lunes, 26 de octubre de 2020

Diferentes maneras de leer un periódico



Aunque parezca mentiras, hay muchas maneras de leer un periódico. O de no leerlo. Quitando los usos incorrectos (para hacer paquetes, para ponérselo en el pecho y no pasar frío, para el suelo de la cocina cuando se está friendo algo, para envolver castañas calientes...), un uso más correcto puede ser llevarlo debajo del brazo. En La Palma había uno al que, por llevarlo así, lo llamaban Sobaco ilustrado. Y Sophie Kinsella hace decir a una de sus protagonistas, una periodista supuestamente versada en economía, lo siguiente: "De camino a la rueda de prensa solo tengo que comprar una cosa que es imprescindible: el "Financial Times". Con diferencia, el mejor complemento que puede llevar una chica. Sus principales ventajas: 1. Tiene un bonito color. 2. Solo cuesta 85 peniques. 3. Si entras en una reunión con un ejemplar bajo el brazo, te toman en serio. Con el "Financial Times" en lugar visible puedes hablar de las cosas más frívolas del mundo y la gente, en vez de pensar que eres una cabeza hueca, cree que eres una intelectual que, además, tiene otro tipo de intereses". Y es que con el periódico hay gente que va a lo que va, como mi tío Cándido, que decía que él solo compraba "El Día" para leer las esquelas y enterarse de quién se murió.

Y después está cómo lo leemos. Mi marido, por ejemplo, lo lee en la cama, apoyado sobre el codo izquierdo y el periódico desplegado ante él. Empieza en la página 1 y, a veces, cuando llega a la 5, ya lo oyes roncar (aunque sigue sobre el codo izquierdo). Se va despertando a ratitos y, a trancas y barrancas, llega hasta el final. 

Mi amigo Miguel lo lee en el porche de su casa,  mirando hacia el jardín al atardecer, en su sillón preferido y tomándose un Johnny Walker etiqueta negra. Lo lee en digital y no un periódico sino varios: "El Mundo", "El País", "El ABC", "La Opinión"... Dice que lee los titulares, elige los que más le llamen la atención... y justo en ese momento se le estropea el momento perfecto.

Yo lo hago de otra manera. Lo leo en papel en mi mesa de trabajo, con bolígrafo y tijeras cerca por si quiero apuntar o recortar algo. Y empiezo por el final para que lo primero sea una sonrisa. En la última página te encuentras cosas curiosas como que hay un abuelo de 81 años que busca un récord mundial en los ochomiles, o que un cocodrilo raro paseó por los Pirineos hace 71 millones de años, o que hay quien investiga en viejas letrinas la caca de los que vivieron en la Edad Media (que ya es afición)... También en la última hoja de mi periódico está la columna de autores como Félix de Azúa, Vicente Molina Foix, Almudena Grandes, Manuel Vicent, Juan José Millás, Fernando Savater, Luz Sánchez-Mellado...  Cualquiera de ellos me hace sonreír ¿Cómo no hacerlo ante este párrafo de Manuel Vicent del domingo 18: Qué más da que digan los científicos que la vida solo es un conjunto de carbono, de hidrógeno, de oxígeno y de nitrógeno con una pizca de azufre combinados por el azar si, después de todo, esos elementos químicos te conducen a la sonrisa de la Gioconda, a los versos de Walt Whitman o a la luz de Matisse.?. 

Después de este inicio, ya puede venir todo lo demás: las páginas de la tele,los chismes en la de "Gente", las páginas chinas (para mí las de economía ¿Ustedes saben qué son gatekeepers, tasa Google, dividendos, logística, coworking...?). En las de deporte leo en qué puesto está el Tenerife y poco más; y en las de Cultura me entretengo con las entrevistas, las reseñas de libros, las recomendaciones sobre películas, las noticias (¡Hombre! A Elia Barceló le han dado el Premio Nacional de Literatura Juvenil por "El efecto Frankestein", que leí en agosto y me gustó. Qué bien). Hago el Sudoku difícil y los domingos, el Damero Maldito y el Crucigrama Blanco. Y ya estoy preparada para las páginas áridas, las arenas movedizas: las del coronavirus en las que aprendemos términos con nuevos significados, como confinamiento, 2ª ola, restricciones, brotes y rebrotes, PCR, la curva...; las de la política nacional -el ruido y la furia-, salpicadas, menos mal, con las viñetas de Peridis y El Roto; y las de Internacional, en las que todos se vigilan (Bruselas a Londres y viceversa, Trump a Cuba, la UE a Rusia y Bielorrusia...). Y con esto, llego a la portada, que casi nunca trae una noticia positiva. Bueno, estos días pasados, sí: la foto de la enorme sonrisa de Nadal al triunfar en Roland Garros.

A veces me dicen que debería leer muchos periódicos cada día para enterarme de toooodo lo que pasa, de lo que dijo fulanito de menganito y este de zutanito. Pero, aparte de que no tengo tiempo (ni ganas) de leer tanto, ¿para qué? En cualquier periódico lees noticias y opiniones con las que estás de acuerdo y otras con las que no (bendita diversidad). Y, ante esto, lo mejor es seguir la máxima atribuida a Voltaire: "No estoy de acuerdo con su opinión pero daría mi vida por defender el derecho que usted tiene de exponerla". Que es justo lo que hace un periódico.

(La imagen inicial es "Clotilde leyendo el periódico" de Joaquín Sorolla)


lunes, 19 de octubre de 2020

Una historia de mangos



Odio el viento del sur, sobre todo por lo selectivo que es. Mientras que en Santa Cruz no se mueve ni una hoja, él elige bajar ululando por el Valle del Portezuelo, donde vivo, tapizándome el patio con las flores rosas de la bignonia, rizando las hojas de las plataneras y llenando la huerta de aguacates y frutos caídos. Este octubre la ha tomado con los mangos y todos los días pongo en la nevera trozos de mangos en cuencos de cristal para comer frescos a cada rato y ya he hecho mermeladas y sorbetes de mango para un regimiento.

Haciendo sorbete, precisamente, estaba yo la otra tarde cuando me llamó mi amiga Lali para alegar un rato. Ni qué decir tiene que le ofrecí si quería alguna tonelada que otra de mangos, y ella, que es, como dice la canción, "entradita en cintura y dispuesta", al ratito estaba en casa con una botella de vino blanco frío, al que le hicimos los honores acompañándolo con una tortilla de papas y un jamón serrano que te puedes morir. Y habla que te habla, me contó una historia de mangos.

Ya dije hace poco que, cuando yo era pequeña, no conocía los mangos ni había oído hablar de ellos. Pero Lali, sí. Ella recordaba que una vez que estuvo enferma con difteria, su abuelo había ido a caballo por los caminos escondidos de Anaga, desde La Laguna a Igueste de San Andrés y, de vuelta, traía leche y una caja de mangos. Entonces, aunque yo no lo sabía, había un lugar en la isla en el que se cultivaban mangos y otras frutas exóticas. La gente que volvía de Cuba y Venezuela no había querido renunciar a su sabor dulce y especial y escondían en los baúles, como si fueran pepitas de oro, semillas de mango, zapote y papaya que plantaron en las laderas protegidas de los barrancos de Igueste de San Andrés. Allí, el microclima mima la fruta y hace que, todavía hoy, sea famosa por su sabor y dulzura.

La historia que me contó Lali fue sobre su madre, Teresa, una mujer guapísima que tenía una venta frente a la casa de mis abuelos en La Laguna. Un día, cuando ya Lali estaba casada con Jose, le ofreció mangos y, mientras los comía, Teresa, que entonces rondaría los 80 años, se echó a llorar. Les contó entonces que su sabor le recordó cuando de joven ella se iba los veranos a casa de su tía en Igueste de San Andrés y que se había enamorado de un joven, su primer amor, que le recogía mangos dulcísimos en el barranco y se los llevaba a ella como una ofrenda dorada. Lloraba por el recuerdo, tal vez por el amor o la juventud perdida. Lali le propuso llevarla a Igueste de San Andrés, y fueron, y allí encontraron la casa derruida de la tía, el barranco donde crecían los mangos y el lugar de los encuentros. Fue para Teresa un día memorable y, al final, dijo que no quería volver más. Pero Lali y Jose, hasta que Teresa murió, iban todos los años a Igueste a comprarle una caja de mangos, dulces como ninguno.

¡Qué bueno rememorar una historia de tiempos pasados e imaginar otras vidas! ¡Qué bueno renovar el ritual de la amistad una tarde de octubre frente a un vaso de vino fresco y un picoteo! ¡Qué bueno que se hayan caído los mangos para obligarme a regalar y a repartir! 

Casi estoy por amar el viento del sur...


lunes, 12 de octubre de 2020

Una de jubilados y asesinatos



El mes pasado leí una novela de jubilados, "El club del crimen de los jueves" de Richard Osman. Y a principios de este mes leo en el periódico que es el éxito del año en el Reino Unido, que se han vendido más de 170.000 ejemplares igualando a Harry Potter y que Steven Spielberg adquirió ya los derechos para el cine.

A mí me llamó la atención porque creo que es el primero que leo con tantos jubilados juntos Sí, está la Miss Marple de Agatha Christie o El abuelo que saltó por la ventana y se largó de Jonas Jonasson. Pero aquí hay un complejo residencial de lujo lleno de jubilados y los 4 protagonistas que se dedican los jueves a resolver crímenes no resueltos -un entretenimiento mejor que hacer crucigramas- son ya bastante talluditos, rondando los 80 años. 

Me lo leí de un tirón, o sea que me gustó y me entretuvo, que es lo que tiene que hacer un buen libro. Me pareció un acierto las dos voces narrativas, en tercera persona el tono general y en primera persona el diario de Joyce, una de las jubiladas, que suaviza la narración y que dice verdades como templos sobre nosotros, los jubilados, como "A partir de cierta edad puedes hacer prácticamente lo que te dé la gana. Nadie te regaña, excepto tu médico y tus hijos". O que, con la edad, una empieza a aceptar que muchos asesinos siguen impunes, escuchando tranquilamente en su casa la previsión del tiempo. 

Me gustó también que el autor, aunque es fan de la novela negra escocesa, confesara en una entrevista que su corazón -como el mío- "está con humoristas británicos, como Muriel Spark, P. G. Wodehouse, Alan Bennett y Victoria Wood". El libro abunda en ese sentido del humor tan british que te hace sonreír aunque hable de crímenes.

Pero sobre todo me ha gustado, más allá de la trama, lo bien definidos que están los personajes, no solo los protagonistas, sino también los malos, empresarios sin escrúpulos y matones de tres al cuarto. "Me divertí mucho creándolos -dice el autor-. Hay algo genial cuando uno se pone a escribir sobre tipos duros que son verdaderamente mala gente. Y todos hemos conocido a gente así, que se preocupan más por lo que ganan que por el daño que hacen por el camino". 

Pero los que acaban de enamorarte son los 4 protagonistas -Ron, Joyce, Ibrahim y Elizabeth-  porque también los conocemos a todos. "Viejos que luchan contra la noche", los definen en algún momento; pero, en realidad, jóvenes jubilados porque, a pesar de la artritis y otras majaderías, el espíritu es el mismo. ¿Quién no conoce entre nuestros jubilados a algún Ron el Rojo?  "Veterano de piquetes y calabozos, de esquiroles y listas negras, de trifulcas y sentadas, de huelgas legales y paros salvajes".

Luego está Joyce, una exenfermera viuda, muy amable y dulce, que es igualita a mi amiga Luchi: "menuda, risueña y con el pelo completamente blanco", alguien que piensa bien siempre de los demás y a quien todo el mundo quiere.

Ibrahim fue psiquiatra y conoce el alma humana. Recita mentalmente la lista de países del mundo para ejercitar las neuronas, hace cálculos rápidamente y, como algunos amigos míos, es más listo que el hambre y sabe de todo. Como, por ejemplo, dónde está Tombuctú (en Mali).

Elizabeth es la líder y la definen como Marlon Brando en El padrino. Seguro que fue un pez gordo en el mundo del espionaje: tiene carnet para conducir carros de combate, hay gente importante que le debe favores y no acepta un no por respuesta. Ya me veo a Helen Mirren o a Judi Dench en su papel (apunta, Steven)

Se diría que los jubilados estamos de moda y entiendo que el libro, ameno y divertido, haya tenido éxito. Pero ¿igualarlo a Harry Potter? Mis sobrinos-nietos hacen fiestas vestidos de Harry Potter y mis nietos, el último domingo que vinieron a comer aquí, jugaban con varitas mágicas mientras gritaban el hechizo gravitatorio de ¡Wingardium leviosa!. Cuando veamos a los jubilados del mundo jugando a ser Ron, Joyce, Ibrahim o Elizabeth, entonces sí diremos que Richard Osman ha igualado a J. K. Rowling. Hasta ese momento, esperemos por las siguientes entregas y disfrutemos de un buen libro sentados en nuestro sillón favorito en el silencio del atardecer.


lunes, 5 de octubre de 2020

De Taganana a más allá



Hay un pueblito en Tenerife, Taganana, que no todo el mundo conoce. Tal vez porque no está al paso o porque el camino hasta allí no es fácil, pero de hecho yo no lo conocí hasta los 18 años, un día que bajé caminando con un grupo de amigos desde El Bailadero a través de la laurisilva por un sendero que llaman "Las Vueltas de Taganana". Pero sí había oído hablar de él porque en Taganana vivía un monstruo. Se le llamaba también "el Fenómeno de Taganana" y en la calle del Sol, en Santa Cruz, había una foto de él en el escaparate de un fotógrafo. Yo le tenía miedo porque la foto mostraba a un hombre con una cara enorme, sin ojos ni nariz, y solo por eso siempre pensaba que no iría nunca a un sitio así, donde viviera alguien que yo identificaba con los ogros de los cuentos. Cuando crecí y supe que "el monstruo" era realmente un pobre chico, Ambrosio, que padecía el síndrome de Crouzon, cobraba cuando lo retrataban y amaba la música, el miedo entonces se sustituyó por la pena y la compasión, de tal manera que aquella primera vez que bajé a Taganana y me encontré con él a la entrada del pueblo y oí su respiración, no lo miré para que no leyera en mi cara nada, ni pena ni susto, solo respeto. Más tarde en el cine vi otros casos parecidos, "El hombre elefante" o el personaje de Slotz en "Los Goonies" y siempre pensé que era una existencia triste. Pero Ambrosio, al menos, vivía en Taganana, apartado pero tal vez protegido por los que lo conocían y lo querían.

Taganana es un pueblo apartado, suspendido entre el mar y las montañas de Anaga. Su propio nombre guanche parece venir de anagan, que significa "rodeado de montañas". Y, sin embargo, es curioso que cada vez que sale su nombre en la conversación sale también una historia que parece traspasar el pueblo más allá de las montañas y abrirlo al mundo más allá del mar.

La primera historia me la contó mi amiga Conchi, que es historiadora y que me habló de una niña guanche de Taganana que, según las crónicas, fue vendida con 7 años por los castellanos en Valencia en 1494. Sobre esa historia hizo un poema Pedro Guerra Cabrera y su hijo, Pedro Guerra también, le puso música y lo tituló "Cathaysa". Una parte de la canción dice así:

"Se la llevaron los invasores / cuando venía de la montaña / con su carguita de til y brezo / camino abajo por la quebrada. / Se la llevaron de anochecida / a la guanchita de Taganana / y el manojito de leña seca / desbaratado quedó en Anaga. / Juquete de algún marqués, / menina de alguna dama, / sierva de grandes señores / en algún lugar de España. / Cathaysa, la niña guanche, / no verá más Taganana."

La segunda historia, esta con final feliz, salió en una comida de amigos y fue Pablo, un descendiente de tagananeros, el que me habló de su tía Matilde, "muy guapa, rubia y con ojos azules, como muchos del pueblo". Tuvo un hijo del que el padre no quiso saber nada y, por darle un futuro mejor, se marchó y consiguió trabajo de camarera en el Hotel Mencey. Quiso el destino que el Cónsul inglés (Don John terminaron llamándolo los paisanos) se enamorara de ella, se casara y más tarde se llevara a nuestra tagananera y a su hijo para Inglaterra donde se codearon con la élite británica. Ella recibió clases y su vida cambió completamente ¿No les recuerda a Cenicienta o tal vez a Pigmalión? Esas cosas pasan en sitios de cuento como Taganana.

La tercera historia me la dijo Lali, que es bióloga especialista en botánica y sabe de estas cosas. Ella me habló de cuatro chicos que estudiaron juntos en la Universidad Miguel Hernández de Elche y que, enamorados de la tierra fresca y volcánica de Taganana, tuvieron el sueño de crear un vino propio, con personalidad, sobre los viñedos que mirando al Atlántico están allí desde que los portugueses los plantaron en el siglo XVI. Los 4 amigos dieron un salto de alegría cuando en septiembre de 2014 el expresidente de Estados Unidos, Barack Obama, lo probó en un almuerzo en Nueva York y dijo que era de lo mejorcito que había probado. Esto dio un espaldarazo al vino "Táganan" y hoy está puntuado, según la Guía Parker, entre los mejores del mundo.

Taganana es un pueblo perdido pero parece mantener vínculos con el mundo entero. La niña guanche que nunca volvió a ver su pueblo, la esposa del diplomático que tal vez merendó con la reina de Inglaterra y los 4 amigos que han hecho un vino digno de un presidente son ejemplos de que no hay encierros para el hombre y de que cualquier sitio está conectado, lo quiera o no, con el resto.

Un día de estos vuelvo a Taganana.


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