lunes, 30 de mayo de 2022

Ser de sillas



Primero fue una silla. Una silla con armazón de metal y asiento de plástico, la mínima expresión de una silla. Alguien la dejó en la parada de la guagua, de esa guagua que solo pasa 5 veces al día por la carretera que sube de mi casa a El Portezuelo, y allí se quedó por un tiempo, casi escondida entre la trebina que festonea de amarillo toda la subida. Después se añadieron dos sillas blancas, las mismas que ven en la imagen y que yo fotografié a finales de enero. Y al poco tiempo, volvieron a poner más sillas, esta vez dos de mimbre que parecían sacadas de una terraza frente al sol. A mí me divertía y pensaba que, de seguir así, esa humilde parada se iba a convertir en la sillería de una catedral.

Pero luego pasó al revés. Primero desaparecieron las de mimbre; después, las blancas, y, al final, solo ha quedado la primera, otra vez sola, tan modesta que casi ni se ve. Nunca he visto a nadie sentado en ella.

De todas formas, es muy de agradecer que alguien, en lugar de tirarlas, haya pensado en el descanso de cualquier persona que las mire con alivio y ojos golositos. Yo estoy totalmente en contra de Juan Luis Arzuaga, el paleoantropólogo que la considera un invento diabólico. En su libro "La muerte contada por un sapiens a un neandertal" dice: No me hables de las sillas. Las sillas son, junto con el azúcar refinado, el peor invento de la humanidad (...) porque lo normal en el ser humano, cuando se reúne con otros para charlar o para comer, es permanecer en cuclillas, sin que las nalgas lleguen a tocar el suelo. "Descanso activo", así se llama porque hay una tensión muscular muy saludable. Yo le diría que vale,  pero que, si yo tengo que esperar la guagua en cuclillas, haría falta una grúa para levantarme después y ¡qué necesidad habiendo sillas! Esta misma semana recibí un meme en el que un jubilado decía: Yo no sé ustedes, pero yo ya he llegado a una edad en la que no me duelen ni las traiciones, ni las mentiras, ni los desengaños... Lo que más me duele son las articulaciones. Y por eso en eso estamos, agradeciendo de corazón que a un ser humano genial se le haya ocurrido, en el principio de los tiempos, lo de poner una tabla con cuatro patas para sentarse.

Fue todo esto lo que nos impulsó el domingo pasado, que fuimos con una pareja amiga a la playa, a comprar, en una de las tiendas que, frente al mar, tienen de todo lo necesario para el baño, 4 sillas de esas livianitas para ponerlas en la arena ¡Ya estaba bien lo de dejarnos caer al tumbarnos o lo de ponernos en la indecorosa postura de 4 patas para levantarnos! Las plantamos, como si fuera un real sitio, en medio de la playa y nos sentamos como señores, disponiéndonos a mirar con desdén a todos los despatarrados de alrededor. Entonces mi amigo comentó: Me acuerdo de cuando de chicos veíamos a los señores mayores sentados en sillas como estas en la arena, mientras nosotros correteábamos y nos revolcábamos en ella... Se hizo un silencio que él remató mientras los demás asentíamos melancólicamente: Ahora nosotros somos de sillas.

Pero no importa. Si uno mira la historia, la silla es una conquista: desde las sillas de obispos y reyes, ascendidas a tronos, o las cátedras, las sillas altas desde las que el profesor daba clase, a los corros de sillas en las aceras de los pueblos al atardecer o a las que ponen para aliviar la espalda en los recorridos de desfiles y procesiones. O en una humilde parada de guagua. Donde estén todas esas, que se quiten , pese a Arzuaga, todas las cuclillas del mundo. ¡Yo soy de silla!.

lunes, 23 de mayo de 2022

La importancia de llamarse Catalina



Poner un nombre a alguien o a algo es una tarea de gran responsabilidad, porque un nombre va a estar pegado a uno para siempre y porque debe expresar algo en consonancia con la persona o cosa nombrada. No se puede endilgar a alguien un nombre como Inerbelio y luego echarse a dormir con la conciencia tranquila. Así que comprendo perfectamente la preocupación de las monjas de mi colegio cuando se han visto obligadas hace poco a ponerle un nombre nuevo a este. 

El colegio en el que estuve desde los 6 a los 16 años, allá por los años 50 y 60, era el de las Dominicas de Santa Cruz. Cuando en los años 70 se mudaron pasó a ser Dominicas de Vistabella. Pero hace poco los cuatro centros dominicos de Canarias se integraron en la Fundación Educativa Santo Domingo (FESD), donde están 24 centros dominicos de toda España. Entonces se les dijo que en el nombre del colegio no debía figurar "Dominicas", porque todos lo eran y no iba a ser uno más que otro, oye. Tampoco les gustó "Colegio Vistabella", que era solo un sitio, en el que, además, había más colegios. Y al final, después de muchas cavilaciones decidieron llamarlo "Colegio Santa Catalina de Siena".

Pero se han quedado las monjitas un tanto desanimadas porque siempre hay alguien que protesta: que si ese nombre a cuenta de qué, que quién se acuerda de Santa Catalina, que si esto, que si lo otro. Y esta es la razón del post de hoy. Mis amigas del colegio y yo, las que estuvimos 10 años o más recorriendo los pasillos, las aulas, el patio con sus laureles, la capilla, el salón de estudio, y hasta la clausura (por donde nos fugamos un día bienhallado) hemos decidido apoyar el nombre, faltaría más. Pero es que nosotras (incluso las no religiosas) somos muy de Santa Catalina.

Es verdad que fue un poco intensa (con visiones y esas cosas), pero de pequeña la llamaban Eufrosina (que significa Alegría) y de mayor, ya Catalina, fue una mujer de armas tomar que no admitía ninguna tontería. Vivió en el siglo XIV y solo 33 años, pero hizo lo suficiente para ganarse a pulso el respeto de todo el mundo, incluidos los Papas del momento que estaban divididos, uno en Roma y otro en Aviñón. Ella contribuyó a acabar con el cisma, escribió y discutió con autoridades, sabios y obispos y socorrió a los desgraciados durante la peste de 1374. Es Santa, es Doctora de la Iglesia y es la copatrona de Europa y de Italia.

Y para nosotras es alguien muy cercano. Ya les conté aquí que en su Día en el colegio nos vestíamos de gala (un traje que odiábamos, la verdad), desfilábamos con velas largas encendidas en la mano y cantábamos con todo el entusiasmo juvenil de entonces lo de Cantad a Catalina plegarias fervorooooosas, de lirios y de rosas su frente coooronad.... Y también les conté que las notas de ese himno resuenan hoy en todos los cambios de hora del colegio. ¡después de 7 siglos que hace que murió se la recuerda a cada hora! Pero es que, además -y esto, por favor, que no salga de la isla-, cuando mis amigas y yo hacemos alguna comilona en la intimidad y sin que nos oiga nadie, cantamos otra canción de entonces que toda dominica conoce: Al entrar en el colegio de las madres Dominicas hay un letrero que dice. ¡Viva santa Catalina, viva Santa Catalina! Si esto, el que 15 o más señoras mayores de 70 todavía la recuerden y la canten, no es ser famosa y merecedora de tener un colegio a su nombre, ya me dirán quién lo es. Ni Messi.

Tengan, pues, las buenas monjas del colegio la bendición de las alumnas veteranas por el acierto en elegir ese nombre para el colegio, el de una mujer que en el siglo XIV, cuando las mujeres no pintaban nada de nada, supo defender las ideas en las que creía y demostró la importancia de llamarse Catalina.

lunes, 16 de mayo de 2022

Viaje al pasado



Si la vida merece la pena es porque está salpicada de momentos gratos: una buena conversación, las risas con los nietos, la visión de algo muy bello, una música que embruja, la lectura de un buen libro, un beso de amor, el descanso después del trabajo... Y, por supuesto, las cenas con los amigos de siempre que hacemos todos los viernes por la noche desde hace unos 30 años.

El viernes pasado fue, además, especial. Fuimos al VIII Aniversario de la apertura del restaurante "La Bruma" en La Laguna, llevado, con muy buen hacer y esmero, por Suso Purriños y su mujer, Ligia. Suso, que fue alumno mío hace un montón de años, nos recibió tan cariñoso como siempre y nos ofreció un menú de esos que se paladean despacio y se recuerdan después: guacamole con chips de yuca, croquetas de huevo frito con chorizo, curry verde thai con chocos y gambones, carrilleras de ibéricos... Un menú riquísimo, pero también una noche increíble porque fue casi como un viaje al pasado.

Primero, me encontré con Quico, el hermano de Suso, que fue uno de mis primeros alumnos cuando, a los 23, di clase durante 2 años en el Colegio Luther King. Y allí pegamos la hebra a hablar de cuando al mes de inaugurarse el colegio (hace nada menos que 50 años), ni cortos ni perezosos, nos fuimos todos de noveleros, profesores y alumnos, a ver el Teneguía a La Palma; de los compañeros, con los que él todavía se ve, y de los que ya no están, como Pili o como Chano del que recordamos su humor y su risa; de cómo nos marcó el colegio, de lo bien que recordamos todo, en mi caso tal vez por ser el estreno. ¡Éramos tan jóvenes y teníamos tanto entusiasmo!

Después Suso trajo a mi mesa a tres de sus amigos de Instituto, Javier, Elena y Gonzalo, a los que, ¡qué casualidad!, también di clase de Filosofía en el 79-80 en mi segundo centro, el Instituto Andrés Bello, en el que estuve 13 años. Y me contaron que Javier y Elena se habían hecho novios entonces y se habían casado y ya tenían hasta una nieta; y hablamos también de aquellos tiempos, y de los profes, compañeros míos, que recordaban.

Al final, para seguir viajando al pasado, resultó que también allí había alumnos de mi tercer centro de trabajo, el Instituto Canarias Cabrera Pinto en el que me jubilé después de 22 años: Raquel, alumna, organizadora de mis viajes y amiga, que estaba en otra mesa con su marido; y también el animador, Emilio Cedrés, con el que no me pude resistir a hacerme la foto que ven al inicio. Era como ir de sorpresa en sorpresa ¡Había allí alumnos de los tres centros en los que trabajé! Nunca me había pasado, parecía como si el destino hubiera mandado una representación -bastante digna, por cierto- de cada momento importante de mi vida laboral.

La noche pasó entre risas, conversaciones y las canciones de Emilio, que tiene una voz preciosa pero que no pudo evitar que le acompañáramos a grito pelado en el "Y nos dieron las diez". Y cuando nos fuimos, ya cerca de las 2 de la mañana, entre besos y abrazos y deseos de volver a encontrarnos, no dejamos de decir, arropados por una luna llena en la noche lagunera, lo de "¡Pero qué bien nos lo hemos pasado!".


lunes, 9 de mayo de 2022

Dos cartas de amor



Hubo un tiempo en que uno se sentaba, pensaba, escribía una carta a mano y, después, buscaba sobre y sello y se iba al buzón más cercano, con la confianza de que sería leída, no importaba si en una semana o en un mes. Hubo un tiempo en que se invertía esfuerzo en escribir cartas porque sabíamos que lo que escribíamos perduraría. Hubo un tiempo en que, si la carta era de amor, se ponía el corazón en ella porque estábamos convencidos de que se conocía más a una persona por ella que por dos horas de conversación.

Les pongo el ejemplo de dos cartas de amor. La primera la leí hace poco y está escrita (a máquina y en horas de oficina) por una tal Baudilita al padre de una amiga mía. La carta la encontró entre sus papeles y está escrita años antes de que yo naciera, así que espero no ser indiscreta revelando su contenido, ya que Baudilita debe andar ahora por los 100 años y pico, y no creo que, si vive aún, se reconozca en las inflamadas palabras que le dedica a su queridísimo amorcito mío, como comienza la carta.

En el primer párrafo le dice que no ha podido dormir porque con tu marcha me quedé amonadada (tal cual), y que sin su cariño no tendría otro remedio que consagrarme a estar en el claustro divino y vivir solamente para purgar mi vida víctima de horrores pasados. La vamos conociendo: o te quedas conmigo o me meto a monja. Qué intensa.

En el segundo párrafo le reprocha que no le haya escrito y ¿crees que no tengo bastante con las torturas y calamidades en esta vida llena de espinas y ambrojas? (Ni idea de qué son las ambrojas esas). Y sigue diciéndole que un tal Jilverto (escrito así) quiere hablar con su madre porque ya terminó 7º de Bachillerato y quiere hacerse ingeniero y ya me dirás, amor de mi existencia y entretelas, si le entrego mi corazón a Jilverto o no. Segundo aviso: hay otro Plan B.

En el tercer párrafo se pone poética hablando de una noche cubierta de estrellas que compartieron y que ofrecía a los enamorados el placer de gozar del amor puro, cristalino y verdadero, pero que una mano cruel y misteriosa me hacía señas para que no te amara. Tercer aviso, ¡ay, esas manos crueles y misteriosas...!

En el cuarto párrafo, te suplico por el todopoderoso que no me abandones, yo me sacrificaré, robaré y mendigaré si preciso fuere solo por poseer una fibra de tu inmenso corazón. ¡Ay, señor!

En el quinto párrafo se define (por si él tiene dudas, digo yo): Ya sabes que soy alta, morena y hermosa, en mis ojos negros parecidos a dos aceitunas, hay siempre un brillo de tentación (...) y puedo decirte sin escrúpulos que siento un placer muy femenino, ya que incendio el corazón de los hombres y me gusta manejarlos como fantoches de un rebaño o de marionetas, y que se muevan al antojo de mis caprichos... Pues vaya, me da que ahora el "amorcito suyo" terminó de conocerla.

Al final dice que no sigue escribiendo porque está en la oficina y se despide diciendo que queda incolume, triste, pensativa y meditabunda quien tanto te quiere, tu Baudilita.

¿Qué les parece? ¿No es verdad que la acabamos conociendo todos?

Veamos, sin embargo esta otra carta, una de mis preferidas en la literatura: la que escribe el capitán Frederick Wentworth a Anne Elliot en "Persuasión" de Jane Austen:

... Le ofrezco mi ser otra vez con el corazón más rendido que cuando casi lo destrozó hace ocho años y medio. No diga que el hombre olvida antes que la mujer, que su amor muere más pronto. Puedo haber sido injusto, he sido rencoroso y débil; pero jamás inconstante. Solo usted es el motivo de que yo haya venido a Bath. Solo por usted pienso y hago proyectos. ¿Acaso no lo ve? ¿No ha comprendido mis deseos? No habría esperado siquiera estos diez días de haber sabido cuáles eran sus sentimientos, como creo que debe usted de haber adivinado los míos (..) ¡Dulce y angelical criatura! Veo que nos hace justicia. Crea que existe la constancia y el amor verdadero entre los hombres. Crea que son muy fervientes, muy constantes en F.W.

Hay cartas de amor y cartas de amor y hay algunas que merecen conservarse y otras que no. 

Anne Elliot y el capitán Wentworth se comprometieron menos de una hora después de que ella leyó la carta. En la vida real Baudilita no se casó con el padre de mi amiga. Ignoramos si lo hizo con Jilverto o se metió a monja o siguió "amonadada".



lunes, 2 de mayo de 2022

Francia es una fiesta


Mont-Saint-Michel

Últimamente estoy, como diría mi abuela, muy pasiantina. En lo que llevo de año he ido a Granada, Asturias y, esta semana pasada, a Normandía, Bretaña y París. Al volver he pensado que ya me deben quedar pocos años para hacer estas escapadas y que cada vez tengo las bisagras más oxidadas, pero ¡qué diablos! por ahora dale alegría a tu cuerpo, Macarena. Y es que, además, este último viaje ha sido una fiesta.

Tal vez haya sido por el lujo de los guías que hemos tenido, como Martine en Rouen y su fino sentido del humor ("San Maclau era un monje que hablaba con los pájaros. Con las personas, no, pero con los pájaros, sí"); o como Horacio en París, que se emocionaba (y nos emocionaba) con las maravillas de la Sainte-Chapelle; o sobre todo, como Sonia, nuestra guía permanente - divertida, eficiente, culta-, a la que ya considerábamos parte de la familia.

O a lo mejor fue también el grupo tan estupendo que hicimos (éramos 23 personas), la mayoría canarios de Tenerife y otros pocos peninsulares con los que conectamos enseguida. Buenas caras y buen humor. Hasta yo me confundí un día de marido y tiré de la mano de un vasco que hacía ímprobos esfuerzos por soltarse, mientras se reía.

O fue la belleza de los paisajes o de los pueblitos de la Francia profunda: el majestuoso Mont-Saint-Michel; Honfleur, zona de quesos y manzanas; Deauville, que todavía recuerda a Coco Chanel y a "Un hombre y una mujer"; el encanto de Dinan con su jardín inglés y sus vistas sobre el río; Saint-Malo, tierra de corsarios; Pleyben y Locronan, casas de piedra y flores; Concarneau, la ciudad de las redes azules; Vannes, con sus murallas y sus 6 puertas, tan medieval ella; Nantes, la tierra de Julio Verne y Ana de Bretaña...

O fue la emoción de contemplar las playas de Normandía, todavía con sus diques para facilitar el desembarco, que nos recordó que todavía hay guerras a la vuelta de la esquina. En un grafitti en los muros de Arremanches se sigue pidiendo el no a la guerra.

O contribuyó a hacer tan especial el viaje las anécdotas con las que nos encontramos, como el gato momificado de un cementerio en Rouen ("¿Fruto de una broma de estudiantes de Bellas Artes?", pone al pie); o los confesionarios de la iglesia de Saint-Germain en Pleyben, unos cubículos medio bizantinos en uno de los cuales había un cartel que decía (se lo traduzco gentilmente): "No teniendo límite la estupidez humana, tenemos que hacer saber que los confesionarios no son retretes públicos".

¿O nos gustó tanto por las mujeres reales - tan fuertes, tan empoderadas- que fuimos descubriendo en las huellas que dejaron en la historia de su país? Jeanne de Belleville, que se convirtió en corsaria para vengar la muerte de su marido; Leonor de Aquitania, que fue a las Cruzadas y fue reina de Francia y de Inglaterra; Juana de Arco, que con 16 años ayudó a liberar a Francia de la dominación inglesa en la guerra de los Cien Años; Blanca de Castilla, que fue regente del país; Ana de Bretaña, 2 veces reina de Francia; Marie Curie, 2 veces premio Nobel y que está enterrada en el Panteón de París...

O igual el encanto estuvo en el kir bretón (licor de grosella más sidra) que nos tomábamos a la hora del apéritif, o en el calvados frío y con sabor a manzanas, o en el armagnac (que también cayó un día).

Y por supuesto, siempre nos quedará París, que tuvimos como fin de fiesta y recorrimos recordando otros viajes anteriores en los que nos sedujo igualmente. Allí estaba Notre Dame, curándose de sus heridas; la luz de la Sainte-Chapelle; el paseo por el Sena bajo el puente más romántico del mundo, el Alejandro III; el recorrido por los Campos Elíseos, la Ópera resplandeciente... Y la Torre Eiffel, que nos regaló a las 10 de la noche, en un París iluminado y acogedor, una traca final con luces doradas, estallando y recorriendo sus líneas estilizadas de vieja dama elegante.

Por todo eso fue un viaje precioso. Y claro que me cansé, que una ya tiene una edad. Seguramente viajaré menos en adelante pero no renuncio a hacerlo de vez en cuando. Como decía mi madre (que también fue pasiantina) un mes antes de morir: "Tal vez no viaje más, pero ¿y lo que me he divertido haciéndolo?". Seamos felices, pues, mientras podamos (como dicen también los jardineros).


Reloj de Rouen




Grafitti en Arremanches


Casas en Concarneau

La Sainte-Chapelle


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