lunes, 27 de julio de 2020

Y al atardecer llueven meteoritos...




Todos los fans de Les Luthiers conocemos la zamba "Añoralgias" sobre el pueblito adorado al que le ocurren todos los desastres: calufas, diez meses de sequía, huracanes, erupciones volcánicas con hirvientes torrentes de lava, inundaciones periódicas... En una de las últimas estrofas dice:
Los hambrientos lobos aullando estremecen
cuando son mordidos por fieros mosquitos.
No se puede dormir por los gritos
de miles de buitres que el cielo oscurecen.
Siempre algún terremoto aparece
y al atardecer llueven meteoritos.

Pues parece que Tenerife se ha convertido en este 2020 de las narices en el lindo pueblito de Añoralgias. Primero fue en febrero una calima pocas veces vista con fortísimos vientos que arrastraron casi todo el polvo rojo del Sahara sobre nuestras cabezas. Cerquita estuvo una DANA (gota fría) que influyó en ello. Después fue la pandemia que nos encerró y nos quitó abrazos y cercanía. Luego, empezando este verano raro que se llama la "nueva normalidad", hubo un apagón general en la isla, un "cero energético" lo llamaron, que no solo nos dejó sin luz sino también sin teléfono, ni wifi, ni vida social, oye. Y como consecuencia múltiples fallos técnicos en aparatos y sistemas. Después, el 16 de julio hubo un terremoto de 4,1 que nos dejó temblando a los de la vertiente norte y oeste. Y esta semana nos hemos enterado de que ¡cayó un meteorito!. El 14 por la noche una de las cámaras del Museo de la Ciencia y el Cosmos grabó la caída de un cuerpo del espacio exterior entre Icod y Buenavista del Norte, y creo que si uno va por allí a husmear, puede hasta encontrar trozos del tamaño de una moneda.

Menos mal que los canarios somos gente tranquila y calmosa y que incluso este rosario de calamidades nos lo tomamos hasta con guasa. Leí un twit que decía "Mi viejo dice que esta calima, pandemia, apagón, terremoto y meteorito... es pa calor".

Y no se preocupen. La isla sigue siendo el vergel de belleza sin par de la canción y, como en los folletos turísticos, seguimos bañándonos en aguas transparentes, haciendo caminatas entre la laurisilva, disfrutando de noches estrelladas como las que les conté la semana pasada, descubriendo rincones perdidos en Anaga... En fin, veraneando como se hacía antes.

O casi. Porque, entre nosotros y como quien no quiere la cosa, nos vemos mirando al Teide de reojo, por si acaso , después de 111 años sin erupcionar, este año se le escapa del cráter alguna nubecilla loca y empiezan los fuegos artificiales. Y también descubro a mis paisanos levantando los ojos al cielo por si los buitres de "Añoralgias". No nos fiamos ni un pelo de este 2020. Y si no, al quite.

lunes, 20 de julio de 2020

La noche estrellada



Durante el confinamiento mis amigas del colegio y yo nos hemos acostumbrado a vernos y escucharnos en una videollamada los jueves por la tarde. Este último jueves estuvimos hablando del cometa Neowise, ese que nos anuncian que se ve en el noroeste por las noches, muy cerquita de la Osa Mayor. Pero ninguna de las cuatro que en ese momento hablábamos lo ha podido ver. Los cielos de julio no se han presentado estas últimas noches ni claros ni propicios. No ha habido noches estrelladas.

Entonces Ligia, desde Miami, nos dijo: la primera vez que yo vi una noche estrellada fue cuando llegué de Venezuela a Tenerife a los 10 años. Nos recogieron en el barco -no recuerdo si era el "Santa María" o el "Veracruz"- y cuando después iba, ya de noche, en el coche por aquella carretera vieja de Santa Cruz a Icod, se me ocurrió mirar al cielo y me quedé embelesada porque no me explicaba cómo era tan estrellado. Le pregunté entonces a mi abuelita: "Bayi -así la llamábamos-, ¿y por qué el cielo aquí tiene tantas estrellas?". Y mi abuela me contestó: "Mi niña, aquí el cielo es siempre así". Y yo: "Pero en Caracas no. Allí hay alguna que otra estrella salteada, pero nunca, nunca en mi vida había visto yo un cielo así". Me quedé con la boca abierta, el cielo casi no tenía huequitos donde no hubiera algo brillante. Contarlas era imposible.

Y Conchi contó: yo recuerdo una noche así en una boda -tendría yo unos 16 años- de unos amigos de mis padres en Arico. Cuando entramos en la iglesia todavía era de día  pero a la salida era de noche y nosotros fuimos caminando por la carretera porque el salón donde se celebraba la boda estaba unos metros más allá. La noche era una noche cerrada, sin luna. Y en esto miro al cielo y a mí me dio la sensación de que se me caía encima, yo no había visto nunca tantas estrellas juntas. Es que fue una impresión, un impacto, porque sí, a veces cuando se iba la luz en Santa Cruz veías las estrellas pero siempre había alguna luz cercana. Pero esto era un cielo negro y luces y luces y luces. Veías las constelaciones, clarísimo todo. Me quedé extasiada. No he vuelto a ver algo así como aquella noche.

Después Chari añadió: pues mi noche estrellada no fue aquí sino en un pueblito de Gerona que se llama Vallfogona del Ripollés, muy cerca de los Pirineos. En agosto de 1997 anduve por allí invitada por unos amigos a una masía de finales del XIX. Llegamos a media tarde y en cuanto oscureció nos dimos un paseo por sus calles, pero lo que más impresión me produjo fue mirar al cielo, ya en las afueras, y verlo lleno de estrellas de todos los tamaños y, en medio, una hermosa y bien definida vía láctea. El cielo parecía negro, de tan oscuro. Tuve la sensación de que entre él y yo había muy poca distancia y que casi podía tocar las estrellas. Nunca antes ni después he vuelto a ver algo parecido.

Yo entonces recordé mi noche estrellada. Fue hace pocos años e íbamos por la carretera del Norte a quedarnos en la Playa de la Arena. Nos habíamos retrasado un poco porque nos cogió un atasco en la carretera a la altura de San Juan de la Rambla por culpa de un accidente. Total que, cuando se restableció el tráfico, ya eran más de las 10 de la noche cuando pasamos el Puerto de Erjos y empezamos a bajar hacia el sur. Paramos entonces en uno de los miradores que dan al Teide -se veía su silueta recortada sobre el fondo oscuro y estrellado- y a los valles altos de Santiago del Teide y me quedé sin respiración. La vista del cielo oscuro y de las miles y miles de estrellas era impactante. La quietud y el silencio, absolutos. De vez en cuando, una estrella fugaz rompía el concierto. No sé cuánto tiempo estuvimos allí, callados y cautivados, pero sé  que, cuando volvimos a subir al coche, tardamos un rato en volver a hablar.

Cuando este jueves por la tarde colgamos el teléfono, pensé que la amistad es también algo como esto: compartir el asombro y la capacidad de captar la belleza pura y la coincidencia en un momento, único y casi de éxtasis, en el que nos vimos empequeñecidas ante lo infinito, paradas mirando el cielo desde la orilla del universo.

lunes, 13 de julio de 2020

Las niñas finas




Aquí estamos mi amigo Juancho y yo en una excursión que hicimos un grupo de alumnos y profesores el 15 de abril de 1989 caminando desde Las Cañadas del Teide al Paisaje Lunar de Vilaflor. En el camino nos encontramos este lugar de Las Cañadas, Caramujo, y, accidentalmente, pusimos la chaqueta sobre la sílaba "mu" dando lugar a una palabra fea. Nada más lejos de nuestra intención, porque ni a Juancho ni a mí se nos ha oído nunca una palabrota. Los dos éramos entonces sesudos profesores, él de Ciencias Naturales, yo de Filosofía, y siempre hemos dado buen ejemplo a nuestros alumnos. Además, los dos nos educamos en colegios religiosos, él en La Salle, yo en las Dominicas, así que fuimos niños finos, conscientes de que decir una palabrota suponía ir de cabeza al infierno.

Mi madre me contó que, días después de confesarse antes de hacer la primera comunión, levantó una piedra en el camino, vio una caca debajo y exclamó: "¡Mierda!". Inmediatamente fue pitada a confesarse otra vez, no fuera que se le quedara esa mancha en el alma. Y es que en estos asuntos del lenguaje todo es cuestión de educación. Por ejemplo, yo tuve dos abuelas, una fina y la otra palabrotera. Mi abuela Lola, la fina, si nos oía una mala palabra, nos echaba la bulla y poco menos que nos amenazaba con lavarnos la boca con lejía. Mi abuela Horacia hacía lo mismo pero, cuando terminaba, la oíamos rezongar: "¡Coño! ¡Qué mal hablados son estos niños, carajo!".

Pensándolo bien ¿qué es lo que convierte a una palabra totalmente inocente en una palabrota? Si uno busca en diccionarios, resulta que carajo se llamaba a la "pequeña canasta que se encontraba en lo alto del palo mayor en las naves antiguas" y puñeta es el "adorno de encaje o bordado dispuesto en la bocamanga de la toga de los magistrados". ¿Qué mente perversa contaminó a esas bellas palabras de significados ajenos?

Y también en defensa de los tacos, decir uno a tiempo puede preservar de la úlcera o de un ataque al corazón e incluso allanar el camino del amor, según P. G. Wodehouse. En su libro "Dieciocho hoyos", tiene una historia -"Chester se olvida de sí mismo"- en el que un chico juega al golf con una chica de la que está enamorado. A ella le gusta pero ha rechazado su declaración de amor porque piensa que un tipo que, cuando algo le sale mal en el golf, en lugar de cagarse en todo lo que se menea (esto no lo dice así P. G. Wodehouse, que seguro que también era fino de esos de internado inglés, pero se supone), salpica su conversación de carambas, vayas y qué lástimas, es un tipo envarado, frío y hasta poco humano. Por eso, cuando en medio de una jugada decisiva, una bola lanzada por otro jugador con toda su fuerza le da en el culo y le frustra la jugada, Chester -así se llama él- olvida toda mesura y delicadeza y se lanza a decir palabrotas (que el autor disfraza con ¡¡Ogggh!!, ¡¡Aggrrh!! y ¡¡Grrrh!!), entonces ella comprende que el pobre se había reprimido para no ofender sus delicados oídos. Y se estremece al pensar que "de no ser por lo que acababa de ocurrir, se habrían separado para siempre, alejados entre sí por océanos de malas interpretaciones, ella fría y desdeñosa, él con toda la sinfonía guardada en su interior".

A lo mejor habría que concluir con que a las palabras no habría que buscarles la fealdad o la belleza sino la utilidad y contundencia en la conversación. ¡Pero no! Resistiré semejante simplificación. Porque, al fin y al cabo, las niñas que fuimos educadas en colegios de monjas somos más finas que la puñeta.

lunes, 6 de julio de 2020

Viaje al centro de la aventura




Para mí que ser aventureros nos viene de fábrica. Nacemos, crecemos aprendiendo a jugar y a revivir historias y luego, más tarde, descubrimos que la propia vida es la gran aventura. En ella hay hallazgos, amores y desamores, encuentros, intentos de cambiar el mundo, emociones y pasiones... ¿Y qué pasa si en medio viene una pandemia sin comerlo ni beberlo y nos encierra en casa y nos corta la arrancadilla? Pues no pasa nada mientras conservemos el sano vicio de la lectura y libros suficientes para satisfacerlo. En ellos la aventura seguirá viviendo y cada uno de nosotros, viajeros impenitentes y entusiastas, correremos mundo todo lo que la imaginación nos lo permita.

Durante estos meses de encierro he leído (y releído) unos cuarenta libros, gracias a los cuales he vivido en el Manaus de la fiebre del caucho al lado del río Amazonas con los libros de Eva Ibbotson; he montado una librería (La librería de Penélope Fitzgerald) y una tienda para mascotas (La tienda de la esquina en la bahía de Cockleberry de Nicola May); he estado empapándome de historias de la Italia del siglo XIV con el Decamerón y estuve también en un lugar de La Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme; me he reído otra vez con las aventuras de Jeeves y Bertie Wooster (P. G. Wodehouse); pasé por el Santander del siglo XIX luchando por dirigir un colegio (Un destino propio de María Montesinos) y por el Japón de finales del XX buscando un Van Gogh perdido (Sakura de Matilde Asensi)... Pero sobre todo un libro, La isla de Bowen de César Mallorquí, me devolvió el espíritu de la aventura, de aquellos libros con los que empezamos a amar la literatura y en los que nos sumergíamos, seguros de encontrar en ellos el riesgo, la intriga, los miedos razonables, el sálvese quien pueda o el enfrentamiento a lo desconocido sin más armas que el coraje.

Almudena Grandes hace años escribió un artículo sobre los libros de aventuras (lo llamó, con toda propiedad, Tesoros escondidos). Contaba que en ellos empezó a vivir en las islas: "Las había misteriosas, tropicales, volcánicas, árticas, y algunas tenían nombre, la mayoría ni eso, aunque todas eran igual de peligrosas. También viví en el mar, en largas travesías plagadas de tormentas, de ballenas, de naufragios, de pulpos gigantes y admirables submarinos, pero sin desdeñar la tierra firme. Así conocí mundo, cabalgué por las praderas, dormí en iglús, visité la Patagonia y el Polo Norte, las islas del Pacífico y la estepa siberiana, y en todos esos lugares arriesgué la vida, pero siempre volví para contarlo."

La isla de Bowen me recordó todo eso. Yo también estuve en una isla en el Ártico, misteriosa, volcánica y muy, muy peligrosa; hice un largo viaje por mar, en busca de un científico perdido y de un metal desconocido y valioso, en el que me pasó de todo, hasta tsunamis; conocí a personajes deliciosos con los que me gustaría encontrarme en la realidad (como ese profesor Zarco, tan parecido en su misoginia y su mal carácter, al capitán Haddock); y arriesgué la vida y terminé el libro con una sonrisa. Porque en él hay muchas más cosas que lo hacen atractivo: interesantes observaciones científicas de las que no tenía ni idea, intriga desde el primer momento, choque entre mentes a cual más inteligente, hombres y mujeres valientes... y humor, mucho humor. Es por supuesto un homenaje a Julio Verne a quien muchos adoramos por todo lo que nos ha hecho disfrutar desde que lo descubrimos en la biblioteca paterna. De él, César dice en su "Nota final" que "Verne es un género en sí mismo (...) Nos enseñó a no perder jamás la inocencia ante la prodigiosa realidad de la naturaleza y el universo, a conservar intactas la curiosidad y la capacidad de asombro".  Y esto es algo que suscribo totalmente.

Admiro y conozco a César Mallorquí a través de las redes. Sigo su magnífico Blog y ahora estoy empezando otra de sus obras, La estrategia del parásito (un título muy apropiado para una pandemia). Soy 5 años mayor que él, lo cual explica que él no sepa la canción "Marcianita" ni quién fue Billy Cafaro, cosas que los de mi quinta conocemos bien. Pero, a pesar de eso, César y yo bebimos de las mismas fuentes literarias y a los dos nos gustan Verne, Tintín, Richmal Crompton y su Guillermo Brown, H.G.Wells, Conan Doyle, Kipling, Clarke, P.G. Wodehouse... Y eso significa, salvando las distancias de que ahora él las escribe y yo las leo con avidez, que somos hermanos y compañeros de aventuras por siempre jamás.
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