de que nada es nada y que, igual que no pertenece a su vida la nada anterior, no debe llenarle de melancolía la nada posterior de la que tampoco se va a enterar. Medito si animarle para que se quede con esa chispa vivaz de la que hablaba Sartre y que a él nunca le ha faltado. Pero luego, a los pocos días veo que no va a hacer falta: ha puesto en las redes este otro poema -rompedor, vital, irónico- que me ha gratificado y aliviado porque significa que la crisis ha pasado y que la angustia existencial se va diluyendo por el horizonte:

POR TONTO
Me quise acostar contigo
y te recité a Neruda.
Cuando ya estabas desnuda
acostada al lado mío,
yo te cantaba al oído
a Benedetti, sin duda,
a Lorca y Rubén Darío.
El tiempo, como un suspiro,
se diluyó en un instante.
Con tanta rima asonante
quedé en tus brazos dormido.
Tú te enfadaste conmigo,
me llamaste petulante,
te pusiste tu vestido
y te fuiste, tan campante,
por donde habías venido.
Soy un tonto, un ignorante;
me lo tengo merecido.


Respiro ¡Ese es mi Juancho!



lunes, 28 de agosto de 2017

La buena vida




Me dice mi hija, que de blogs y de marketing sabe mucho, que yo, en lugar de ser tan dispersa en este blog y de hablar de lo primero que se me ocurre, debería tener un tema-estrella, como hacen muchas blogueras de pro que hablan solo, por ejemplo, de recetas de bacalao, o solo de consejos para estar divinas de la muerte, o solo de literatura fantástica, como hace ella... A eso se le llama "tener un nicho" -que no me digan que no es un nombrecito con mal fario- y es la manera de convocar a millones de seguidores.

Aparte de que lo de los millones de seguidores no es algo que me haga especialmente ilusión (¿se imaginan el trabajazo contestando a todos?), le tengo que dar la razón en que es verdad que hablo de lo que me da la gana. Que si las bodas, que si los bikinis, que si protesto por la burocracia y por los muros, que si cuento batallitas, que si recomiendo un libro, que si le escribo a Mark Zuckerberg... ¡Hasta inventé una venganza de la reina Isabel I de Inglaterra a España por un desaire de Felipe II! Y por supuesto, han caído aquí también algunos de los filósofos que me han acompañado casi toda la vida ¿Habrá algún tema-estrella entre tanto batiburrillo? ¿Algo que una los diferentes rollitos que, semana tras semana, desde hace 9 años les endilgo? Leyéndolos, me da que tal vez lo común a todos ellos es la buena vida.

Y es que yo debo ser especialista en darme la buena vida porque me lo dicen todos. Me lo dicen mis hijos cuando los llamo al trabajo mientras estoy tomando un aperitivo o paseando por esas cumbres: "¡Hala, uno aquí trabajando y tú viviendo la buena vida...!".  Me lo dicen mis amigas del colegio, cuando les digo que proyecto un viajito o que me voy, como esta semana, al sur a relajarme, ooooommmm: "¡No paras! ¡Tú sí que te das la buena vida!". Me lo dicen los amigos de los viernes cuando les cuento que me fui de fiesta de pijama con las anteriores: "¡No se pegan ustedes una buena vida ni nada!". Me lo dice hasta mi marido cuando ve que algunas mañanas me hago una siesta pos-desayuno y me tumbo a leer un ratito (también lo hacía Descartes, oye): "¡Eso sí que es buena vida!".

¿Lo es? Hojeo un "Hola", que se supone que habla de gente que vive una buena vida y me encuentro... Bueno, me encuentro de entrada con 3 faltas de ortografía en la misma página: "En la parcela hay un arrollo...", "El distanciamiento de la pareja se empezó a hacerse evidente...", "Un política esta..." (ya el "Hola" no es lo que era). Pero, aparte de estos deslices, veo que Beyoncé se acaba de comprar una mansión con 4 piscinas, helipuerto y ¡cristales antibalas!, que Neymar da gracias al Señor porque ni en sus mejores sueños imaginó que su fichaje (222 millones de euros) fuera el más caro de la historia del fútbol, que el vestido de Happy Birthday de Marilyn Monroe se vendió por 4,2 millones (que yo hay días que no los gano)... ¿Será el dinero la buena vida? Pero luego me entero de que Selena Gómez estuvo 90 días de retiro espiritual para curarse la depre ¡y sin teléfono, horror, dónde se ha visto eso! Y que hay muchos que se divorcian, o se enferman ("Jesulín, al límite, se desmorona en la plaza", es un titular), o se mueren (la familia real británica siempre carga en la maleta con ropas de luto por si las moscas). Me da que los millones no son la respuesta correcta a qué es la buena vida.

De tan edificante lectura, me paso, tumbada en la hamaca frente al mar, a releer la "Ética para Amador" de Fernando Savater, una voz más autorizada, dónde va a parar (y sin faltas de ortografía), que nos habla de la buena vida de verdad.

La buena vida, dice Savater, es un arte que cada cual se inventa a su medida. No es elegir algo por capricho (como Esaú cuando cambió su derecho de primogenitura por un plato de lentejas), ni elegir cosas por encima de las personas, como algunos ricachones que presumen de yate en el "Hola".  Es elegir libremente lo que queremos, comprender lo que nos conviene y lo que no, disfrutar en cuerpo y alma. "Hay que retener con todas nuestras uñas y dientes el uso de los placeres de la vida, que los años nos quitan de entre las manos unos después de otros" (Montaigne). Y además la buena vida no es solitaria, sino humana, una vida de complicidad con los demás, teniendo intereses que nos pongan en relación con los otros (eso es lo que significa "interés", inter esse, lo que está entre varios). El resultado de tener una buena vida es la alegría, "un sí espontáneo a la vida que nos brota de dentro".

Al final pienso que sí, que algo de todo eso, que va más allá de un pequeño disfrute o de que sea verano, hay en mi blog ("Bien predica quien bien vive"): el amor de los que me quieren, las aficiones, los valores que defiendo, la curiosidad, el humor que termina salvándonos siempre de todo resentimiento, los pequeños placeres, el aprendizaje de vivir sin recetas ni prospectos, el compartir historias y vivencias con ustedes... Mi tema-estrella, el nexo común de lo que escribo: la buena vida.


lunes, 21 de agosto de 2017

Las bodas de Benijos




A mi amiga Carmen Delia la invitaron una vez en los años 70 a una boda en Benijos, un barrio de La Orotava en el que ella daba clases de adultos. La boda fue tan larga en el tiempo -con prolegómenos en los que la gente iba a ayudar y con tenderetes posteriores después en los que se iba a terminar con las sobras-; tan abundante en viandas consistentes en caldos, carne de cabra, cochino con castañas, conejos en salmorejos, papas bonitas, y toda clase de rosquetes y bizcochones; tan llena de gente que ayudaba, acompañaba y disfrutaba; tan prolija en detalles de todo tipo... que, cada vez que se hace entre amigas una celebración en la que nos pasamos un poco más del mero festejo, ya Carmen Delia está diciendo: "¡Esto se parece a las bodas de Benijos!".

Me he acordado de ella y de las bodas de Benijos en la boda a la que fui el sábado pasado porque, hasta llegar a la celebración, también amigos y familiares se han ido reuniendo todos los martes desde enero, en la casa familiar donde se celebró, para ayudar a que fuera una boda personal y entrañable. Allí se diseñaron, cortaron y montaron banderines de telas floreadas que luego adornaron el camino que sube hasta la casa; allí se cosieron manteles de hasta 10 metros y cortinas y lazadas blancas; allí se subieron vueltos de trajes de fiesta, se bordó, se pespunteó, se tuneó. Durante ese tiempo, y después de la vendimia del año pasado, se reservaron 400 botellas de vino y champán para el convite. Mi hermana, que es una artista, pintó motivos florales que adornaron las invitaciones, las botellas y los menús. Yo que, como saben, no sé coser sino botones, fui pocas veces pero también recorté y monté banderines y planché cortinas. En esos divertidos martes pre-boda los hombres destilaron aguardiente para chupitos y, luego, se metían en los fogones y servían suculentas cenas -un atún asado envuelto en sésamo, una fideuá, unas tortillas...-, que ponían el broche final a las tareas.

Una boda hecha así, en comandita, tiene por fuerza que salir bien. Cuando vi el sábado a los novios guapísimos y radiantes, a toda la familia como una piña alrededor, a los amigos sintiéndose cómplices y bailando como locos al final; cuando te encantan las mesas sencillas al aire libre y la comida exquisita y la música y lo que cada uno de los que quieren al nuevo matrimonio dice mientras todos aplaudimos a rabiar; cuando aprecias todo eso, te das cuenta de lo mucho que significan en todas las culturas las bodas, ese momento especial para congratularse y ser testigos de un cambio gozoso en la vida de una pareja.

Incluso, aunque no seamos románticos, todos, en un momento así, tenemos presentes las bodas felices de la historia, la literatura y el cine: las bodas de Caná, donde los milagros eran posibles; las prodigiosas y opíparas de "Las mil y una noches"; las de "Mucho ruido y pocas nueces" de Shakespeare, que superan malentendidos y terminan en alegres bailes; las bodas de Camacho del Quijote, tan parecidas en abundancia de platos a las de Benijos y a esta; la boda india del monzón, alborozo y color bajo la lluvia... Todas, las narradas y las que hemos vivido, tienen ese algo en común que nos conmueve y nos arranca sonrisas y risas.

En un mundo inseguro y en el que el odio parece despertarse a cada paso, es bueno que las personas se congreguen para festejar un acto en el que se habla de amor. Afortunadas son estas bodas como las "de Benijos", en las que la gente participa y alarga, dichosa, la celebración. Afortunados son Miriam y José María, la pareja de mi boda del sábado, por concentrar tanto cariño en torno a ellos. Afortunados todos nosotros, los que estamos seguros de que, mientras siga celebrándose con un gran fiestón el que dos personas se quieran y decidan pasar el resto de su vida juntos, nada se habrá perdido y el mundo seguirá teniendo una esperanza.







lunes, 14 de agosto de 2017

Serendipias, retazos de lo inesperado




Ayer me asomé desde mi ventana al jardín y, al mirar el drago, me llevé la sorpresa de verlo florecido. Aparte de empezar a hacerle fotos como una loca a distintas horas del día y de mandárselas a mis amigos -los dragos son muy suyos y no florecen en muchas ocasiones hasta que pasan 30 años de sembrado-, lo consideré un ejemplo de serendipia, un hallazgo casual y sorprendente, una nota de color naranja donde solo esperaba encontrar las lanzas verdes de sus hojas.

La palabra serendipity la acuñó con este uso en 1714 Horacio Walpole basándose en un cuento tradicional persa, "Los tres príncipes de Serendip" (nombre en persa de la isla de Ceilán), cuyos sagaces protagonistas tenían también una suerte increíble para resolver sus problemas. Hoy, desde 2014, la Real Academia la incluye en el Diccionario como "Hallazgo valioso que se produce de manera accidental o casual". Los post-it, América, la Viagra, el celuloide, la estructura de la molécula del benceno (descubierta en un sueño), el teflón, el velcro, el LSD, el principio de Arquímedes o la floración de mi drago son serendipias, descubrimientos o hallazgos inesperados, accidentes afortunados cuando buscabas otra cosa.

Esta palabra, serendipity, la vi yo por primera vez en una colección de cuentos preciosa, "Serendipity books", que les regalé a mis hijos, aunque solo uno de ellos se llamaba específicamente "Serendipity". Era la historia de una serpiente de mar rosa, a la que una foca y una morsa encontraban tan sorprendente que la llamaron así. Pero que conste que yo siempre he usado más la palabra chiripa, casualidad favorable ("Aprobé el examen del carnet de conducir de chiripa", por ejemplo). Son casi sinónimos, pero mi admirado Álex Grijelmo dice que chiripa es más de andar por casa (yo me la imagino con bata y cholas), mientras que serendipia suena más fino, casi como un vocablo científico (con bata blanca y gafas de concha).

A lo mejor es por eso por lo que estoy encontrando  la palabra serendipia por todas partes. La veo en publicidad: "Serendipia en Volkswagen. Descubre el efecto de ir a buscar algo y encontrar algo mejor"; en el discurso de Félix de Azúa como académico, que versó sobre la serendipia y las casualidades que lo llevaron hasta ese momento; en la deliciosa película de 2001, "Serendipity", en la que los protagonistas (interpretados por John Cusack y Kate Beckinsale) juegan con que el destino los premie con casualidades afortunadas; en el alias de mi amiga, la escritora Mónica Gutiérrez Artero, Mónica Serendipia, para su blog de reseñas literarias de obras feel good. Cuando le pregunté la razón por la que lo había escogido, me dijo que una vez su profesor de griego le habló de una musa llamada así que inspiraba al Destino para que ocurrieran sucesos imprevistos y felices, y le pareció apropiado para lo que ella hacía. "Cuando abres un libro, nunca sabes lo que te vas a encontrar. Puede ser un horror o que te guste mucho. En este caso, es una serendipia".

Así que aquí me ven convertida totalmente a la teoría de la serendipia y la chiripa, al convencimiento de que toda nuestra vida está llena de ellas y solo hace falta descubrirlas y asombrarse por que aparezca un inesperado estallido de color al abrir la ventana o vea en una historia la mano del destino (como, por ejemplo, la de Luis Diego Cuscoy, desterrado después de la guerra como maestro en Cabo Blanco, un barrio de Arona, donde el descubrimiento fortuito de una cueva funeraria guanche lo condujo a convertirse con el tiempo en uno de los mejores antropólogos de Canarias).

A lo mejor, las mejores cosas de la vida son las que pasan por casualidad.








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