lunes, 25 de noviembre de 2019

Una casa como Rivendel




Rivendel es, en los libros de Tolkien, la casa de Elrond, el medio elfo. "Oculto en algún lugar delante de nosotros está el hermoso valle de Rivendel, donde vive Elrond en la Última Morada", anuncia el mago Gandalf cuando va con los enanos a rescatar un tesoro perdido. En la "Guía de lugares imaginarios" de Alberto Manguel y Gianni Guadalupi se dice de Rivendel que es un "valle abrigado y profundo a orillas del río Sonorona y al oeste de las Montañas Nubladas de la Tierra Media. (...). Es una casa grande, con corredores, escaleras y salones, construida en lo alto y con vista a jardines de flores fragantes". Cuando Bilbo Bolsón la conoce en "El hobbit" la describe de esta manera: "La casa era perfecta tanto para comer o dormir como para trabajar, o contar historias, o cantar, o simplemente quedarte sentado pensando, o una agradable mezcla de todo esto. La perversidad no tenía cabida en aquel valle". En ella te puedes encontrar a un grupo que compone una canción, a otros que hablan junto al jardín o a quien dormita junto al fuego. Cuando Frodo finalmente va allí en "El Señor de los Anillos", después de una aventura terrible perseguido por los Jinetes Negros, sabe enseguida que es un lugar en donde parece imposible sentirse triste o deprimido, una casa en que el tiempo se pasa sin sentir y que basta estar allí para curarse del cansancio, el miedo y la melancolía.

Aunque estemos en el mundo real y no en una epopeya fantástica, y aunque parezca mentira, hay lugares de estos en el mundo, casas así, donde sientes que estás seguro y en paz. La casa de mis amigos Juan y Carmen, un lugar visitado por mí desde hace años, es uno de esos sitios y cada vez que voy me acuerdo de Rivendel.

La semana pasada estuve allí en una celebración anticipada del Día de Acción de Gracias que nos suele organizar cada año Leslie, un amigo americano que quiere compartir con los demás esa fiesta que le es tan grata. Comimos pavo con su relleno y su salsa gravy y tuvimos una larga sobremesa de conversaciones tranquilas mientras la tarde caía sobre la casa en los altos de Tegueste. Y es en esos momentos cuando me recuerda a Rivendel, la casa élfica. Nadie parece tener prisa ni lugar asignado y cada uno se mueve por donde quiere. Hay cuatro que se han ido a una mesa pequeña al fondo a jugar al dominó y se oye el rumor de sus jugadas y el sonido de las fichas en la mesa. Hay grupos que hablan y comentan y gente que va y viene entre ellos. Hay quien entona una canción a la guitarra y quien duerme una siesta tapado con una manta al lado del fuego de una chimenea que crepita, cálido, toda la tarde. Hay una chica joven que rodeada de primas y hermanas, da de mamar a su bebé recién nacido que mira asombrado el mundo alrededor. Hay quienes ojean libros que están en una repisa esperando por si a alguien le apetece llevarse alguno y quienes están sentados solos simplemente pensando mientras se toman una copa. Y todos parecen sentirse en paz viviendo y disfrutando del momento único. A mí me llega el eco de Tolkien: "Basta estar aquí para curarse el cansancio, el miedo y la melancolía".

Por supuesto, toda casa es un reflejo de sus dueños y ellos, Carmen y Juan, personas buenas y generosas donde las haya, hicieron esta casa pensando en abrirla a familiares y amigos para que fuera un sitio así de especial en el que la hora de irte siempre llega por sorpresa y al que siempre tienes ganas de volver. Lo han logrado. En lo alto de la puerta que da salida al jardín, donde corren y juegan los niños, un letrero proclama el lema de la casa: "Vivir es compartir". 

lunes, 18 de noviembre de 2019

Ser madre da mieditis




Querida amiga, me cuentas que, cuando menos lo esperabas y por primera vez, estás embarazada y que en estos momentos, con 5 meses de gestación, te encuentras muerta de miedo. Aparte de felicitarte, solo puedo decirte que te entiendo perfectamente. Cuando una espera un bebé a los 20 y pico años, como me pasó a mí a los 24, se lo toma alegremente y en plan comando: lo que sea, será. Pero a los 42 como es tu caso, ya te lo piensas más, ya sopesas el futuro y ya vienen las retahílas de los "¿Y si...?". Además, a tu edad, estás acostumbrada a la buena vida sin ataduras detrás: viajes al quinto pino, excursiones y salidas largas los fines de semana, alegres cenas de amigos hasta las tantas de la madrugada... ¿Y ahora qué hago?

Sí, ser madre da mieditis. Y aunque lejos de mí está el asustarte más, es bueno, pienso yo, que vayas preparada para afrontar los sustos de la maternidad. Empezando, claro, por un hecho impepinable: los dos primeros años ten por seguro que no dormirás, porque los bebés duermen de día y por la noche están de jolgorio llora que te llora. Pero tú no te preocupes. Lo que tienes qué hacer es lo que hacía mi hijo con los suyos que, entre arrullo y arrullo, todo ojeroso y despelujado, se consolaba diciéndose a sí mismo: "Pero compensa, eh, compensa".

Luego vendrán las enfermedades de la niñez, el caerse de los columpios, los piojos, el que en el colegio Carlitos lo mordió..., todo lo que mantiene a una madre -y a un padre- en un sinvivir. Oh, la época dorada del colegio... Pero compensa, eh, compensa.

Más tarde la adolescencia de tus niños te hará desear vivir en un sitio más o menos desierto (el Polo Norte o algo así), un lugar donde no hayan oído hablar de Carnavales, ni de Noches en Blanco ni de eventos ruidosos y escandalosos, a todos los cuales sin excepción tus hijos se querrán apuntar, mientras tú, en plan "logístico", te dedicarás a llevarlos, a traerlos y a poner velas al Cristo de La Laguna para que lleguen bien. Pero compensa, eh, compensa.

Y no te digo nada cuando saquen el carnet de conducir y tengan novios y novias y los veas sufrir amores y desamores. Y tú con ellos... Pero compensa, eh, compensa.

Y tengo que añadir, querida amiga -sin ánimo de asustarte, repito- que el mayor problema no son esas minucias que te he contado. No, el mayor problema es que un hijo es para siempre. Aunque se independicen, aunque se vayan al otro extremo del mundo, aunque sean ya personas hechas y derechas de casi 50 años, te seguirás preocupando y pidiéndoles, cuando van de viaje, que te digan que llegaron bien, o cuando les notes la voz triste, seguirás sintiendo la mano helada en el corazón.

Y a pesar de todo, a pesar del miedo, de las preocupaciones, de que tu vida ya no será nunca más una senda sin sobresaltos, tengo que decirte que, aunque él lo decía con sorna, tenía razón mi hijo. Compensa. No sabes cuánto. Ninguna madre querría renunciar a esta vida plena, a este camino empinado y repleto de recovecos que es la maternidad. Y llegará un momento sublime en que sientas un amor que no te quepa en el pecho, porque tu hijo te eche los brazos al cuello y, como hizo el mío con 3 o 4 añitos, te diga: "¡Ay, mami, los amores que te tengo!". O te dé las gracias, ya de mayor, por ser su madre, como me hizo mi hija hace poco con un poema que me ha llegado al alma:

"Gracias
por todos los días
que quise salir huyendo
y me detuviste.

Gracias por dejarme soñar
en medio de esta pesadilla.
Pero despertarme 
a tiempo para no llegar tarde.

Gracias
por todas las veces que dije
"No puedo más".
Y me sostuviste.
Y pude.

Por sentarte a hablar conmigo
y escucharme.
Aunque no dijera nada.
Por escuchar mis silencios.

Por recordarme esas cosas
que la vida había borrado. 
Y abrazarme,
cuando solo la nada nos abrazaba.

Gracias.
Mil gracias.
Por ser. Por estar. Por querer."


Compensa, claro que compensa. Así que, querida amiga, disfruta de tu bebé ahora y siempre sin miedos que valgan.

(Para Leti)

lunes, 11 de noviembre de 2019

La dictadora




Aunque les parezca mentira (porque yo soy una persona que hasta mi marido reconoce que tengo muy buen carácter y mis amigas, que más ecuánime y conciliadora, imposible), en mi familia tengo fama de dictadora. Imagínense, yo, que de censuras y dictaduras quedé saturada y bien servida para toda la vida desde que en los tiempos lejanos de mi juventud nos prohibían ver películas 3R (para mayores con reparos) porque los protagonistas se daban cuatro besos de tornillo; o nos hacían escuchar en una canción aquello de "apoyada en el quicio de la celosía", en lugar de "apoyada en el quicio de la mancebía", no fuera que se nos ocurrieran pensamientos pecaminosos o vete tú a saber qué. ¿Yo, dictadora? ¡Ja!

No me explico esa fama, la verdad. Aunque tal vez la cosa empezó porque en casa de mis padres la tele estaba encendida a todas horas, desde las primeras de la mañana hasta la Carta de Ajuste por las noches. Tooooooodo el día. Y además, como mi padre estaba medio sordo, a todo volumen. Entonces yo, cuando llegaba, y sobre todo cuando llegaba a la cena de Nochebuena -la mesa puesta toda preciosa, la casa llena de gente animadísima hablando a gritos, el árbol centelleante, la tele soltando berridos por esa pantalla...- yo iba y, sin encomendarme a nadie, plaf, apagaba la tele y (nunca mejor dicho) santas pascuas.

Y también es verdad que en la última boda familiar, cuando estábamos sentados en un jardín primoroso, mientras pasaban bandejas de viandas y brindábamos con champán a la salud de los novios, una pareja cantaba por el micrófono -y, ojo, cantaban muy bien- a tan alto volumen que en mi mesa no podíamos escucharnos los unos a los otros. Así que me levanté y me fui a la mesa de hijos y sobrinos y les pregunté que si alguien les podía pedir a los cantantes que bajaran el sonido (después de todo no estábamos en un concierto, sino en una comida). La carcajada fue general y ya oí a mis sobrinos hablando (a gritos porque si no, no los hubiera oído) de las "salidas" de la tía.

La última fue esta semana que fuimos a cenar con hijos y nietos en un sitio muy bonito. Allí no fallaba nada. Buena comida y bebida, entorno agradable, música de fondo bajita... Todo perfecto. Hasta que en un momento me veo que, de los 9 que estábamos en la mesa, 5 estaban tecleando furibundos en el móvil, teniendo conversaciones con gente de Las Chimbambas, mientras los 4 restantes hablábamos de otros temas. Se me ocurrió entonces que podíamos hacer como en la familia de mi amiga Eli, que son un montón y que, cuando se reúnen, incluso si es un fin de semana, ponen todos los móviles en una bolsa y no los usan si no es para una urgencia. A gozar de la compañía y del diálogo. Pero cuando lo propuse, me miraron como si estuviera loca.

Y no es eso. Uno de los grandes placeres de la vida es hablar con los demás, contar y escuchar una historia -curiosa, divertida, interesante-, saber de la vida de los que quieres, comentar, si estás comiendo, lo ricas que están las empanadillas, conversar. Por eso, desde que el hombre es hombre, en los pueblos prehistóricos se reunían en torno a las hogueras a hablar, a decidir, a organizarse, a divertirse. Y después, a través de las civilizaciones, siempre ha habido momentos de distensión y de aprender a convivir, en largas comidas y celebraciones y en tertulias y reuniones informales. Y en las familias, ese momento fue siempre en las comidas y cenas: mirarnos unos a los otros y alegar y comentar y reírnos. Sin teles, sin ruidos, sin móviles. Las televisiones, las músicas, los móviles son inventos estupendos pero cada cosa tiene su sitio y en estos están de más.

Yo quiero decirles a hijos, sobrinos y nietos que yo no soy una dictadora. Que solo quiero que, cuando estemos juntos, recuperemos y celebremos lo que Giner de los Ríos llamaba "el santo sacramento de la conversación". Nada más, y nada menos, que eso.

(A mi grupo "Katowice")

lunes, 4 de noviembre de 2019

La casa del abuelo y el ángel de la guarda




Hace 5 años publiqué un post titulado "La casa del abuelo". El abuelo era el abuelo Antonio, el abuelo de mi marido, un hombre recio y bondadoso con unos increíbles ojos azules. Y la casa es una casa de campo, tal vez del siglo XVIII, nada pretenciosa, llamada "El Naranjero", que albergó a generaciones de campesinos que se levantaban al alba y se acostaban al ponerse el sol. Entonces escribí que "esas casas de gruesos muros y buenos cimientos que llevan en pie más de dos siglos, son sólidas y desafían al tiempo. Y, si hay alguien que las ame, siempre hay esperanzas de que renazcan. A nuestra casa le ha llegado el tiempo de revivir. Hemos empezado por el tejado antes de que se viniera abajo, y por el granero y el balcón. Y ahora, poco a poco, le toca al resto."

Por fin, cinco años después, en este noviembre inusualmente cálido, la casa no está terminada porque una casa viva nunca se termina, pero ya es vivible. En estos años hemos ido dibujando sueños que, más tarde y paulatinamente, un grupo de obreros animosos han hecho reales. Y ahí está, como la Puerta de Alcalá, en pie, con el suelo de tea recuperado, su tranca en la puerta como antaño, su bodega -ay, sin el vino del abuelo-, su huerto de la lata, su tejado de tejas antiguas y el aljibe y el lagar pintados y remozados. Ahora toca amueblarla e irla viviendo. Y en principio ir celebrando el milagro de verla así, cuando casi la hemos visto en el suelo.

Este sábado hicimos uno de los primeros estrenos, una comilona en la bodega con los artífices de la obra, una gente tan orgullosa de su buen trabajo que hasta uno de los contratistas tiene en su foto de perfil del wasap el techo de madera de la bodega. Allí estaban los contratistas, Miguel y Efraín que después de años de hablar y proyectar, ya son como de la familia. Allí estaban los trabajadores -Juan, Felipe, Jose, Padro, Vicente...-, unos profesionales como la copa de un pino, a los que siempre les vimos una sonrisa de bienvenida y una mente creativa para solucionar los problemas. Y allí estaba también Álvaro Fajardo, el amigo que nos recomendó a este grupo entusiasta y que, conocedor de la restauración de casas antiguas, nos aconsejó, y bien, en muchas ocasiones. Nos trajeron (¡encima!) regalos preciosos: vino y flores y una tarta, pero también una escultura de Álvaro hecha con raíz de castaño centenario, digna de un Giacometti, y unas fotos preciosas de la casa en los 80 cuando parecía que nadie le iba a hacer caso.

Comimos, brindamos por los trabajos bien hechos y hablamos sin parar de todo, en una sobremesa larga y cómoda entre amigos que se entienden. Hablamos de la casa y de quienes la habitaron, de las infancias de cada uno, de perros y gatos, de historias del pasado y del presente. Álvaro , tan desmitificador que incluso dice que los fantasmas de las casas antiguas son simples crujidos de la madera seca, nos contó una teoría suya sobre los ángeles de la guarda. Según él, las leyendas siempre aseguran que los niños están especialmente protegidos por los ángeles de la guarda. Todos dimos fe de ello y nos acordamos que de pequeños rezábamos por las noches lo de "Ángel de la guarda, dulce compañía, no me desampares ni de noche ni de día". Bueno, pues Álvaro dice que el ángel de la guarda es en realidad el sistema inmunológico que cuida, protege y ampara a los niños, haciendo que, aunque sean unos mataperros y amantes del peligro, generalmente y "milagrosamente" nunca les pasa nada.

Al final, por la noche, me quedé pensando en el día tan estupendo que habíamos pasado y en las teorías de Álvaro. Tal vez, me dije, pase algo parecido con las casas antiguas, guardianas de sueños y recuerdos de quienes las quisieron y habitaron.  Tal vez Álvaro, los contratistas, los albañiles, el carpintero, el electricista, el fontanero, nosotros mismos... hemos ejercido de ángel de la guarda de la casa, de sistema inmunológico, aportando ilusión y ganas para protegerla y hacer que reviva y vuelva a albergar comidas, como esta alrededor de una mesa, en las que haya risas y nuevas historias. Ayer, qué quieren que les diga, hasta un poco arcángel me sentí. 
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