La verdad es que no me gustan nada los graffitis que hacen en monumentos públicos o en paredes impolutas. ¡Cómo se ve que los grafiteros no han tenido que pintarlas un día de agosto por la mañana! Pero ya tú ves, la otra noche, paseando por la Plaza Santo Domingo de La Laguna, vi esta frase, "Libérate de los tacones", y me hizo gracia porque la sentí como propia. Percibí en esas palabras el inmenso alivio que, después de un día de estar encaramada en unos tacones, se sentía cuando una se los quitaba. ¡Aaah, qué placer!
Estoy convencida de que los tacones son uno de los instrumentos de tortura más refinados que se han hecho contra las mujeres. Porque sabrán que al principio, cuando allá por el siglo XV los inventó algún sádico, tanto los hombres como las mujeres se los ponían, entusiasmados por encontrarse más altos que el vecino y por mirarlos por encima del hombro. A Luis XIV se le ve en los cuadros encontrándose a sí mismo divino con sus tacones. Pero sí, sí, poco duraron ellos con esa moda, con lo comodones que son. Hala, a endilgársela a las mujeres, que aguantan carretas y carretones con tal de encontrarse guapas.
Mi abuela Lola, que era bajita, no salía a la calle sin sus tacones. De hecho, su hermana, que tenía una peletería, todos los años le regalaba dos pares de tacones, unos para verano y otros para invierno. Hasta las zapatillas de estar en casa eran de tacón ¿Cómo lo aguantaba? Yo sé, claro, que hay una fascinación por zapatos y tacones entre muchas mujeres. Muchas de mis amigas no pueden pasear por una calle comercial sin pararse ante cada zapatería. Becky Bloomwood, la protagonista de seis libros de Sophie Kinsella dedicados a una loca por las compras, deja claro ese magnetismo en el siguiente párrafo, cuando va a comprar unas sandalias de tacón alto que la vuelven loca:
... la dependienta ha vuelto con las sandalias. Las miro y el corazón me da un vuelco. ¡Son tan bonitas! Preciosas. Delicadas y de tiras, con una mora en el dedo gordo... En cuanto las veo, me enamoro de ellas. Son un poco caras. Bueno, todo el mundo sabe que con los zapatos no se debe escatimar porque los pies son muy delicados y enseguida se estropean.
Me calzo una con un escalofrío de placer. ¡Son fantásticas! De repente, mis pies parecen más elegantes y mis piernas más largas. Resulta un poco difícil caminar con ellas, pero seguro que es porque el suelo de la tienda es muy resbaladizo.
-¡Me las llevo!- afirmo sonriendo alegremente a la dependienta.
Y no solo eso sino que luego ve unas iguales, " la cosa más exquisita que he visto en mi vida", solo que en vez de una mora lleva una mandarina, y se lleva los dos pares porque "es amor a primera vista".
También pienso que esa petición de libertad -¡Libérate de los tacones!- probablemente no la habrá hecho un hombre, -que no los sufre-, a no ser un Sarkozy o un Aznar, que se los ponen disimulados. Y también pienso que, si pedimos libertad, ¡hay tanto de qué liberarnos!:
De la esclavitud al móvil y a las redes.
De obligaciones y compromisos que no nos aporten nada.
De bulos y manipulaciones.
De los vociferadores.
Del qué dirán.
De modas y postureos.
De miedos sin fundamento.
De celos y rencores.
De creencias no comprobadas.
De enfados enconados...
Así que, aunque puedan decir que el graffiti de la Plaza de Santo Domingo es una petición humilde y superficial, en un mundo que cada vez nos pone más restricciones (y a pesar de mi aversión a las pintadas en lugares inconvenientes), liberarse de los tacones, qué quieren que les diga, me parece una excelente manera de empezar a probar la libertad.