lunes, 29 de noviembre de 2021

Marchando una de tortilla



Hay semanas en las que los temas para escribir se amontonan. Por ejemplo, esta última. Estuve dos tardes acompañando a mi hermana en la preciosa exposición de cuadros llenos de luz que ha montado como homenaje a La Graciosa (y vi a gente que iba a robar los chocolates que se habían puesto en un cuenco); presencié de paso el encendido de las luces de Santa Cruz, cosa que no había visto nunca; ya compré el árbol de navidad y lo monté junto con el nacimiento (¿de verdad ya es navidad, tan pronto?); di una clase de filosofía a mi nieto David para ayudarlo en un examen (¡después de 13 años, hablando otra vez de Popper y Feyerabend!); leí libros, comí con amigos, estuve con mis nietos peques que siempre me surten de temas...

Pero, sin embargo, hablando con mi hija, cuando le pregunté sugerencias para el post de hoy, me suelta: "Habla de la tortilla de papas". Y oye, me gustó el tema: suculento, sustancioso y nutritivo. A lo mejor ustedes piensan que es algo simple. Total, huevos batidos con papas fritas. Pero de eso nada, la tortilla de papas encierra una multitud de posibilidades. Solo con dirimir si debe llevar cebolla o no , se puede armar una como las del Congreso. En Betanzos, donde estuve hace poco y donde dicen que hacen la mejor tortilla del mundo. te miran por encima del hombro si se te ocurre decir que con cebolla. En cambio, vi a Arguiñano defendiendo en un programa que, por supuesto, con cebolla, que está rica, rica. 

Tampoco es una cosa que se pueda comer en cualquier sitio. Una vez en un pueblito francés vimos que la ofrecían en una tasca, y estábamos tan necesitados después de tanto pato y tanto foie, que la pedimos. Entonces una señora que estaba sentada en la mesa de al lado y nos oyó, nos espetó una verdad digna de escribirla en una placa: Paga comeg una buena togtilla de patatas, hay que ig a España. ¡Qué razón tenía la buena madame!. Porque cuando el resto de la humanidad pregunte, como los Monty Phyton hablando de los romanos, "qué han hecho los españoles por nosotros", aparte del idioma, la siesta, los refranes, la guasa y otros inventos, podemos decir con orgullo: "¡La tortilla de papas!".

Se podría decir que con las tortillas pasa como con las paellas. hay tantas como cocineros. En casa mi yerno es el especialista y la hace jugosa, jugosa. Y entre los amigos, Jose es el rey y nos las trae generosamente en cada fiesta. Pero hasta yo hago una con papas, chayota, huevos, su poquito de cebolla y chorizo y un mucho de cilantro, que reconozco humildemente que está muy buena. A una de mis primas le gusta tanto que en un amigo invisible le regalé una.

Muchos de los pequeños placeres que una busca en la vida van asociados a una tortilla de papas. Tardes en Las Teresitas, de novios, después de un baño fantástico y de abrigarnos con la toalla, sacar el taper de tortilla y comerla ¡mmmmm! (con su toque de arena está maravillosa);  de jóvenes, hacer un par de tortillas, subir al Teide con los niños a caminar por los senderos y pararnos al rato a merendarlas; llevarlas de bocadillo a la ida de un viaje y acompañarlas con un vinito tinto en el avión; hacerlas ahora de vez en cuando por la noche y tomarlas con un cava, mientras vemos una peli o hablamos... Ni los dioses, venga a néctar y ambrosía, disfrutan de algo tan bueno.

¿Quién la habrá inventado? Dicen que si tal o cual general, allá por el siglo XVIII, para dar de comer a las tropas un alimento barato, sencillo y suculento. Pero estoy segura de que fue un ama de casa para nutrir a un montón de niños. Y fue un maravilloso invento. No, no hay novelas, ni pinturas, ni poemas o canciones a la tortilla de papas, pero ella en sí misma es una obra de arte. Y además, un bocado exquisito, una fuente de placer, un símbolo de diversidad y de que para gustos se hicieron tortillas... ¿No merece todo esto un homenaje? Pues aquí está el mío.

lunes, 22 de noviembre de 2021

Náufragos de la noche



Así nos llama, náufragos de la noche, Irene Vallejo, con su finura de siempre, a los que muchas veces, con los ojos abiertos en la oscuridad, no podemos dormir y sentimos que somos los únicos despiertos en medio de la humanidad que duerme. Estos náufragos. dice, en su insomnio, acechan los ruidos, reconocen el paso de las horas en la intensidad de las tinieblas, escuchan la radio o dan unos pasos mecánicos.

Pero hacemos muchas más cosas, nosotros los insomnes. No sé si recuerdan una película, "Peligrosamente juntos", de Robert Redford y Debra Winger y la escena del insomnio. En ella los dos son náufragos de la noche también y, aunque al principio no se conocen casi, la cámara los conecta y descubre sus afinidades: Redford recurre, buscando el sueño, a jugar con una pelotita contra la pared, a bailar claqué, a montar en bici por la casa o a cantar y bailar con Gene Kelly viendo "Cantando bajo la lluvia". Winger plancha y cocina de madrugada y luego se dedica a comer y a beber, con lo que al día siguiente tiene una resaca monumental. En esas horas oscuras, tengo amigos que leen, escriben, escuchan programas de radio o tele, pasean por la casa, despiertan a su cónyuge para sentirse acompañados, ordenan la despensa u organizan el mundo. Lo que es verdad es que no conozco a nadie que cuente ovejitas.

Por eso, y porque el insomnio nos ataca más a los mayores, no es raro que nos encontremos en el herbolario más próximo con algún que otro jubilado y nos pongamos a comparar pastillas de melatonina y tisanas varias con nombres tan sugestivos como "Relax" o "Dulces sueños". Mi amiga Eli, a quien no les gustan nada las tisanas (se las toma apretándose la nariz y con cara de fos), la otra noche, después de hacerse una con tila, pasiflora y valeriana, durmió como un lirón y tuvo que reconocer que, oye, hacía efecto. Pero luego descubrió, cuando abrió más los ojos, que la tisana estaba intacta en la  mesa de noche.

Así que, amigos y compañeros en las tribulaciones nocturnas, no se desesperen si oyen que el de al lado ronca al volumen máximo sacándole el jugo a la almohada, mientras nosotros damos vueltas y vueltas  en la cama buscando el rincón más mullidito. Piensen que somos muchos los hermanados en sueños cambiados y que de estos ratos sin nada que hacer puede salir, qué sé yo, un "Cien años de soledad". Sin ir más lejos, Paul Auster, en su libro "Un hombre en la oscuridad", empieza diciendo que él se cuenta historias para combatir el desvelo.

Yo, por el momento, cultivo melisa en la huerta y, con ella, me hago mis tisanas (a mí sí me gustan). Y después, cuando no me hace ningún efecto, mientras espero que la Aurora de rosados dedos llegue y me rescate, me pongo a pensar en estos post de los lunes.  No seré García Márquez ni Paul Auster, pero al menos nadie puede decir que no le saco provecho, igual que ellos, a las horas brujas de la medianoche

lunes, 15 de noviembre de 2021

Buscándonos a nosotros mismos


"Dirigiendo el tráfico en La Laguna". Foto de Tito G., subida por Alberto García a "Fotos Antiguas de Tenerife" .

Una vez, sería el año 1955, se me quedó grabada una escena de la que nunca me he olvidado. Iba yo con mi madre de la mano por la calle Cruz Verde cuando un hombre nos sacó una foto desde la esquina con la Plaza Candelaria. Parece una bobería pero en aquel tiempo una foto no era cualquier cosa. Era casi un lujo, no se podía, como ahora, hacer fotos por gusto y gastar carrete. Generalmente, no se sacaban fotos de paisajes casi nunca, sino de las personas y en ocasiones especiales: una fiesta, un cumpleaños, una boda, un nacimiento... De hecho, mi primera foto me la hicieron a los 4 meses y la segunda, a un año. Y eso que mi padre tenía máquina de fotos, cosa no muy corriente, y era muy organizado para guardarlas y clasificarlas en álbumes.

Pero ¿hacer una foto de una calle cualquiera, un día cualquiera, con personas desconocidas? Eso no lo hacía nadie que yo conociera. ¿Qué sentido tenía? Tal vez, por todo esto me llamó la atención la foto de la calle Cruz Verde: existía por ahí, en algún lugar del mundo, una foto de mi madre y mía, que yo no había visto y que estaba convencida de que alguna vez, en el transcurso de los años, aparecería.

Muchas veces, mirando fotos en los periódicos, he pensado que aquellas personas retratadas no sabían que estaban siendo inmortalizadas, congeladas en un momento de sus vidas, y que eso -decir "yo estuve allí"- a lo mejor podía ser importante para ellas. En las novelas incluso aparece el tema. En Comenzó en Viena de Mary Stewart, la protagonista cree que su marido ha ido a Estocolmo por razones de trabajo (le manda postales y todo) y, de repente, se lo ve en un Noticiero sofocando el incendio de un circo en un pueblo de Austria. O en Noche eterna de Agatha Christie, el asesino y su amante fingen que no se conocen de nada y alguien les hace llegar una foto de un periódico en la que se les ve, muy amartelados entre la gente, por una calle de Hamburgo, desmontándoles el juego.

Pero eso es en la literatura. ¿Ocurre algo así en la vida real? Pues sí, y miren por dónde, a mi amigo Melchor le ocurrió. Ojeando fotos del grupo "Fotos Antiguas de Tenerife", se encontró a sí mismo caminando y pensando en sus cosas por la calle Carrera de La Laguna a finales de los años 60. Claro que él sigue el dictado filosófico de "Conócete a ti mismo", porque yo no lo hubiera reconocido ni en un millón de años. Pero alguien fotografió la calle y captó la escena con un Melchor muy joven, justo detrás de un guardia que dirigía la circulación (imagen inicial)

Así que algo así es posible y seguro que a muchos les ha pasado. Y ahí me ven, casi como si estuviese en un "Buscando a Wally", mirando escenas de antes sabiendo que yo estuve allí -en las fiestas del Cristo, en el balneario, en San Diego...- y esperando que en alguna de los años 50 aparezca yo de la mano de mi madre (¿De dónde vendríamos? ¿A dónde íbamos?) por la calle Cruz Verde en el Santa Cruz de mi infancia.

lunes, 8 de noviembre de 2021

Ya nada puede sorprenderte



Hace poco leí una novela en la que una señora de edad decía: Lo extraña que puede ser la vida. A los 78 años dirías que ya nada puede sorprenderte y te pasa una cosa de estas y te parece que el mundo acaba de empezar. ¡Cuántas veces muchos de nosotros hemos hecho esta misma reflexión cuando nos topamos con lo inesperado!

Esta semana, por ejemplo. En la hora en que caminamos por la mañana por la costa de Bajamar, le iba contando yo a mi amiga María Victoria el libro que mi hija escribió hace poco para MOLPEditorial, "Productividad para escritores". Hay que decir de antemano que mi hija es una de las personas más ordenadas que conozco. En su casa todo está organizado, los suéteres por colores, los armarios con todo dobladito sin ver ni un pantalón rebujado, las especias por orden alfabético, cada cosa en su sitio... ¡Un complejo que me da! Bueno, pues ese libro es la respuesta que ella da a la pregunta que siempre le hacen: "¿Cómo te las arreglas, cómo tienes tiempo para todo?".

Ella lo explica de un modo muy ameno en las 83 páginas sin desperdicio del libro.  Y uno de los libros de los que echa mano para explicarse mejor es "Momo" de Michael Ende. ¿Lo has leído?, le pregunté a María Victoria. Ella me contestó que no y yo le fui contando, mientras pasábamos al lado de las piscinas de Bajamar, que "Momo" es un libro que habla del tiempo, de los ladrones de tiempo ("los hombres grises") y de la niña que devolvió el tiempo a los hombres.

Y en esas estábamos cuando llegamos a una casetita de madera que hay entre las piscinas y la playa donde la gente pone libros para que vuelen y se lean. Son pocos los que hay, unos 20 más o menos, pero nosotras, siempre que pasamos por allí, la abrimos y curioseamos para ver si hay algo que nos interese. ¿Querrán creer que el primer libro que nos encontramos fue "Momo" de Michael Ende? Me quedé tan asombrada que dije la frase de la señora con la que empecé este escrito: Dirías que ya nada puede sorprenderte y te pasa una cosa de estas y parece que el mundo acaba de empezar. ¡Es una señal!, dijimos las dos.

Así que cogimos el libro y este fin de semana lo he releído. Se publicó en España en 1987 y, después de 35 años, me volví a encontrar con Momo, la niña que sabía escuchar; con su amigo Gigi Cicerone, cuya fantasía florecía como un prado en primavera y contaba cuentos a los que le crecían las alas; y, por supuesto con Beppo Barrendero, el otro amigo de Momo, que aconsejaba: ¿Ves, Momo? A veces tienes ante ti una calle larguísima. Te parece tan terriblemente larga, que nunca crees que podrás acabarla (...). Nunca se ha de pensar en toda la calle de una vez ¿entiendes? Solo hay que pensar en el paso siguiente, en la inspiración siguiente, en la siguiente barrida. Nunca más que en el siguiente. Entonces es divertido; eso es importante, porque entonces se hace bien la tarea (...) De repente se da uno cuenta de que, paso a paso, se ha barrido toda la calle.

Y esto último me vino muy bien, porque justo este mes, a lo mejor por envidia de la casa de mi hija, me había propuesto ordenar la mía antes de las navidades (está un poco patas arriba). Así que ahora, siguiendo las directrices de Michael Ende y de Ana, 1º, me propongo el objetivo de ordenar, no la casa, sino una gaveta cada día. 2º, no voy a decir la excusa de siempre de "no tengo tiempo", porque es verdad que lo tengo pero no lo sé administrar bien. 3º, tengo que establecer prioridades, aunque una de ellas sea "no voy a hacer nada de nada" o "hoy, que es domingo, desayuno con calma y luego, otro ratito a la cama a leer" (uno de mis pequeños placeres preferidos). Y 4º, haré listas como una posesa (en realidad, me encanta hacerlas). Por ejemplo, hoy haré mermelada de mango ahora que hay tanta fruta en el árbol de la huerta, escribiré este post... y ordenaré una gaveta.

Así que, mira por dónde, una sorpresa inesperada me ha organizado la vida (el mundo acaba de empezar) y me ha hecho valorar aquello que es oro líquido para "los hombres grises": mi tiempo, en el que cada día, de ahora en adelante, seguro que habrá un hueco para algo -una casualidad, un milagro, tal vez- que siempre pueda sorprenderme.


martes, 2 de noviembre de 2021

50 años


Hay una canción de Rocío Dúrcal que alguna vez he cantado con mis amigas del colegio, cuando nos da el melancólico, que dice: Cómo han pasado los años, las vueltas que dio la vida...Y de eso, del paso de los años, hablamos este fin de semana en que hizo 50 años que mi marido y yo nos casamos, las bodas de oro que le dicen.

Y algo ha cambiado, sí, aunque hace 50 años teníamos un volcán, el Teneguía, rugiendo en la isla de enfrente, y ahora, quién lo iba a suponer, tenemos otro rugiendo igual por el mismo sitio. Han pasado 50 años entre volcán y volcán pero de ninguno de los dos tuvimos la culpa nosotros.

Hace 50 años celebramos la boda con 160 invitados, la mayoría de los cuales ya no están aquí. Ahora lo hemos celebrado con unos que no fueron a nuestra boda: nuestros hijos y nuestros nietos.

Hace 50 años no tuvimos permiso para bodas y solo estuvimos de luna de miel un fin de semana en el sur (estábamos en el franquismo y, por no tener, no teníamos ni seguridad social). Hoy lo hemos celebrado, jubilados, en Fuerteventura, al lado de una playa kilométrica de arenas blancas.

Hace 50 años solo había un fotógrafo contratado que nos hizo un álbum de la boda con 20 fotos en blanco y negro. Ningún invitado sacó fotos ni tuvo un recuerdo tangible del evento. Hoy solo en el fin de semana cada uno de nosotros hizo más de cien fotos a todo color, sin miedo a quedarnos sin carrete.

Hace 50 años estábamos hechos unos pipiolos con 23 y 25 años. Yo creo que hasta podía tocarme la punta de los pies con las manos.  Ahora todo ha ido a más: más kilos, más años, más arrugas, más achaques... Bueno, todo no: hay cosas que han ido a menos, y mejor no las cuento.

Hace 50 años estrené un camisón blanco lleno de puntillas y bodoques. Hoy prefiero un pijama suavito y calentito para dormir. Y, si se tercia, con calcetines.

Hace 50 años nuestro primer desayuno de casados fue un desastre porque el café estaba hecho una bola seca y no pudimos hacerlo. Hoy, en el Hotel al que fuimos, nos ponían un buffet enorme con churros, creps y todo lo que se nos ocurriera. Y al final un champán, como señores.

Hace 50 años nos quedamos alguna vez dormidos, abrazados en un sillón. Hoy festejamos cuando (como en el último viaje a Galicia) nos ofrecen una cama de 2 m. de ancho en la que perderse.

Hace 50 años teníamos un futuro amplio y radiante por delante. Hoy somos más sabios y sabemos que hay una fecha de caducidad.

Pero hay cosas que siguen igual. Por ejemplo, el escarabajo naranja en el que salimos de la iglesia hace 50 años sigue funcionando como un reloj y pasa religiosamente la ITV todos los años.

Y para mí él es, como hace 50 años, el hombre de mi vida y la persona que más quiero. Y para él yo lo soy también. 

Casi nada y casi todo.

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