lunes, 27 de enero de 2020

Cuando todas éramos Marisol




Nosotras, las de mi generación, hemos nacido el mismo año que Marisol, 1948 (año más, año menos), lo cual significa que hemos crecido con ella. Con ella cantábamos a los 12 años el "Adelante, mis valientes, con la espada, con los dientes..." cuando interpretó "Un rayo de luz", Con ella seguimos en "Ha llegado un ángel" (copiándole, de paso, el pañuelo azul que se ponía en la cabeza y que pronto llevamos todas), en "Tómbola", en "Marisol rumbo a Río"... Y al mismo tiempo que a ella ("La nueva Cenicienta") nos empezaron a gustar los chicos. En el fondo todas la considerábamos una de las nuestras. Más guapa, más rica, más artista... pero una de las nuestras.

Dábamos por hecho también ingenuamente que su existencia era idílica. Aclamada por todo el mundo, viviendo en casa de ricos, teniendo el mundo a sus pies, sería de tontos no ser feliz. Pero ya en nuestra adolescencia más de una vez nos planteábamos si se lo estaría pasando tan bien como nosotras cuando íbamos a la playa o a un guateque o simplemente al cine con los amigos. Sabíamos que vivía en Madrid, lejos de su familia malagueña, que no iba al colegio, que tampoco iría a la Universidad después y que toda su vida parecía estar encaminada y programada. Incluso cuando se casó con Carlos Goyanes, el hijo de su jefe, la cosa parecía seguir una pauta organizada de antemano por alguien que no era ella.

Hay un libro de P. G. Wodehouse -"El gas de la risa"- en el que se habla del mundo de Hollywood y de un actor infantil, Joey Cooley, de largas pestañas y dorados rizos, "el Ídolo de las Madres Americanas". Joey me recuerda a Marisol. Cuando el protagonista se encuentra con el actor infantil, este le cuenta que es un esclavo pataleado y oprimido: "No me dejan jugar porque puedo hacerme daño. No puedo tener un perro porque podría morderme. No me permiten ir a una piscina porque corro peligro de ahogarme. Y por si fuera poco... ¡agárrese! no puedo comer dulces porque aumento de peso." Y anhela marcharse con su madre, que hace un pollo frito al estilo del sur estupendo, a Chilicothe, Ohio, pero no puede porque tiene un contrato que estipula que tiene que vivir con su productor y obedecer lo que este le diga. Igualito que le pasó a nuestra Marisol, que lejos de tener una buena infancia y adolescencia, se convirtió en un instrumento para hacer dinero.

Por eso nos gustó tanto su época rebelde. Más tarde que nosotras, eso sí, pero también fue a manifestaciones, también se decantó por ideas políticas, también se fue a vivir con quien quiso, también empezó a elegir como quería vivir. Y cuando mucho más tarde, hace 35 años, fue más allá y decidió romper con la fama, los autógrafos, las entrevistas, los conciertos, el barullo y los focos, entonces nos gustó todavía más. Marisol, al mismo tiempo que decía adiós para siempre al escaparate público, ganó el derecho a ir a la panadería a buscar el pan, a salir con su gente a tomarse un vermut, a vivir, igual que nosotras, una vida normal.

Las mujeres de mi generación pasamos de una dictadura a una democracia, de una vida en la que teníamos que pedir permiso para todo a otra en que nos las agenciábamos por nosotras mismas. Marisol lo hizo pasando a ser Pepa y en ese viaje creció en valentía y en dignidad.

El sábado pasado por la noche, en la Gala de los Premios Goya, le dieron el Goya de Honor en su Málaga natal. Cuando a principios de este mes estuve allí, vi como el paseo delante del Teatro Romano estaba lleno de cartelones preciosos con su imagen. La Gala estaba preparada para que el Teatro se viniera abajo si ella, menuda, frágil y siempre hermosa, se presentara allí, otra vez ante los focos. Pero no lo hizo y fueron sus hijas quienes recogieron el Goya. Coherente con la decisión que había tomado hace tanto tiempo y por la que decidió ser libre para perderse, lo vio, igual que nosotras, desde un sitio en calma, como dijeron sus hijas. "Pepita, este Goya es para ti", dijo su hija María. "Va por ti", repetimos todas las que hemos crecido con ella, las que también somos abuelas de 71 años, dueñas de nuestro futuro. Esa noche, más que nunca, todas, orgullosas de su fortaleza, volvimos a ser Marisol.





lunes, 20 de enero de 2020

Que salga el sol por Antequera


(Antequera al ponerse el sol. Al fondo, la Peña de los Enamorados)

Siempre me ha gustado el dicho "Que salga el sol por Antequera y que sea lo que Dios quiera" (o "y póngase por dónde quiera"), porque es en realidad un grito de guerra, una frase para que no nos desanimemos ante los escollos, piedrecitas y toniques que la vida nos va poniendo en el camino y para que nos lancemos a la aventura.

El origen está en que allá por el siglo XV en Granada, cuando estaba de moda conquistar ciudades al moro, el Infante Fernando estaba dudando de si merecía la pena meterse en tamaño berenjenal o no, cuando se le apareció Santa Eufemia (los santos eran entonces muy de aparecerse, ahora ni se asoman), rodeada de leones y ángeles (qué menos) y le animó a ir a por todas y ¡que salga el sol por Antequera (sitio por donde nunca sale visto desde Granada)! El Infante Fernando sacó pecho, se decidió y terminó tomando Antequera que hoy, agradecida, le tiene dedicada una de sus calles principales y a Santa Eufemia, el patronazgo de la ciudad.

La casualidad es que aquí, en Tenerife, también tenemos nuestra Antequera, una playa escondida y estupenda al pie de la cordillera de Anaga a la que habré ido tres veces en mi vida. Y más de una vez he oído completar el dicho y hacerlo nuestro con "Que salga el sol por Antequera y en Guamasa se pose". Hay que tener en cuenta que en una isla el sol sale y se pone por el mar (según donde te pongas) y que en Guamasa, siempre tan nublada, no es visitante habitual. En los dos casos de las dos Antequeras, significa lo mismo, otra manera de decir "p'alante" más allá de las indecisiones.

El caso es que esta semana he dormido 5 noches en la Antequera de Málaga en un viaje de Turismo Social (que es como se llama ahora el Imserso) y me ha encantado. Vamos, que le diría al Infante Fernando que tuvo buen ojo. "Antequera" significa "la Antigua" y algo de eso se siente si nos metemos en la cueva de Menga, una galería dolménica de piedras gigantescas levantada por los antequeranos de hace 6000 años. Lo curioso de esta cueva es que tiene un pozo del que casi no se ve el fondo (19,5 m.) y que, en lugar de que la salida esté orientada al sol como las demás, mira hacia la Peña de los Enamorados, una curiosa formación montañosa en forma de cabeza de indio narigudo de la que también se cuentan leyendas. Me puedo imaginar a los que construyeron Menga arrastrando la losa más pesada (180 toneladas) y diciendo: "No puedo con esto", "Sí, hombre sí, empuja tú un poquito por ahí que yo tiro otro poco por aquí... ¡y que salga el sol por Antequera!". Una cosa estupenda es que el pueblo tiene casi tantos bares como iglesias y conventos, y eso dice mucho de un pueblo. Y dulcerías donde comer el bienmesabe o restaurantes donde probar las migas o la porra antequerana, uno de mis platos preferidos.

Es, además, una buena base para acercarnos a Málaga, siempre tan luminosa; o a la Costa del Sol, con sus yates y su barco de Chanquete; o a pueblitos andaluces de callitas empedradas y de rejas de las de enamorar en las ventanas: Frigiliana, Mijas la de los burritos tristones, Setenil de Las Bodegas bajo las rocas, Nerja o Ronda, la de los bandoleros, asomada a ese tajo impresionante que solo un también impresionante puente puede salvar. Y todo eso en medio de un paisaje de olivos y almendros en flor, salpicado de lagunas que sobrevuelan las garzas y los flamencos. Momentos para el recuerdo: dos guitarristas tocando delicadamente "Recuerdos de la Alhambra" de Tárrega al lado del tajo de Ronda; un vermut en una terraza sobre el mar transparente de Nerja; o la lápida puesta en la tumba de Torrijos en Málaga (tapada durante la dictadura): "A vista de este ejemplo, ciudadanos, antes morir que consentir tiranos".

Fue un viaje bonito y entretenido. Y corto como nos gustan ahora que nos cansamos más. Pero da igual. Alguno de mis compañeros de viaje hasta llevaba muletas ¿Y eso fue acaso un obstáculo? Que nos salgan muchas ocasiones como esta para disfrutarlas... ¡y que salga el sol por Antequera!

(Para María José, Edu, Ana 1 y Ana 2, nuestros guías, que nos explicaron estupendamente los dimes, diretes, datos, fechas, historias, leyendas, personajes... de una tierra única. Gracias.)

lunes, 6 de enero de 2020

Pertrechada para el 2020




Una de las tradiciones de mi casa (y de miles de casas más) es oír la mañana del 1 de enero el Concierto de Año Nuevo que la Filarmónica de Viena nos regala todos los años. El concierto es como el turrón, las peladillas, el nacimiento, el pavo de Navidad, las uvas de Nochevieja, la cabalgata de Reyes... Algo sin lo cual no se concibe la Navidad y que habla en un lenguaje universal.

El ritual de esa mañana es fácil. Empieza después de los jolgorios de la noche anterior que hacen que nos acostemos a las 4 de la madrugada lo más temprano y que nos levantemos, un poco resacados, hacia las 10 o por ahí. Entonces hay que hacerse un té, acompañarlo por ejemplo de un trozo de torta francesa, que hace mi amiga Carmeliña y que sobró de anoche, y sentarse, mientras lo vas tomando despacio, todavía en pijama y zapatillas y chaqueta peludita y amorosa, en el sillón de la sala con los pies reposando en una butaca apropiada. El mundo, fuera, está en silencio. Tú abres la tele y a gozar ¡Ya estamos en Viena!

De joven, cuando estudiaba en un Colegio Mayor en Madrid, había dos hermanas que habían ido a estudiar Virtuosismo allí. Mi amiga Ana y yo las llamábamos "las virtuosas", claro. Bueno, pues que conste que yo no soy ninguna "virtuosa", que no entiendo de música (solo hice 3 años de solfeo y uno de piano hasta que convencí a mi madre de que aquello no era lo mío), que no tengo mucho oído cuando canto... pero que todo eso no es obstáculo para emocionarme con la música, para cantar también y para disfrutar de un buen concierto. Y más de uno como este, el concierto más visto del mundo, tan familiar que ya me parece conocer -como si lo hubiera visto por dentro y no solo por fuera- el Musikverein y su Sala Dorada con sus cisnes, sus columnas y cariátides, sus preciosos arreglos florales y sus brillantes lámparas de cristal.

Como siempre, me encantó. Al Director de este año, Andris Nelsons, lo encontré cercano, cómplice con los músicos, hasta divertido. Tocó la trompeta, bailó y jugó con la orquesta, sonrió con la mirada y nos deleitó con las oberturas, polkas, valses y marchas de los Strauss y parentela. Y también con el Homenaje a Beethoven. 2020 es su año, el 250º aniversario de su nacimiento. En el descanso, mientras sonaba la música del maestro, se proyectó una historia en la que una joven recorre la estela del músico y va encontrando, en los lugares en los que vivió, hojas -perdidas y llevadas por el viento- de una desconocida Décima Sinfonía. Bella y original.

El concierto me inundó de música: el vals exquisito "Donde florecen los limoneros" de Johann Strauss hijo; la obertura de "La caballería ligera" de Franz von Suppé, tan vibrante que, si cierras los ojos, tienes la impresión de caballos yendo a la batalla con el viento en las crines; la alegre polka "Tritsch-Tratsh" (que quiere decir algo así como "¡a mí, plin!"), que Johann Strauss escribió para acallar los chismorreos sobre una supuesta infidelidad; el vals "Disfrutad de la vida", para que no se diga; y las de siempre, el vals "En el bello Danubio azul" y la "Marcha Radetzky", sin las  cuales parece que no puede empezar el año.

También, de paso, el concierto me llevó a los preciosos pueblitos del sur de Austria que conocí con mis amigos de Viena, Walter y Suzana, por Salzburgo, por los lagos, por el Danubio (que no es azul), por la catedral de San Esteban y por esa Viena que no puede entenderse sin las notas de una melodía de fondo.

Pero lo mejor es que, cuando termina el concierto, siempre queda la sensación de que el mundo está en paz. Atrás quedan, por el poder de la música, los malos ratos del año anterior y te encuentras de pronto preparado para afrontar los retos del nuevo año. En una novela de Hanif Kureishi un niño pregunta: "¿Papá, para que sirven las canciones?". Y el padre responde: "Para que seas feliz, aunque sea por unos minutos". Ese es el sentido de la música, que nos blinda y nos deja pertrechados para lo que venga. Pase lo que pase, siempre nos quedarán momentos mágicos como este Concierto con el  que todos los años empiezo el Año Nuevo.
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