lunes, 29 de marzo de 2010

El diablo a la oreja




El diablo a la oreja / te está diciendo: / ‘No vayas a la escuela, / sigue durmiendo’”. Eso es lo que ponía en una de aquellas enciclopedias escolares que tuve en mi niñez, en las que nos daban la vara con demonios y torbellinos de llamas infernales. Y una, que ha tenido una educación espartana, se levantaba como un rehilete, a pesar de lo dormilona que es, y se iba a todo meter casi de madrugada por aquella bien nombrada calle de La Amargura hacia el colegio. Hay que ver la de sacrificios que hemos hecho en la vida a cuenta de no hacerle caso al dichoso diablo.
Pero, mira por donde, ahora con los años resulta que el diablo soy yo. Llamo a mi hija que se ha pedido en estos momentos unos días de permiso: “Jomeini, ¿vienes a pegarte un bañito a Bajamar?” “No, mamá, que tengo que estudiar un montón” “Venga, niña, descansa un ratito. Hace un día precioso, la mar echadita, una brisita suave…” “¡Nooo!”.
Al otro día: “Jomeini, ¿me acompañas a dar una vueltita por Santa Cruz, nos compramos algún capricho y nos tomamos un aperitivo después en la Plaza del Príncipe?” “¡Que noooo!”.
O llamo a los amigos y les digo: “¿Y si celebramos este comienzo de primavera con una cena en alguna de las tascas de La Laguna?”. Y me dicen que qué va, que tienen evaluaciones y que están cansadísimos y que al día siguiente hay que levantarse pronto y que si tal y que si cual.
También es verdad que otras veces el diablo es mi marido. Tú, después de algunos excesos del fin de semana (después de todo, fue mi cumpleaños), intentas contrarrestarlos con unas cuantas caminatas y comiendo ensaladas y potajes, que son muy sanos. Entonces él echa abajo los planes de reestructuración diciéndote: “¿Y si ahora, después del bañito en la playa, nos vamos a comer unos boquerones fritos y a tomar un vinito a La Punta?”. ¿Y tú qué haces?
¿Se acuerdan de aquella canción, “Amorcito corazón”, en la que tienen tentación de un beso mordelón? Bueno, pues aparte del beso mordelón (que también), no hay nada tan tentador como, después de un baño en Bajamar, en un día hermoso y sin preocupaciones, comer unos boquerones fritos, y un queso blanco del país, y un pescado fresco asado y unas papitas negras, y un vino frío. Y todo eso mirando al mar, brillante bajo el sol.
Así que, a pesar de la Semana Santa que desde mi niñez invita al sacrificio y a quedarse recogida en casa (entonces, ni música que no fuera sacra se podía oír), a pesar de la educación espartana, a pesar de que los diablos a la oreja pululan por todas partes, yo, que no tengo que estudiar, ni que evaluar, ni que seguir un régimen, ni que levantarme temprano, no sigo el ejemplo de mi hija y mis amigos, tan virtuosos, cedo a todas las dulces tentaciones y me tiro a la perdición. Qué quieren que les diga, con los años curiosamente cada vez oigo más fino lo que me dicen a la oreja.

(Como ejemplo de que los diablos pululan por todas partes, añado al post dos fotos, cortesía de Melchor Padilla, del viaje que hemos hecho esta Semana Santa a Valencia. La primera es del curioso Museo de las Rocas y la segunda del patio de la Lonja)

martes, 23 de marzo de 2010

A veces llegan cartas...




Eso de los e-mails es uno de los grandes inventos de la humanidad. Son rápidos, limpios, a veces con fotos hechas en el mismo instante (“está nevando en Madrid, mírame”) y con corrector de ortografía incorporado ¿Qué más se puede pedir? Ninguno de los grandes escritores utópicos, ni Platón, ni Tomás Moro, ni Julio Verne, ni Huxley, pudieron suponer en sus sociedades imaginarias esta conversación global de todos con todos que es Internet.

A mí, desde luego, ni se me pasó por la cabeza esta posibilidad en aquellos lejanos años 60 y pico en los que tuve al novio lejos y estuvimos cartas van, cartas vienen durante 2 años (y, aunque una vecina alemana que tengo siempre dice “amog de lejos es de pendejos”, aquí estamos 45 años después). Pero era un rollo. Una discusión, que en un e-mail se salda en un pispás, por carta duraba dos semanas en lo que venían las respuestas y contrarrespuestas, avivando los rescoldos.

Además, el correo estaba, y está, sujeto a tantos avatares… Como, por ejemplo, que el cartero tenga un punto (o dos) de locura, como aquellos personajes de los que ya he hablado. Un cartero de La Palma, al que conocí, si las cartas venían con fotos, las abría a ver qué tal y, además, se lo decía a los destinatarios: “Oye, qué vista más bonita te mandaron de La Gomera ¿eh? ¿Y quién era el del disfraz de oso?”. Y, si no tenía ganas de repartir, ponía las cartas en lo alto del armario de su cuarto hasta más ver.

O también puede ocurrir que vivas en mi pueblo en el que una vez me fui a quejar a Correos porque una carta desde Bajamar vino con un retraso de 20 días, con lo cual no pude ir a una reunión que me interesaba. Me contestaron que este es un sitio rural y que eso es lo que tardan en llegar las cartas de sitios tan alejados de mi pueblo como 5 Kms. Ah, se siente, no haber venido a vivir aquí. También es verdad que hay carteros increíbles, como el que me entregó una vez, cuando todavía vivía con mis padres, una carta con mi nombre y Santa Cruz de Tenerife, sin más, tal como si fuera la Reina de Inglaterra.

El caso es que ahora ya todos nos escribimos por e-mail y los únicos corresponsales cuyas cartas aparecen en nuestro buzón son la Telefónica, los bancos, y los políticos en las elecciones, que hay que ver lo que nos quieren en ese momento. Pero, como los humanos somos así, a veces nos sorprendemos echando de menos las cartas, viéndoles un aire romántico a lo Miguel Strogoff que las hacen muy atractivas. Ver la letra de quien te escribe es captar un aspecto de su personalidad que queda oculto en un e-mail. Una letra ancha y grande de trazos seguros no es lo mismo que una letra pequeñita como pisadas de araña o la letra picuda y recta que no se desvía jamás. ¿Y la espontaneidad de una carta con tachones? Maruja Torres habla en uno de sus últimos artículos del borrón de una lágrima en la carta, cosa impensable en un e-mail. 

Y hay que ver también los sobres, tan personales. Entre las cosas de mi madre encontré estos tres sobres con matasellos del año 42, enviados por un amigo desde una Escuela Naval y dibujados a plumilla con motivos marineros en los que incluyó su nombre y su dirección. Los enmarqué y, como se ve, quedaron preciosos sobre un fondo azul.

Las cartas de antes, con sus fórmulas establecidas (“Querida Jane, espero que al recibo de ésta te encuentres bien de salud, por aquí, bien, gracias a Dios”) y sus 3 o 4 hojas, hablan de un tiempo de sosiego en el que sentarte a escribir era una tarea apetecible y en el que el mero hecho de tener un sobre en las manos anticipaba un sentimiento placentero. En las novelas y películas la gente de repente se levantaba “a escribir cartas”, y las canciones nos recordaban que “a veces llegan cartas que te dan la vida, que te dan la calma…” o nos decían que “son tus cartas mi esperanza, mi consuelo y mi alegría, y, aunque sean tonterías, escríbeme, escríbeme…”

Quizás por todo esto no me sorprendió que una amiga (29 añitos) la otra noche me dijera que le encantaría recibir una carta personal con su sello y todo. Ganas me dan de mandarle una. Contándole, por ejemplo, todo esto. 

miércoles, 10 de marzo de 2010

La exorcista racional




Ya lo decía Marilyn Monroe: “El mejor amigo de una chica es un diamante”. Y mi nieta parece haber recibido a través de los celajes sus enseñanzas porque mira que le gusta un pedrusco, cuanto más brillante, mejor. Ya me ha dicho, autoadjudicándose la herencia, que “Aba, todos tus collares, anillos, pendientes y pulseras son para mí cuando sea mayor”. Hay que ver, tan chica y ya tan espabilada.

Las piedras, preciosas o no, siempre han sido fascinantes. Hace poco, se hablaba en los periódicos de la exhibición en el Museo Smithsonian de Historia Natural en Washington del diamante azul Hope, que viene acompañado de toda una leyenda de víctimas entre sus poseedores. Pero también ¡cuántas películas y novelas (“La piedra lunar” de Wilkie Collins, por ejemplo) hemos visto en que se repite lo mismo: una piedra preciosa, robada del ojo izquierdo o del ombligo de una deidad hindú, atrae la mala suerte a todo el que la posea hasta que vuelva a sus legítimos dueños!.

Pero mira por donde, yo estoy convencida de que tengo una, o mejor dos, de esas piedras fatídicas. Cuando cumplí 10 años, mis tíos de Venezuela me mandaron de regalo unos zarcillos de oro con una pequeña rosa de Francia. Tal vez las piedras habían sido lunares de algún ídolo guaraní porque el primer día que me las puse, yo tan ufana en el colegio sintiéndome la reina del chantecler, perdí puestos en la clase y nos castigaron a todas ya no me acuerdo por qué. Desde entonces, cada vez que me las ponía, pasaba algo, no grave pero sí molesto: se te rompía una media, te salía un grano en la cara cuando ibas a ver al chico que te gustaba, caía un chaparrón a la salida de la peluquería dejándote el pelo como una baba… Pero como, digan lo que digan, soy una persona racional, seguí poniéndomelos (hay que decir que son muy bonitos).

Hace años, en una clase sobre la falsa ciencia, hablé a mis alumnos de las supersticiones y les confesé mi conflicto con los zarcillos, pero explicándoles que “las supersticiones tienen su origen en casualidades. Es una tontería pensar que un objeto sea gafe y pueda atraer la mala suerte”. Y, para demostrárselo, dije que me pondría mañana los zarcillos. Al día siguiente, aparecí con los zarcillos puestos y el cristal del coche roto.
 

Aunque sigo siendo racional, después de algún otro incidente posterior, he decidido de una vez por todas tomar cartas en el asunto y exorcizarlos, eso sí, racionalmente: nada de aguas benditas, nada de echarles un rezado, nada de ritos sanadores. Lo que de ahora en adelante haré, como la persona adulta (muy adulta), racional y consecuente que soy, es no volver a ponerme nunca más en mi vida los puñeteros zarcillos de las narices

martes, 2 de marzo de 2010

Tres momentos de sinceridad




Primer momento: estoy con mis padres, muy pequeña, de visita en casa de Doña Benita, la hermana de un cura de La Palma. La señora me da una galleta y mi madre me dice, rápida: “¿Qué se le dice a Doña Benita?” y yo contesto: “¡Quiero más galletas!”.

Segundo momento, veintipico años después: voy paseando por la calle del Castillo, llevando a mi hija de 4 años de la mano. Nos cruzamos con una señora africana impresionante, de esas con pañuelo anudado en la cabeza, vestido largo multicolor y veinte collares al cuello. Sonríe a mi niña y le acaricia la cara. Entonces la niña, alarmada, me mira y me dice: “Mamá, esa señora marrón me tocó. ¿Tengo manchada la cara?”.

Tercer momento, hace dos domingos: vienen a comer mis hijos y nietos con mi consuegra, que es una cocinera estupenda con la que una quiere quedar bien. Mesa de tiros largos y, aparte, en otra mesita, aperitivos: jamón, queso, canapés de salmón… Mi nieta, nada más verlos, dice: “¡Qué bien, Aba! ¡Otra vez, comida de restos!”.

Hay una línea invisible que une estos tres momentos, desde mis ganas de galletas al alborozo de mi nieta por los restos, una línea de ingenuidad, sinceridad e inocencia. ¿En qué momento de nuestras vidas empezamos a cambiar y a no decir las cosas tal como las pensábamos? ¿En qué momento nos convertimos en políticamente correctos?

Ese momento en el que aprendimos a ser hipócritas, ese momento en el que supimos que no podíamos decir sin más a alguien “¡qué feo eres!”, ese momento en que ya no abochornamos a nuestras madres, ese momento… se llama educación.  
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