lunes, 28 de agosto de 2017

La buena vida




Me dice mi hija, que de blogs y de marketing sabe mucho, que yo, en lugar de ser tan dispersa en este blog y de hablar de lo primero que se me ocurre, debería tener un tema-estrella, como hacen muchas blogueras de pro que hablan solo, por ejemplo, de recetas de bacalao, o solo de consejos para estar divinas de la muerte, o solo de literatura fantástica, como hace ella... A eso se le llama "tener un nicho" -que no me digan que no es un nombrecito con mal fario- y es la manera de convocar a millones de seguidores.

Aparte de que lo de los millones de seguidores no es algo que me haga especialmente ilusión (¿se imaginan el trabajazo contestando a todos?), le tengo que dar la razón en que es verdad que hablo de lo que me da la gana. Que si las bodas, que si los bikinis, que si protesto por la burocracia y por los muros, que si cuento batallitas, que si recomiendo un libro, que si le escribo a Mark Zuckerberg... ¡Hasta inventé una venganza de la reina Isabel I de Inglaterra a España por un desaire de Felipe II! Y por supuesto, han caído aquí también algunos de los filósofos que me han acompañado casi toda la vida ¿Habrá algún tema-estrella entre tanto batiburrillo? ¿Algo que una los diferentes rollitos que, semana tras semana, desde hace 9 años les endilgo? Leyéndolos, me da que tal vez lo común a todos ellos es la buena vida.

Y es que yo debo ser especialista en darme la buena vida porque me lo dicen todos. Me lo dicen mis hijos cuando los llamo al trabajo mientras estoy tomando un aperitivo o paseando por esas cumbres: "¡Hala, uno aquí trabajando y tú viviendo la buena vida...!".  Me lo dicen mis amigas del colegio, cuando les digo que proyecto un viajito o que me voy, como esta semana, al sur a relajarme, ooooommmm: "¡No paras! ¡Tú sí que te das la buena vida!". Me lo dicen los amigos de los viernes cuando les cuento que me fui de fiesta de pijama con las anteriores: "¡No se pegan ustedes una buena vida ni nada!". Me lo dice hasta mi marido cuando ve que algunas mañanas me hago una siesta pos-desayuno y me tumbo a leer un ratito (también lo hacía Descartes, oye): "¡Eso sí que es buena vida!".

¿Lo es? Hojeo un "Hola", que se supone que habla de gente que vive una buena vida y me encuentro... Bueno, me encuentro de entrada con 3 faltas de ortografía en la misma página: "En la parcela hay un arrollo...", "El distanciamiento de la pareja se empezó a hacerse evidente...", "Un política esta..." (ya el "Hola" no es lo que era). Pero, aparte de estos deslices, veo que Beyoncé se acaba de comprar una mansión con 4 piscinas, helipuerto y ¡cristales antibalas!, que Neymar da gracias al Señor porque ni en sus mejores sueños imaginó que su fichaje (222 millones de euros) fuera el más caro de la historia del fútbol, que el vestido de Happy Birthday de Marilyn Monroe se vendió por 4,2 millones (que yo hay días que no los gano)... ¿Será el dinero la buena vida? Pero luego me entero de que Selena Gómez estuvo 90 días de retiro espiritual para curarse la depre ¡y sin teléfono, horror, dónde se ha visto eso! Y que hay muchos que se divorcian, o se enferman ("Jesulín, al límite, se desmorona en la plaza", es un titular), o se mueren (la familia real británica siempre carga en la maleta con ropas de luto por si las moscas). Me da que los millones no son la respuesta correcta a qué es la buena vida.

De tan edificante lectura, me paso, tumbada en la hamaca frente al mar, a releer la "Ética para Amador" de Fernando Savater, una voz más autorizada, dónde va a parar (y sin faltas de ortografía), que nos habla de la buena vida de verdad.

La buena vida, dice Savater, es un arte que cada cual se inventa a su medida. No es elegir algo por capricho (como Esaú cuando cambió su derecho de primogenitura por un plato de lentejas), ni elegir cosas por encima de las personas, como algunos ricachones que presumen de yate en el "Hola".  Es elegir libremente lo que queremos, comprender lo que nos conviene y lo que no, disfrutar en cuerpo y alma. "Hay que retener con todas nuestras uñas y dientes el uso de los placeres de la vida, que los años nos quitan de entre las manos unos después de otros" (Montaigne). Y además la buena vida no es solitaria, sino humana, una vida de complicidad con los demás, teniendo intereses que nos pongan en relación con los otros (eso es lo que significa "interés", inter esse, lo que está entre varios). El resultado de tener una buena vida es la alegría, "un sí espontáneo a la vida que nos brota de dentro".

Al final pienso que sí, que algo de todo eso, que va más allá de un pequeño disfrute o de que sea verano, hay en mi blog ("Bien predica quien bien vive"): el amor de los que me quieren, las aficiones, los valores que defiendo, la curiosidad, el humor que termina salvándonos siempre de todo resentimiento, los pequeños placeres, el aprendizaje de vivir sin recetas ni prospectos, el compartir historias y vivencias con ustedes... Mi tema-estrella, el nexo común de lo que escribo: la buena vida.


lunes, 21 de agosto de 2017

Las bodas de Benijos




A mi amiga Carmen Delia la invitaron una vez en los años 70 a una boda en Benijos, un barrio de La Orotava en el que ella daba clases de adultos. La boda fue tan larga en el tiempo -con prolegómenos en los que la gente iba a ayudar y con tenderetes posteriores después en los que se iba a terminar con las sobras-; tan abundante en viandas consistentes en caldos, carne de cabra, cochino con castañas, conejos en salmorejos, papas bonitas, y toda clase de rosquetes y bizcochones; tan llena de gente que ayudaba, acompañaba y disfrutaba; tan prolija en detalles de todo tipo... que, cada vez que se hace entre amigas una celebración en la que nos pasamos un poco más del mero festejo, ya Carmen Delia está diciendo: "¡Esto se parece a las bodas de Benijos!".

Me he acordado de ella y de las bodas de Benijos en la boda a la que fui el sábado pasado porque, hasta llegar a la celebración, también amigos y familiares se han ido reuniendo todos los martes desde enero, en la casa familiar donde se celebró, para ayudar a que fuera una boda personal y entrañable. Allí se diseñaron, cortaron y montaron banderines de telas floreadas que luego adornaron el camino que sube hasta la casa; allí se cosieron manteles de hasta 10 metros y cortinas y lazadas blancas; allí se subieron vueltos de trajes de fiesta, se bordó, se pespunteó, se tuneó. Durante ese tiempo, y después de la vendimia del año pasado, se reservaron 400 botellas de vino y champán para el convite. Mi hermana, que es una artista, pintó motivos florales que adornaron las invitaciones, las botellas y los menús. Yo que, como saben, no sé coser sino botones, fui pocas veces pero también recorté y monté banderines y planché cortinas. En esos divertidos martes pre-boda los hombres destilaron aguardiente para chupitos y, luego, se metían en los fogones y servían suculentas cenas -un atún asado envuelto en sésamo, una fideuá, unas tortillas...-, que ponían el broche final a las tareas.

Una boda hecha así, en comandita, tiene por fuerza que salir bien. Cuando vi el sábado a los novios guapísimos y radiantes, a toda la familia como una piña alrededor, a los amigos sintiéndose cómplices y bailando como locos al final; cuando te encantan las mesas sencillas al aire libre y la comida exquisita y la música y lo que cada uno de los que quieren al nuevo matrimonio dice mientras todos aplaudimos a rabiar; cuando aprecias todo eso, te das cuenta de lo mucho que significan en todas las culturas las bodas, ese momento especial para congratularse y ser testigos de un cambio gozoso en la vida de una pareja.

Incluso, aunque no seamos románticos, todos, en un momento así, tenemos presentes las bodas felices de la historia, la literatura y el cine: las bodas de Caná, donde los milagros eran posibles; las prodigiosas y opíparas de "Las mil y una noches"; las de "Mucho ruido y pocas nueces" de Shakespeare, que superan malentendidos y terminan en alegres bailes; las bodas de Camacho del Quijote, tan parecidas en abundancia de platos a las de Benijos y a esta; la boda india del monzón, alborozo y color bajo la lluvia... Todas, las narradas y las que hemos vivido, tienen ese algo en común que nos conmueve y nos arranca sonrisas y risas.

En un mundo inseguro y en el que el odio parece despertarse a cada paso, es bueno que las personas se congreguen para festejar un acto en el que se habla de amor. Afortunadas son estas bodas como las "de Benijos", en las que la gente participa y alarga, dichosa, la celebración. Afortunados son Miriam y José María, la pareja de mi boda del sábado, por concentrar tanto cariño en torno a ellos. Afortunados todos nosotros, los que estamos seguros de que, mientras siga celebrándose con un gran fiestón el que dos personas se quieran y decidan pasar el resto de su vida juntos, nada se habrá perdido y el mundo seguirá teniendo una esperanza.







lunes, 14 de agosto de 2017

Serendipias, retazos de lo inesperado




Ayer me asomé desde mi ventana al jardín y, al mirar el drago, me llevé la sorpresa de verlo florecido. Aparte de empezar a hacerle fotos como una loca a distintas horas del día y de mandárselas a mis amigos -los dragos son muy suyos y no florecen en muchas ocasiones hasta que pasan 30 años de sembrado-, lo consideré un ejemplo de serendipia, un hallazgo casual y sorprendente, una nota de color naranja donde solo esperaba encontrar las lanzas verdes de sus hojas.

La palabra serendipity la acuñó con este uso en 1714 Horacio Walpole basándose en un cuento tradicional persa, "Los tres príncipes de Serendip" (nombre en persa de la isla de Ceilán), cuyos sagaces protagonistas tenían también una suerte increíble para resolver sus problemas. Hoy, desde 2014, la Real Academia la incluye en el Diccionario como "Hallazgo valioso que se produce de manera accidental o casual". Los post-it, América, la Viagra, el celuloide, la estructura de la molécula del benceno (descubierta en un sueño), el teflón, el velcro, el LSD, el principio de Arquímedes o la floración de mi drago son serendipias, descubrimientos o hallazgos inesperados, accidentes afortunados cuando buscabas otra cosa.

Esta palabra, serendipity, la vi yo por primera vez en una colección de cuentos preciosa, "Serendipity books", que les regalé a mis hijos, aunque solo uno de ellos se llamaba específicamente "Serendipity". Era la historia de una serpiente de mar rosa, a la que una foca y una morsa encontraban tan sorprendente que la llamaron así. Pero que conste que yo siempre he usado más la palabra chiripa, casualidad favorable ("Aprobé el examen del carnet de conducir de chiripa", por ejemplo). Son casi sinónimos, pero mi admirado Álex Grijelmo dice que chiripa es más de andar por casa (yo me la imagino con bata y cholas), mientras que serendipia suena más fino, casi como un vocablo científico (con bata blanca y gafas de concha).

A lo mejor es por eso por lo que estoy encontrando  la palabra serendipia por todas partes. La veo en publicidad: "Serendipia en Volkswagen. Descubre el efecto de ir a buscar algo y encontrar algo mejor"; en el discurso de Félix de Azúa como académico, que versó sobre la serendipia y las casualidades que lo llevaron hasta ese momento; en la deliciosa película de 2001, "Serendipity", en la que los protagonistas (interpretados por John Cusack y Kate Beckinsale) juegan con que el destino los premie con casualidades afortunadas; en el alias de mi amiga, la escritora Mónica Gutiérrez Artero, Mónica Serendipia, para su blog de reseñas literarias de obras feel good. Cuando le pregunté la razón por la que lo había escogido, me dijo que una vez su profesor de griego le habló de una musa llamada así que inspiraba al Destino para que ocurrieran sucesos imprevistos y felices, y le pareció apropiado para lo que ella hacía. "Cuando abres un libro, nunca sabes lo que te vas a encontrar. Puede ser un horror o que te guste mucho. En este caso, es una serendipia".

Así que aquí me ven convertida totalmente a la teoría de la serendipia y la chiripa, al convencimiento de que toda nuestra vida está llena de ellas y solo hace falta descubrirlas y asombrarse por que aparezca un inesperado estallido de color al abrir la ventana o vea en una historia la mano del destino (como, por ejemplo, la de Luis Diego Cuscoy, desterrado después de la guerra como maestro en Cabo Blanco, un barrio de Arona, donde el descubrimiento fortuito de una cueva funeraria guanche lo condujo a convertirse con el tiempo en uno de los mejores antropólogos de Canarias).

A lo mejor, las mejores cosas de la vida son las que pasan por casualidad.








lunes, 7 de agosto de 2017

Vivencias en la cumbre




Igual que en "Cien años de soledad" el coronel Aureliano Buendía, frente al pelotón de fusilamiento, "había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo", los de mi generación, durante toda la vida, recordaremos la primera vez que subimos a la cumbre y vimos la nieve. La cumbre para nosotros es el Teide y Las Cañadas, un lugar próximo y lejano a la vez en aquellos tiempos de malas carreteras y en los que solo unos pocos disponían de un coche que pusiera el mundo a su alcance. Yo tenía 9 años cuando mis padres alquilaron el coche de Dámaso, como siempre que salíamos más allá de La Laguna, y subimos al Teide, casi pensando, yo por lo menos, que, como en la canción de Lima Quintana y Llopis, habitaba Dios allí.

Precisamente de vivencias en la cumbre como estas habla el libro que he leído esta semana, titulado así y presentado el mes pasado en el Cabildo por sus autores, Montse Quintero García y Juan Antonio Núñez Rodríguez, dos personas que aman el Teide como aquellos que, desde siempre, han abrazado su paisaje inabarcable y han respirado su aire limpio. Por eso, este es un libro precioso (y con una edición exquisita), pero sobre todo es un libro sorprendente.

Sorprenden la cantidad, calidad y belleza de las casi 200 imágenes y fotografías antiguas que Montse, habitante privilegiada de Las Cañadas, ha ido recopilando en archivos y colecciones públicas y privadas.

Sorprenden, por lo completo y detallado, las cinco partes en que los autores han estructurado el libro: 1º, el camino al Teide, el difícil ascenso por aquellos senderos que cruzaban la isla de banda a banda desde antes de la conquista, salpicados de "descansaderos" con nombres como la Fuente del Dornajito, el Pino de la Carabela, el Pino de la Merienda, el Montón de Trigo o la Cueva de Diego Hernández; 2º, los recursos de la cumbre (¿quién podía imaginar en esa inmensidad casi desierta la cantidad de gente que ha vivido de lo que el Teide ofrecía y ofrece: el hielo, el azufre, la piedra pómez, la miel, la caza, el paisaje, el cielo sin contaminación...?); 3º, las construcciones de ayer y de hoy, desde las cabañas de los guanches a las torres blancas del Astrofísico; 4º,los protagonistas en Las Cañadas, guías y arrieros que llevaban y traían, pintores, científicos, escritores, periodistas, fotógrafos...; y la última parte, una selección de vivencias (Sabin Berthelot, Esmeralda Cervantes, Leoncio Rodríguez...), todos tan maravillados como nosotros ante el "Teide gigante, bello, majestuoso, gallardo rey de la feliz Nivaria", como lo saluda Nicolás Estévanez.

Y me ha sorprendido también el texto redactado por Juan Antonio, que ha sabido buscar las explicaciones puntuales a las imágenes, la anécdota precisa, los personajes populares (véase en la página 63 la descripción del proceso de fabricación de carbón, hecha por un carbonero. El habla del "mago", transcrita tal cual -"salíamos por aquí parriba, tumba, tumba..."-, no tiene desperdicio), los hechos específicos, los datos curiosos... ¿Sabían ustedes que existió el proyecto de hacer un tren desde La Laguna a Las Cañadas (que menos mal que se quedó en proyecto)? ¿O que se les prohibió estar en la cumbre a tres astrónomos alemanes durante la I Guerra Mundial no fuera que se les ocurriera usar los telescopios para espiar a los barcos enemigos?

He estado entretenidísima con este libro sugerente que me ha despertado recuerdos, no solo de aquella primera vez que hundimos nuestros dedos infantiles en la nieve, sino de tantas y tantas ocasiones en que hemos ido de excursión, de las dos subidas al cráter haciendo noche en el Refugio y levantándonos de madrugada para ver el amanecer iluminando las siete islas desde allá arriba, de las excursiones escolares, de las veces que llevábamos a los niños a ver la nieve y las Perseidas y los tajinastes y las retamas en flor, de las noches llenas de estrellas infinitas cuando acompañaba a mi marido en el Astrofísico, de las caminatas por senderos escondidos.

Y cuando lo termino, con las bellísimas imágenes todavía en la retina,  hallo la presencia del Teide en mi casa. En la acuarela de Guillermo Sureda que adorna la pared del vestíbulo; en la piedra de obsidiana que reposa junto a mis libros,  recuerdo de alguna vez lejana en la que la recogí; en las fotografías de los álbumes familiares; en los poemas de mi abuelo el poeta, el titulado "Volcán" que empieza con "¡Brama, infierno!... Plutón aviva el fuego / con el fuelle estridente de tu boca / y así, sin alma, sordo, mudo y ciego, / remueve las entrañas de la roca..."; o "Infancia" que dice "Para colgar mi columpio / de dos fúlgidas estrellas / al Teide subí una vez. / Estaba claro el sendero, / sobre mi frente el azul, / la nieve bajo mis pies.". Y, ahora, en este libro, "Vivencias en la cumbre", ya en la estantería de los libros especiales de los que no me voy a desprender nunca y que más de una vez releeré. Una joyita.


Acuarela de Guillermo Sureda

Con mi madre y mis hermanos probando el hielo el día en que subimos a la cumbre por primera vez. Febrero 1957


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