lunes, 26 de marzo de 2018

Hacia el Tornasauce




¿Se han fijado la cantidad de veces que, en muchos momentos de nuestra vida, hacemos cosas que no queremos hacer, pero que las tenemos que hacer? Miren, si no, a mi marido. Lo que más le gusta del mundo es soltar sus palomas en las mañanas claras, verlas volar sentado en una hamaca debajo del naranjo de la huerta y silbarles después para que, obedientes a su señal, vuelvan al palomar. No parece pedir mucho ¿verdad? Y, sin embargo, a cada rato está rezongando porque se le acumulan los compromisos y las obligaciones: llevar el coche a la ITV, o sacar papeleos absurdos y permisos para cualquier cosa, o arreglar el bajante que se rompió en la cocina, o ir a una reunión de la comunidad de vecinos, que es una de las cosas más aburridas que existen, o someterse al dentista... En el caso de las mujeres, ¿hay algo peor que tener que comparecer ante un mamógrafo, "un híbrido entre plancha del pelo y compactador de residuos diseñado por algún heteropatriarca de libro que te las junta, eleva y aplasta hasta dejártelas reducidas a sendas tarjetas de crédito sin saldo", según la periodista y compañera de fatigas Luz Sánchez-Mellado?

"¿Cuántas cosas nos sentimos obligados a hacer -dice el protagonista de un libro que acabo de leer, "La mujer de la libreta roja", de Antoine Laurain-  por principios, por conveniencia o por educación, cosas que nos pesan y no cambian en absoluto el curso de los acontecimientos?". Yo, en esos momentos de desvalimiento, me acuerdo de Frodo y sus amigos, los hobbits de "El Señor de los Anillos" de Tolkien, cuando se internan en el Bosque Viejo, un bosque raro y hostil en que los árboles parecen moverse y llevarte a la zona más maligna, el Valle del Tornasauce en el sur. "¡No iremos en esa dirección!", dirá Merry. El caso es que ellos, todavía animados por el espíritu de la aventura, quieren ir hacia el norte y no hay manera: los senderos se desvían y descienden abruptamente al sur, los árboles se cierran, aparecen fallas profundas e inesperadas en el terreno y zarzas que obstruyen el paso... y, aunque no quieren, se ven obligados a seguir "un itinerario que otros habían elegido para ellos", hasta llegar a la parte más oscura y peligrosa.

Los salva, por supuesto, un ser mágico, Tom Bombadil, que aparece inesperadamente saltando por el camino, un tipo extravagante ("El viejo Tom Bombadil es un sujeto sencillo, de chaqueta azul brillante y zapatos amarillos", canta) que los rescata de los árboles asesinos y los lleva a su casa, un sitio seguro: "Nada entra aquí por puertas y ventanas, salvo el claro de la luna, la luz de las estrellas y el viento que viene de las cumbres".

Lo mismo nos pasa a nosotros en la vida. Muchas veces nos parece que no andamos nuestro propio camino sino el que otros han elegido por nosotros  y que te van poniendo zarzas y obstáculos y obligaciones y cosas que no te apetecen nada de nada, hasta que de repente puedes darte cuenta de que, si no has dicho muchas veces que no, estés llevando una existencia en la que no puedas sentarte debajo de un naranjo sin tener remordimientos. Mis ex-compañeros, que por ser más jóvenes todavía están trabajando y enseñando, me cuentan que se asfixian en papeles, que casi todo su trabajo -tan creativo- se difumina entre informes y que están deseando ser mayores para jubilarse. Demasiada seriedad, demasiados trámites, demasiados requilorios, demasiada lejanía de lo que verdaderamente importa.

No nos queda más remedio en este caso que sacudirnos y mirar por simplificar la vida lo más posible. Hay un montón de consejos para eso y todos los conocemos: actuar por placer y no por compromiso, no perder tiempo en lo que no lo merece, no ser esclavo de nada ni de nadie, no vivir para trabajar, dar importancia a los festejos y regocijos, no hacer caso al qué dirán, no agobiarnos ("no agoniarnos", decimos en La Palma)... Hacer lo que sea para no pasarnos la vida hundidos en el valle del Tornasauce, porque en nuestro caso no hay ningún Tom Bombadil que aparezca saltando por el camino.

lunes, 19 de marzo de 2018

Receta para ser una estupenda insensata




Mi aforista preferido, Sergio García Clemente, en su libro "Mirar de reojo", tiene una frase que me encanta y que dice así: "Llegar a la vejez con muchas ganas de vivir es una estupenda insensatez".

Hoy cumplo 70 años y, aunque todavía no me lo creo, se supone que esto es llegar a la vejez, lo cual se traduce en que me queda menos vida por delante que la que he dejado atrás. Yo tenía un tío  -la alegría de la huerta- que, a estas edades, cada vez que llegaba a casa decía lúgubremente: "Un día más. Y un día menos". Y sin embargo, a pesar de mi tío, cumplo años hoy con unas enormes ganas de vivir. Para celebrarlo y explicármelo, me he puesto a buscar y a reunir los estupendos ingredientes de la receta que ha hecho que sea tan insensata. Ahí les van:

De fondo y de principal componente pongo el encuentro, en una excursión que la Universidad hizo al Puerto hace 52 años, con la persona que más quiero y que más me quiere, la que me hace el desayuno cada mañana y que, si no fuera por el genio que gasta, le diría. "Santito, ¿dónde te pondré?".

A eso añado un cucharón de una infancia segura y feliz en una casa llena de gente donde todo el mundo opinaba, alegaba y se metía alegremente con el otro sin que temblara Roma. "El sol que brilló sobre mi infancia -decía Camus, y yo con él- me libró de todo resentimiento".

Lo adobo todo con hijos, parejas de hijos y nietos, de muy buena cosecha, que me miman, me resuelven los problemas de la vida moderna y empiezan a mirarme con cierta condescendencia, ¡angelitos!

Le echo un buen chorretón de amistad con mis grupos de amigos, "viejos amigos para conversar", pero también para  compartir los buenos y malos momentos. Cuento con ellos desde siempre y ellos saben que pueden contar conmigo.

Espolvoreo todo con especias extraordinarias: un pizco de familia grande, tolerante y divertida, por aquí; otro pizco de buenas elecciones en el camino de la vida por allá (la docencia de la filosofía, la empatía con miles de alumnos, la vida en el campo con el silencio como acompañante...); otro pizco de aficiones como leer y viajar, por acullá...

Al final culmino con la escritura de este blog que tengo desde hace 10 años (buena añada) y que proporciona un bouquet de nuevos amigos, nuevas reflexiones, nuevos encuentros. 

Revuelvo todo y dejo reposar.

Ahora es el momento de disfrutar la receta, de soplar las velas de una tarta rodeada de los que quiero y de sentirme felizmente insensata ¡Brindo por ello con todos ustedes!

(La imagen inicial es un dibujo de mi nieta Eva de José González)

lunes, 12 de marzo de 2018

Historias de Los Sauces: La historia de Lionor




Esta semana pasada perteneció a las mujeres. Ellas han sido protagonistas de marchas masivas, huelgas y manifestaciones en todo el mundo. A todos los wasaps nos han llegado las fotos y los vídeos; imágenes curiosas como la de "Las meninas" sin mujeres porque se habían ido de huelga (resultaba muy extraño y desangelado ver solo a Velázquez, al hombre de la puerta al fondo y al rey en el espejo); minicuentos como "Había una vez una princesa que se salvó sola. Fin"; un contrato para maestras de 1923 en el que no se podían casar ni ir con hombres, ni salir después de las 8 de la tarde, ni fumar o beber, ni teñirse el pelo, y otras lindezas por el estilo; frases, carteles, chistes..., todos sobre el mismo tema: la deseada igualdad de oportunidades y la misma consideración social para todos los seres humanos, independiente de sexo o condición.

En homenaje a esa larga lucha, hoy quiero hablarles de una mujer, una antepasada mía que vivió en Los Sauces toda su vida, desde que nació en 1775 hasta que murió en 1860, y cuyo testamento -una joya, oigan- me llegó gracias a Marcelo, otro de sus descendientes. Se llamaba Leonor Machín, aunque todos -y ella misma se nombraba así- la conocían por Lionor. Hablo de ella porque, en un tiempo en el que las mujeres pintaban muchísimo menos que ahora, fue poderosa e hizo lo que le dio la gana, a juzgar por lo que se conoce. 

Se casó con José Isidoro Herrera que no aportó nada al matrimonio, pero ella, la Lionor -detalla en su testamento-, heredó 13 propiedades (sus padres eran una familia rica de la costa de Los Sauces) y, durante el matrimonio, ampliaron sus bienes hasta tener 40 propiedades entre tierras y casas. Tuvieron 10 hijos y su testamento es un prodigio de minuciosidad al repartir todo entre ellos. Miren, por ejemplo, un párrafo donde detalla algunas cosas que había regalado a mi retatarabuela Josefa por su boda y cuyo valor reclamó después. Lo transcribo con la ortografía de la época:

"También declaro yo, la Lionor, que le di a la dicha María conosida por Josefa muger de José Conde cuando se casó una caldera de cobre que su valor eran cinco pesos corrientes, unos sarcillos de oro su valor cuatro pesos, un Rosario de asabaches con cruz de oro su balor dos pesos, una cruz de pecho su balor cuatro pesos y cuatro de plata porque era de oro, un telar de sintas su balor tres pesos, un clabo de pecho de oro su balor dos pesos, cuatro sábanas y una colcha, una cucharilla de plata, y es mi voluntad que lo que importan todas esas piesas y el valor que se le dará a las sábanas, colcha y cucharilla se le llebe en cuenta de su legítima. Cúmplase que es mi boluntad.". Impone ¿verdad?

De los 10 hijos dejó mejorados a 4, que heredaron 8000 pesetas de las de entonces, mientras que a los otros 6 les dejó 3000. Estos protestaron y hubo juicios hasta que años después se llegó a la partición de bienes. Se cuenta que a uno de esos juicios, muerto ya su marido, asistió la Lionor disfrazada de hombre porque no dejaban entrar a las mujeres.

Fue enterrada, tal como ella dejó dispuesto, en la capilla de la Virgen de la Iglesia de Montserrat. Fue arbitraria e injusta con sus hijos (vete tú a saber por qué), fue rica y, aunque no sabía escribir, supo hacer siempre su santa boluntad. Exactamente igual que un hombre.

Y digo yo ¿dónde habrán ido a parar los zarcillos de oro, el rosario de azabaches, la cucharilla de plata, las 4 sábanas, la colcha y las demás cosas que le regaló a mi retatarabuela?

(La imagen de inicio es de Los Sauces, arriba a la derecha)

lunes, 5 de marzo de 2018

El arte de insultar




Hace un tiempo recibí una llamada curiosa que me dejó perpleja. Era de un noviete que tuve a los 15 años a quien no había vuelto a ver ni oír desde entonces (y hablamos de más de 50 años). Por lo que se ve, se había enterado de mi número y me llamaba para contarme su vida (de la mía no me preguntó nada). Se había separado de su mujer y, además, se había enfadado con todos sus hermanos (tenía 6 ó 7) por follones de herencia, cosa que pasó a relatarme con pelos y señales durante las 5 ó 6 veces que continuó llamándome.

No recuerdo casi nada de los pormenores que me contó -eran muy aburridos, como suelen ser estas cosas-, pero sí lo que me fascinaron los insultos que prodigaba generosamente a toda su parentela, como si fuera un rey mago repartiendo caramelos. Eran insultos canarios, ya casi desaparecidos entre la juventud de hoy, pero habituales entre la de nuestra época. "El papafrita de mi hermano...", "la muy babieca...", "Es que es un totorota, un pollaboba, un belillo...", "Y me dijo como una guanaja...", "Es que no hacen sino chafalmejadas... ". Tortolín, troncocol, abobancado, tolete, canchanchán, sorullo, machango... salían de su boca como si fuera un diccionario ambulante, recordándome otros tiempos y otras maneras de insultar, menos agresivas y más pintorescas que las de ahora. Y es que da la impresión de que hoy el repertorio se ha limitado solo a unas cuantas palabras malsonantes, relacionadas con la sexualidad (cabrón, hijoputa...) o con la caca-culo-pedo-pis que tanto gusta a mis nietos pequeños (pedorro, bobomierda...).

Lo que sí hay que admitir es que el insulto es una característica universal. En todas las culturas se insulta alegremente al prójimo, aunque algunos insultos son bastante sosos, como en Japón en donde los improperios se relacionan con las verduras (¡Berenjena, que eres una berenjena!)  o cuando entre los judíos se manda a alguien "a molestar chinches". Además, aunque se intentan disimular disfrazándolos o poniendo puntos suspensivos ("vete a la m..."), todo el mundo está bastante bastante enterado de los insultos y sabe perfectamente cuál es la palabrota que se ha omitido. Como decía un personaje de Santa Cruz a quien le gustaba llamar a las cosas por su nombre: "¡No me diga consio, dígame coño!". Somos seres insultones y belicosos. Razón tenía Konrad Lorenz cuando decía que los seres humanos somos agresivos y que esa agresividad es precisamente uno de los motores del progreso.

Y no crean que aplaudo el insulto, Dios me libre. Cuando alguien apoya su discurso en insultos es que no encuentra argumentos racionales que le den la razón. Pero digo yo, si somos así de virulentos ¿por qué no hacerlos más originales? El capitán Haddock en las historias de Tintín domina perfectamente el arte de insultar. No cuesta nada ampliar el catálogo y soltar como él un ¡Cercapiteco! ¡Anacoluto!, ¡Bachibuzuk!, ¡Cataplasma!, ¡Giroscopio!, ¡Jugo de regaliz!, ¡Archipámpano!, ¡Colonquíntido!, ¡Rocambole!... Usar estos o los insultos canarios de mi noviete perdido sería una manera estupenda de dejar descolocado al que recibe la rociada y que este suelte un "¡Huy, lo que me ha dicho", dejándonos tan contentos de ser maestros, demonios, en el arte de insultar.

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