Primero fue una silla. Una silla con armazón de metal y asiento de plástico, la mínima expresión de una silla. Alguien la dejó en la parada de la guagua, de esa guagua que solo pasa 5 veces al día por la carretera que sube de mi casa a El Portezuelo, y allí se quedó por un tiempo, casi escondida entre la trebina que festonea de amarillo toda la subida. Después se añadieron dos sillas blancas, las mismas que ven en la imagen y que yo fotografié a finales de enero. Y al poco tiempo, volvieron a poner más sillas, esta vez dos de mimbre que parecían sacadas de una terraza frente al sol. A mí me divertía y pensaba que, de seguir así, esa humilde parada se iba a convertir en la sillería de una catedral.
Pero luego pasó al revés. Primero desaparecieron las de mimbre; después, las blancas, y, al final, solo ha quedado la primera, otra vez sola, tan modesta que casi ni se ve. Nunca he visto a nadie sentado en ella.
De todas formas, es muy de agradecer que alguien, en lugar de tirarlas, haya pensado en el descanso de cualquier persona que las mire con alivio y ojos golositos. Yo estoy totalmente en contra de Juan Luis Arzuaga, el paleoantropólogo que la considera un invento diabólico. En su libro "La muerte contada por un sapiens a un neandertal" dice: No me hables de las sillas. Las sillas son, junto con el azúcar refinado, el peor invento de la humanidad (...) porque lo normal en el ser humano, cuando se reúne con otros para charlar o para comer, es permanecer en cuclillas, sin que las nalgas lleguen a tocar el suelo. "Descanso activo", así se llama porque hay una tensión muscular muy saludable. Yo le diría que vale, pero que, si yo tengo que esperar la guagua en cuclillas, haría falta una grúa para levantarme después y ¡qué necesidad habiendo sillas! Esta misma semana recibí un meme en el que un jubilado decía: Yo no sé ustedes, pero yo ya he llegado a una edad en la que no me duelen ni las traiciones, ni las mentiras, ni los desengaños... Lo que más me duele son las articulaciones. Y por eso en eso estamos, agradeciendo de corazón que a un ser humano genial se le haya ocurrido, en el principio de los tiempos, lo de poner una tabla con cuatro patas para sentarse.
Fue todo esto lo que nos impulsó el domingo pasado, que fuimos con una pareja amiga a la playa, a comprar, en una de las tiendas que, frente al mar, tienen de todo lo necesario para el baño, 4 sillas de esas livianitas para ponerlas en la arena ¡Ya estaba bien lo de dejarnos caer al tumbarnos o lo de ponernos en la indecorosa postura de 4 patas para levantarnos! Las plantamos, como si fuera un real sitio, en medio de la playa y nos sentamos como señores, disponiéndonos a mirar con desdén a todos los despatarrados de alrededor. Entonces mi amigo comentó: Me acuerdo de cuando de chicos veíamos a los señores mayores sentados en sillas como estas en la arena, mientras nosotros correteábamos y nos revolcábamos en ella... Se hizo un silencio que él remató mientras los demás asentíamos melancólicamente: Ahora nosotros somos de sillas.
Pero no importa. Si uno mira la historia, la silla es una conquista: desde las sillas de obispos y reyes, ascendidas a tronos, o las cátedras, las sillas altas desde las que el profesor daba clase, a los corros de sillas en las aceras de los pueblos al atardecer o a las que ponen para aliviar la espalda en los recorridos de desfiles y procesiones. O en una humilde parada de guagua. Donde estén todas esas, que se quiten , pese a Arzuaga, todas las cuclillas del mundo. ¡Yo soy de silla!.