martes, 27 de diciembre de 2022

El coraje de mi generación


La Rambla, años 50

No es por nada pero yo presumo un montón de mi generación. Tengan en cuenta los años en que nacimos, los 40-50 del pasado siglo, en  plena posguerra nacional y mundial, en medio de una crisis tremenda en la que la mitad de la población se veía obligada a emigrar, en una dictadura en la que no te enterabas de la misa la mitad y, lo que es peor para un españolito de a pie, en la que no podías protestar, con lo que nos gusta eso. En aquellos tiempos, cuando alguien de fuera preguntaba que qué tal nos iba y contestábamos: "No me puedo quejar", significaba exactamente eso: "No. Me. Puedo. Quejar".

Bueno, pues con ese panorama, mi generación aprendió a quejarse, a manifestarse, a correr cuando te iban a pegar, a conseguir metas, a mostrar coraje. Dos botones de muestra, de cuando todavía éramos niños:

Uno, en los Escolapios, octubre del año 56 en clase de gimnasia a niños de 13-14 años. . El profesor, un teniente del ejército, no había venido los días anteriores y, además, estaba lloviendo. Todos supusieron que no habría clase y no llevaron el traje de gimnasia. Pero sí que la hubo y el profesor obligó a todos a hacer la gimnasia y tirarse al suelo en medio de los charcos. Yo creo que ahí hubo un conflicto de intereses y de mandatos. Por un lado, la obediencia a la autoridad del profesor y, por otro, la obediencia a la autoridad materna que dictaminaba que, como te ensuciaras la ropa, te mataba. El caso es que esta última prevaleció y los niños empezaron la revolución, al principio más suave - Nos ponía a marchar y cuando mandaba girar, no girábamos sino que tropezábamos unos con otros", me dijo un informante amigo- y después, cuando el profesor fue a llamar al prefecto,  más alborotada: salieron a la Rambla, aporrearon la puerta, dieron gritos de "fuera, fuera" y desinflaron las ruedas del Fiat del profesor. Pero les pareció poco contundente la cosa y cogieron entre todos el coche y lo subieron a la Rambla. La revolución al poder.

Segundo botón de muestra: colegio de las Dominicas, año 1962. Desde hacía semanas se había anunciado que el transatlántico France haría en su viaje inaugural su primera parada en España en el puerto de Santa Cruz. Como a noveleros no hay quien nos gane tampoco, no se habló de otra cosa en esos días sino de ir a ver el barco. Las niñas internas del colegio, que oían todo el día la misma cantinela, France va, France viene, pidieron a las monjas que las llevaran a verlo, o si no, que las dejaran verlo desde la azotea. Pero ni caso le hicieron. ¿Qué iban a hacer ellas? Cinco internas decidieron fugarse, saliendo confundidas entre las externas y, privadas, vieron lo que todo el mundo: el barco de pasajeros más largo del mundo que lucía espléndido en un muelle engalanado con banderas francesas y españolas, mientras la señora del presidente francés, Madame De Gaulle, descendía por la escalerilla entre aplausos (entre ellos, los de mis amigas internas).

Los dos casos mostraron resolución, creatividad, iniciativa y, sobre todo, encontraron un modo de protestar ante una situación que consideraron injusta. Y claro que recibieron su castigo. Los escolapios estuvieron castigados las tardes de los jueves y los domingos hasta navidades en la sala de estudios. Y como no se chivaron de quiénes fueron los cabecillas, como Fuenteovejuna el castigo recayó en todos a una. Y las 5 internas dominicas (que tampoco se chivaron de quién fue la idea, aunque lo sabíamos todas) fueron condenadas al ostracismo: ni dormir ni comer con las demás, ni postres, ni recreos durante un par de meses. Pero tanto los unos como las otras, cuando se reúnen hoy en comidas de compañeros, recuerdan esos momentos con risas y orgullo, conscientes de que, si quieres algo y haces por conseguirlo, aceptas también las consecuencias.

En estos días de fin de año en los que se mira al futuro y se desempolvan profecías, muy optimistas ellas, hasta de Nostradamus (guerras, bombas, hambrunas...), yo me siento orgullosa de pertenecer a esta generación mía, que votó una Constitución, que protagonizó una transición a una democracia (en la que sí se puede protestar y quejarse) y que ha mostrado coraje cuando había que hacerlo.

¡Feliz 2023! (¡Nostradamus a nosotros...!).


El France



lunes, 19 de diciembre de 2022

Un cuento de Navidad en el Parque



El señor que estaba sentado en un banco del Parque llamaba la atención. No solo porque era alto, con cabellera blanca y unos ojos azules muy brillantes en una cara surcada por arrugas, sino también porque irradiaba buen humor y paz con el mundo. Tal vez por eso, unos niños que estaban cerca se sentían atraídos por él y lo miraban con disimulo mientras discutían en voz baja:

- Pa mí, que es Papá Noel de incógnito- decía el más alto, que también era el más soñador.

- ¿Y el traje rojo, listillo? - apuntó otro, que era desconfiado y presumía de no creérselo todo.

- Bueno -contestó el otro-, no siempre irá de rojo, digo yo. Ni que fuera un guardia de uniforme.

- Siempre va de rojo- dijo una niña pelirroja, tajante- Y además, siempre va diciendo eso de "jo, jo, jo". 

- No sé ni por qué hace eso -comentó otra niña bajita- ¿Qué tiene tanta gracia?

- Y también -añadió la pelirroja, que se creía una autoridad en tales temas- siempre entra por las chimeneas. Por eso, a mí casa no viene. No tenemos chimenea.

- Y además -siguió el desconfiado- ¿dónde están los renos? Igual los perdió por el camino -ironizó- Por aquí es difícil aparcarlos...

El señor del Parque no había perdido renos; lo que había perdido era la memoria. Primero, olvidaba dónde dejaba las cosas: las llaves, las gafas, la cartera. Después, los nombres de cosas y personas, y más tarde, los sitios en los que había sido feliz y los sitios en los que no. Pero recordaba, como si hubiera pasado el día anterior, el momento aquel, hacía ya más de 60 años, en que vio por primera vez a su mujer y le sonrió como si la hubiese estado esperando. Cuando empezó a olvidar, ella le había dicho. "Mientras no te olvides de mi nombre..." Y tampoco lo olvidó: María

Los niños sentían curiosidad por el señor del Parque. Miraba con bondad y en un rincón de su cara un hoyuelo temblaba por aparecer.

- Tal vez sea un rey mago -volvió a decir el alto, que ese día tenía ganas de magia.- Melchor, que es el del pelo blanco.

- ¿Estás loco? -atacó el desconfiado- Fíjate cómo va vestido ese señor: pantalones de pana, camisa a cuadros, chaleco... ¡Un rey mago! ¡Bah!

- Los reyes magos llevan coronas de oro y mantos de armiño -repartió sabiduría la pelirroja enterada- Lo sé porque... -y bajó la voz a la categoría de susurro- yo una vez me levanté la noche de reyes y vi, escondida, a uno cuando me ponía los juguetes en el zapato.

- Yo también he visto a alguno...

- Y yo.

- Y yo - dijeron los demás, que no se querían quedar atrás.

El desconfiado iba a preguntar que "además, ¿dónde había dejado el camello?", pero le pareció que era mucho remachar.

Al señor del Parque le gustaban los animales y los niños. y a ellos les gustaba el señor. Un gatito que pasó por allí se restregó contra su pierna esperando una caricia que recibió. Y los niños se iban acercando cada vez un poco más. El señor les regaló una sonrisa, hoyuelo incluido, y a lo mejor hubieran empezado a tener una buena charla, cuando él vio venir a su mujer y su cara resplandeció de alegría y se levantó: "¡María!".  Ella llegó hasta él, lo cogió del brazo y se alejaron por el Parque, hablando y riendo.

Los niños se quedaron solos. Pero el alto, después de pensar un poco, siguió erre que erre:

- ¿Saben qué? Pa mí que el señor ese era San José. Y la mujer, la virgen...

- ¿Y la burra? - preguntó el otro.

lunes, 12 de diciembre de 2022

Las compras de Navidad



Es curioso que, con lo que me gusta la Navidad. cuando pienso en todos los libros que he leído sobre ella, me siento poco identificada con ellos. Nada de fantasmas de navidades pasadas, presentes o futuras (Cuento de Navidad de C. Dickens), nada de pociones diabólicas para celebrar el Año Nuevo (El ponche de los deseos de Michael Ende), nada de Santa Claus bajando por la chimenea (Una visita de San Nicolás de Clement Clark Moore)... No. Pero si hay una escena con la que empatizo totalmente en estos tiempos de estrellas y bolas de colores, es aquella con la que empieza Agatha Christie su novela El tren de las 4,50.

Les cuento. La señora MacGillicuddy llega a la estación de trenes después de un día frenético de compras de Navidad en Londres. Camina, deprisa y sudorosa , para coger el tren cargada de paquetes mientras gentes que suben y bajan en todas direcciones la zarandean sin compasión. Al fin se instala confortablemente con un suspiro de alivio en su vagón de 1ª clase. Y entonces viene la escena que me gusta: La señora MacGillicuddy levantó la vista a la red y miró sus paquetes con complacencia. Las toallas para la cara le habían salido a buen precio y eran exactamente lo que quería Margarita; la pistolita para Robby y el conejo para Juanita eran para dejar satisfechos, y esa casaquilla de noche era precisamente lo que ella necesitaba, pues a la vez abrigaba y vestía. Y lo mismo el jersey para Héctor... En una palabra, se sentía complacida por el acierto de sus compras.

Todas aquella personas a las que no les queda más remedio que comprar regalos en medio del trajín de estas fechas (y que encima, como yo, no son muy entusiastas de las compras y viven lejos del mundanal ruido), se verán reflejados en esa señora, cansada pero satisfecha: en un día lo ha resuelto todo, no tiene que salir más y lo que ha comprado es lo que ha querido.

Para estos trabajos ineludibles yo haría varias recomendaciones. La primera, hacer una lista exhaustiva de lo que más le gustaría a cada uno: qué vas a comprar y dónde. Y no perder la lista, claro, como me pasó una vez que la metí sin querer en el cuaderno de una alumna que estaba corrigiendo y al día  siguiente ella me dijo: "Profe, ya sé todo lo que van a regalarle los Reyes a sus hijos". La segunda es delegar en la gente joven, que compra tan bien, sabe lo que quieren los niños y no se cansan tanto. A mí me compran todo, menos los libros que los compro yo (y de paso me los leo). Y tercera, que la salida sea pronta (si es en noviembre, mejor) y placentera. Este año lo he resuelto de dos veces, una con mi hermana y otra con mi hija y mi nieta mayor (salida de chicas), que incluían "premios" como una comida rica en medio o una visita, lenta y "revolviona", a una librería.

Y después, cuando llegamos a casa, empaquetas y revisas lo comprado con la misma complacencia que la señora MacGillicuddy: este libro le va a encantar a mi hija; los 2 regalos para la cena de nochebuena (para una especie de amigo invisible que admite el robo de regalos y que premia al más robado) son originales y no sobrepasan los 15 euros acordados; esta chaqueta-anorak que me compré (los autorregalos  son gratificantes, estás segura de que te sirven y te gustan) es fina y abrigadita a la vez; el pañuelo para Tina tiene un color muy bonito, y hay algún regalo de broma que hará reír a mi marido...

Es entonces el momento perfecto para sentirse la señora MacGillicuddy de los pies a la cabeza: En una palabra estoy complacida por el acierto de mis compras.

lunes, 5 de diciembre de 2022

Una tortilla de 25 huevos



Hace tiempo les hablé de un librito delicioso que he regalado un montón de veces (aunque no sé si se encontrará ahora porque es del 98). Se llama "El primer trago de cerveza y otros pequeños placeres de la vida" y su autor es Philippe Delerm. En ella habla de 34 instantes placenteros, sencillos y personales, como ese primer trago de cerveza, o el olor de las manzanas o leer en la playa: momentos preciosos que la vida te brinda y que te hacen pensar que esta merece la pena. Algunos compartimos con él y otros, no, pero lo que es verdad es que existen y nos definen.

Uno de esos pequeños placeres, según el autor, es cuando los amigos te invitan a cenar, sobre todo si no te lo esperas. Cuando nos invitan por sorpresa, pasamos a ser casi de la familia, casi de la casa. (...) Flotan perfumes de escalonia y de perejil que parecen venir de otro tiempo, de un lejano clima de confraternidad. (...) Antes de cenar, nos sentaremos a conversar en torno a la mesa ya puesta, los pies apoyados en la barra un poco alta de la silla de mimbre. Nos sentimos a gusto, completamente libres, ligeros, nos sentimos adoptados.

Esa sensación que él describe tan bien de anticipar el placer, de saltarse a la torera el tiempo y la rutina, de llenarte de expectativas es la que una tiene cuando un amigo te invita a cenar a su casa. Noviembre ha sido un mes pródigo en invitaciones agradables: comidas de reencuentros con amigos que viven lejos en tierras frías y vienen a pasar el invierno a la isla; una de Acción de Gracias de un amigo americano y su mujer, con su pavo, su salsa de arándanos y sus recuerdos; comidas familiares en las que el "¿se quedan a cenar?" por sorpresa nos zambulle de inmediato en la novedad. "Claro que sí, encantada"; la celebración generosa de algún cumpleaños; una víspera de San Andrés en la bodega de un amigo en la que se prueba el vino nuevo...

En todas ellas se agradece la generosidad y el cariño que el que invita reparte a manos llenas. Y siempre alguien te sorprende, como cuando en una cena hace poco nuestro anfitrión nos puso en la mesa una tortilla en la que empleó 25 huevos y 5 kilos de papas (en la imagen inicial). Se necesita ser muy desprendido para regalar tu tiempo a los amigos y ponerte a pelar 5 kilos de papas y a batir tantos  huevos para ponerlo todo a cuajar en el horno y que resulte una tortilla enorme y exquisita.

En mi casa familiar era rara la semana en la que no había alguien de fuera invitado a la mesa, y los cumpleaños y fiestas señaladas se celebraban a lo grande. Algo de esa tradición materna hemos heredado mi hermana y yo (sobre todo ella). A las dos nos encanta invitar y sabemos bien que da lata y requiere planificación: hay que decidir qué vas a poner de comer teniendo en cuenta que hay a quien no le gusta la mantequilla (como a mí) o los tomates, ir a comprar todo, tener la bodega llena, limpiar y poner bonita la casa para los invitados, poner la mesa hasta con unas flores o una vela en el centro, cocinar con todo lo que conlleva (cortar, pelar, aliñar, trinchar, trajinar), lavar los platos... Y encima, estar contenta de hacerlo.

Por eso, porque conozco bien el trabajazo que da preparar cualquier cosa, este es un post de agradecimiento a mi familia y a los amigos a los que les gusta que comparta con ellos una buena comida y una buena conversación, a quienes nos invitan a sus casas por sus cumpleaños o cualquier evento que les apetezca, o simplemente porque vieron en el mercado unas piñas y pensaron enseguida hacerlas, con sus costillas y su mojo de cilantro, con los amigos. A quienes les es tan grata nuestra compañía como para no parecerles tan importante el trabajo.

Somos afortunados cuando tenemos amigos así. Al fin y al cabo, eso es la amistad: ser capaz de pelar 5 kilos de papas y de batir 25 huevos para hacer una tortilla con la que compartir un momento feliz. Tentada estoy de poner su imagen en una bandera.

lunes, 28 de noviembre de 2022

Mi primera (y única) entrevista: Ana González Duque



La semana pasada mi hija publicó su última novela, una romántica titulada El silencio entre tú y yo. Como una de sus lectores cero, ahora me tocaba reseñarla, igual que hice en las anteriores, contando lo bien que me lo he pasado leyéndola (dos veces) y analizando los tiempos, los espacios, la trama y los personajes. Pero esta vez pensé que nunca he entrevistado a nadie y me hacía ilusión hacerlo, que quién mejor que ella para hablar de su obra y que ¡qué demonios! seguro que ella no se atreve a decirme que no. Así que le di, como se dice en la profesión, una "batería de preguntas" y ¡tachán!, aquí está el resultado: mi primera, única y última entrevista a una escritora. ¡Que la disfruten!

¿Cómo surgen las historias? ¿Hubo en esta novela un germen, un principio de lo que iba a ser El silencio entre tú y yo?

Rosa Montero habla de una cosa llamada «el huevecillo» en su libro La loca de la casa. Creo que es algo que, salvando las distancias, compartimos todos los escritores. Ese germen de la historia del que luego vas tirando. Yo empiezo cada novela con una libreta y cada una es distinta. Algunas empiezan por el título, otras por un personaje, otras por una idea de conflicto y otras por un escenario. Esta empezó porque quería construir una historia alrededor de una neurocirujana que trabajara en Dolor Crónico, que era mi especialidad dentro de Anestesia. Así que, en El silencio entre tú y yo, el huevecillo fue Andrea.

¿Y después? ¿La cosa va surgiendo poco a poco o tienes que tenerlo todo organizado en tu cabeza para escribirla? ¿Mapa o brújula?

Ninguna de las dos cosas. Paisajista. Me explico. Un escritor de mapa tiene que tener todo escaletado, cada escena de la novela. Un escritor de brújula sabe normalmente el principio y el final pero no cómo llegar de uno a otro, va improvisando sobre la marcha. Yo soy algo intermedio. Sí que tengo la estructura de la novela antes de empezar: qué pasa en el primer acto, cuál es el primer punto de giro, qué pasa en el segundo, cuál es el clímax de la novela y cómo termina. Y algunos puntos y escenas en medio. Pero el resto es una gran nebulosa que se va aclarando a medida que trabajo en el argumento.

 ¿De qué va El silencio entre tú y yo?

Las dos hermanas Miró no tienen suerte en el amor. Andrea es una neurocirujana que ha pasado tres años fuera de España, entre otras cosas para intentar olvidarse de su novio, que la dejó cuando iban a casarse. Y Susana, su hermana pequeña, profe de Literatura, acaba de encontrarse a su novio con otra. Las dos empiezan a compartir piso y a intentar pasar página, pero la vida a veces te sorprende. A Andrea, con un jefe que no es otro que su exnovio. A Susana poniéndole delante al hombre de sus sueños que pueden convertirse en pesadillas.

 ¿Hay algo de ti en alguna de las dos protagonistas?

Siempre hay algo de mí en cualquiera de mis personajes, incluso en los villanos de las novelas fantásticas porque, después de todo, soy yo la que está detrás. En este caso, Andrea tiene mi experiencia en quirófano de dolor crónico y Susana, el amor por la cocina. Reconozco que soy más Susana que Andrea. 

De los dos protagonistas masculinos, ¿cuál te gusta más y por qué?

Soy del equipo de Pablo. Tal vez porque lo veo más complejo como personaje, me costó más trabajarlo. Bri es divertido y tierno, Pablo está lleno de aristas y es mucho más gris. Será que me gustan los imperfectos. 

¿Hay algún personaje real?

Pues, aunque parezca mentira, Teresa, la vecina imprudente y medio loca. Teresa es real. Es la vecina real de un amigo mío. Recuerdo que yo tenía el borrador de la novela a medias cuando él contó en una cena qué tipo de vecina tenía y que casi les había inundado el piso porque se había dejado un grifo abierto. Después de reírme, pensé: «¿Y si…?». Y le pedí permiso para apropiarme de ella. Espero que la Teresa real (que, por cierto, no se llama Teresa) no me lea nunca. 

¿De qué parte de la novela te sientes más satisfecha?

Parece una tontería, pero del principio y del final. Cuando consigues enganchar al lector con el principio tienes mucho ganado, pero un buen final es oro porque consigue que te vuelvan a leer. Mucha gente me ha escrito diciéndome que les ha gustado el final y que se engancharon enseguida a la novela.

 Dejaste la Medicina por la Literatura. ¿Te has arrepentido alguna vez?

Pues no. A la gente le cuesta creerlo, pero es que estoy haciendo algo que me encanta, soy mi propia jefa y no tengo que hacer guardias de 24 horas ni trabajar los fines de semana ni las navidades.

¿Cómo es el día a día de una escritora?

Lo cierto es que trabajo más horas que cuando era anestesióloga. Me levanto a las siete. Hago una hora de ejercicio y me pongo a trabajar. Por la mañana, suelo agendar el trabajo que me lleva más concentración: escribir, corregir, planificar… La tarde la reservo a las redes, blog, podcast y cursos. Doy clases de marketing para escritores en la Escuela de Escritores de Madrid, en la Universidad Complutense de Madrid y en mi propia web: Marketing online para escritores

¿Ya estás viviendo en otra novela?

Ya tengo planificadas las de 2023 (risas). Pero sí, ya estoy a la mitad de otra novela. Mi idea es terminarla en enero para meterme a fondo con lo que tengo para 2023. Pero hasta ahí puedo leer, como decía Mayra Gómez Kemp.

 ¿Y cuál es la mejor lectora cero del mundo?

 Jajajaja, por supuesto tú. 




Breve nota biográfica: Ana González Duque (Santa Cruz de Tenerife, 1972) trabajó como médico de familia, de urgencias y anestesista durante 21 años hasta que en 2017 decidió colgar la bata y dedicarse a escribir a tiempo completo. Antes se había estrenado como escritora al ganar el Premio Nacional de Poesía Félix Francisco Casanova en 1994 y al año siguiente el Premio Juventud y Cultura de Canarias. Ha escrito tres poemarios, seis libros de no ficción, diez novelas (fantasía, romántica y juvenil) y ha participado en tres antologías de cuentos. Además dirige la empresa Marketing online para escritores (MOLPE), es directora editorial de AnestesiaR, edita libros para escritores en MOLPEditorial y da clases de Marketing para escritores, como ha dicho en la entrevista, en la Escuela de Escritores de Madrid, en la Universidad Complutense y en su propia web. Por último, lleva el podcast de "El escritor emprendedor" y forma parte con otras escritoras de la Tribu de la Romántica, que es un grupo que aboga por la dominación mundial de la novela romántica.

El libro "El silencio entre tú y yo" puede adquirirse en las librerías de Tenerife, en Amazon y en la tienda de Marketing online para escritores (dedicado y con solapas)

lunes, 21 de noviembre de 2022

El animal que hace colas


Cola en Doña Manolita

La semana pasada, como algunos se habrán dado cuenta, no estuve por aquí sino que fui a darme una vueltita exprés por Madrid, a cambiar de aires un rato. Ya saben, un vermut en el Mercado de San Antón, una visita a Segovia, una noche al teatro, los churros del desayuno, caminatas hasta el Retiro, compra de algunos turrones en "Casa Mira"... y para de contar, porque fue un visto y no visto. Pero esta vez, además, me llamó la atención la cantidad de colas que había por todos lados. Hasta me salió un aforismo filosófico, tal como si fuera un Heráclito redivivo: "Todo viaje empieza con una cola".

Es la verdad de la vida. En el aeropuerto, nada más entrar, te obligan a hacer una cola serpenteante, a la derecha, a la izquierda, hasta llegar con la lengua fuera al mostrador de facturación. Y luego, durante la estancia, vi colas para entrar en el Congreso, colas en el Thyssen para una exposición de Picasso/Chanel, colas en el Museo del Prado, colas para entrar en Primark antes de que abran las puertas, colas en el Museo del Jamón, en "1902" para desayunar churros, en el WC de mujeres del aeropuerto... Y, sobre todo, colas kilométricas (recorrían toda la calle del Carmen y luego por lo menos dos manzanas de la Gran Vía) para comprar lotería de Doña Manolita. Gente de todo pelaje y condición regalando horas y horas de su tiempo esperando el santo advenimiento, como nos decían en el colegio. ¿Por qué lo harán?.

Leí hace poco un artículo ("Radiografía de las colas" de Enrique Alpañés) en el que explicaban que hacer colas es un mecanismo de supervivencia en ciudades muy pobladas donde hay pocos recursos para mucha gente: hacen cola para no perderse lo que sea que estén ofreciendo. Que a lo mejor también es por imitación, por eso de "¿Dónde va Vicente? Donde va la gente". O tal vez sea por el instinto gregario, para sentir que formamos parte de algo: "Ah, yo no estaré en el Orfeón Donostiarra, pero hago colas que es un primor"... No sé, pero yo he llegado a pensar que a lo mejor es por vicio.  En las colas de Doña Manolita estaban horas de pie, derechos como postes, con un frío que pelaba y a veces bajo la lluvia. Al lado había mujeres y hombres con paneles llenos con la misma lotería, solo que 2 euros más caros, lotería que cualquiera podía comprar sin hacer cola. ¿Ustedes vieron que alguien se movió hacia ellos para ahorrarse las fatigas? Pues yo tampoco: nadie. Alguna explicación tiene que haber, algún atractivo que los anticolistas no hemos captado todavía.

Como últimamente me estoy poniendo sentenciosa (debe ser la edad), he registrado otra definición del hombre al lado de las que les conté aquí, cuando hablé de la faceta bailona: El hombre es el único animal que hace colas. Cuando un perro, un león o un buitre se acerca a la comida, la cosa es para el primero que llega, nadie dice aquello de "¿Quién da la vez?". 

Y porque ahora no me está dando por lo antropológico, como en otros tiempos, porque ¡menudo estudio se podía hacer de las colas! El tipo de personas, que hay en cada una, las relaciones que pueden surgir (tantas horas esperando dan para  contarse hasta los secretos más perturbadores de toda una vida), el arte de colarse en una cola (creo que los chinos son unos expertos), la diferencia entre las conversaciones de las distintas colas (yo hice una vez una cola para hablar con Joel Dicker en la Feria del Libro y en el tiempo que esperamos me hice amiga de otro lector y entre los dos analizamos su "La verdad sobre el caso Harry Quebert" por delante y por detrás. Imagino que en la cola de Doña Manolita la conversación girará sobre aquella vez que no les tocó el Gordo por solo un número y cosas así). Incluso se podría hablar de la incoherencia del hecho de hacer colas con los refranes de toda la vida, como "El que espera desespera" o "El tiempo es oro", cosas que la realidad de las colas desmiente totalmente.

Cuando volvímos a Tenerife, estuvimos metidos en el avión sin salir durante media hora ¿Qué esperábamos? A que al avión, que era el último de una larga fila de aviones que hacían cola, le dieran permiso para volar. Entonces completé mi aforismo heracliteano: "Todo viaje empieza y termina en una cola".


Cola en el Thyssen


lunes, 7 de noviembre de 2022

Soy negacionista



Los movimientos negacionistas han rechazado realidades documentadas a lo largo de la historia, pero parece que es ahora cuando más se les oye por todos sitios. Primero empezaron con que el hombre no había llegado a la Luna, argumentando que todo había sido un montaje en el desierto de Nevada, que la bandera no debía ondear en el vacío, que les habían pagado millones a los astronautas para que hicieran la pantomima...; después también negaron que Elvis Presley hubiera muerto o que Paul McCartney estuviera vivo; han negado el Holocausto, la evolución de las especies, que la Tierra sea un planeta esférico que se mueve en la inmensidad del espacio (cuando todo el mundo sabe que es plana y está quieta como un guardia, dicen); rechazan el cambio climático y la causa de enfermedades como el covid y la eficacia de las vacunas; y lo último que les he oído negar es la guerra de Ucrania, porque, según ellos, son los propios ucranianos los que se tiran bombas a sí mismos para poner a Rusia en un compromiso.

¡Y una toda la vida siendo afirmacionista! Una fue de las que, con 21 años, vio emocionada cómo Armstrong descendía del Apolo 11 y decía lo de "Es un pequeño paso para un hombre, pero un gran salto para la humanidad"; una ha visto a Paul McCartney vivito, coleando y cantando todavía y no ha vuelto a ver a Elvis desde aquel 16 de agosto del 77; una ha leído relatos y ha visto rastros del holocausto por toda Europa; una está segura de que el hombre ha evolucionado y de que el mundo no es plano, y así lo ha explicado en clase; una ha constatado, por experiencia, que cada vez hace más calor, y por estudios de la Unesco, que en 30 años desaparecerán 460 glaciares debido al cambio climático; una, que se ve ya libre de mascarillas, todavía dice: "¡Benditas vacunas!"; y una, que ve con temor una guerra en Europa, no puede quitar la responsabilidad a los hijos de Putin.

¿Entonces, qué? ¿No nos va a quedar más remedio que convertirnos también al negacionismo imperante, si queremos estar en la onda? ¿Nos van a convencer de que la vida no es como parece? ¿Nos vamos a chiflar todos?

Para que por mí no quede, y aunque ya ellos han negado casi todo, voy a empezar yo también a negar algunas pocas verdades establecidas todavía. Niego la existencia del Coco, personaje al que mis nietos chicos escriben y les cuentan sus cosas. Niego la existencia del Ratoncito Pérez, sobre todo porque no veo por ningún sitio la tremenda fábrica de marfil que tendría que haberse construido con todos nuestros dientes. Y niego la existencia de Papá Noel, que nunca, el muy agarrado, me ha regalado nada. A los Reyes Magos no los niego por si van y se enfadan y no me dejan lo que les voy a pedir este año. Pero creo que con lo dicho ya se me puede considerar negacionista (y a lo mejor hasta influencer, qué lujo).

Y un apunte: todo empezó con Nietzsche (siempre los filósofos son culpables de todo), que fue el primero al que se le ocurrió negar a Dios, y a eso le siguió la catarata de negacionistas. "Dios ha muerto", dijo Nietzsche. Claro que, tiempo después, "el que ha muerto es Nietzsche", dijo Dios.


lunes, 31 de octubre de 2022

Que nos quiten lo bailado



Este sábado, después de mucho, mucho tiempo, fui a un baile. Bueno, fui a una cena al lado del mar al final de la cual había música, un chico cantando canciones conocidas y ¡un baile!.  Claro, que no era un baile como los de antes porque el chundachunda es el acompañamiento habitual de ahora y los bailarines nos limitamos a un meneo acorde con eso. Pero después de todo, había jóvenes bailando a su bola, había un señor de nuestra quinta al que en el 5º compás la pierna le falló (la edad no perdona) y parejas bajo la luna, dando testimonio de que una de las actividades más humanas y placenteras es darle a tu cuerpo alegría, Macarena.

Nosotros de jóvenes (más jóvenes, si cabe) bailábamos mucho cuando salíamos los fines de semana. Recuerdo salas de baile en Santa Cruz y La Laguna (el King, el A-gogó, Las Mimosas...), pero también los guateques en las azoteas de amigos o las verbenas en los pueblos de veraneo. ¿Se ha perdido eso? Nosotros lo pasábamos pipa y la cosa no se limitaba a un chundachunda. Estaba el baile clásico "agarrado" en el que bailabas, hablabas y, si te gustaba la pareja, ligabas; después había bailes tribales y conjuntados (como el madison, por ejemplo), que era como si estuviéramos haciendo la tabla de gimnasia del colegio: 3 pasos a la derecha, 3 pasos a la izquierda, rodilla arriba, rodilla abajo...; y luego estaban los que más nos gustaban, el rock and roll y el inolvidable Let's twist again de Chubby Checker (que hasta Javier Marías, tan serio él, creo que llegó a bailarlo), en los que nos contorsionábamos, nos agachábamos y hasta saltábamos. Nada que ver con la noche del sábado.

¿Por qué bailamos? ¿Por qué, de todos los animales, somos los únicos que movemos el esqueleto al ritmo de una música? En un viaje que hicimos a Croacia, una noche tocaba un grupo en la Plaza Principal de Dubrovnik y fue tanto el entusiasmo y el seguir el ritmo de todos los españoles del viaje, que rápidamente se contagió a toda la plaza que, hasta ese momento, seguían tan serios el concierto. Tenemos una foto de uno de los nuestros bailando con una japonesa que no paraba de reírse, mientras el resto hacía una especie de conga alrededor.

Hay investigadores (por ejemplo, Lawrence Parsons, profesor de Neurociencia cognitiva en el Departamento de Psicología de la Universidad de Sheffield) que estudian el cerebro cuando bailamos, cantamos o seguimos un ritmo. Por ellos sabemos hoy que el baile tiene raíces genéticas, que produce un grado de cohesión social que nos ayuda a sobrevivir y que, si sabemos danzar y entonar canciones, vivimos más.

Así que no lo duden: a pesar de lumbagos, juanetes y achaques, el baile ha resultado ser una vitamina vital. Y lo mejor de todo es que esas rítmicas coreografías que nos montamos cuando no hacemos caso de las tristezas ni del qué dirán, no solo son buenas para estar en forma sino también nos hacen más felices. Y después... ¡que nos quiten lo bailado!


lunes, 24 de octubre de 2022

Poner en primera plana




Hace un tiempo, en 2012, empecé a fijarme en las buenas noticias que aparecían en la primera página del periódico. Durante un año fui reuniendo aquellas que fueran buenas para todos. Por ejemplo, no valía que hubiera ganado tu equipo de fútbol porque esa no era buena noticia para el que perdió. Pues bien, aunque les parezca mentira, a lo largo de un año entero solo se publicaron 5 buenas noticias en primera plana. Hablé de ellas aquí.

Por eso me encantó que este 12 de octubre, hace unos días, aparecieran no una, sino ¡dos! buenas noticias. Entre tanto anuncio desastroso - caos en Gran Bretaña, amenazas de guerra nuclear, deterioro de la economía, huelgas en Francia...- , ¡allí estaban en primera plana! Dos cosas que todo el mundo podría considerar buenas.

La primera era la foto de una niña de 13 meses que miraba el mundo con esos ojazos que tiene los niños pequeños, Emma, que así se llama, ha recibido, en el Hospital madrileño de La Paz, por primera vez en la historia un trasplante de intestino procedente de una persona muerta. Es algo por lo que alegrarse, no solo por por lo que supone que alguien condenado a morir tan pronto se salve, sino también porque en cierta manera el éxito de una operación así es algo en lo que todos hemos contribuido. Para cosas como estas son los impuestos.

La segunda es que la NASA pudo desviar un asteroide peligroso, también por primera vez en la historia. La sonda DART de 600 kg y del tamaño de una nevera chocó contra Dimorfo, un asteroide 10 millones de veces mayor. Una ha estado siempre con la mosca en la oreja mirando el cielo estrellado, desde que en uno de los libros de Tintín, "La estrella misteriosa", también hay un meteorito, una enorme bola de fuego, que va derechito a chocar contra la tierra provocando el fin del mundo: el calor aumenta, el asfalto se derrite, las ratas huyen, los neumáticos revientan... Al final, nos librábamos por un pelo porque pasó a 45.000 km. Cerquita pero sin impactar contra la Tierra. Ufff. Ahora en la vida real hasta eso se ha evitado. 

Por todo esto propongo que hagamos lo mismo a nivel personal: subamos a la primera plana de nuestra vida todo lo bueno que nos pase. El que florezcan ahora, en pleno otoño, mis rosas preferidas, con ese suave color champán y su olor a rosas de verdad (imagen inicial); la fiesta sorpresa, cercana y entrañable, que le hicimos a mi cuñada por su 70 cumpleaños; los libros que he leído este mes y que me han dado placer e historias nuevas; los besos y caricias de quienes me quieren; esos momentos silenciosos y tranquilos en los que disfruto de mi casa; un baño en el mar, todavía templado; las comidas con mi gente, llenas de conversaciones y de risas; los ratos con mis nietos...

Y propongo también que las majaderías -lumbagos, incordios, gente pesada, las pequeñas latas del día a día- ¡a las páginas de Negocios, que son las que nunca leo ni miro!. Si acaso de refilón...


lunes, 17 de octubre de 2022

Qué es una pifia



¿Qué es una pifia?, dices mientras clavas en mi pupila tu pupila azul. ¿Qué es una pifia? ¿Y tú me lo preguntas? Una pifia es... Mejor te lo explico con ejemplos.

Una pifia es cuando tienes que llenar un montón de formularios para conseguir un empleo, un puesto o una estancia en un país extranjero, y con todo el papeleo te trabucas y donde tenías que poner sí pones no, y donde iba el no, plantas un sí. Y por pifiarla pierdes el empleo, el puesto y la estancia.

Una pifia es cuando la memoria te gasta sus bromas en un examen y respondes, por ejemplo, "Los guanches tenían origen berberecho" en lugar de "bereber" (me lo pusieron a mí en un examen) o, como mi amiga Marga, que puso en la reválida de 4º que la rival de Isabel la Católica era Juana la Comadreja, en lugar de "la Beltraneja".

Una pifia es mi puré de calabaza de esta semana en el que siempre pongo un palito de canela, y a la hora de moler todo con la minipimer, me olvidé de retirar el palito, con lo cual el puré quedó lleno de minúsculos palitos de canela con los que te ibas tropezando al masticar.

Una pifia en el amor (¿quién no la ha cometido?) puede ser decir (o no decir) algo, hacer (o no hacer) algo...: desaprovechar la oportunidad cuando la tienes delante. Todas las novelas o dramas románticos están llenas de pifias, que a veces se arreglan y a veces no, empezando por "Romeo y Julieta", que no tiene final feliz por culpa de una pifia complicada (perdón por el spoiler). Incluso en la novela que terminé ayer, la 2ª en que David Safier pone a Ángela Merkel de detective, "Miss Merkel. El caso del jardinero enterrado", aparece una pifia (él le mira el trasero a otra) entre dos que se gustan pero que no acaban de cuajar: "Mike se dio cuenta de que Marie procuraba parecer relajada y sonreír, pero sus ojos no sonreían. La había pifiado, era evidente. Seguro que ese día Marie no vería El guardaespaldas con él".

Y no les digo nada de las pifias que todos cometemos de adolescentes y que ahora con esto de las redes, te las van a estar recordando toda la vida, sobre todo si tienes un puesto importante.

Pero pifias cometemos todos, reyes, papas, médicos, profesores o árbitros de fútbol. El que tiene boca se equivoca, decía mi abuela. Al hombre, del que hace poco hablé aquí, calificándolo de animal racional, político, simbólico, lobo para el  hombre y agoniado, también habría que añadirle animal pifiante o pifiador, si es que podemos inventarnos tales términos.. Somos seres con derecho a equivocarnos porque aprendemos de las pifias y el camino del conocimiento está lleno de ellas.

Así que no hagamos de las pifias un mundo. Si no conseguiste un empleo o una estancia en el extranjero, ya habrá otros ¡Será por países!. Si en un examen la pifiaste, hay repescas. Si el puré de calabaza se lleno de trocitos de palos de canela, pásalo por el pasapurés y lo arreglas (eso fue lo que yo  hice). Si perdiste un amor porque la pifiaste, la mancha de una mora con otra verde se quita. Y si de adolescente metiste la pata, piensa que somos seres pensantes y pensar por nuestra cuenta, sin imposiciones, ni dogmas, ni consignas, lleva aparejado que alguna vez nos equivocamos. Y menos mal.

lunes, 10 de octubre de 2022

La reina y yo



No sé si se habrán enterado de que se murió hace unos días Isabel, la reina de Inglaterra. ¿Ah, sí? Yo me enteré no sé ni cómo, pero creo que soy de las pocas personas que no vio por la tele ni las noticias de su muerte ni el entierro (40 minutos de un telediario dedicado solo a ello) ni las horas de documentales que no pararon de informarnos. No llevé flores a las rejas del Castillo de Balmoral, no hice una cola kilométrica para presentar respetos, no entendí por qué la Comunidad de Madrid decretó 3 días de luto (¿Iba mucho por allí la reina o hizo algo por Madrid?), no he visto The Crown ni The Queen, y, por supuesto, no me vestí de luto como los locutores de algunos programas (españoles). Habrán adivinado entonces que no soy monárquica ¿verdad? Con todos los respetos para los que sí lo son y para esa reina bajita, con sombrero y bolso.

Sin embargo ha habido 3 ocasiones, tal vez reales, tal vez ficticias, en las que me he sentido muy cercana a ella.

La primera fue al leer "Una lectora nada común" de Alan Bennet. La protagonista es una reina Isabel que, cerca de los 80, se aficiona a los libros, le pregunta a todo el mundo qué está leyendo y se hace amiga de un librero ambulante que aparca al lado del palacio. El atractivo que le ve a los libros es su indiferencia: ante ellos todos, incluida ella misma, somos iguales. Y se extasía ante la literatura a la que ve como "un  vasto país que estoy recorriendo, pero a cuyos confines más lejanos no llegaré nunca". ¿Le habrá dado alguna vez a la reina Isabel por ese acercamiento a la lectura, más allá de su afición por perros y caballos?

La segunda ocasión fue al leer la Autobiografía de Agatha Christie en la que reconoce que las dos cosas que más la han emocionado en su vida fue comprar un coche, su Morris Cowley gris, y cenar con la reina de Inglaterra. Dice que disfrutó mucho aquella noche y la describe así: "Tan pequeña y delgada, con su sencillo vestido de terciopelo rojo con una sola y hermosa joya, y su amabilidad y facilidad de conversación. Recuerdo que nos contó que, una vez, en medio de una velada, cuando estaban en un pequeño salón, cayó una terrible polvareda de hollín por la chimenea que les obligó a salir corriendo hacia otra habitación. Resulta confortante saber que los desastres domésticos suceden hasta en los círculos más elevados".

La tercera ocasión fue la anécdota del pedo. La he leído contada por el mayordomo de la reina, Paul Burrell, y por Alfonso Ussía, con diferentes protagonistas, el Sultán de Bahréin en el primer caso y Guterres,el Primer Ministro de Portugal, en el segundo. En los dos casos la reina va en su carroza con un mandatario cuando uno de los caballos se tira un sonoro pedo cuyos efluvios apestosos entran por la ventana de la carroza. La reina, siempre tan fina y contrita, le dice al huésped: "Lo siento mucho", a lo que él contesta: "No se preocupe, Su Majestad, yo pensé que había sido el caballo".

Las tres ocasiones que nombro no son quizás totalmente reales, especialmente la primera. Pero hablan de un ser humano, demasiado humano, sin beneplácitos divinos, que podría perfectamente ser mi vecina de al lado y que podría caerme muy bien. Una mujer que, si tuvo sentido del humor y es verdad la última anécdota, estoy segura de que, en la soledad de su habitación, se habrá desternillado de la risa.

lunes, 3 de octubre de 2022

Ay, Portugal, por qué te quiero tanto.


Ventana del Palacio Nacional de Sintra

La semana pasada no escribí mi habitual post de los lunes porque hice una escapada a Portugal, concretamente a Lisboa y alrededores. He estado allí otras veces por el norte y por el sur, pero a Lisboa es la segunda vez (la primera en el 88) y era una asignatura pendiente, después de que me quedara en tierra en el 2010 por la crisis de los controladores aéreos. Era una espina que había que desclavar.

Porque Portugal es un sitio que los canarios sentimos cercano. Oh, hasta una amiga que nos acompañaba en el viaje habló de los extranjeros que había en el hotel, sin caer en la cuenta de que nosotros también lo éramos... Y es que en Portugal casi nos sentimos en casa.

A lo mejor es porque, aunque muchos canarios no lo sepan, las Canarias fueron portuguesas en los tiempos lejanos, allá por el año 1436. Es verdad que solo fueron 52 días pero lo suficiente para aprender el bom dia y el obrigada. O tal vez se deba a que muchos aguerridos portugueses se lanzaron a los mares tras la estela de don Enrique el Navegante y llegaron a Canarias y se enamoraron de las islas (y de las isleñas), dejándonos apellidos -los de mi abuela, por ejemplo, eran Henríquez y Pestana- y palabras: nuestra lengua se llenó de portuguesismos como jeito, magua, alongarse, margullar, millo, bubango, desinquieto... o los sufijos en -ero para los árboles frutales (naranjero, ciruelero...). Hay afinidad, como un aire de familia, entre portugueses y canarios (por algo Alexandre, nuestro guía portugués, nos llamaba mi gente). Se nota en las ventanas con sus bancos adosados (aquí las seguimos llamando ventanas portuguesas), como las que vimos en el Palacio Nacional de Sintra; o en las casitas llenas de buganvillas de los pueblos más antiguos, como Óbidos, o en los balcones de hierro forjado, tan parecidos a los de aquí; o a lo mejor es que compartimos el aire y las aguas del Atlántico, el mismo horizonte que nos empujó a ambos a descubrir otros mundos y a sentirnos andariegos. Hay cercanía hasta en los alimentos preferidos, los chocos y sardinas del mar, o los huevos mole y las quesadillas.

Pero también Portugal es distinto. Tiene una historia detrás mucho más larga que la nuestra y sus particularidades propias: los azulejos heredados de los árabes con ese azul imposible que vimos en casi todos los pueblos que visitamos; el estilo manuelino de muchos de sus edificios (Torre de Belém, Monasterio de los Jerónimos, la estación de Rossio...); las grandes construcciones, como ese Cristo Rey de Almada o el Puente 25 de abril (o Puente sobre el Tajo, que me gusta más), o las enormes estatuas, como la del Marqués de Pombal, que nos saludaba cada vez que íbamos de un sitio a otro en Lisboa; los grandes ríos que parecen mares, como el Tajo y el Sado; los castillos como el de Palmela, Sintra u Óbidos, que aquí no existen; el precioso Museo Gulbenkian y sus jardines... Lisboa es una ciudad de luz y de colinas y miradores que llegan lejos hasta el mar. En ella se oye la música triste y dulce de los fados y en ella se hacen los mejores dulces, los pasteles de Belém, por los que merece la pena llegar hasta allí.

Solo un pero: en el hotel no nos ponían vino ni permitían que lo llevásemos. Y también en la Playa de Caparica -grande, dorada, llena de surferos y de cometas al viento- nos fue imposible tomarnos un aperitivo. Pero ¿no dice la canción: "Será, será que el vino alegra el corazón"? ¿Entonces? Tal vez la saudade portuguesa tiene su origen, no en lo tristes que son, sino en esa "ley seca" que algunos quieren imponer. De todas formas, nosotros la infringimos a más y mejor: tomamos oporto en las tascas del Rossio, , moscatel en Setubal, licor de ginja de la Sierra de Estrela en vasitos de chocolate en Óbidos, y vinho tinto y verde en todos los sitios que nos fueron propicios. Como para decirles a nuestros parientes portugueses lo de nuestra copla: "Un vaso de vino tinto y luego que vengan penas".

¡Ay, Portugal, por qué te quiero tanto...!

(Para Alexandre, nuestro guía, que con buen hacer y buen humor nos acercó a su tierra. Para Juan, el chófer, que nos condujo con tanta pericia hasta por la Sierra de Arrábida. Para mis compañeros de viaje por hacerlo tan placentero)


Puente sobre el Tajo



Castillo de Óbidos



Versos de Pessoa en la escalera de un bar de la Rua Augusta



Bolsa de los pasteles de Belém



Boca del Infierno, cerca del Cabo de Roca.

martes, 20 de septiembre de 2022

Mi nevera me habla



No sé a ustedes pero a mí mi nevera me habla. Y no debe ser algo raro porque el otro día se lo conté a mis amigas y mi amiga Cae me dijo que a ella la suya también, que hace un sonido como si se estuviera tragando un rinoceronte. Aunque no sé neverés, el idioma de las neveras, deduzco que la suya debe ser una nevera macho, porque la mía es todo lo contrario, muy femenina ella. Su conversación es prolongada y finita allá al fondo, a veces casi un silbido, sobre todo por las noches cuando no puedo dormir y me voy a tomar una taza de tisana relajante junto a ella en la cocina.

Por un momento a veces pienso que me estoy volviendo majara, pero me consoló un artículo que le leí al recientemente fallecido Javier Marías allá por el año 2009 en el que decía que "tal vez no sea tan descabellado imaginar que los objetos inanimados tienen algo de vida". Él lo decía porque le encantaban las figuritas y en una tienda de antigüedades en Londres encontró y compró una estatuilla de bronce, "un señorín muy trajeado, con levita, chaleco, pechera almidonada y pajarita". A su lado había una bailarina algo cursi que él desdeñó. Pero a la vuelta a Madrid no pudo quitarse de la mente a la pobre bailarina, a la que imaginaba triste y sola, y, aunque se decía a sí mismo que "¿cómo puedo seguir siendo tan pipiolo y tan bobo a mis años?", no descansó hasta que llamó al anticuario para que se la mandara también.

¿Qué nos pasa con las cosas, que las sentimos tan cercanas como si fueran de la familia? Reunimos y reunimos y nos cuesta un montón desprendernos de ellas. Me pasa con los libros, que han colonizado toda mi casa (solamente en los baños no hay), con recuerdos de sitios o de personas (¿cómo voy a tirar una botella de cristal tallado llena de mistela que hizo mi madre antes de morir en el 96?), con las colecciones de buhitos (tan monos ellos y tan amigos) o de fotos o de marcadores... Sin contar las cosas que guardamos "por si acaso". Los "por si acaso" suelen ocupar la mayor parte de nuestros armarios. Ojalá pudiéramos hacer como el actor Michael Caine, que en marzo subastó un montón de cosas personales (cuadros, gafas, relojes, colección de autógrafos...) y encima se forró.

Creo que lo que nos pasa es que nos resistimos a que todo eso que forma parte de lo que somos acabe en la basura. Irene Vallejo habló hace unos meses del espigueo, esa antigua tradición que permitía a los niños y mujeres humildes recoger las espigas del trigo caído al suelo tras la cosecha, y lo une al ansia por no desaprovechar nada y darles a las cosas una segunda vida. Todo antes que caer en el despilfarro y su inevitable consecuencia: un montón de basura. Hay que hacer, pues, propósito de enmienda: liberarnos del dominio de las cosas, verlas como lo que son, tirar, ordenar, espigar.

Bueno, pues de todo esto hablamos mi nevera y yo en las noches de insomnio. Dormir no dormimos pero filosofamos un montón.


martes, 13 de septiembre de 2022

Y los pájaros gorjean...



Hay semanas en las que una se entrega al materialismo y hay otras, como esta última, en las que amanece con un concierto alborotado de pájaros, al mediodía el mar estalla en la orilla de la isla en paredes de espuma retumbante (las mareas del Pino, las llaman) y, por la noche, una luna llena ilumina el cielo llenándolo de paz. En semanas así, la poesía se cuela y se filtra por las rendijas de la vida diaria, al final rellenándolo todo y cambiándonos la mirada.

Empezó el domingo con un artículo de Jesús Ruiz Mantilla, titulado "El amor y el duelo en verso". en el que entrevista al poeta Luis García Montero que recorre en un poemario su vida y la de su mujer, Almudena Grandes, fallecida en noviembre. Y lo entiendes y lo sientes y lees: "Supongo que este modo de sentirse / definitivamente hundido / es una forma de estar enamorado / para empezar de nuevo / una vida distinta / con el amor de siempre".

Vuelvo a encontrarme con la poesía en unas declaraciones en Facebook del poeta José Miguel Junco Ezquerra, donde cuenta que repetía de pequeño los versos que recitaba en un disco de vinilo Andrés Eloy Blanco, un poeta venezolano y "aquel ritmo reiterado me atrapó de tal modo que me convenció de que aquella manera de expresarse era la correcta.". Y esto me llevó a recordar tardes de adolescente en las que leíamos a Bécquer y a Lorca y en las que mi amiga Cae y yo oíamos a Neruda loando a Fidel Castro y lo imitábamos con su voz profunda y su ritmo cadencioso: "Fidel, Fidel, los pueblos te agradecen / palabras en acción y hechos que cantan. / Por eso, desde lejos te he traído / una copa del vino de mi patria...".

El viernes tocó ir a la presentación de un libro, ¡de poemas, sí!, de mi alumna Laura Morgenthaler, (hoy profesora de Lingüística Hispánica en la Universidad de Bochum en Alemania),  titulado "La esfera intacta" (en la imagen inicial). Leo sus versos, libres, sensuales, llenos de una calidez cercana e íntima y me dejo llevar por ellos: "cuando tus dedos marquen los huecos de mis poros / y hayan caído las horas de la lejanía / y pasen los días y los días / sígueme hablando con tu voz de amanecer sin descubrir / dime canciones que lleven mi nombre / y pídeme otra vez que beba de tu melaza / que para entonces... / para entonces tal vez ya sepa / cómo es que se dejan abiertas las ventanas / cómo se baila un son de isla infinita y sin tristezas, / ese son azul-azul / tan radiante e hinchado, tan nuestro, ay amor, tan nuestro."

Y como si el universo conspirara a su favor, la poesía -lo que al final da sentido a la vida- se siente en el cielo limpio y en los días plácidos de septiembre y se cuela por las rendijas en la casa. Y hasta hay momentos en los que los niños, que han estado aquí antes de empezar las clases, han dejado de alborotar y han jugado a hacer poesías, oh, milagro. Claro que las del niño (7 años) son muy prosaicas, "No quiero accidentes, / lávense los dientes", pero las de la niña (9 años) habla de palomas que se van lejos y del amor.

Hay semanas así, poéticas, con un halo especial. Una vez Rosa Chacel le dijo a Lázaro Carreter que no es lo mismo piar que gorjear. Y nadie se lo discutió, porque el pájaro pía desde el nacimiento del pico y gorjea desde el fondo de su corazón. Esta semana los pájaros gorjearon.

lunes, 5 de septiembre de 2022

Paella cosmopolita



Los primeros cosmopolitas que conozco fueron los sofistas, aquellos filósofos (primeros colegas nuestros) que cobraban por dar clase, mientras los ciudadanos filósofos (que no tenían ninguna necesidad) los despreciaban por ello. Los llamaban metecos, extranjeros, pero ellos preferían ser cosmopolites, ciudadanos del mundo, no sujetos a ninguna ciudad ni país, ni a sus estrechos límites. Eran como si fueran una suerte de Julio Iglesias primitivo cuando cantaba aquello de "No soy de aquí ni soy de allá...".

A mí, qué quieren que les diga, me caen bien ese tipo de seres humanos que son antes personas que atenienses, griegos o laguneros. Y en ellos pensaba el otro día en el que, como algunos domingos, nos reunimos la familia para zamparnos en buena compañía una paella como Dios manda.

Ustedes dirán que qué tiene que ver una cosa con la otra, pero, si se fijan, ha habido un largo recorrido por el mundo hasta que llegamos a comer una paella. El arroz, por ejemplo, aunque en el paquete diga que es valenciano, nació en la cuenca del Yangtzé, en la lejana China hace 13500 años, y ha atravesado estepas, valles, rutas escondidas y peligrosas hasta llegar a nuestro plato. El pimiento vino de Bolivia y Perú aunque hoy viva en mi huerto, y la cebolla fue cultivada por los sumerios en el 6000 a.C., imagínense. Procede, pues, de Irán y Pakistán. ¿Y el tomate? Ese "astro de tierra, estrella repetida y fecunda", como la llama Neruda, fue cultivado por los aztecas en México y traído a través del mar por las naves de Colón. Los calamares son subsaharianos y los langostinos, de Ecuador. La sal es de La Graciosa y el caldo con que todo se guisa se hace con pescados frescos de los mares de la isla. Y al final, como cuenta Amor Towles en el interesante libro "Un caballero en Moscú", "todas esas impresiones las reúne, combina y realza el azafrán, esa esencia de sol veraniego que, cosechado en las montañas de Grecia y transportado a lomos de mula hasta Atenas, ha atravesado el Mediterráneo en una falúa". Y el Océano Atlántico hasta las islas, añado yo.

Así que, mira por dónde, sí que hemos cumplido en algo el ideal sofista, por lo menos en la mesa. No habremos superado las fronteras ni el ombliguismo, pero sí que nos sentimos ciudadanos del mundo cada vez que nos sentamos ante una buena paella -ingredientes sanos, fuego furibundo, tiempo de reposo- y pensamos en todos los avatares, sucesos, caminos y siglos que hemos necesitado para catarla. Porque luego está el momento supremo de probarla, masticarla lentamente y decirnos unos a otros lo rica que está. Y al final, tal vez se nos pegue algo y estemos digiriendo y asimilando parte del cosmopolitismo del arroz. Y es que uno, en el fondo, es lo que come.

lunes, 29 de agosto de 2022

Trivialidades



La semana pasada se libraron de mi habitual rollito de los lunes porque me fui al sur -sin ordenador, sin wifi, solo mar y aire salado- con mi grupo de amigas del colegio, una reunión que hacemos desde hace unos cuantos años en mi casa de Playa de la Arena.

Son solo tres días pero ¡qué bien aprovechados!. Baño por las mañanas, comidas abundantes (cada una lleva alguna de sus especialidades) dentro y fuera de casa, y tardes de relax y conversación que valen oro. Lo mejor son las historias que nos vamos contando, algunas geniales como la de los dientes del marido de Mari o la de las formas de hacer las bolitas de chocolate de los nietos pequeños de Eli. (Algún día se las contaré). Como ustedes saben bien, en la vida no solo nos basta con vivirla, sino que, además, es de primera necesidad lo de reunirnos escuchando lo que nos cuentan, sea algo nuevo o ya sabido.. Y una de las tardes, entre dimes y diretes, jugamos al trivial. Ya lo conocen ustedes, se trata de ganar "quesitos" respondiendo a preguntas triviales, aquellas que en la antiguedad se comentaban en los cruces de caminos ("trivial" viene de "tres vías"). Una de las amigas se trajo una versión nueva que ninguna conocía y allá que nos pusimos a ello con el entusiasmo que nos caracteriza ¡Preguntitas a nosotras!

Pero cuál no sería nuestra sorpresa cuando vimos que no acertábamos casi ninguna y, si lo hacíamos, era por pura chiripa. Allí había especialistas en arte, en deportes, en música, en ciencias, en historia... y nada de nada. ¿Qué habrían contestado ustedes a: "¿A qué personaje interpretó el especialista Glenn Ennis en la oscarizada El renacido?" (Al oso); "¿Cuál es la única ciudad capital de Estados Unidos que no tiene un solo restaurante McDonald?" (Montpelier, Vermont); "¿Qué legendario novelista gráfico y escritor de cómics creó Watchman y V de Vendetta?" (Alan Moore); ¿Qué cantante de hard-rock sustituyó a Brian Johnson de AC/DC, en su gira mundial?" (Axi Rose); "¿De qué equipo de fútbol inglés fue presidente el cantante Elton John?" (Del Watford); "¿En qué ciudad está la primera pizzería que se abrió en el mundo?" (En Nápoles)... Y así.

Cuando personas como nosotras, que se conocen desde hace 60 y pico años, se reúnen, de vez en cuando (sobre todo después de ver las manías que tenemos y las majaderías en las que incurrimos) alguna dice que estamos mayores, a lo que muchas contestamos: "¡Mayor serás tú!". Y ni las canas, ni las arrugas, ni los achaques, ni siquiera las velas de cumpleaños, nos convencen del paso del tiempo. Pero mira por dónde, un repaso a este nuevo trivial y el ver que hay nombres, personas, grupos, hechos... que no nos suenan de nada, sirven para convencernos rápidamente de que no estamos en la onda. En medio de la partida, llamó mi hija por teléfono y le pregunté si ella sabía cuál era la app que en 2012 permitió citas con personas que te gustan. Ella respondió sin vacilar: Tinder, mientras todas nosotras nos estábamos preguntando si eso existía y si la cosa sería igual a cuando Harry encontró a Sally y nosotras a nuestras parejas sin ayuda de Internet.

Definitivamente, somos mayores.

lunes, 15 de agosto de 2022

El día de San Lorenzo



Si hay un día que simboliza el verano con todas sus glorias es el día de San Lorenzo, el 10 de agosto, el día más caluroso del año, según dicen. Por algo al sol lo llaman Lorenzo. Es un día para achicharrarse, haciendo un poco de humor negro, porque San Lorenzo murió así, achicharradito el pobre, y por eso El Escorial, que lleva su nombre, tiene la forma de una inmensa parrilla.

En San Lorenzo ya el verano está en todo su esplendor, no solo por el sol radiante, el canto de los grillos, los baños de mar y el morenito que todos lucimos, sino también por la holganza ya asumida y la relajación del alma. Es un día para fiestas en los pueblos, reuniones de amigos, cohetes en el cielo y ocasiones especiales.

Recuerdo dos San Lorenzos gloriosos, uno bajando a Masca y otro subiendo al Teide (me recuerda a aquello de "yo a las cabañas bajé, yo a los palacios subí..."). La bajada a Masca fue un 10 de agosto hará unos 30 años, que a quién se le ocurre hacer eso en ese día con la calufa por ese barranco para abajo. Pero fue inolvidable, todos los San Lorenzos siguientes lo recordamos:  la carretera hasta llegar allí con sus curvas sobre el abismo; el precario puente de ese entonces hecho con cuerdas por el que cruzábamos el barranco a lo Indiana Jones, lo que añadía más emoción a la cosa; los charquitos que nos fuimos encontrando y en los que nos remojábamos los pies; las quejas de mi amiga Pepa todo el camino y su firme resolución de meterse en el mar como Alfonsina, si el barco contratado no nos venía a buscar a la playa; y el gran premio final a las fatigas de la bajada, la comida y el baño en la playa, larga y de arena negra, junto con el paseo por mar viendo la inmensidad de los Acantilados de los Gigantes y a los delfines saltando a nuestra vera.

El otro San Lorenzo fue igualmente memorable: subir a Las Cañadas para ver las Perseidas, las lágrimas de San Lorenzo, a pedir deseos y a noveleriar. Fue una noche sin luna, tendidos en la tierra caliente, mirando a lo alto y dejándonos embelesar por ese cielo oscuro y cuajado de estrellas en el que perdernos y del que se desprendían estrellas trazando arcos imposibles. Por el camino pasaban peregrinos caminando de madrugada a Candelaria con luces encendidas y nos saludábamos, alegres, sintiéndonos parte de una comunidad. Paz y serenidad en la noche.

¿Y este año? Este año San Lorenzo lo celebramos en casa entre amigos, con una buena comida y una buena guitarriada, que falta hacen. La noche estaba tranquila pero con nubes. Y brindamos por San Lorenzo y sus lágrimas escondidas tras ellas, por aquella subida al Teide para verlas más cercanas, por aquella bajada a Masca entre sustos y risas, por los cumpleaños de agosto que en mi casa son unos cuantos, por los veranos cálidos y perezosos y por que sigamos brindando muchos años más. ¡Salud y viva San Lorenzo!


lunes, 8 de agosto de 2022

El silencio sagrado de la siesta



Dicen que la siesta la inventaron los españoles. Y hasta en un artículo de Ignacio Peyró que leí sobre España y las cosas buenas que nos despertaban nostalgia cuando estábamos fuera ("el olor escandaloso del jazmín, una fuente, los arcos de las plazas, el estallido de la fiesta, convertir en arte mayor un arroz, la sociabilidad..."). el autor incluía "el silencio sagrado de la siesta".

Confieso que durante mucho tiempo no fui de siestas. Cuando terminaba de comer y antes de ponerme a corregir o preparar clases, era el ratito para leer el periódico con toda la calma del mundo, sudokus incluidos, y poco más. Pero de un tiempo a esta parte, los últimos 14 años, domino como nadie el arte de quedarme traspuesta. Que no consiste, como hacen muchos de mis amigos, en considerar los programas de la 2 como los mejores inductores del sueño, ahí frente a la tele medio oyendo cómo los leones se zampan a las pobres gacelas. Ni en lo que hacen otros, que se quedan dormidos sentados tal cual en la silla mientras casi no han terminado de comer, que no sé ni cómo no se caen. Ni siquiera en cómo hacía Dalí, que consideraba la siesta como el mejor mecanismo para la creatividad. El pintor, mientras mantenía con la izquierda una llave pesada sobre un plato, se dejaba invadir por el sueño "como la gota espiritual del anisete de tu alma creciendo en el cubo de azúcar de tu cuerpo" (Dalí siempre tan exagerado). Total, que se amodorraba y en ese momento la llave caía en el plato y, al despertar sobresaltado, también lo hacía la creatividad, decía. Para él en ese momento surgían las ideas más geniales (Y tal vez tenía razón: tras una breve siesta mañanera, Descartes imaginó su "pienso, luego existo"; y Kekulé descubrió que el benzeno era una molécula circular después de una cabezadita...)

Pero no. La siesta no sabe de sobresaltos, ni se da bien en sillas ni sillones frente al sonsonete de la tele. No. La siesta como es debido es en una cama cómoda con una almohada igual. Donde yo la disfruto mejor es en mi habitación con la ventana abierta a la huerta (imagen inicial) y sus sonidos -ramas, brisa y el arrullo de las palomas al fondo-, leyendo lo que me gusta en ese momento, hasta que poco a poco lo voy abandonando y el libro cae a un lado de la cama. Y, si no estamos como ahora en un verano radiante, también en otras estaciones la lluvia mansa en los cristales, junto con una mantita apropiada, son buenos acompañantes. El "silencio sagrado de la siesta" incluye sonidos que apaciguan el alma.

Así que, como San Pablo cuando se cayó del caballo, he visto la luz y me he convertido en una adicta a la siesta. Frente a los que nos ven como unos gandules, me he dedicado a coleccionar sus bondades. Aparte de la idea de Dalí sobre que nos hace más creativos (refrendada al parecer por la neurociencia), es también saludable y necesaria para nuestro bienestar, según los higienistas del sueño.  Hay autores, como Miguel Ángel Hernández (El don de la siesta, Anagrama), que la ve como un regalo, un refugio interior en el que nos resguardamos de las actividades febriles que la vida nos exige hoy, una pausa que uno elige libremente. La siesta "sin más fin que el placer puro, que la detención y la interrupción de un tiempo que nos devora. La siesta como refugio de la luz, el ruido y la actualidad. La siesta, en fin, como tiempo propio conquistado".

Nos merecemos ese descanso. No sé si es verdad que fue invento español o no, pero siempre fue parte del modo de vivir meditérraneo. Leí una vez que era el subrayado perfecto a la ceremonia del comer. Una buena comida y una buena siesta ¿qué más se puede pedir para estar en paz con el mundo?.

lunes, 1 de agosto de 2022

Yo también quiero humanos



Lo del título lo digo porque leí un artículo en El País del 23 de julio que se titulaba "¡Quiero un humano!". Hablaba la periodista, Carla Marcia, de un señor que llegó al aeropuerto de Barajas con muchísima prisa y se vio obligado, para su desesperación, a facturar él mismo su maleta y a imprimirse su billete en una de las máquinas de autofacturación. El hombre ("vi su rostro pasar de la angustia a la cólera") gritaba: "¡Voy a perder el vuelo! ¡Quiero un humano!", con la misma urgente necesidad de aquel que, en la película "Amarcord" de Fellini, se subía a un árbol a gritarle al mundo: "¡Quiero una mujer!".

Cuando lo leí, me sentí tan, tan, tan identificada con él que, si llego a estar allí, le hago hasta coro. Las compañías aéreas se han convertido en especialistas en tratar a los pasajeros cada vez peor: asientos en los que casi no te puedes mover, retrasos, pérdidas, overbooking (¿qué mente malévola lo inventó?)... Y ahora, si viajamos con pareja, para fastidiar más, nos ponen separados. Como mi marido puede tener problemas durante el viaje, siempre pido billetes juntos aunque pague un suplemento por ello. En uno de los últimos viajes, al llegar a Barajas, me pasó lo mismo que al señor del artículo y, después de mucho trajinar, conseguimos facturar y recoger los billetes de una máquina que, no solo no nos deseó buen viaje, como hubiera hecho una azafata de tierra, sino que además nos dio los billetes separados sin atender a sentimientos, a lo pagado y a nada de nada. Y ahí me ven también con ganas de gritar: "¡Quiero un humano!": un humano al que explicarle el caso, un humano que te escuche, que te pida disculpas, y si me pongo, hasta que te invite a un champán por las molestias. Tardé más de media hora en encontrar a alguien que me lo pudiera arreglar y menos mal que yo sí iba con tiempo.

¿Cómo se ha ido degradando la cosa? ¿Cómo hemos pasado de aquellos tiempos en que las compañías se anunciaban con lo de "Donde solo el avión recibe más atención que usted" a esta época en que no solo no nos atienden bien sino que intentan fastidiarnos cada vez más?

Y seguimos igual en otros aspectos de la vida. Ya en los Bancos nos invitan a hablar con las máquinas y cada vez hay menos personas humanas que te atiendan; si se nos estropea algo y tenemos que llamar a un servicio técnico, le tenemos que contar a un robot lo que le pasa a la tele, a la nevera o a la lavadora (y una, que es prolija contando, se encuentra con la voz metalizada que dice: "Perdone, pero no la he entendido") ; y en el campo de las citas médicas, los ordenadores no apuntan las citas o nos mandan, como nos pasó a nosotros, al hospital de La Palma, un poco alejado de nuestra casa.

Queremos humanos, aunque sean antipáticos. Queremos que alguien nos diga "adiós", "gracias" y "buenos días" y que no nos diga lo mismo la voz sin calidez de una máquina. El escritor Manuel Rivas contó hace poco que en los peajes de las autopistas la mayoría de conductores eligen la cabina donde hay una persona y no la de las máquinas de cobro automático.

El consejo que la periodista Carla Marcia le da al señor que quería que un humano le atendiera es que cambiara de planeta o se comprara un buen smartphone. Yo, visto que cada vez más nos acercamos a aquel mundo oscuro y gris de "Blade Runner", la película de Ridley Scott en el que la humanidad convive con los robots ("replicantes"), me da que un día de estos me apunto a aprender robótica. Por si las moscas.

lunes, 25 de julio de 2022

El asunto del queso



¿Han recibido alguna vez un intento de soborno? A juzgar por lo que se lee en las noticias, da la impresión de que hay un montón de gente portando maletines llenos de dinero (creo que a veces lo llaman comisión) y dispuestos a ofrecerlos al mejor postor. En las novelas ocurre a cada rato. Recuerdo una de mi admirado P. G. Wodehouse ("Un dineral" se llama) que hablaba de sobornos y chantajes como si fueran el pan nuestro de cada día: "Uno se acerca a un ciudadano que pasa por la calle, un perfecto desconocido, con aspecto de indecorosa opulencia, y le susurra al oído: "¿Me permite unas palabras, caballero?", y luego con voz cavernosa añade: "Conozco su secreto", dando como resultado que el ciudadano se estremece, adquiriendo su rostro un bonito color ceniza, y desde ese instante le mantiene durante toda su existencia rodeado de lujos...". Hasta a mi marido una vez, veraneando en nuestros años mozos en un apartamento en Bajamar, se nos presentó un señor en la puerta (no sé ni cómo averiguaron la dirección) cargando una caja de uvas recién cogidas, unos días antes del examen de su hijo (uvas que, convenientemente, fueron rechazadas). Y recuerdo a una madre que le dijo al profe de Matemáticas de mi Instituto: "¿Y esto con dinero no se puede arreglar?".

Y es que hay sobornos gordos y sobornitos. El "asunto del queso" es de estos últimos y es uno de mis preferidos. Le ocurrió a mi amiga Pepi, que fue (ya está jubilada) profesora de lengua  y literatura y tenía un alumno, un chico con cara de mataperros y gandul como él solo, que no daba palo al agua. No obstante, siempre antes de un examen, venía con la cara agachada y le decía: " Maestra, que esto... que dice mi madre que le diga que le tiene un queso guardado y ya se lo traerá". Y en los siguientes exámenes, lo mismo: "Que ya vendrá mi madre con el queso que le tiene guardado". De poco valía que ella le dijera que no tenía que traerle nada, él seguía dale que te pego con el queso. Hasta la madre, las pocas veces que fue a una tutoría, le repetía la misma cantinela: "¡Jesús, que se me olvidó el queso que le tengo guardado! La próxima vez será...". Y así hasta que terminó el curso y el chico suspendió como estaba previsto que pasara. Al día siguiente, se plantó delante de Pepi, con el ceño fruncido, y le espetó: "Maestra, que dice mi madre que, si quiere queso, que se lo compre".

Yo no sé ustedes, pero yo ante este queso ideal, prometido, presagiado, imaginado y finalmente desterrado, que se quiten las comisiones de la realeza ocultas en Suiza, los secretos de P. G. Wodehouse, los dineros y la caja de uvas de mi marido.

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