martes, 29 de diciembre de 2009

Brindis de nochevieja




Los seres humanos somos unos optimistas de tomo y lomo porque, si no, no se explica ni que compremos lotería ni que hagamos tantos brindis de cara al futuro cada vez que estamos en copas, sobre todo en estas fiestas.

Hace poco oí por la radio unos cuantos de esos brindis optimistas, como “que el final de Perdidos no nos deje más ídem” o “que el 2010 no sea blaugrana sino rojiblanco”. Incluso yo, el año pasado, en el Menú que siempre hago para la cena de fin de año con los amigos y que, imitando al villancico, comenzaba con “31 de diciembre, fun, fun, fun”, también terminaba con buenos deseos, tal que así:
 “Bienvenido, 2009,
ven, ven, ven,
que la crisis sea breve,
uf, uf, uf.
Con las uvas despedimos
a este año que vivimos.
Hasta nunca, 2008,
que el que viene no sea pocho,
bay, bay, bay…”

Optimista, yo (y una poeta de campeonato). Pero, realmente, a pesar de que en la condición humana está el deseo de parabienes y la mirada hacia el futuro, soy más partidaria de brindar por el ahora, cosa en la que coincido con John Lennon que advertía: “La vida es lo que pasa contigo cuando estás ocupado haciendo otros planes”. O con Nietzsche que ya aconsejó vivir el instante para hacerlo merecedor de un eterno retorno. O con Horacio, ese romano sabio que habló hace siglos de aprovechar el día, el célebre carpe diem.

Así que, siguiendo tan sabios consejos y también porque “me nace”, como dicen en La Palma, este fin de año me rodearé de personas queridas en un entorno cómodo, con velas, luces, árbol de navidad y Nacimiento, y, si se tercia y hace algo de frío por fin, una buena chimenea; pondremos una música elegida por los que saben; comeremos y beberemos lo bueno que la naturaleza nos da; y brindaremos por vivir intensamente ese momento presente en el que, por unos instantes, todo está bien. 

martes, 22 de diciembre de 2009

Por mi mano plantado tengo un huerto (es un decir)




Cuando aún no me había jubilado y me hacían la consabida pregunta: “Y ahora, ¿a qué te vas a dedicar?”, a veces contestaba que al huerto y al jardín. Nada más casarme me compré una enciclopedia por fascículos que se llamaba “Plantas y flores” y me la leí de cabo a rabo por si alguna vez tenía un jardín. Con los años tuve el jardín pero no el tiempo para cuidarlo. Parecía que ahora había llegado el momento ¿no? Pues no.

Por una parte, porque para tener un huerto y un jardín en condiciones no sólo hay que tener tierra, entusiasmo, enciclopedia y tiempo sino también “mano”. Mi madre pinchaba un palo en la tierra y le salían hojas, oye. Yo hasta hablo con las plantas (no les canto por si acaso) y ellas a veces me hacen caso y otras van a lo suyo. Eso es porque no tengo “mano” y la”mano”, como los juanetes, es algo genético.

Por otra parte, mis amigos, siempre tan animosos, no confiaban en absoluto en mis habilidades y eso, quieras que no, hace que una pierda seguridad en sí misma. Una de mis amigas hasta me hizo una poesía por mi cumpleaños en la que, después de decir algunas cosas como éstas: “La verdad es que no te vemos / en cuclillas todo el día / ensuciándote en la tierra/ ¡Qué deslome, madre mía! / Con la azada en blancas manos / que agrietadas se verían / ¡Las tijeras de podar! / Mil ampollas te saldrían", terminaba aconsejando:

“Pon ya los pies en la tierra
y olvídate de utopías
que es mejor señora bella
que jardinera ajadita”.

Así que, visto lo visto, en este tiempo que llevo jubilada me he dedicado a la jardinería y a la horticultura, sí, pero en la línea teórica y contemplativa, como Aristóteles. También “ordenativa”, todo hay que decirlo. En lugar de coger guataca, rastrillo, pala y azada, le doy apoyo moral a mi marido, que es el que lo hace, y le digo que cave esto o plante aquello o pode lo de más allá. 

Y muchas mañanas salgo al huerto y disfruto de la calma y de lo bonitas que están las matas de plátanos y, ahora, de los nísperos que están en flor y de los naranjos que están cargados. “Las naranjas me saben a Navidad”, decía mi hija de pequeña. Cuando vienen los nietos, les doy un cesto a cada uno y nos vamos de recolección. Cogemos un ramito de cilantro y 3 o 4 chayotas para hacer una tortilla a la noche; recogemos pimientos italianos para asarlos; si hay mandarinas, nos comemos una allí mismo, debajo del árbol. Y también armamos un ramillete precioso con algunas rosas, e incluso mi nieta corta una rama de hiedra para hacer un adorno artístico en la mesa.

La cosecha de nísperos (“la nisperada”) es una excusa para hacer una comida con la familia y los amigos. Y es un placer hacer licores, mermeladas y sorbetes con los duraznos, ciruelas y mangos en el verano, y con las naranjas y mandarinas en el invierno. Ahora que hay aguacates y lechugas, hacemos ensaladas recién cogidas del huerto y tartas con las manzanas reinetas. Y sale todo muy bueno porque hay buen abono natural (después de todo, para algo tenía que servir tanto limpiar el palomar) y porque en la cocina, sí, por fin, salvo excepciones, parece que he heredado “la mano”. 

miércoles, 16 de diciembre de 2009

Lluevo



Hace poco oí en la radio a una escritora que había visto escrita en una pared esta frase, “Lluevo”, así en primera persona. A ella le parecía la esencia del microcuento, pero para mí es la perfecta metáfora de mi condición de llorona.

Yo soy la lectora y espectadora que todo artista busca. La que no se pone a criticar sin más que si esa película abusa de planos cortos o largos, o que si tal novela ha empleado una estructura postmoderna. No, yo, mientras no sean malas (que ahí sí que me fijo), me sumerjo en las historias que me están contando y río y sufro y me emociono y, por lo tanto, lloro. O lluevo.

A mí me ha encontrado mi marido con los ojos hinchados después de leer una novela histórica y, cuando me pregunta, le respondo, hipando: “¡Es que se ha muerto María Antonieta!”. Yo lluevo religiosamente todas las Navidades (estas fechas especialmente lloronas) con “¡Qué bello es vivir!”, a pesar de que la he visto 100 veces. Lluevo cuando escucho coros de villancicos o himnos militares o coplas desgarradoras. Hasta lluevo con el anuncio del turrón (“Vuelve, a casa vueeeelve, por Navidad”) y con el sonsonete de los niños de San Ildefonso el 22 de diciembre por la mañana porque es el mismo con el que me despertaba de pequeña en mi casa ese día en el que empezaba, a todos los efectos, la Navidad.

Lo último por lo que he llorado en ese plan es por un e-mail emocionante que me han mandado. Ha tenido más de un millón de visitas en youtube, por lo que supongo que todo el mundo lo ha visto. Es una boda en Triana en la que, en un momento de la ceremonia, la novia se vuelve al novio y, de sopetón, por sorpresa y por bulerías, le canta una canción de amor. Llora el novio, el cura, los asistentes (se oye sorber a más de uno) y los que lo vemos a través de Internet. Vamos, que menos mal que yo no estaba presente y emperifollada en la boda porque se me hubiera corrido el rímel, seguro, y fíjense qué papelón.

Claro que después pienso que si yo, un suponer, cuando me estaba casando, después de oír eso de que lo que Dios ha unido que no lo separe el hombre, me viro al futuro compañero de mi vida y le lanzo a grito pelado, con el buen oído que me caracteriza, algo como lo de “que se me paren los pulsos si te dejo de quereeeer…”, los que hubieran llorado o llovido, pero de risa, hubieran sido los asistentes, empezando por el flamante novio.

Y es que, al revés de lo que dice el dicho, del llanto a la risa no hay más que un paso.

miércoles, 9 de diciembre de 2009

La loca de la casa



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La imaginación es la loca de la casa y una fuente de historias que nos entretienen la vida. Antes de llegar a Playa de San Juan hay un muro con un graffiti que dice: “Siento mucho lo que hice”. Y, luego, regados por los muros vamos leyendo: “Lo siento”, “Lo siento”, “Oh, Dios mío, lo siento”. Probablemente lo que le hizo, suponemos que un chico a una chica, sean unos cuernos esporádicos, pero cada vez que lo vemos nos inventamos una historia cada vez más truculenta y, a veces, competimos a ver quién se imagina la barrabasada mayor.

También la imaginación es el motor de los sueños. Recuerdo que mi suegro tenía una huertita preciosa, llena de almendros e higueras, en un sitio llamado La Portuguesa, en los altos de Chío. Cada vez que pasábamos por allí en dirección al Teide, íbamos por toda la subida haciéndonos allí una casita de piedra donde iríamos a pasar, decíamos, los fines de semana, las nocheviejas o los cumpleaños. La amueblábamos, cada vez de una manera distinta, le poníamos una, dos o tres habitaciones, plantábamos más árboles, le poníamos un mirador hacia el mar o hacia el Teide… Pero, cuando llegábamos al Teide y parábamos en uno de las cafeterías de la carretera a tomarnos un café, empezábamos a echar la casa abajo y, luego, por toda la bajada de la carretera Dorsal, nos desinflábamos e íbamos “deconstruyéndola”, como se dice ahora, y diciendo “¡Qué va! ¡Quién nos vería los sábados, bolsas de cemento van, bolsas de cemento vienen! ¡Quita, quita! ¡Y tan lejos…!”.

Hoy, en esta tarde de otoño-invierno en que calienta un sol tibio y en la que me tumbo a descansar en el patio, veo a mi nieta contemplando una hoja que, a cierta distancia del árbol, parece que se mueve sola. “¡Es mágica!”, dice embelesada.. Y oigo la vocecita aguda y tajante de mi nieto: “Boba, que no te enteras. Está colgada de una tela de araña y se mueve con el viento”.

Y es que en la vida la imaginación se topa casi siempre con la cruda realidad. Aunque siempre busca un resquicio para seguir soñando. Oyendo a los niños y medio adormecida al sol, se me va el santo al cielo (otro síntoma de “la loca de la casa”) y pienso en el Espíritu Santo, aquella paloma (mensajera, creo) que fue repartiendo dones. Ya puestos, yo me pediría, por ejemplo, tener el don de lenguas para entender a todo el mundo cuando viaje, o el de la ubicuidad para poder estar en misa y repicando.

Un último pensamiento antes de quedarme dormida es que tengo que hablar urgentemente con el Espíritu Santo. 

martes, 1 de diciembre de 2009

Espacios de pachorra




En una tierra tan pachorruda como la nuestra en la que hasta su himno oficial es un arrorró, hablar del estrés parece un contrasentido. Pero haberlo, haylo.

Cuando yo estudiaba en Madrid, desde el año 67 al 71, los primeros días siempre me pasaba de parada en la guagua, porque, mientras esperaba a que parara completamente, me levantaba y llegaba a la puerta, la guagua ya había arrancado y volaba a la siguiente parada.

Luego, en los veranos, cuando volvía a casa, ocurría lo contrario. Me acuerdo de coger la guagua de La Esperanza para ir a la IPS a ver al que entonces era mi novio, que hacía la mili allí. Yo, que traía el ritmito de Madrid, me levantaba dos minutos antes de la parada, echaba una carrera por el pasillo y me ponía en la puerta, preparada, lista, ya, para saltar. En una de estas el chófer, acostumbrado a llevar a un montón de novias al campamento, me dijo con toda su calma: “¡Cristiaaana! Espere que apare, que se va a romper la cabeza ¿Tantas ganas tiene de verlo?”.

Así que el Movimiento Slow, el vivir despacio, sobre el que ahora sacan libros y que presentan como el descubrimiento del siglo XXI para disfrutar de la vida, ya lo ponía en práctica, hace 40 años, un guagüero de La Esperanza. Nada hay nuevo bajo el sol.

Hoy, sin embargo, tengo la sensación de que esta vida tranquila de mi tierra se ha ido acelerando poco a poco. Más pitas en los atascos, más prisas en las calles, más agitación en los que trabajan. Como el otro día que fui a comprar unas bombillas y un dependiente, superactivo y haciendo mil cosas a la vez, me dejó a mí también taquicárdica e hiperventilando, que diría mi hija.

Tengo una amiga con 3 hijas, marido, casa, trabajo y cursos fuera, que va tan corriendo a todas partes que el otro día sacó 400 euros en el cajero, salió pitando a comprar y se dejó el dinero. Menos mal que todavía hay almas nobles y una jovencita que entró detrás, salió corriendo hasta que la alcanzó y se lo dio.

Y a mí, en este momento que vivo sosegada,
me gustaría ver la calma de otros tiempos:
dibujar en las nubes, captar una mirada,
recuperar espacios, tomar el pulso al viento.

Por lo pronto, mi amiga, la que se va dejando los dineros atrás, ya se ha apuntado a yoga algunas mañanas y a un bañito en el mar después.

Está recuperando espacios de pachorra. 
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