jueves, 25 de junio de 2009

Un punto de locura



Yo tuve un amigo que levitaba. Bueno, que decía que levitaba porque realmente nunca lo vi por los aires. Él decía que no se iba a poner a levitar delante de mí que era una descreída y que mi escepticismo le quitaba la inspiración. Yo le contestaba que, si lo veía subiendo a los cielos como si fuera la ascensión de la Virgen, yo sería su primera fan y desaparecería de sopetón toda mi incredulidad. Pero ni por esas lo convencí.
A lo largo de nuestras vidas todos hemos tropezado con personas así, con un punto de locura, como decimos los lógicos: un profesor de un instituto del sur que fue tirando los boletines de notas de sus alumnos por toda la autopista, con la posterior recogida por parte de una policía asombrada; un primo mío, que lee los libros marcha atrás, desde el último capítulo al primero; el Anoniman de la Autopista del Norte, que cada semana hace sonreír o pensar a todo el que pasa, con sus frases al borde de la carretera (“Atrapa el instante” fue una de las últimas)…
Hace poco en un velatorio un señor al que no conocía, al enterarse de que yo era profesora, vino pitado a exponerme su teoría del lenguaje. El español, decía, es un idioma muy complejo debido a los tiempos verbales y él tenía una propuesta fabulosa para arreglar esto: usar solamente los infinitivos y los adverbios. Por ejemplo, en lugar de decir “yo comí”, teníamos que decir “yo comer ayer”. Me lo decía totalmente en serio, con el entusiasmo del descubridor.
Tengo también un recuerdo de infancia que no sé si fue verdad o lo soñé. Estoy vestida con un traje repolludo de volantes almidonados a los 3 o 4 años viendo en el parque cómo los chiquillos desharrapados se cuelgan del tiovivo de los caballitos cuando pasa a toda velocidad. Los encargados, enfadados, los echan fuera. Yo estoy imaginando cómo será esa experiencia libre y desinhibida y, sin pensarlo, me cuelgo yo también y en unos minutos gloriosos doy una extática vuelta mientras oigo los gritos de mis padres, de los encargados y del mundo entero.
Ya sé que los sesudos científicos explican todas estas acciones con que si el lado derecho o el izquierdo del cerebro. Pero ¿no es hermoso pensar que en la naturaleza humana hay también un punto de locura que nos redime de tanta lógica?

(El dibujo es de John Tenniel, ilustrador de "Alicia en el País de las Maravillas", un cuento un poco loco creado por Lewis Carroll, un lógico matemático)

domingo, 21 de junio de 2009

Noche de San Juan bendito




Yo me puse de parto por primera vez una noche de San Juan hace 37 años. Según mis cálculos todavía faltaba un mes y pico para que naciera mi hija y esa noche fuimos a ver a unos amigos que se casaban al día siguiente. Tomamos algo en la terraza de su casa en el barrio de la Salud, viendo las hogueras que en aquel entonces llenaban de humo y luz la noche chicharrera.
Al llegar a casa pensé que algo me había sentado mal y le pedí a mi marido que me hiciera una manzanilla. Y entre manzanilla y manzanilla, de repente caí en la cuenta de que probablemente estaba dando a luz.
Mi hija siempre ha sido así. Si la citan a las 9, ella ya está plantada una hora antes esperando el santo advenimiento. Y para nacer no iba a ser menos. En lugar de ser como su hermano que, 3 años más tarde, casi viene de 10 meses (yo nunca he tenido partos normales de 9 meses), no. Me dejó sin boda de amigos, sin la gimnasia preparto que iba a hacer después de terminar las clases en ese mes que me faltaba, y sin poder comprar ropita para ella, que también tenía previsto hacerlo ese mes. De hecho, la vistieron con cosas de la clínica, mientras mi madre y mi hermana salían escopetadas a comprarle pañales y faldellines.
Así que el día de San Juan siempre ha sido especial en mi casa. Siempre ha habido fiesta de cumpleaños y, cuando nos vinimos, 8 años después de nacer mi hija, a vivir al campo, la celebración se acompañó siempre también de una hoguera con el muñeco correspondiente en su cumbre.
Los niños pasaban cerca de un mes recolectando palos, cartones, ramas, cajas, alguna silla rota… Buscaban trapos y sombreros para hacer un muñeco tamaño natural que a mí siempre me recordaba a los “mayos” que en mi niñez hacía mi abuela: el día 1 de mayo abrías los ojos y allí enfrente de tu cama estaba el “mayo”, con su cara de trapo y su sonrisa roja, dándote de paso un susto de muerte. No sé de dónde venía esa costumbre de mi abuela pero ella se partía de risa. Los muñecos de mis hijos, sobrinos y niños de los alrededores no eran tampoco difíciles de hacer: rellenaban una escoba y un palo atravesado y allí estaba “Telesforo” o “Pancracio” o como quiera que lo llamaran. Lo realmente difícil era evitar que encendieran la hoguera a las 5 de la tarde.
Hoy los alrededores de mi casa están ya asfaltados y no hay terreno para hogueras. Pero, dentro de la celebración por el cumpleaños de mi hija, está también el verlas en el valle, aspirar el olor a madera quemada, oír a cierta distancia las risas y los petardos de los niños, y ya, de noche, después de la cena, con velas en la mesa en homenaje a los fuegos de otros tiempos, cantar al son de la guitarra la canción sabandeña: “Noche de San Juan bendito, alumbrada por hogueras…”

Feliz cumpleaños, hija. 

lunes, 15 de junio de 2009

Una promesa es una promesa




Confieso con rubor que una vez hice una promesa. Tenía 14 años y prometí que, si aprobaba la reválida de 4º, iría caminando a Candelaria. Cuando la aprobé dije: “Eh, eh, desde el cruce con la carretera general, tampoco hay que pasarse”.
Pero, a pesar de este desliz de juventud, no entiendo muy bien este tema de las promesas. Si yo fuera Dios o la Virgen de Candelaria me importaría un pimiento lo que alguien camine o deje de caminar. Como si se quiere quedar en su casa viendo la tele, vamos.
Y menos entiendo todavía cuando la promesa es por delegación. Una prima mía se pasó no sé cuantos años vestida de blanco con una cinta amarilla en la cintura por una promesa de su madre. La pobre estaba tan harta que, cuando se casó, dijo que de cualquier color menos de blanco. Y una vez que me enfermé y vi las orejas al lobo, una amiga vino a decirme, cuando me curé, que ella había hecho la promesa de que, si yo me curaba, yo tenía que ir a ver a la Siervita. ¿Por qué no prometió ir ella, digo yo?.
Pero, mira por donde, me ha dado una idea que me apresuro a comunicar a todos mis allegados: ante cualquier contrariedad de la vida prometan, si se resuelve, que yo tengo que ir en peregrinación a:
Rocamadour, sitio precioso donde los haya, situado en el valle del Lot en Francia, en uno de cuyos muros está clavada la espada de Roldán.
O a Santa María de Lebeña, una iglesita en la espesura del bosque bajo el perfil de los Picos de Europa, en donde se respira un aire sagrado de siglos.
O a una iglesia de las que jalonan desde Alemania la ruta jacobea. Pongamos, por ejemplo, la Abadía de la Sainte-Foy de Conques con su pórtico del Juicio Final.
O a Santa Sofía en Estambul, una de mis asignaturas pendientes.
O al Monte Saint Michel, rodeado de mar a ratos, majestuoso y romántico.
O a un templo hindú con sus budas orondos y dorados.
O a cualquier lugar sagrado y lejano que la imaginación de ustedes me asigne.
Yo, que tengo ahora tiempo y ganas, puedo prometer y prometo (como decía Suárez) que allí estaré como un reloj.
Porque lo prometido es deuda. Y una promesa es una promesa. 

lunes, 8 de junio de 2009

El río de la vida



Mis mañanas ahora se dividen en mañanas de diligencias y mañanas de relax. Y,  a veces, en una mezcla de las dos. Hoy, por ejemplo, que llovió temprano, la mañana se ha quedado fresca y soleada. Doy un paseo, mientras resuelvo cosas, por las calles peatonales de La Laguna.
Me encuentro a una tía mía que me cuenta que lleva un mes en obras en su casa con lo que esto conlleva: desayuno y comida en casa de sus hijas, cena y dormir entre escombros y el resto del tiempo cerrar los ojos y decir en plan lorquiano “que no quiero verlo”.
Entro en el banco a cancelar una cuenta (37 euros) de mi padre, que murió hace 3 años. Le pregunto qué es lo que tengo que hacer a una empleada que pasa y me dice, airadamente, que una cuenta no se cancela así como así, que hacen falta la tira de papeles y no los dos que yo llevo (testamento y certificado de defunción) y que espere a que me pueda atender. Me siento, obediente. En esto se queda otro empleado libre y me lo resuelve en un pispás con una sonrisa. Le digo que lleva una corbata muy bonita y le alegro el día.
Me siento a tomar un café en una terraza de la calle Herradores con un compañero, también jubilado, que se está dedicando al teatro. Hablamos de lo que me gustó su última obra.
Pasa por allí una exalumna suya y nos cuenta que viene de una entrevista de trabajo para camarera y que le han ofrecido por trabajar de la mañana a la noche 200 euros al mes.
Entro en la joyería de Mai, que siempre te recibe con una sonrisa en los labios, a comprar unos zarcillos para una amiga. Hablamos de sacar copias de unas fotos que nos hicieron a las dos de pequeñas en un cumpleaños. Nos reímos recordando viejos tiempos.
Conozco entonces a una lectora de este blog. Es encantadora y tiene un hijo de un mes que protesta por estar quieto. A él le encanta pasear y moverse. Le digo que a mí también. Después de hablar un rato y ver que compartimos conocidos, llegamos a lo de que el mundo es un pañuelo.
La madre y la hermana de un amigo se paran y me cuentan que vienen de revisión del traumatólogo, una por una rodilla y la otra por una muñeca. Por esas casualidades, al rato me llama mi amigo y me dice que se ha caído de una escalera de mano y se ha dislocado el hombro.
Voy a buscar unos papeles al notario. El marido de mi prima, que trabaja allí, me enseña con arrobo las fotos, preciosas, de los 14 perros que tiene en su finca.
Dos alumnas del año pasado me dan un beso rápido, mientras se van a la biblioteca a preparar la PAU.
Voy a la librería y me entretengo un rato hablando con Beatriz, mi librera favorita, sobre los últimos libros que hemos leído. Salgo con tres para regalar y con uno para mí que ya tengo ganas de abrir.
A veces una mañana en La Laguna supone encontrar una historia en cualquier esquina.
A veces un simple paseo puede convertirse en un viaje por el río de la vida.  

lunes, 1 de junio de 2009

Érase una vez



Nosotros, los niños de mi generación, los que ahora estamos ya jubilados, somos niños del cuento de la una. En aquel tiempo en el que no había televisión, ni móviles, ni mucho menos Internet, la radio suplía con creces nuestro deseo de que nos contaran historias. Cuando salíamos del colegio a las 12 y media, corríamos a casa y escuchábamos el cuento de la 1 mientras nuestra madre nos ponía la comida.
Ahora, cuando los amigos nos reunimos y los recordamos, nos damos cuenta de cómo nos preparaban para los embates de la vida. A los niños, si no había comida, se les abandonaba en medio del bosque, como en Pulgarcito, por lo que había que espabilar y aprender a buscarse la vida no fuera qué. No te podías fiar de las madrastras, que por un quítame allá un look, mandaban matar y arrancar el corazón a Blancanieves. Y ni siquiera te podías fiar de las madres si eran como la de Caperucita, que mandaba a su hija, como si tal cosa, a un bosque infestado de lobos, sola ¡y de rojo para que no pasara desapercibida! Las brujas cebaban a los niños, como en Hansel y Gretel, para comérselos, o sea que mejor estar flaquito, cosa lógica en una posguerra. Eso sí, si le dabas suficiente calor a una planta, podrías tener habichuelas para comer toda tu vida, así que sería mejor que te gustaran. Había princesas encerradas que le decían al príncipe: “Os echaré mis trenzas para que trepéis por ellas”, con lo cual ni hablar de cortarse el pelo, no sea que nos encontráramos en esa tesitura. Y un príncipe le decía a su princesa: “Estáis llorando, luego me amáis”. Esta frase, cuya conexión yo no entendía, podía hacernos relacionar las lágrimas con el amor. El cuento de El gato con botas, bastante edificante, enseñaba que, con mentiras, robos y usurpación de personalidad, un desheredado podía llegar a ser inmensamente rico y casarse con la princesa. Y del respeto a los animales, ni te digo. Me acuerdo de un cuento en el que se cantaba esta canción: “Pajarillos que en el campo / habéis venido de lejos, / mirad que os está mirando / el hijo de Marmolejo. / Tiene un tirador de goma / que maneja con destreza / y (verso que no me acuerdo) / que sus abre la cabeza. / No os comáis, pues, el grano / y marchad para otras tierras / porque en estas en verano / al que se muere lo entierran”. Drástico el cuentito.
Ahora nuestros infantes están protegidos por lo políticamente correcto y en toda Europa hay asignaturas en las que se les educa en el respeto a los demás (nada de dormir a todo un pueblo, ¡y cien años!, si una de sus dirigentes se ha quedado dormida, como la Bella durmiente); y también en el respeto a los animales: no hay que matar al lobo que es una especie protegida. Los dragones ya no existen por eso precisamente.
De todas formas, los abuelos seguimos contándoles a los nietitos los cuentos de la 1. Y ellos, con ojos como platos, nos oyen y nos piden que se los contemos una y otra vez. ¿Los estaremos traumatizando?



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