lunes, 27 de diciembre de 2021

Ahora se llama socializar



A estas edades en que nos olvidamos de casi todo, uno va al neurólogo como quien va a la peluquería.  Y en la última visita nos dijo que hay 3 pautas para mantener la mente activa: hacer ejercicio físico (o sea, el pateo diario), hacer ejercicios mentales (darle caña a las células grises de las que hablaba Poirot) y una tercera que yo no esperaba: socializar, hablar con todo el mundo, intercambiar opiniones hasta con desconocidos, echarte una buena parrafada con amigos delante de un café (o un vermut, o un vinito... la oferta es grande)... Nos llega el eco de las palabras del viejo Aristóteles desde la distancia de 26 siglos: El hombre es social porque tiene el don del habla, ya te lo decía yo...

Y en qué mal momento nos lo dicen, ahora que la tendencia es hablar con el menor número de gente, siguiendo las indicaciones europeas contra la variante ómicron. En Holanda, sin ir más lejos, dos personas hablando en la calle ya son una multitud. Cierran restaurantes, cafeterías, cines, museos, parques de atracciones... Lo que llaman "servicios no esenciales". Pero ¿en qué quedamos? ¿No es esencial socializar? En Amsterdam, si vas a un hotel, tienes que cenar en la habitación. ¿Hay algo más triste?.

Así que tenemos que aprovechar que todavía no han llegado aquí esas medidas, aunque todo se andará (de hecho, creo que cerraron ayer la Playa de Las Teresitas y la de Las Gaviotas). Me lo comentaba el día de Navidad un amigo que siempre lo celebra con nosotros. Él tuvo una vida laboral muy activa, ocupó cargos de responsabilidad y nunca tenía tiempo ni de pararse a tomar un café con los amigos. Es ahora, ya jubilado, cuando ha descubierto el placer de esa conversación distendida hablando de lo que sea. Por eso mismo, le dije yo, me encanta el ritual de mis mañanas: una hora caminando a la orilla del mar con mi amiga y luego, tomarnos un café por allí mismo, al que a veces se unen otros paseantes.

Por eso también me gustan las cenas de los viernes con los amigos, en las que se habla de todo con la confianza de años, 30 más o menos.

Y por eso ahora estos días, me he fijado en las conversaciones ¿De que se ha hablado en las comidas de Nochebuena y Navidad? Pues, mientras comíamos la pata asada o el pavo, se contaron historias de los de antes, que nos enseñaron a disfrutar de estas fiestas, y de los de ahora, que en casa siempre están inventando juegos y concursos; se habló de lo placenteros que son los regalos hechos con cariño; de la crianza de pollos (¡!); de la inexistente vida amorosa de los japoneses; de las películas que vemos una y otra vez cada Navidad (esta vez tampoco me perdí "¡Qué bello es vivir"!).

Los temas que se tratan son importantes (o por lo menos curiosos), pero es más importante el acto mismo de conversar, de hablar y escuchar, igual que hacían los antiguos en los cruces de caminos. De ahí, de pararse a hablar allí, viene la palabra trivial (tres vías), porque no se trata de arreglar el mundo, sino de cosas sin trascendencia que se comentan por el mero gusto de compartirlas con otros seres humanos. Por socializar. Entonces no se llamaba así, pero se intuía lo importante que era para el coco. Ahora los neurólogos lo ratifican. Hagámosles caso. 

lunes, 20 de diciembre de 2021

Los ojalás de diciembre



A diciembre, como si fuera un abeto al que llenamos de bolas, luces y estrellas, se le han ido colgando este año un montón de ojalás, que se repiten en conversaciones, en la tele, en las redes, en los periódicos.

"Ojalá", me dice mi hija cuando le mando la participación del número de lotería de este año  (en la imagen) con una notita donde le pongo: "Tiene pinta de salir", algo que tanto ella como yo sabemos que no va a pasar.

Mi amiga Nievitas, desde Los Llanos en La Palma, me ha ido informando casi cada día de las explosiones, tremores y corrientes de lava del volcán. Pero esta semana manda una foto y señala (ella que siempre ve rostros en la naturaleza) que el perfil de la montaña formada, ya sin ruidos ni fuegos, parece un guanche dormido. Ojalá, le digo, continúe por mucho tiempo este atronador silencio del volcán.

"Ojalá", decimos todos los que esperamos que los índices de la pandemia no sigan subiendo. Nos ponemos a preparar las navidades y tememos una repetición del año pasado. A principio de mes hubo aluvión de reservas para fiestas y ahora, aluvión de cancelaciones. Ojalá no bailemos más este "aluvión de aluviones", como lo llamó Buenafuente en su programa.

¿Y qué pasa con las comidas y cenas familiares? Ya mi hermana, en cuya casa siempre celebramos la Nochebuena, mandó un panfleto de normas para que nadie descarrile: 1. Venir abrigados, hasta con manta esperancera si es preciso, porque las ventanas estarán abiertas de par en par al frío de la noche (covid, no sé, pero catarros moqueantes, seguro). 2. Habrá mascarillas e hidrogel a granel. Que nadie los confunda con adornos: son para usar. 3. Los aperitivos son individuales en un plato para cada uno, no sea que nos pongamos a revolver con dedos o tenedores en los berberechos o el jamón. 4. Nada de besos y abrazos, qué relajo es ese... 5. Nada tampoco de pendoneo los días anteriores con los amigos. En casita encerrados hasta el día de Nochebuena. 6. Papá Noel este año escribió que, con la que está cayendo, ni se le ocurre venir. Pero mandará por correo un saco de chuches para los niños. Los sufridos comensales, después de leerlo todo, rogamos para que ojalá la próxima Navidad no haya panfleto de normas y reine una sana anarquía, como tiene que ser.

La gente del norte este mes han sufrido lluvias y más lluvias, tantas que casi han estado buscando a Noé con el Arca. Al Ebro, al pasar por el Pilar, ni le importa ya despertar a la Virgen, venga a inundar sótanos y salones. Y todos protestan porque quienes atendieron en los cielos las rogativas del verano seco luego siempre se pasan. "Ni tanto ni tampoco", dicen. Y hay unanimidad en pedir que "ojalá vuelva el tiempo de los cielos azules".

Y cada uno va enganchando a diciembre sus ojalás particulares: "Ojalá me mire", "Ojalá me llame", "Ojalá se cure", "Ojalá se calme"... Nadie lo ha dicho tan poético como Silvio: Ojalá que las hojas no te toquen el cuerpo cuando caigan / para que no las puedas convertir en cristal. / Ojalá que la lluvia deje de ser milagro que baja por tu cuerpo. /  Ojalá que la luna pueda salir sin ti...

La palabra "ojalá", nacida en la lengua árabe, significa "si Dios quisiera" y habla de un futuro incierto pero posible. Diciembre va lleno de todos esos ojalás que son el símbolo de la esperanza que nunca abandona a los seres humanos. Podríamos resumirlos en la frase de otra canción, esta vez de una ranchera de Chavela Vargas, y que les deseo esta navidad a todos ustedes: "Ojalá que les vaya bonito".

lunes, 13 de diciembre de 2021

Los retos están sobrevalorados



¡Mira que somos competitivos y retadores! Desde chicos, además. ¿A que no te atreves a saltar ese charco?, nos decían. Y allí íbamos, a mojarnos de pies a cabeza, si hiciera falta. ¡Antes empapados que cobardes! Un tío mío nos contaba que ellos, de adolescentes, se retaban a ir al cementerio del pueblo por la noche. Y que él casi se lo hacía en los pantalones pero que ir, iba, allá entre las tumbas,  temblando con un cigarrillo encendido en la boca para que los compinches lo vieran de lejos y supieran que era él en la oscuridad. Qué miedo, por dios.

Y es que, si nos fijamos, la palabra reto aparece hasta en la sopa. Es como si nuestra vida consistiera en plantearnos retos y cumplirlos: el reto de superar la pandemia, de alcanzar objetivos, de empezar de nuevo tras el volcán, de llegar a. Y no les digo nada ahora con el principio de año, que está ahí mismo, cuando llegue el momento de los propósitos nuevos y tengamos que ponernos los retos a nosotros mismos: que si ordenar armarios, que si leer tantos libros, que si aprender idiomas, que si adelgazar...

A mí los retos que más me tocan de cerca (20 años llevando la Biblioteca del Instituto se notan) son los relacionados con los libros y que ayudan a leer. Hay un montón de fórmulas para conseguirlos. Está el tarro-libro, en que te juramentas a que, cada vez que lees un libro a lo largo del año, pones un euro en un tarro. Al final, sin darte cuenta, has leído y encima tienes un dinerito para comprar más libros. Está el reto de bajar la pila de pendientes, comprometiéndote, por ejemplo, a no comprar libros nuevos si no has leído seis pendientes (este me resulta difícil porque mi pila de pendientes no hace más que crecer). Hay también una red, Goodreads, que es una comunidad de lectores para comentar sobre libros, sobre qué has leído y qué quieres leer, y cómo los valoras y los criticas. En Internet también se plantean Retos de lectura. Por ejemplo, leer en enero un libro cuyo título sea una sola palabra; en febrero, un clásico de la literatura española escrita por una mujer; en marzo, una obra llevada al cine; en abril, un libro publicado el año en que naciste... y así. Y están los Clubs de lectura, que te ponen tareas como leer un libro al mes para comentar después.

A todos estos retos de lectura les veo de positivo lo divertido que es compartir y comentar lecturas comunes. Hasta mis nietos pequeños, que están empezando, me cuentan qué personaje les gusta más, por ejemplo, de "Harry Potter", o cuál fue para ellos la escena más emocionante. Pero para mí es negativo que elijan lecturas por mí (elegir, sopesar, leer la sinopsis, hojear... es un placer añadido a la lectura), que me pongan plazos o tener un horario (renuncié a ellos cuando me jubilé hace 13 años).

Al final resulta, como siempre, que me gusta vivir el ahora, elegir el libro que mejor me venga al estado de ánimo actual, dejarlo si no me atrapa, leer a veces 3 libros a la vez y a veces saborear uno poco a poco, ser un poco caótica, releer. Plantearme retos me quitaría el placer de leer en el instante presente.

Y es que los retos están sobrevalorados. Y si no, mírenme a mí. Con resoecto a los libros, que no me hice ningún propósito a principios de este año ni me puse ningún reto, he leído desde enero 159 libros. Y, sin embargo, perder kilos, que sí me lo planteé, ¡ni uno!. Este próximo enero, cero retos y a vivir. Y a seguir leyendo.

lunes, 6 de diciembre de 2021

Una memez



Hace poco escribí que a estas alturas de la vida parecería que ya nada puede sorprenderme, pero que en el día a día ocurre todo lo contrario: siempre hay un hueco para la sorpresa. Y esta semana pasada lo comprobé. Leí en la prensa que la Comisión Europea había publicado un dosier de "Directrices para una comunicación inclusiva" que, entre otras cosas, recomienda decir "felices fiestas" y no "feliz Navidad", que dice que puede ser irrespetuoso y herir las sensibilidades de los no cristianos. La cosa me pareció tan asombrosa que, cuando lo comenté con los amigos, algunos dijeron que tenía toda la pinta de ser un bulo. Pero no, esta vez era una noticia verdadera, que había irritado a mucha gente, incluido al Vaticano.

Yo no me irrito porque ustedes saben que tengo un talante conciliador pero sí que me sorprende que alguien pueda sentirse ofendido por que le deseen felicidad, sea la época que sea, año nuevo chino, Janucá  o Navidad, que es la más extendida en Europa.

A mí, que no soy religiosa, me encantan las navidades y celebro todo lo celebrable: Nochebuena, Navidad, Nochevieja, Año Nuevo, Reyes... y hasta una fiesta familiar para calentar motores el 1 de diciembre, en la que mi hermana y yo con hijos y nietos abrimos turrones, adornamos la casa, intercambiamos un regalito de navidad y, si se tercia, hasta cantamos algún villancico. Y, por lo demás, hago el árbol, el calendario de adviento, y mi nacimiento no puede ser más inclusivo. En él hay 3 figuritas de David el gnomo que vete a saber qué religión tienen, un tocador de quena peruano que seguro que es adorador del dios inca Viracocha, 2 magos canarios,  muy serios y morenos ellos, con pinta de bereberes, el cagonet catalán en su cueva, los 3 magos venidos de países orientales lejanos y pastores de diversas ideologías. Todos van a felicitar al Niño porque, cuando alguien así nace, eso es lo que se hace sin pensar en credos o razas. ¿Qué haríamos entonces con villancicos universales como "Feliz Navidad" o "Navidades blancas"? ¿Se suprimen porque hieren sensibilidades? Y el libro "Cuento de Navidad" de Dickens (que tengo también como calendario de adviento (imagen inicial) y todos los años leo con mis nietos pequeños) ¿lo cambiamos por "Cuento de Fiestas", por si a alguien le parece poco inclusivo?.

Todo esto me recuerda cuando aquí nos cambiaron el nombre de los Carnavales por el de Fiestas de Invierno. Por más que los quisieran disfrazar, la gente siguió hablando de Carnavales como si tal cosa, porque el lenguaje está vivo y va más allá de los eufemismos.

De todas formas, la recomendación de la Comisión Europea no es para indignarse ni preocuparse. Los mismos autores del documento lo han retirado enseguida y han declarado que no lo habían pensado bien. Conocer de dónde venimos, nuestras raíces lingüísticas y religiosas, es conocernos mejor a nosotros mismos. Y si las negamos ante los demás, por muy buenos motivos que aleguemos, es, según mi humilde opinión, aparte de una equivocación, una memez. Con todos los respetos.

lunes, 29 de noviembre de 2021

Marchando una de tortilla



Hay semanas en las que los temas para escribir se amontonan. Por ejemplo, esta última. Estuve dos tardes acompañando a mi hermana en la preciosa exposición de cuadros llenos de luz que ha montado como homenaje a La Graciosa (y vi a gente que iba a robar los chocolates que se habían puesto en un cuenco); presencié de paso el encendido de las luces de Santa Cruz, cosa que no había visto nunca; ya compré el árbol de navidad y lo monté junto con el nacimiento (¿de verdad ya es navidad, tan pronto?); di una clase de filosofía a mi nieto David para ayudarlo en un examen (¡después de 13 años, hablando otra vez de Popper y Feyerabend!); leí libros, comí con amigos, estuve con mis nietos peques que siempre me surten de temas...

Pero, sin embargo, hablando con mi hija, cuando le pregunté sugerencias para el post de hoy, me suelta: "Habla de la tortilla de papas". Y oye, me gustó el tema: suculento, sustancioso y nutritivo. A lo mejor ustedes piensan que es algo simple. Total, huevos batidos con papas fritas. Pero de eso nada, la tortilla de papas encierra una multitud de posibilidades. Solo con dirimir si debe llevar cebolla o no , se puede armar una como las del Congreso. En Betanzos, donde estuve hace poco y donde dicen que hacen la mejor tortilla del mundo. te miran por encima del hombro si se te ocurre decir que con cebolla. En cambio, vi a Arguiñano defendiendo en un programa que, por supuesto, con cebolla, que está rica, rica. 

Tampoco es una cosa que se pueda comer en cualquier sitio. Una vez en un pueblito francés vimos que la ofrecían en una tasca, y estábamos tan necesitados después de tanto pato y tanto foie, que la pedimos. Entonces una señora que estaba sentada en la mesa de al lado y nos oyó, nos espetó una verdad digna de escribirla en una placa: Paga comeg una buena togtilla de patatas, hay que ig a España. ¡Qué razón tenía la buena madame!. Porque cuando el resto de la humanidad pregunte, como los Monty Phyton hablando de los romanos, "qué han hecho los españoles por nosotros", aparte del idioma, la siesta, los refranes, la guasa y otros inventos, podemos decir con orgullo: "¡La tortilla de papas!".

Se podría decir que con las tortillas pasa como con las paellas. hay tantas como cocineros. En casa mi yerno es el especialista y la hace jugosa, jugosa. Y entre los amigos, Jose es el rey y nos las trae generosamente en cada fiesta. Pero hasta yo hago una con papas, chayota, huevos, su poquito de cebolla y chorizo y un mucho de cilantro, que reconozco humildemente que está muy buena. A una de mis primas le gusta tanto que en un amigo invisible le regalé una.

Muchos de los pequeños placeres que una busca en la vida van asociados a una tortilla de papas. Tardes en Las Teresitas, de novios, después de un baño fantástico y de abrigarnos con la toalla, sacar el taper de tortilla y comerla ¡mmmmm! (con su toque de arena está maravillosa);  de jóvenes, hacer un par de tortillas, subir al Teide con los niños a caminar por los senderos y pararnos al rato a merendarlas; llevarlas de bocadillo a la ida de un viaje y acompañarlas con un vinito tinto en el avión; hacerlas ahora de vez en cuando por la noche y tomarlas con un cava, mientras vemos una peli o hablamos... Ni los dioses, venga a néctar y ambrosía, disfrutan de algo tan bueno.

¿Quién la habrá inventado? Dicen que si tal o cual general, allá por el siglo XVIII, para dar de comer a las tropas un alimento barato, sencillo y suculento. Pero estoy segura de que fue un ama de casa para nutrir a un montón de niños. Y fue un maravilloso invento. No, no hay novelas, ni pinturas, ni poemas o canciones a la tortilla de papas, pero ella en sí misma es una obra de arte. Y además, un bocado exquisito, una fuente de placer, un símbolo de diversidad y de que para gustos se hicieron tortillas... ¿No merece todo esto un homenaje? Pues aquí está el mío.

lunes, 22 de noviembre de 2021

Náufragos de la noche



Así nos llama, náufragos de la noche, Irene Vallejo, con su finura de siempre, a los que muchas veces, con los ojos abiertos en la oscuridad, no podemos dormir y sentimos que somos los únicos despiertos en medio de la humanidad que duerme. Estos náufragos. dice, en su insomnio, acechan los ruidos, reconocen el paso de las horas en la intensidad de las tinieblas, escuchan la radio o dan unos pasos mecánicos.

Pero hacemos muchas más cosas, nosotros los insomnes. No sé si recuerdan una película, "Peligrosamente juntos", de Robert Redford y Debra Winger y la escena del insomnio. En ella los dos son náufragos de la noche también y, aunque al principio no se conocen casi, la cámara los conecta y descubre sus afinidades: Redford recurre, buscando el sueño, a jugar con una pelotita contra la pared, a bailar claqué, a montar en bici por la casa o a cantar y bailar con Gene Kelly viendo "Cantando bajo la lluvia". Winger plancha y cocina de madrugada y luego se dedica a comer y a beber, con lo que al día siguiente tiene una resaca monumental. En esas horas oscuras, tengo amigos que leen, escriben, escuchan programas de radio o tele, pasean por la casa, despiertan a su cónyuge para sentirse acompañados, ordenan la despensa u organizan el mundo. Lo que es verdad es que no conozco a nadie que cuente ovejitas.

Por eso, y porque el insomnio nos ataca más a los mayores, no es raro que nos encontremos en el herbolario más próximo con algún que otro jubilado y nos pongamos a comparar pastillas de melatonina y tisanas varias con nombres tan sugestivos como "Relax" o "Dulces sueños". Mi amiga Eli, a quien no les gustan nada las tisanas (se las toma apretándose la nariz y con cara de fos), la otra noche, después de hacerse una con tila, pasiflora y valeriana, durmió como un lirón y tuvo que reconocer que, oye, hacía efecto. Pero luego descubrió, cuando abrió más los ojos, que la tisana estaba intacta en la  mesa de noche.

Así que, amigos y compañeros en las tribulaciones nocturnas, no se desesperen si oyen que el de al lado ronca al volumen máximo sacándole el jugo a la almohada, mientras nosotros damos vueltas y vueltas  en la cama buscando el rincón más mullidito. Piensen que somos muchos los hermanados en sueños cambiados y que de estos ratos sin nada que hacer puede salir, qué sé yo, un "Cien años de soledad". Sin ir más lejos, Paul Auster, en su libro "Un hombre en la oscuridad", empieza diciendo que él se cuenta historias para combatir el desvelo.

Yo, por el momento, cultivo melisa en la huerta y, con ella, me hago mis tisanas (a mí sí me gustan). Y después, cuando no me hace ningún efecto, mientras espero que la Aurora de rosados dedos llegue y me rescate, me pongo a pensar en estos post de los lunes.  No seré García Márquez ni Paul Auster, pero al menos nadie puede decir que no le saco provecho, igual que ellos, a las horas brujas de la medianoche

lunes, 15 de noviembre de 2021

Buscándonos a nosotros mismos


"Dirigiendo el tráfico en La Laguna". Foto de Tito G., subida por Alberto García a "Fotos Antiguas de Tenerife" .

Una vez, sería el año 1955, se me quedó grabada una escena de la que nunca me he olvidado. Iba yo con mi madre de la mano por la calle Cruz Verde cuando un hombre nos sacó una foto desde la esquina con la Plaza Candelaria. Parece una bobería pero en aquel tiempo una foto no era cualquier cosa. Era casi un lujo, no se podía, como ahora, hacer fotos por gusto y gastar carrete. Generalmente, no se sacaban fotos de paisajes casi nunca, sino de las personas y en ocasiones especiales: una fiesta, un cumpleaños, una boda, un nacimiento... De hecho, mi primera foto me la hicieron a los 4 meses y la segunda, a un año. Y eso que mi padre tenía máquina de fotos, cosa no muy corriente, y era muy organizado para guardarlas y clasificarlas en álbumes.

Pero ¿hacer una foto de una calle cualquiera, un día cualquiera, con personas desconocidas? Eso no lo hacía nadie que yo conociera. ¿Qué sentido tenía? Tal vez, por todo esto me llamó la atención la foto de la calle Cruz Verde: existía por ahí, en algún lugar del mundo, una foto de mi madre y mía, que yo no había visto y que estaba convencida de que alguna vez, en el transcurso de los años, aparecería.

Muchas veces, mirando fotos en los periódicos, he pensado que aquellas personas retratadas no sabían que estaban siendo inmortalizadas, congeladas en un momento de sus vidas, y que eso -decir "yo estuve allí"- a lo mejor podía ser importante para ellas. En las novelas incluso aparece el tema. En Comenzó en Viena de Mary Stewart, la protagonista cree que su marido ha ido a Estocolmo por razones de trabajo (le manda postales y todo) y, de repente, se lo ve en un Noticiero sofocando el incendio de un circo en un pueblo de Austria. O en Noche eterna de Agatha Christie, el asesino y su amante fingen que no se conocen de nada y alguien les hace llegar una foto de un periódico en la que se les ve, muy amartelados entre la gente, por una calle de Hamburgo, desmontándoles el juego.

Pero eso es en la literatura. ¿Ocurre algo así en la vida real? Pues sí, y miren por dónde, a mi amigo Melchor le ocurrió. Ojeando fotos del grupo "Fotos Antiguas de Tenerife", se encontró a sí mismo caminando y pensando en sus cosas por la calle Carrera de La Laguna a finales de los años 60. Claro que él sigue el dictado filosófico de "Conócete a ti mismo", porque yo no lo hubiera reconocido ni en un millón de años. Pero alguien fotografió la calle y captó la escena con un Melchor muy joven, justo detrás de un guardia que dirigía la circulación (imagen inicial)

Así que algo así es posible y seguro que a muchos les ha pasado. Y ahí me ven, casi como si estuviese en un "Buscando a Wally", mirando escenas de antes sabiendo que yo estuve allí -en las fiestas del Cristo, en el balneario, en San Diego...- y esperando que en alguna de los años 50 aparezca yo de la mano de mi madre (¿De dónde vendríamos? ¿A dónde íbamos?) por la calle Cruz Verde en el Santa Cruz de mi infancia.

lunes, 8 de noviembre de 2021

Ya nada puede sorprenderte



Hace poco leí una novela en la que una señora de edad decía: Lo extraña que puede ser la vida. A los 78 años dirías que ya nada puede sorprenderte y te pasa una cosa de estas y te parece que el mundo acaba de empezar. ¡Cuántas veces muchos de nosotros hemos hecho esta misma reflexión cuando nos topamos con lo inesperado!

Esta semana, por ejemplo. En la hora en que caminamos por la mañana por la costa de Bajamar, le iba contando yo a mi amiga María Victoria el libro que mi hija escribió hace poco para MOLPEditorial, "Productividad para escritores". Hay que decir de antemano que mi hija es una de las personas más ordenadas que conozco. En su casa todo está organizado, los suéteres por colores, los armarios con todo dobladito sin ver ni un pantalón rebujado, las especias por orden alfabético, cada cosa en su sitio... ¡Un complejo que me da! Bueno, pues ese libro es la respuesta que ella da a la pregunta que siempre le hacen: "¿Cómo te las arreglas, cómo tienes tiempo para todo?".

Ella lo explica de un modo muy ameno en las 83 páginas sin desperdicio del libro.  Y uno de los libros de los que echa mano para explicarse mejor es "Momo" de Michael Ende. ¿Lo has leído?, le pregunté a María Victoria. Ella me contestó que no y yo le fui contando, mientras pasábamos al lado de las piscinas de Bajamar, que "Momo" es un libro que habla del tiempo, de los ladrones de tiempo ("los hombres grises") y de la niña que devolvió el tiempo a los hombres.

Y en esas estábamos cuando llegamos a una casetita de madera que hay entre las piscinas y la playa donde la gente pone libros para que vuelen y se lean. Son pocos los que hay, unos 20 más o menos, pero nosotras, siempre que pasamos por allí, la abrimos y curioseamos para ver si hay algo que nos interese. ¿Querrán creer que el primer libro que nos encontramos fue "Momo" de Michael Ende? Me quedé tan asombrada que dije la frase de la señora con la que empecé este escrito: Dirías que ya nada puede sorprenderte y te pasa una cosa de estas y parece que el mundo acaba de empezar. ¡Es una señal!, dijimos las dos.

Así que cogimos el libro y este fin de semana lo he releído. Se publicó en España en 1987 y, después de 35 años, me volví a encontrar con Momo, la niña que sabía escuchar; con su amigo Gigi Cicerone, cuya fantasía florecía como un prado en primavera y contaba cuentos a los que le crecían las alas; y, por supuesto con Beppo Barrendero, el otro amigo de Momo, que aconsejaba: ¿Ves, Momo? A veces tienes ante ti una calle larguísima. Te parece tan terriblemente larga, que nunca crees que podrás acabarla (...). Nunca se ha de pensar en toda la calle de una vez ¿entiendes? Solo hay que pensar en el paso siguiente, en la inspiración siguiente, en la siguiente barrida. Nunca más que en el siguiente. Entonces es divertido; eso es importante, porque entonces se hace bien la tarea (...) De repente se da uno cuenta de que, paso a paso, se ha barrido toda la calle.

Y esto último me vino muy bien, porque justo este mes, a lo mejor por envidia de la casa de mi hija, me había propuesto ordenar la mía antes de las navidades (está un poco patas arriba). Así que ahora, siguiendo las directrices de Michael Ende y de Ana, 1º, me propongo el objetivo de ordenar, no la casa, sino una gaveta cada día. 2º, no voy a decir la excusa de siempre de "no tengo tiempo", porque es verdad que lo tengo pero no lo sé administrar bien. 3º, tengo que establecer prioridades, aunque una de ellas sea "no voy a hacer nada de nada" o "hoy, que es domingo, desayuno con calma y luego, otro ratito a la cama a leer" (uno de mis pequeños placeres preferidos). Y 4º, haré listas como una posesa (en realidad, me encanta hacerlas). Por ejemplo, hoy haré mermelada de mango ahora que hay tanta fruta en el árbol de la huerta, escribiré este post... y ordenaré una gaveta.

Así que, mira por dónde, una sorpresa inesperada me ha organizado la vida (el mundo acaba de empezar) y me ha hecho valorar aquello que es oro líquido para "los hombres grises": mi tiempo, en el que cada día, de ahora en adelante, seguro que habrá un hueco para algo -una casualidad, un milagro, tal vez- que siempre pueda sorprenderme.


martes, 2 de noviembre de 2021

50 años


Hay una canción de Rocío Dúrcal que alguna vez he cantado con mis amigas del colegio, cuando nos da el melancólico, que dice: Cómo han pasado los años, las vueltas que dio la vida...Y de eso, del paso de los años, hablamos este fin de semana en que hizo 50 años que mi marido y yo nos casamos, las bodas de oro que le dicen.

Y algo ha cambiado, sí, aunque hace 50 años teníamos un volcán, el Teneguía, rugiendo en la isla de enfrente, y ahora, quién lo iba a suponer, tenemos otro rugiendo igual por el mismo sitio. Han pasado 50 años entre volcán y volcán pero de ninguno de los dos tuvimos la culpa nosotros.

Hace 50 años celebramos la boda con 160 invitados, la mayoría de los cuales ya no están aquí. Ahora lo hemos celebrado con unos que no fueron a nuestra boda: nuestros hijos y nuestros nietos.

Hace 50 años no tuvimos permiso para bodas y solo estuvimos de luna de miel un fin de semana en el sur (estábamos en el franquismo y, por no tener, no teníamos ni seguridad social). Hoy lo hemos celebrado, jubilados, en Fuerteventura, al lado de una playa kilométrica de arenas blancas.

Hace 50 años solo había un fotógrafo contratado que nos hizo un álbum de la boda con 20 fotos en blanco y negro. Ningún invitado sacó fotos ni tuvo un recuerdo tangible del evento. Hoy solo en el fin de semana cada uno de nosotros hizo más de cien fotos a todo color, sin miedo a quedarnos sin carrete.

Hace 50 años estábamos hechos unos pipiolos con 23 y 25 años. Yo creo que hasta podía tocarme la punta de los pies con las manos.  Ahora todo ha ido a más: más kilos, más años, más arrugas, más achaques... Bueno, todo no: hay cosas que han ido a menos, y mejor no las cuento.

Hace 50 años estrené un camisón blanco lleno de puntillas y bodoques. Hoy prefiero un pijama suavito y calentito para dormir. Y, si se tercia, con calcetines.

Hace 50 años nuestro primer desayuno de casados fue un desastre porque el café estaba hecho una bola seca y no pudimos hacerlo. Hoy, en el Hotel al que fuimos, nos ponían un buffet enorme con churros, creps y todo lo que se nos ocurriera. Y al final un champán, como señores.

Hace 50 años nos quedamos alguna vez dormidos, abrazados en un sillón. Hoy festejamos cuando (como en el último viaje a Galicia) nos ofrecen una cama de 2 m. de ancho en la que perderse.

Hace 50 años teníamos un futuro amplio y radiante por delante. Hoy somos más sabios y sabemos que hay una fecha de caducidad.

Pero hay cosas que siguen igual. Por ejemplo, el escarabajo naranja en el que salimos de la iglesia hace 50 años sigue funcionando como un reloj y pasa religiosamente la ITV todos los años.

Y para mí él es, como hace 50 años, el hombre de mi vida y la persona que más quiero. Y para él yo lo soy también. 

Casi nada y casi todo.

jueves, 28 de octubre de 2021

Volver a viajar


En el Faro del Cabo Ortegal, cerca de donde se separan el Atlántico y el Cantábrico

De repente y como si nos sacudiéramos una pesadilla de encima, han surgido por todas partes unas ganas locas de volver a viajar. Los jubilados claman por el Imserso, los que no, aprovechan todos los puentes que puedan para lanzarse a recorrer mundo, como si se hubieran convocado unas nuevas cruzadas. Se ve optimismo en el aire. Y, siguiendo la tónica -no va una a ser menos-, esta semana nos hemos ido a las Rías Altas con un grupo de amigos a festejar la luz al final del túnel. Como Tolkien decía, la casa atrás, delante el mundo / y muchas sendas que recorrer.

Y es que ¡qué bueno es descubrir (y redescubrir) sitios nuevos! Bosques de castaños y robles centenarios, playas kilométricas de arenas rubias (y una muy especial que no conocía, la de Las Catedrales, con rocas imponentes), acantilados sobre un mar transparente, cielos luminosos, pueblos marineros y ciudades que existen desde hace siglos, mercados limpios de los que dan ganas de comprar de todo, faros del fin del mundo, campos de manzanos cargados de fruta para hacer sidra, y galerías acristaladas en muchas casas -quitapenas las llamaba Emilia Pardo Bazán- para recibir calor y luz y ver pasar el mundo... Pastos, mar, montañas suaves, verde, playas, rías, tranquilidad.

¡Y qué bueno es también que te vuelvan a contar historias! De piratas que querían conquistar una ciudad de lluvia y cristal; de mujeres valientes que, con sus hombres en la mar, se plantaron defendiendo lo suyo; de indianos ricos que venían de América e invertían en su tierra; de pescadores que pasaban largas temporadas fuera: Antaño -decía bajo la estatua de una ballena en Malpica- hombres fuertes de Malpica cazaban ballenas en mares lejanos; de peregrinos que recorren los caminos desde muy lejos para llegar emocionados ante un santo y rezar a sus pies, mientras de fondo se oye la música de una gaita...

Esta es una tierra antigua, acostumbrada a las brumas y llena de mitos, leyendas y tradiciones. Ya lo cantaba Luis Eduardo Aute: Imagínate a Galicia como un húmedo aquelarre... Aquí cuentan que, cuando Dios descansó el 7º día de la creación, extendió sus manos sobre la tierra y con el surco de sus dedos se formaron las rías, los verdes como rías de esmeralda, de Aute. Aquí hay demonios que hacen un puente en una noche y campos de estrellas que señalan la tumba de un apóstol. Aquí se tiene miedo de la Santa Compaña y de las brujas, que haberlas, haylas. Pero, si atraviesas la Puerta Santa de la Catedral de Santiago en años de jubileo como este, se te perdonan todos los pecados.

Y aquí, además, abundan las leyendas. Como la del rey Breogan, del que se decía que veía Irlanda desde Coruña (que ya es tener vista de lince, oye). O como la de los cruceiros, que se levantan como protección en los cruces de caminos, donde se dice que hay ocultas puertas hacia otros mundos. O la de la mujer a la que entretuvieron en el Puente del Pasatiempo (Mondoñedo) y no pudo llegar a tiempo con el indulto para su marido.

Y por todos lados, tradiciones y rituales: hay hierba para enamorar, que ha de ponerse para que surta efecto en el bolsillo del que se pretende conquistar sin que se dé cuenta. Si hay excedente de vino, se pone una rama de hiedra sobre la puerta y así se sabe que puedes ir allí (con amigos y comida) a aprovecharlo. O el Día de difuntos se les hacía a los niños un collar de castañas guisadas que se iban comiendo por el camino. Un antiguo Halloween en la Galicia profunda.

Un pueblo así colma y enriquece el espíritu. Más cuando se descubre a sus gentes, tan parecidos a los nuestros de La Palma. Son amables y cercanos. Oh, tienen hasta un pueblo que se llama -se lo juro- Cariño (¿sus habitantes serán cariñosos?); son parranderos, no paran de celebrar fiestas, feiras y romerías en casi todos los pueblos; son imaginativos ¿Dónde, si no, se ha visto una fiesta dedicada a una sirena (fiestas de la Maruxaina en San Ciprian)?; y son exagerados: los de Betanzos, por ejemplo, lanzan en las fiestas "el globo más grande del planeta" y hacen la tortilla más rica del mundo (y eso que no probaron las que hacía mi madre).

¡Y qué bueno es hacer un viaje como este en buena compañía, con amigos con los que hablar y compartir!. Cualidades buenas para este menester son camaradería, tolerancia, adaptabilidad y, sobre todo, buen humor.

¡Qué bueno, qué bueno es viajar otra vez! Y Tolkien de nuevo: Luego el mundo atrás y la casa delante; / volvemos a la casa y a la cama. Volvemos pero con un montón de buenos recuerdos en la maleta. Y así hasta la próxima.


Parque das Galeras en Oleiros con el Castelo de Santa Cruz

P.D.: Para Raquel, Bea y Alejandro que organizaron, acompañaron y nos guiaron en un viaje fantástico. Para Mónica, Sonia y Begoña, que nos enseñaron Coruña, Santiago y Betanzos. Y para mis compañeros de viaje. Con toda mi gratitud.

lunes, 18 de octubre de 2021

Planeta Caro


Portada y contraportada de "Planeta Caro"

Los lectores necesitamos, como en el poema de Alberti, paz, paz, paz para leer. Un libro abierto en el alba y otro en el atardecer. Pero ser lector no significa leerse todo lo que cae en nuestras manos. En principio, nada de libros mal escritos, que nos chirrían y nos ponen de mal humor. Hace poco empecé un libro que me prestaron y el autor se refería a cada rato a los personajes como "la rubia", o "el moreno" o "la castaña". Lo dejé antes de que empezara a hablar de "la pelirroja". 

También están las novelas de buenos autores pero que, vete tú a saber por qué, no nos atrapan y languidecen por ahí. Así, dejé "1Q84" de Murakami y "La Catedral del Mar" de Falcones. Las dos duermen el sueño de los justos en la estantería esperando, como en la rima de Bécquer, la mano de nieve que sepa arrancarlas. Porque en estos casos me fío del consejo de Borges: Si un libro les aburre, déjenlo. Llegará un día en que el autor sea digno de ustedes y ustedes serán dignos de ese autor.

Y luego están los libros que disfrutas, que no quieres que terminen; los que se releen a menudo, que te hacen vivir mil vidas, con personajes que te enamoran... Solo por ellos se justifica que la lectura sea un pasatiempo tan hermoso que no puedes imaginar la vida sin ella.

Esta semana he tenido suerte, porque he releído un libro en el que cada vez encuentro algo nuevo; he leído libros curiosos y apetecibles; y, además, he recibido —ya con su portada y su olor a nuevo— , el último libro de mi hija, Ana González Duque, una novela de literatura romántica juvenil, "Planeta Caro", continuación de "Proyecto Bruno". Las dos nacieron de la petición de mi nieta Eva a su madre para que escribiera sobre ellos, el mundo de los adolescentes, "el club de los raritos". Y, como dice Ana, "No sabéis el monstruo que habéis desatado", porque ya piensa en una tercera novela que complete la serie. Y si siguen el mismo camino que la primera, que se ha leído y discutido en 6 institutos, gustará.

En la novela de ahora, Ana sigue tratando, con humor y ternura, los temas actuales que están presentes entre los jóvenes, y que constituyen el particular "planeta"de la protagonista, Caro: los amigos, las melancolías, las fiestas, las discusiones, el circuito de cotilleos del colegio, los padres y madres, los ataques de ansiedad, las galletas de mamá y las tortitas de chocolate, las clases, los mensajes de wasap, las citas que salen mal y las que salen bien, los paisajes especiales, los maratones de anime, la pizza con piña, el arreglarse en compañía para conseguir un efecto wow, el ego y la autoestima... Y por supuesto el amor. Tratado , además, con una fórmula infalible que engancha desde que la usara Jane Austen en "Orgullo y prejuicio": lo que llaman el enemies-to.lovers, la antipatía inicial de los protagonistas, Caro y Tiago, que se va diluyendo a lo largo de la novela, muy bien orquestada al dar voz a cada uno en cada capítulo. O como lo llama Elena, a la que conocimos en "Proyecto Bruno", el síndrome ese de niño-que-tira-del-pelo-a-niña .

La novelita (140 páginas apenas) se lee en un pispás y deja el buen sabor de boca de las cosas bien hechas. Bien escrita, cuidada edición, una portada preciosa, hecha, como la anterior, por mi nieta Eva de José. Ya sé que soy juez y parte, pero Ana sabe que, si no me gustara, se lo diría. Y sabe también que este no es un libro de los que se dejan a la mitad, sino un libro divertido y sencillo que no aspira a otra cosa que a contar bien una historia y a entretener. Que, en definitiva, es lo que los lectores le pedimos a un libro. Disfrútenlo.

lunes, 11 de octubre de 2021

Momento de gozo



Hoy les hablo de un momento de gozo de esta semana, el que tuvimos mis amigas y yo en los charcos de Alcalá, abajo en el sur. Yo bauticé la foto que ven como "Escuela de sirenas talluditas", porque estábamos de broma y de disfrute en un agua clara y transparente, entre rocas por donde iban entrando ya las olas de las mareas de octubre, grandes y espumosas como encajes de vestidos de novia.

Nos habían invitado Leo y Ruperto a su casa de Alcalá a una paella y para allá que nos fuimos un buen grupo desde el día anterior sin encomendarnos ni a dios ni al diablo. Esa mañana, en casa, nos levantamos temprano y desayunamos frente al mar en la mesa grande de la terraza con bizcocho, pan de nueces y mermelada de duraznos caseros, más pan fresco, quesos y embutidos, y una jarra enorme de jugo de naranja recién hecho. Café, té, leche... cada una según sus gustos, y una conversación ininterrumpida y salpicada de risas y de historias. Y luego, el mar.

Mis amigas son "las niñas del colegio", de las que les he hablado muchas veces en este blog porque forman parte de mi vida desde que tenía 6 años (hace nada menos que 67 años). Teniendo la edad que tenemos, está claro que no vivimos en un lecho de rosas. Algunas de las amigas ya no están con nosotras. Todas hemos perdido a los padres y muchas a maridos, hijos y hermanos. Algunas tienen problemas en sus casas y, como la edad no perdona, todas tenemos nuestras majaderías y nuestros achaques. Cuando no duele por allí, duele por allá. Una de las que fueron al sur llevaba tal cargamento de pastillas (algunas, por si acaso, decía) que parecía una Cofarte ambulante. Y, además, todavía el volcán retumba, humea y arrasa en la isla de enfrente, haciéndonos temer por una de las nuestras, Nievitas, que vive a tres pasos del infierno.

Pero así y todo, esta mañana de octubre optamos por el gozo, por dar las gracias por la vida plena, por celebrar estar vivas y bien acompañadas. Por el sol y la brisa, el agua fresca y la sal sobre la piel. Por hacernos una foto cuando salimos del agua, tipo misses con una pierna delante y al bies, sin importarnos la edad ni las celulitis (una extranjera que nos miraba, lloraba de la risa). Por el sentido del humor y por saber reírnos hasta de nosotras mismas.

Luego fuimos a casa de Leo y Ruperto, conocimos al gallo Kirico que los ha adoptado y vive a ratos con ellos en su finca, comimos una paella tan rica como las que hacía mi madre, bebimos un vino tinto que te puedes morir, hablamos de todo lo que quisimos entre tintineos de copas y, a los postres, sacamos una guitarra y cantamos canciones de nuestros tiempos. Cuando el sol se iba poniendo por La Gomera, recogimos todo, nos despedimos con un abrazo y volvimos al norte, a casa y a la vida normal.

Pero el día y los momentos de gozo no nos los quita nadie. Dum licet fruere, decían los latinos, que sabían mucho. Mientras se pueda, goza.

lunes, 4 de octubre de 2021

Tiempo de comer

Momento en que se dijo que hay tiempo de comer

De todas las anécdotas que nos ha regalado este volcán que nos tiene en un sinvivir (incluyendo la de la locutora que tuvo a bien informar a toda España, a micrófono abierto, que ella se iba a mear), mi favorita es la del hombre que el primer día, en el momento en que la tierra retumbó y se abrió la puerta del infierno, dijo con toda la tranquilidad y pachorra del mundo: "Hay tiempo de comer... Hay tiempo de comer sin problemas".

Me lo puedo imaginar perfectamente. Se encuentra ante lo que Kant llamaba lo sublime, algo que asombra y al mismo tiempo produce temor, como los volcanes desencadenando todo su poder de destrucción; se da cuenta de que lo que ve es peligroso y de que el miedo lo puede empujar a salir por patas lo más pronto posible; pero opta por lo urgente, lo necesario, que es comer: una actitud práctica, sabia y yo diría que hasta filosófica. No como los estoicos, que proclamaban: "Si el mundo se derrumbara a mi alrededor, sus ruinas me encontrarían impávido". No, nuestro hombre no esperaría a eso. Él es más bien de los que siguen la cita latina "Primum vivere deinde philosophari": primero, vivir (con todo lo que eso conlleva, empezando por las necesidades básicas como comer y otras, como la de la locutora) y después ya la mente está preparada para otras actividades más filosóficas: sacar conclusiones, razonar, no perder la calma...

Imagínense a este hombre. Sabe que hay tiempo para hacer lo necesario. Saca mantel, platos, cubiertos, vasos. Corta un poco de pan. Destapa la cazuela de cherne que hoy por la mañana había preparado. Con el caldo hace un escaldón de gofio. Y luego se sienta serenamente a comer, mientras bebe un vaso de vino de Fuencaliente y un trozo de queso ahumado de Garafía. Mira de reojo la humareda del volcán pero sabe que hay tiempo de comer.

A mí este hombre en esta situación me recuerda un pasaje de La Iliada de Homero. Todos los de mi generación que hicimos el Preuniversitario de Letras tradujimos y leímos La Iliada. Era lo que tocaba. Todos cantamos con la diosa la cólera del Pélida Aquiles que salió de Troya, y recorrimos el vinoso mar y lloramos con la muerte de Héctor y vimos desfilar a los héroes griegos y a los dioses que apoyaban a unos o a otros, como si fueran hinchas de un equipo de fútbol. Este pasaje que digo es cuando Príamo, el viejo rey de Troya, va a pedirle a su enemigo Aquiles que le devuelva el cadáver de su hijo Héctor. Aquiles accede y, después le pide que coma con él. Para convencerlo, le cuenta la historia de Niobe ("la de hermosas trenzas") que se burló de la diosa Latona  ("la de hermosas mejillas") porque tenía solo dos hijos frente a los catorce de ella. Pero estos dos hijos eran nada menos que Apolo y Artemisa y, con sus flechas, mataron a 12 de los de Niobe (ya saben lo vengativos y brutos que eran los dioses griegos). Y Niobe lloró y lloró pero al final comprendió que también tenía que sentarse a comer. Hay prioridades que no se pueden dejar de lado por mucho que uno tenga el alma compungida.

Y perdónenme, pero no puedo evitar acordarme de otro caso de prioridades, esta vez de un chiste pícaro de Verdaguer, un cómico argentino que oíamos en los años 60 por la radio. Hablaba de una pareja que fue de luna de miel a un hotel y no salieron de la habitación en tres días. Al cabo de ellos, bajaron al comedor y se sentaron a la mesa. El camarero le preguntó a ella: "¿Qué desea la señora?", y ella dice, tímida: "Mi marido sabe". Y el marido salta: "Sí, querida, pero también hay que comer".

Lo dicho, saber valorar las prioridades. Como Niobe y el recién casado, este es el ejemplo que nos da este señor palmero, al que le deseo de todo corazón que, después de comer tranquilamente, se haya puesto a salvo y contemple desde muy lejos el horror y el poder de la naturaleza.


lunes, 27 de septiembre de 2021

Cuando explota el volcán

Logotipo de "La Palma, isla viva" del artista palmero Facundo Fierro

Hace años, cuando mis nietos volvían de visitar a su familia madrileña, casi siempre traían con ellos (seguramente por bromas que les hacían) una inquietud sobre la isla y la recurrencia a la frase "cuando explote el volcán", junto con consecuencias imaginadas sobre tan terrible realidad. Incluso Eva, la mayor, tenía un plan cuidadosamente apuntado para una "evacuación exprés": coger el hamster y el gato y salir como un rehilete con todos nosotros en el primer avión. Ni qué decir tiene -los niños necesitan seguridad- que yo siempre les dije que era una posibilidad muy remota y que nunca explotaría el volcán.

Les mentí. Sobre todo porque a lo largo de mi vida el volcán ha explotado con esta 4 veces en un entorno cercano. No el Teide, como ellos creían, pero sí sus primos hermanos.

El volcán explotó por primera vez en La Palma, cuando yo tenía un año, en el 49. Era el volcán de San Juan y mi abuela, que vivía entonces muy cerquita, escribió:  Ya creíamos que lo del volcán estaba terminado cuando apareció por Tigalate, rompió a soltar lava por el puente y cogió por el barranco. No causó ningún daño pues las autoridades, alarmadas, mandaron a todas las clases de vehículos a evacuar a la gente que podían traer por carretera. La otra, que quedó en el centro, fue traída por mar. Imagínate cómo estaría el pueblo. Empezó aquí abajo a caer una lluvia de arenilla (…) Ahora se secó por esa boca y volvió otra vez por Las Manchas, así que no sabemos en qué irá a parar esto…”. Pero yo no me enteré. El volcán vivió en mi vida, pero yo no en la suya.

El volcán volvió otra vez a explotar en La Palma hace 50 años en octubre del 71, cuando yo me casé. A los 15 días me fui de novelera con marido recién estrenado, hermana y alumnos a sobrecogerme con el ruido y a disfrutar del espectáculo. Pero fue un volcán bondadoso: explotó casi a la orilla del mar y lo que hizo fue ampliar la isla y crear una playa nueva.

Por tercera vez lo vi explotar en el Mar de las Calmas cuando fui de visita a El Hierro en el año 2011. Pero era un volcán submarino, un volcán de morondanga, y nos quedamos con las ganas de verlo salir a la superficie y crear una nueva isla.

Pero ahora sí, ahora este volcán de Cumbre Vieja ha explotado de verdad, como un monstruo furioso que arroja toda la rabia y energía que escondía en el centro de la Tierra, llevándose por delante casas, colegios, iglesias, bodegas, huertas, bosques, caminos... y las fuerzas y esperanzas de mucha gente. Y ellos, mis nietos, ahora sí que saben ya lo que pasa cuando explota un volcán.

Han visto a personas decidiendo en 15 minutos qué se llevarían de sus casas, qué hacer con toda su vida. ¿Dinero, joyas, papeles, ropa? ¿Un cuadro que te llenaba de placer contemplar? ¿Un libro preferido?  ¿Fotos que les recuerden momentos felices?. Han visto incluso a más de uno decir: "Nada, no me llevo nada".

Se han emocionado por pura empatía con un poema sobre el desalojo (escrito por Jaime Quesada) que, entre otras cosas, dice: Ayer, antes de salir, / Nievitas hizo la cama, / y recogió los juguetes / de los nietos en la caja. / Dejamos todo en su sitio, / cerramos puertas, ventanas; / nos miramos a los ojos / para darnos esperanzas / de que habrá otros despertares, / otras nuevas madrugadas / aquí en nuestra habitación, / aquí en nuestra hermosa casa, / donde criamos seis hijos / y ahora hemos de abandonarla / porque un volcán impetuoso / nos amedrenta, amenaza / con destrozar nuestro pueblo / y sepultarlo en su lava...".

Cada día les ha traído una historia nueva: la afluencia de gente a golifiar y en realidad a entorpecer;  la llegada de los Reyes y del Presidente del Gobierno; las nuevas bocas que se van abriendo; la búsqueda de animales para ponerlos a salvo;  la suspensión de los vuelos; la solidaridad de la gente; la caída del campanario de Todoque; y muchas, muchas historias de pérdida y desolación. Y a través de ellas descubren cómo son los palmeros: gentes trabajadoras, sensibles a la belleza, cuidadosas con el entorno y, ahora  que todo es barrido por la lava, valientes. No van a dejarse abatir y hay sitio para la esperanza.

En el periódico un agricultor palmero desalojado de su casa ya está haciendo planes y dice: "Cuando todo se enfríe... habría que levantar las casas, reponer las tuberías, volver a colocar la luz, replantar los cultivos...". El futuro es ahora "cuando todo se enfríe".

lunes, 20 de septiembre de 2021

Las familias

Foto familiar en la boda de mi sobrina Isabel

Con las familias pasan cosas raras. A veces, son un verdadero incordio, sobre todo cuando te encuentras con el típico pariente plasta que se pica por cualquier cosa y te hace la vida imposible. Pero, a veces también, son una bendición, y más si son grandes como la mía y sabes que puedes contar con ella. Nosotros, cuando en nochebuena nos podemos reunir la familia más cercana (hijos y nietos de hermanos). podemos ser 35. Y, si contáramos con los primos, el ciento y la madre. Y, a pesar de eso, nos llevamos bien. Por eso nos alegra cuando la familia se ensancha, como nos pasó la semana pasada. No solo porque nació un miembro nuevo, el primer nieto de mi prima Mercedes (¡bienvenido al mundo, pequeño Iván!),  sino también porque, mira por dónde, me han aparecido unas primas nuevas a las que no conocía. Y todo gracias al mayor invento del mundo (después de la lavadora), que es Internet.

Por Internet me contactó mi prima Rubicelda desde Miami para preguntarme si éramos familia, ya que compartíamos apellido. Le mandé una foto de una prima cubana que se escribía con mi padre y exclamó: "¡Es mi abuela!". Y luego ya nos contamos algo de nuestra vida, y conocí a la prima Mizar y a la prima Maricelda y ahora seguimos con wasap, mensajes en Facebook, comentarios en mi blog y emails, alegando y conociéndonos un poquito más.

Mis primas nuevas son rubias y guapetonas. Tienen cara de palmeras, me dice mi hermana. Y es verdad, ya saben que las mujeres de La Palma tienen fama de bonitas. Pero es que además mandan vídeos en barbacoas, en fiestas de cumpleaños, en la playa disfrutando..., lo cual me lleva a pensar que lo de ser disfrutones debe ser también genético. Tienen muchos hijos y nietos, igualito que nosotros, repartidos por Cuba, Estados Unidos y Paraguay. No sé por qué, recordé aquel verso trepidante de Rubén Darío en la "Oda a Roosevelt" que dice "hay mil cachorros sueltos del león español". Solo que mis nuevas primas americanas y nosotros, los que nos quedamos aquí, no descendemos de ningún león sino que tenemos en común unos ascendientes, una pareja, mis bisabuelos Papá Atilio y Mamá Pepa, que tuvieron 10 hijos que se les desparramaron por el mundo.

Mamá Pepa murió a los 82 años cuando yo tenía 6. Aunque no era religiosa, enramaba cada 3 de mayo una cruz que le habían regalado de pequeña (ahora lo sigue haciendo su nieta) y rezaba todas las noches a la Virgen de las Nieves por sus hijos. Y no era para menos. De sus 10 hijos, dos murieron de pequeños; uno se fue de polizón a los 16 años en un barco para Cuba y no supo más de él (a los 3 meses de morir ella, se recibió una carta suya que había ido dando tumbos por otros sitios).  A otro hijo lo mató el hermano de una novia que tuvo en Cuba porque la abandonó para casarse con otra novia que lo esperaba en Canarias. Su marido murió joven y, aunque ella se quedó con sus hijas, Isabel y Nieves, todos sus hijos varones emigraron y no los vio más; y el único que volvió, mi abuelo Gabriel, murió 2 años antes que ella.

Y así y todo, era una mujer fuerte y con genio (una vez le tiró un zapato a una hija porque se retrasó unos minutos después de las 9). Guardaba golosinas en una caja de madera y las compartía a escondidas con sus nietas pequeñas. Y una vez que su nieta fue castigada con un hilo atándole el tobillo a la pata de la mesa, ella le decía por lo bajito: "¡Rompe el hilo, boba!". A los de su familia los apodaban en La Palma "Los brujos" y ella también era medio bruja, una brujita buena y valiente.

Pienso en ella, la bisabuela que nació en 1871 en Santa Cruz de La Palma (casi toda mi familia, desde el último tercio del siglo XVI, procede de allí) y en todos nosotros que descendemos de ella, incluyendo el niñito que nació esta semana en pleno siglo XXI,  y las primas que acabo de conocer. Y me acuerdo de una pregunta que se hizo una vez Javier Marías: ¿Cómo es posible que en una misma vida y memoria (las mías) quepan y convivan personas tan distanciadas, tan de diferentes épocas, incapaces de concebir a quienes han venido tan detrás ni a quienes llegaron tan delante al mundo?.

Quiero pensar en mis descendientes, aquellos a los que no conoceré nunca pero que llevarán en sí parte de lo que soy, y en que ellos existirán, igual que nos pasa ahora, porque nosotros existimos. Y es que eso son las familias, personas de distintos siglos y de distintos mundos pero conectadas por los mismos perfiles genéticos y marcadas por el afecto.


lunes, 13 de septiembre de 2021

Niños de la mano



Las novelas de Rosamunde Pilcher no suelen gustar a algunos que las consideran "literatura de mujeres para mujeres" (si es que tal cosa existe). Pero a mí me gustan y las suelo releer, después de novelas más profundas y prolijas, porque son relajantes, saben crear "ambiente" y tienen, además, la cualidad de describir escenas sugestivas y evocadoras que te hacen detenerte y recordar.

Eso es lo que me ha pasado este verano en que me he dedicado a leer como una loca y, después de "Largo pétalo de mar" de Isabel Allende (una historia muy bien documentada sobre la guerra civil española y el largo exilio en el Chile de Allende y Pinochet) y de "Emocionarte" (un libro sobre la doble vida de los cuadros), decidí leer algo más ligero, "Voces de verano", del que ya no me acordaba casi nada.  Y allí estaba la escena, presenciada por Eve, una de las protagonistas, la de una madre que arrastraba de la mano a un niño que lloraba: A Eve le llamó la atención la madre. Estaba a punto de desesperarse. Eve se podía identificar con ella. Se vio a sí misma a esa edad, con Iván, un pequeño niño regordete y rubio, colgado de la mano. Podía sentir la mano de su hijo, pequeña, seca y áspera en su propia mano. No te enojes con él, quería decirle a la mujer. No lo estropees todo. Antes de que te des cuenta, habrá crecido y lo habrás perdido para siempre. Saborea cada momento efímero de la vida de tu hijo incluso si, de vez en cuando, te hace perder el juicio.

Y surgieron entonces, ya fuera del libro, los recuerdos. Yo de la mano de mi padre, pequeña y mirando hacia arriba cuando él era tan alto (luego fue menguando cada vez más con los años hasta ser un hombre bajo). Después yo llevando a mis dos niños, tan pequeñitos, de las manos, sin caer en la cuenta de que les estaba dando seguridad y de que eso iba a durar poco y, sin comerlo ni beberlo, iba a tener, como ahora, dos hijos de cerca de 50 años, uno un señor con toda la barba.

Pero los abuelos tenemos el privilegio de revivir la vida, de volver a dar la mano, de volver a regalar seguridad. Porque eso es lo que que quiere un niño. Y ahora sí somos más conscientes que cuando fuimos padres jóvenes. Ya sabemos que estos son años privilegiados, que se van como un suspiro y que, de repente, a esos niños les van a salir pelos por todas partes y les cambiará la voz y ya no serás su puerto inatacable y ni siquiera serás el que lo sabe todo.

 Pero ahora, cuando corren y juegan, a veces te abrazan y gritan: "¡Aba es casita!". Y cuando se enteran de noticias terribles (como las riadas en la península de estos días pasados con su arrastre de coches y destrucción), dicen que qué suerte vivir aquí, en una isla donde no hay ríos. "¡Ni serpientes!", dice la niña. "Estamos en un sitio seguro". Y te cogen la mano por si las moscas.

Esta semana en que han empezado las clases y se encaminan a un futuro incierto, los vemos camino del colegio de la mano de sus madres o padres, y pienso, como dijo una vez Elvira Lindo, que no hay nada más emocionante que un niño de tu mano: Su tacto, tierno y mullido. Sus primeros olores escolares, el babi. Algo falla en las personas que no lo saben apreciar.

Y aquí me tienen de abuela chocha, repitiendo a madres, padres, tíos, abuelos, lo que Rosamunde Pilcher decía en "Voces de verano": Saborea cada momento efímero de la vida de tu hijo (o sobrino, nieto, hermano...) , incluso si, de vez en cuando, te hace perder el juicio.

P.D.: Después de publicar el post, algunos de mis amigos me han mandado fotos de ellos, pequeños, de la mano de sus padres. Las publico aquí como complemento y recuerdo de aquellos años:

Clari con sus padres

Yo con mis padres en las fiestas del Cristo a los 4 años.

Chari de la mano de su padre paseando por los jardines del Asilo.

Rosa Marta con su madre a los casi 2 años

Vicente, de maguito, de la mano de su madre.

Melchor, de la mano de su madre en Mahón



Lolina y Macu con su madre en Las Palmas

María Victoria y Carmen Delia en la Rambla de Santa Cruz


Esther con su padre en una fiesta canaria en Venezuela



Isabel dándole las dos manos a su madre en Caracas



Marian, de la mano de sus padres en Santa Cruz.


lunes, 6 de septiembre de 2021

Majaderos del mundo

 


31 de agosto, 12 de la mañana. Estoy tumbada en una hamaca a la orilla de mis aguas preferidas para nadar, piscinas naturales en el mar de Bajamar. Agua cristalina, sol radiante, temperatura ideal. Hay en el ambiente un aire de despedida (mañana muchos de los bañistas empiezan a trabajar), pero también una increíble paz. Nada la perturba y saco una foto en un vano intento de captarla. Cierro los ojos y oigo el ruido del mar en las rocas y el murmullo de algunas conversaciones cercanas. No hay majaderos cerca. Oooooommmm...

Pero como la imaginación es libre, me dejo llevar y no puedo evitar pensar en ellos, los majaderos del mundo. Como la serpiente en el paraíso, haberlos haylos, incluso en las mañanas radiantes.

Y pienso en los que rompen la tranquilidad de los demás, gritando, chillando, tirando el balón en playas, parques y montes.

En los que, en lugar de disfrutar de los pequeños placeres, se pasan la vida protestando a grito pelado del frío porque hay frío o del calor porque hay calor.

En los que ponen la música de sus móviles y nos obligan a oír a los demás un chundachunda que no nos interesa ni nos gusta.

En los que dan lecciones de todo, tanto si quieres escucharlos como si no. Especialistas en covid han surgido a miles en estos dos años.

En los que quieren ser protagonistas, novio en las bodas, recién nacido en los bautizos, muerto en los entierros.

En los que te llaman por teléfono a cualquier hora del día o de la noche para convencerte de que te cambies de compañía telefónica o eléctrica o que les compres algo que no necesitas.

En los que, de puro alivio, aplauden en los aviones cuando aterrizan.

En los que te quieren convencer de que todo tiempo pasado fue mejor, cuando realmente todo tiempo pasado fue anterior.

En los que en mi pueblo, ahora que son las fiestas, se las pasan tirando cohetes desde las 6 de la mañana.

En aquellos que... ¡Un momento! ¿Qué hago yo perdiendo el tiempo pensando en tanto majadero? Frente al mar infinito, en este bendito momento en que el verano empieza a despedirse lentamente, abro los ojos y me hago el firme propósito de vivir el aquí y el ahora, sin preocuparme de todos los majaderos que en el mundo han sido.

Vivamos. Y dejemos vivir.


lunes, 30 de agosto de 2021

Mundo Gato


Es una verdad mundialmente reconocida que a mí no me gustan los gatos. Sí, sí, ya sé que parecen adorables sobre todo cuando ponen ojitos tiernos y hablan con la voz de Antonio Banderas ("El gato con botas"), pero para mí son pérfidos y retorcidos, como los gatos siameses (Si y Am) de la Tía Sarah en "La Dama y el Vagabundo". También sé que estéticamente están muy bien, con esos ojos claros con los que te miran fijamente y con condescendencia, pero no me convencen, qué quieren que les diga. Digamos que las relaciones entre ellos y yo son de frialdad diplomática.

Y, sin embargo, es otra verdad también mundialmente reconocida que, si hay gatos en la habitación en que estoy, estos vienen a rozarme como quien no quiere la cosa, o se tumban sobre mis pies, o se suben al respaldo del sillón en el que me siento y hacen como que me acarician el pelo. Pero lo hacen para fastidiarme, estoy segura, porque amor a primera vista no es.

Y hay semanas, como la pasada, en que me parece que he entrado en el universo de los gatos. Están en todas partes, Los encuentro dibujados -dos gatos negros a cada lado de la puerta del vecino- el martes cuando fui al sur. Mi amiga Nati, con la que comparto afición por los libros y fotos y dibujos sobre la lectura, me mandó esta vez, ¡qué casualidad!, a un gato escondido en la estantería de una biblioteca, entre El Silmarillion de Tolkien y las obras de Steinbeck. En el chat de mis amigas del colegio, una de ellas nos manda, alborozada, las fotos de su camada de gatitos recién nacidos. La protagonista de uno de los libros que leí esta semana era una dibujante de un cómic sobre un gato, Wondercat, famoso en el mundo entero. En el restaurante al que fui a cenar el viernes, la puerta estaba trabada por un gato de madera. Y también por mi casa aparece un gato negro con manchas blancas al que veo pasar como una sombra por el jardín al atardecer. Como supongo que no trae otra intención que cazar ratones, lo dejo pasar cortésmente -¡Hola, gato!-, sin más comentarios. Y para rematar esta semana tan gatuna, me ha tocado darles de comer a los 4 gatos de mi hija, mientras ella y su familia han estado fuera. Como gritaba Joan Cusack en la película "In&Out" (pero a propósito de los gays): ¡¿Pero es que todo el mundo es gato?!.

Lo de mi hija es mucho. Por más que mi yerno le daba la lata para tener un gato, ella siempre dijo que no. Hasta que un día se encontró a uno negrito con ojos verdes debajo del coche y se lo trajo a su casa. Tengo que reconocer que yo misma ayudé en una cena que tuvimos al día siguiente a elegir el nombre, Coque (acordándome de "Stock de coque" de Tintín), y que no me pareció mal. ¡Pero es que tras él vinieron tres más, Lila, Nero y Lana! Es como si se corriera la voz entre la colonia gatuna del pueblo: Vete a aquella casa y, cuando alguien salga a la puerta, lo único que tienes que hacer es poner carita de pena, maullar con desespero y hacer como que te duele algo... Seguro que te recogen y ya tienes la vida resuelta. Y es verdad que viven como reyes. Coque hasta tiene página de Instagram, con eso se los digo todo.

Jardiel Poncela dijo que las personas a las que les gustan los perros necesitan que los quieran; y aquellas a las que les gustan los gatos necesitan amar (y ellos, tan suyos, se dejan querer). No sé si tenía razón Jardiel, pero cuando yo amo, espero por lo menos ser correspondida. ¿Entienden por qué no me gustan los gatos?


lunes, 23 de agosto de 2021

Falsarius Chef



Ha muerto Falsarius Chef, a quien mucho conocía. O mejor, no lo conocía de nada porque nunca lo vi, excepto en fotos. Y ahí siempre aparecía con esa nariz grandota de pega, gafas cuadradas de pasta negra y gorro de cocinero. O sea que, si me lo encontrara por la calle sin esos aditamentos, probablemente no lo reconocería, a pesar de que sus ojos azules tenían un brillo de humor inconfundible. Pero cuando alguien se ha metido en la cocina de tu casa, enseñándote recetas divertidas, a aprovechar los restos, a manejar el laterío de tu despensa o a improvisar un banquete, es como si fuera un amigo de toda la vida.

Falsarius Chef figura en mi Blog en la lista de Blogs preferidos (su última entrada fue en marzo) y es el autor de "Cocina para impostores", que él inició más o menos cuando yo empecé con mi blog (nos estrenamos juntos hace 13 años) con esta "Procelosa Declaración de intenciones": Para comer bien no hace falta mucho tiempo, ni productos caros, ni saber cocinar. Ni siquiera nitrógeno líquido, aunque pueda parecer mentira. Y no sólo se puede comer bien sino que, además, se puede quedar como un príncipe ante las visitas recurriendo a algo tan sencillo como la impostura. Engañar, eso es lo que aquí pretendemos. Engañar a la vista, al olfato, al gusto y hasta al bolsillo. Pura farsa, aunque esta vez por la noble causa de la gastronomía y el cuidado de nuestro ego.

Porque a Falsarius Chef le gustaba a rabiar cocinar. Y también escribir. Antes de darte una receta, te explica, con un humor envidiable, algo de ella. Como, por ejemplo, que las sardinas de lata me ponen. Mucho. Igual soy un poco raro (que seguro que sí), pero yo desde luego no cambio la visión de una sardina de lata por la sonrisa de la Gioconda. Y sigue con lo moderno que hubiera quedado Goya en "La maja desnuda" si en vez de una duquesa hubiera retratado a una sardina. O manda a tomar por saco el largo régimen post-navideño (las 48 horas más largas de mi vida, dice) y propone las "Costillas Gordo Feliz" con un sobre de sopa de cebolla y Coca-Cola, un gozoso deleite de los de mancharse los dedos y rechupetear los huesos. O explica cómo hacer las "Trufas fáciles" (chocolate, leche condensada y virutas de chocolate) para cuando te vienen visitas que no esperas, que la gente es muy puñetera y va diciendo: "Sí, todo muy rico pero al final nos quedamos con ganas de algo dulce".

En las "Gulas en vinagreta" empieza diciendo que hace tanto tiempo que no como angulas que ya no sé si me las he inventado, como cuando recuerdas la mansión y el jardín palaciego de tu abuelo de cuando ibas de pequeño y, al verlo de mayor, descubres que era una chabolilla y un patio con dos macetas. ¿Mira que si lo que yo recuerdo como angulas eran en realidad espaguetis al ajillo?. Aconseja comprar latas de berberechos de las caras, que de vez en cuando uno tiene que hipotecar su futuro y una lata de esas merece la pena: Son caras y lo saben. Avisa cuando copia una receta a otro cocinero, como en "Chupitos de berberecho a lo Sacha": Puede parecer un homenaje pero, en realidad, es un plagio. Y, cuando cuenta que él tiene hambre en todas las estaciones, proclama: Yo en lo del hambre soy muy de Vivaldi.

¿Cómo no adorar a este hombre? Nos da hasta viejos trucos para arreglar el exceso de sal, para hacer cebolla caramelizada con trampas, para sacar las legumbres del bote, para cocinar pasta rápida, para hacer postres fáciles y resultones (como las "Torrijas impostoras").

Pero es que, además, en el artículo de Obituarios en El País me entero de que fue el guionista de Mot, de Goomer y de Memorias de Gus, unas series de cómics que me encantaban por su originalidad y sentido del humor. Publicó libros con muchas de sus recetas (Cocina para impostores, Cocina sin humos, El rey de las latas, Recetas de verano...) y hasta una novela, Fabada mortal con el nombre de Ignacio M. Cuñat. También abrió un restaurante, "Verbena",  en el Puerto de Santa María con vistas a la Bahía de Cádiz, al que iré en otra vida que vivamos, lo juro por Dios.

Ha muerto Falsarius Chef, el Rey de las latas. Dijo una vez: De hecho he comido tantas conservas que seguro que, cuando me muera, me mantendré incorrupto y la gente dirá, míralo, era un santo. Y de eso nada. No sería un santo, pero era un hombre extraordinario, inteligente, divertido y creativo. Se llamaba en realidad Nacho Moreno, tenía 64 años cuando una enfermedad repentina se lo llevó. Y el mundo está un poco más oscuro sin él.


Goomer, cómic con guión de Ignacio Moreno y dibujo de Ricardo Martínez.


lunes, 16 de agosto de 2021

Noches de verano con sillas



En Cádiz hay un pueblo pequeño, Algar, en donde en las noches de verano los vecinos sacan las sillas a la calle al atardecer y se ponen a alegar hasta la medianoche. Y es una sana costumbre, se lo digo yo que lo sé por experiencia, En los pueblos de las vacaciones de mi niñez, sobre todo en Los Realejos y en Bajamar, lo de sacar la silla a la calle (hoy lo llamarían hacer silling) era el remate jubiloso de un largo día de verano. Allí se comentaba todo lo ocurrido en el día, en el mes y en el año. Por allí desfilaban dimes, diretes, historias y hasta cuentos de brujas. Allí, dulcificados por el calor de la tierra y el airito que bajaba de las montañas o subía del mar, se diluían los disgustos y las frustraciones que la vida podía asestarnos. Era algo tan humano y tan grato que lo he visto también por esos mundos, concretamente en la vera del Herengracht, uno de los canales de Amsterdam. Allí los vecinos holandeses veían pasar las barcazas por el agua mansa al anochecer, bien aposentados en sus sillas. El silling es universal.

Pero mira tú por dónde, Algar es noticia porque su alcalde ha iniciado los trámites para que la UNESCO proteja estas charlas a la fresca de su pueblo con el distintivo de Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad. Y vamos a ver ¿esa designación no se hace por algo singular y excepcional? El Patrimonio Cultural Inmaterial se refiere a prácticas y expresiones vivas heredadas de nuestros antepasados y transmitidas a nuestros descendientes, como tradiciones orales, artes escénicas, usos sociales, rituales, actos festivos, saberes, técnicas... Es un proceso largo de años, que requiere informes antropológicos y mucho apoyo ciudadano e institucional, y son raros los concedidos entre la multitud de festejos y cuchipandas del mundo. De hecho, en mi tierra solo hay uno, el silbo gomero. Y lo es por ser el único lenguaje silbado del mundo, usado desde tiempo inmemorial por los pastores antiguos, que se comunicaban de risco a risco entre los barrancos profundos de La Gomera. ¿Y lo van a comparar con que unos cuantos saquen una silla a la calle al atardecer y peguen a hablar de lo divino y lo humano? Amos, anda...

Y sin embargo... Algo hay en las noches de verano, cuando después de un día de calor sales fuera a refrescarte y descansas y comentas con los demás a veces tonterías y miras el cielo estrellado o la Luna brillante o una estrella fugaz a la que pedirle un deseo... Algo hay en esas noches que las hacen únicas, como si de repente supieses que no te hace falta nada más, que estás feliz de estar ahí, sentado en las sillas que has sacado de tu casa, o en la acera, o en el poyo de la plaza o en unos escalones, oyendo el murmullo de las conversaciones o unas risas que las interrumpen. Entonces, cuando disfrutas de esos momentos de plenitud, no te extraña nada que ese uso, costumbre o modo de comportarnos se convierta en Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad. Pero de toda la humanidad.

lunes, 9 de agosto de 2021

Érase una vez un duende


Cuéntanos un cuento, Aba,
me piden mis nietos pequeños en este fin de semana que se han quedado en casa.

Uffff... Un cuento... Los cuentos de los niños tienen sus condiciones, no crean. El empezar (Érase una vez...) y el terminar (Colorín, colorado...) son inmutables, como puertas fijas de entrada y salida a otro mundo. Lo que hay entre uno y otro, no tanto. Aunque les gusten los clásicos, mejor si es inventado. Además, tienen que salir ellos, de modo que si les cuento, por ejemplo, "La casita de chocolate", Hansel y Gretel se transforman en Álvaro y Julia. Y también cambian algunas cosas. Por ejemplo, la casita, una vez Julia empuja a la bruja a la chimenea, les sirve a los niños para celebrar los cumpleaños y las fiestas de pijama. Así se ahorran las chuches (que también cambian según el gusto de ellos: a veces la casita es de helado o de caramelo)).

Así que ahora toca contarles un cuento, un cuento de verano, como corresponde a este mes de agosto, que en mi pueblo transcurre entre sol brillante y chaparrón suave, y como corresponde a este oficio de abuela.

Érase una vez un duende de la arena - empiezo. Y antes de que pregunten qué es eso, sigo.

Los duendes de la arena son seres muy pequeñitos que viven en el fondo del mar. Son divertidos, juguetones y graciosos. Tienen el color de la arena con la que se confunden y por eso casi no se les ve. Les encanta jugar con sus amigos, las sirenas, los caballitos de mar, los pulpos, las medusas, los delfines y los cangrejos. Todos arman unas fiestas allá abajo que ríanse de los carnavales.

Pero lo que más les gusta a los duendes de la arena es jugar con los niños en las playas. Nadie más los puede ver, ni los mayores, ni los que no creen en la magia ni los vigilantes de la playa. Solo los niños se dan cuenta de su presencia cuando están con cubos, palas y rastrillos intentando hacer un castillo en la Playa de la Arena. A Julia y a Álvaro muchas veces se les desbaratan y desgorrifan las torres, se les llenan de agua los fosos y aquello parece más un potaje de berros que un castillo.Pero entonces se produce el milagro. Notan que junto a ellos hay un reburujón de arena que poco a poco les va ayudando con su magia a que todo salga bien y a terminarlo antes de que suba la marea, el gran reto de los castillos de arena. Construyen torres unas encima de otras, puentes entre ellas, túneles, almenas, caminos, puertas y ventanas. No solo pueden poner banderas en lo alto, sino que, misteriosamente, cerca aparecen estrellas de mar, caracolas, conchas de nácar, perlas (o algo parecido), piedritas pulidas y transparentes... que van a adornar los muros haciendo que el castillo parezca el palacio de las hadas. A los niños les gusta mucho y notan que al duende también.

Pero hace poco los niños echaron de menos al duende. No estaba en la playa, ni en las olas, ni en el quiosco de los helados. Por más que lo buscaron, no aparecía. Hasta que vieron el periódico que Aba leía y leyeron la noticia de que muy lejos, en Dinamarca, un país del norte, alguien había hecho un  enorme castillo de arena, de más de 20 metros y de 5000 toneladas de arena. Era precioso, tenía torres altísimas, mucho más altas que un hombre, criaturas marinas gigantes, fosos, ventanas ojivales y faros brillando. Y entonces los niños comprendieron que solo un duende de la arena podría haber hecho aquello. ¡Mira dónde estaba! exclamaron los dos. Con razón el castillo no se caía ni por el viento ni por las olas. ¡Era la magia del duende!

Ahora están los dos niños emocionados mirando al mar, esperando a que vuelva el duende y le enseñe más trucos. Están seguros de que entonces el castillo que hagan este verano será el más bonito de toda la playa.

Y colorín, colorado, este cuento se ha acabado.

Y ahora Aba se pregunta si les habrá gustado ¿Recordarán el cuento en estos días cálidos del verano cuando se entierren en la arena como croquetas y jueguen con ella a ser constructores de sueños? ¿Lo recordarán más tarde como para contárselo a sus hijos?

Pienso que seguramente estos cuentos de las abuelas se perderán, como se pierden muchas otras cosas, a lo largo de otros largos veranos en los que yo ya no estaré y el recuerdo se diluya entonces como castillos de arena bajo los vientos y los embates del mar.

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