Mis
consuegros, cuando ya eran abuelos, se liaron la manta a la cabeza, vendieron
su piso del centro de Santa Cruz y se fueron a vivir a una finca en
las montañas de Anaga. Este domingo los cazadores de la zona nos han invitado,
a ellos y a nosotros, a una parranda para celebrar el fin de la temporada de
caza.
La cosa
fue en un pajero perfectamente equipado para eventos de este tipo: suelo de
tierra y palmas por encima por si al cielo le diera por abrirse en estos
comienzos del otoño. Y, dentro, grandes mesas y fogones donde comer y cocinar
un montón de viandas: carnes, garbanzas, paellas enormes de perdices y conejos,
tartas descomunales… Un vinito de la tierra colándose por los gaznates y luego
una guitarra, un acordeón y una sandunga –ese palo que arranca música a una
lata de aceite y a unas chapas- y muchas
voces para celebrar la amistad y la afición compartida. Y, por un lado, una
chica se lanzaba a cantar con voz clara lo de:
“A los
hombres los comparo
con los
gatos mamelones
que teniendo
carne en casa
salen a
cazar ratones”
Y más
allá otro cantaba, inventándose letras para la ocasión:
“Tengo
la garganta ronca
y ya sé
por qué será:
perdices
que no cazamos
me dan
ganas de llorar”.
No
conocía a nadie de las casi 30 personas que había allí pero nos invitaron,
generosos, a compartir su comida y su bebida, a cantar juntos el “yo no me
caso, compadre querido” y a participar en un momento especialmente grato de su
vida normal.
La vida
normal. Hace poco leí una entrevista a Malala Yousafzai, la niña a la que los
talibanes, robándole la infancia, tirotearon por defender la educación
igualitaria. Malala ha vivido una vida atroz, entre el hambre y el desprecio a
los derechos humanos. Pero a ella le gustaba ver los DVD de Betty la Fea , “pensar en otro mundo
donde el mayor problema era la moda, quién viste qué ropa, qué sandalias, qué
color de lápiz de labios usa tal chica…”.
La vida
normal. Agatha Christie se casó con un arqueólogo, Max Mallowan, que sacó a la
luz la antigua ciudad de Nimrud, la capital militar de Asiria. Pero, mientras
que todo el mundo se extasía cuando en unas ruinas arqueológicas aparecen
coronas, copas de oro, un sepulcro real…, para Agatha el verdadero interés es
la respuesta a la pregunta “ven y dime cómo vivías”, respuesta que te llega desde
el fondo de la tierra excavada: “estos eran nuestros pucheros”, “con estas
agujas de hueso cosíamos nuestras ropas”, “en este pequeño pote están los cosméticos”,
“este era nuestro cuarto de baño”, “aquí, en esta vasija, están los pendientes
de oro de la dote de mi hija”…
Cuando
echamos una mirada a los periódicos -espionajes digitales entre dirigentes, países
en guerra, diásporas, viceministerios de la Suprema Felicidad
Social…- , parece que hablan de otro tipo de vida, no de esta en la que uno se
levanta por la mañana, se desayuna, se busca la vida, ama, sufre o ríe, va a la
compra, habla con los demás y celebra lo que hay que celebrar, aunque sea en un
chamizo de los montes de Anaga.
La vida
normal. No hay persona en el mundo que no aspire simplemente a esto. Incluso cuando,
como ayer, haya en ella cortes de luz
durante todo el día y me haya impedido, como todos los lunes, hablar con
ustedes de la vida normal.
(Las fotos son de los Montes de Anaga desde la finca de mis consuegros y la sandunga, instrumento típico donde los haya. No ha entrado en la Filarmónica por un fisco)
(Las fotos son de los Montes de Anaga desde la finca de mis consuegros y la sandunga, instrumento típico donde los haya. No ha entrado en la Filarmónica por un fisco)