lunes, 31 de octubre de 2022

Que nos quiten lo bailado



Este sábado, después de mucho, mucho tiempo, fui a un baile. Bueno, fui a una cena al lado del mar al final de la cual había música, un chico cantando canciones conocidas y ¡un baile!.  Claro, que no era un baile como los de antes porque el chundachunda es el acompañamiento habitual de ahora y los bailarines nos limitamos a un meneo acorde con eso. Pero después de todo, había jóvenes bailando a su bola, había un señor de nuestra quinta al que en el 5º compás la pierna le falló (la edad no perdona) y parejas bajo la luna, dando testimonio de que una de las actividades más humanas y placenteras es darle a tu cuerpo alegría, Macarena.

Nosotros de jóvenes (más jóvenes, si cabe) bailábamos mucho cuando salíamos los fines de semana. Recuerdo salas de baile en Santa Cruz y La Laguna (el King, el A-gogó, Las Mimosas...), pero también los guateques en las azoteas de amigos o las verbenas en los pueblos de veraneo. ¿Se ha perdido eso? Nosotros lo pasábamos pipa y la cosa no se limitaba a un chundachunda. Estaba el baile clásico "agarrado" en el que bailabas, hablabas y, si te gustaba la pareja, ligabas; después había bailes tribales y conjuntados (como el madison, por ejemplo), que era como si estuviéramos haciendo la tabla de gimnasia del colegio: 3 pasos a la derecha, 3 pasos a la izquierda, rodilla arriba, rodilla abajo...; y luego estaban los que más nos gustaban, el rock and roll y el inolvidable Let's twist again de Chubby Checker (que hasta Javier Marías, tan serio él, creo que llegó a bailarlo), en los que nos contorsionábamos, nos agachábamos y hasta saltábamos. Nada que ver con la noche del sábado.

¿Por qué bailamos? ¿Por qué, de todos los animales, somos los únicos que movemos el esqueleto al ritmo de una música? En un viaje que hicimos a Croacia, una noche tocaba un grupo en la Plaza Principal de Dubrovnik y fue tanto el entusiasmo y el seguir el ritmo de todos los españoles del viaje, que rápidamente se contagió a toda la plaza que, hasta ese momento, seguían tan serios el concierto. Tenemos una foto de uno de los nuestros bailando con una japonesa que no paraba de reírse, mientras el resto hacía una especie de conga alrededor.

Hay investigadores (por ejemplo, Lawrence Parsons, profesor de Neurociencia cognitiva en el Departamento de Psicología de la Universidad de Sheffield) que estudian el cerebro cuando bailamos, cantamos o seguimos un ritmo. Por ellos sabemos hoy que el baile tiene raíces genéticas, que produce un grado de cohesión social que nos ayuda a sobrevivir y que, si sabemos danzar y entonar canciones, vivimos más.

Así que no lo duden: a pesar de lumbagos, juanetes y achaques, el baile ha resultado ser una vitamina vital. Y lo mejor de todo es que esas rítmicas coreografías que nos montamos cuando no hacemos caso de las tristezas ni del qué dirán, no solo son buenas para estar en forma sino también nos hacen más felices. Y después... ¡que nos quiten lo bailado!


lunes, 24 de octubre de 2022

Poner en primera plana




Hace un tiempo, en 2012, empecé a fijarme en las buenas noticias que aparecían en la primera página del periódico. Durante un año fui reuniendo aquellas que fueran buenas para todos. Por ejemplo, no valía que hubiera ganado tu equipo de fútbol porque esa no era buena noticia para el que perdió. Pues bien, aunque les parezca mentira, a lo largo de un año entero solo se publicaron 5 buenas noticias en primera plana. Hablé de ellas aquí.

Por eso me encantó que este 12 de octubre, hace unos días, aparecieran no una, sino ¡dos! buenas noticias. Entre tanto anuncio desastroso - caos en Gran Bretaña, amenazas de guerra nuclear, deterioro de la economía, huelgas en Francia...- , ¡allí estaban en primera plana! Dos cosas que todo el mundo podría considerar buenas.

La primera era la foto de una niña de 13 meses que miraba el mundo con esos ojazos que tiene los niños pequeños, Emma, que así se llama, ha recibido, en el Hospital madrileño de La Paz, por primera vez en la historia un trasplante de intestino procedente de una persona muerta. Es algo por lo que alegrarse, no solo por por lo que supone que alguien condenado a morir tan pronto se salve, sino también porque en cierta manera el éxito de una operación así es algo en lo que todos hemos contribuido. Para cosas como estas son los impuestos.

La segunda es que la NASA pudo desviar un asteroide peligroso, también por primera vez en la historia. La sonda DART de 600 kg y del tamaño de una nevera chocó contra Dimorfo, un asteroide 10 millones de veces mayor. Una ha estado siempre con la mosca en la oreja mirando el cielo estrellado, desde que en uno de los libros de Tintín, "La estrella misteriosa", también hay un meteorito, una enorme bola de fuego, que va derechito a chocar contra la tierra provocando el fin del mundo: el calor aumenta, el asfalto se derrite, las ratas huyen, los neumáticos revientan... Al final, nos librábamos por un pelo porque pasó a 45.000 km. Cerquita pero sin impactar contra la Tierra. Ufff. Ahora en la vida real hasta eso se ha evitado. 

Por todo esto propongo que hagamos lo mismo a nivel personal: subamos a la primera plana de nuestra vida todo lo bueno que nos pase. El que florezcan ahora, en pleno otoño, mis rosas preferidas, con ese suave color champán y su olor a rosas de verdad (imagen inicial); la fiesta sorpresa, cercana y entrañable, que le hicimos a mi cuñada por su 70 cumpleaños; los libros que he leído este mes y que me han dado placer e historias nuevas; los besos y caricias de quienes me quieren; esos momentos silenciosos y tranquilos en los que disfruto de mi casa; un baño en el mar, todavía templado; las comidas con mi gente, llenas de conversaciones y de risas; los ratos con mis nietos...

Y propongo también que las majaderías -lumbagos, incordios, gente pesada, las pequeñas latas del día a día- ¡a las páginas de Negocios, que son las que nunca leo ni miro!. Si acaso de refilón...


lunes, 17 de octubre de 2022

Qué es una pifia



¿Qué es una pifia?, dices mientras clavas en mi pupila tu pupila azul. ¿Qué es una pifia? ¿Y tú me lo preguntas? Una pifia es... Mejor te lo explico con ejemplos.

Una pifia es cuando tienes que llenar un montón de formularios para conseguir un empleo, un puesto o una estancia en un país extranjero, y con todo el papeleo te trabucas y donde tenías que poner sí pones no, y donde iba el no, plantas un sí. Y por pifiarla pierdes el empleo, el puesto y la estancia.

Una pifia es cuando la memoria te gasta sus bromas en un examen y respondes, por ejemplo, "Los guanches tenían origen berberecho" en lugar de "bereber" (me lo pusieron a mí en un examen) o, como mi amiga Marga, que puso en la reválida de 4º que la rival de Isabel la Católica era Juana la Comadreja, en lugar de "la Beltraneja".

Una pifia es mi puré de calabaza de esta semana en el que siempre pongo un palito de canela, y a la hora de moler todo con la minipimer, me olvidé de retirar el palito, con lo cual el puré quedó lleno de minúsculos palitos de canela con los que te ibas tropezando al masticar.

Una pifia en el amor (¿quién no la ha cometido?) puede ser decir (o no decir) algo, hacer (o no hacer) algo...: desaprovechar la oportunidad cuando la tienes delante. Todas las novelas o dramas románticos están llenas de pifias, que a veces se arreglan y a veces no, empezando por "Romeo y Julieta", que no tiene final feliz por culpa de una pifia complicada (perdón por el spoiler). Incluso en la novela que terminé ayer, la 2ª en que David Safier pone a Ángela Merkel de detective, "Miss Merkel. El caso del jardinero enterrado", aparece una pifia (él le mira el trasero a otra) entre dos que se gustan pero que no acaban de cuajar: "Mike se dio cuenta de que Marie procuraba parecer relajada y sonreír, pero sus ojos no sonreían. La había pifiado, era evidente. Seguro que ese día Marie no vería El guardaespaldas con él".

Y no les digo nada de las pifias que todos cometemos de adolescentes y que ahora con esto de las redes, te las van a estar recordando toda la vida, sobre todo si tienes un puesto importante.

Pero pifias cometemos todos, reyes, papas, médicos, profesores o árbitros de fútbol. El que tiene boca se equivoca, decía mi abuela. Al hombre, del que hace poco hablé aquí, calificándolo de animal racional, político, simbólico, lobo para el  hombre y agoniado, también habría que añadirle animal pifiante o pifiador, si es que podemos inventarnos tales términos.. Somos seres con derecho a equivocarnos porque aprendemos de las pifias y el camino del conocimiento está lleno de ellas.

Así que no hagamos de las pifias un mundo. Si no conseguiste un empleo o una estancia en el extranjero, ya habrá otros ¡Será por países!. Si en un examen la pifiaste, hay repescas. Si el puré de calabaza se lleno de trocitos de palos de canela, pásalo por el pasapurés y lo arreglas (eso fue lo que yo  hice). Si perdiste un amor porque la pifiaste, la mancha de una mora con otra verde se quita. Y si de adolescente metiste la pata, piensa que somos seres pensantes y pensar por nuestra cuenta, sin imposiciones, ni dogmas, ni consignas, lleva aparejado que alguna vez nos equivocamos. Y menos mal.

lunes, 10 de octubre de 2022

La reina y yo



No sé si se habrán enterado de que se murió hace unos días Isabel, la reina de Inglaterra. ¿Ah, sí? Yo me enteré no sé ni cómo, pero creo que soy de las pocas personas que no vio por la tele ni las noticias de su muerte ni el entierro (40 minutos de un telediario dedicado solo a ello) ni las horas de documentales que no pararon de informarnos. No llevé flores a las rejas del Castillo de Balmoral, no hice una cola kilométrica para presentar respetos, no entendí por qué la Comunidad de Madrid decretó 3 días de luto (¿Iba mucho por allí la reina o hizo algo por Madrid?), no he visto The Crown ni The Queen, y, por supuesto, no me vestí de luto como los locutores de algunos programas (españoles). Habrán adivinado entonces que no soy monárquica ¿verdad? Con todos los respetos para los que sí lo son y para esa reina bajita, con sombrero y bolso.

Sin embargo ha habido 3 ocasiones, tal vez reales, tal vez ficticias, en las que me he sentido muy cercana a ella.

La primera fue al leer "Una lectora nada común" de Alan Bennet. La protagonista es una reina Isabel que, cerca de los 80, se aficiona a los libros, le pregunta a todo el mundo qué está leyendo y se hace amiga de un librero ambulante que aparca al lado del palacio. El atractivo que le ve a los libros es su indiferencia: ante ellos todos, incluida ella misma, somos iguales. Y se extasía ante la literatura a la que ve como "un  vasto país que estoy recorriendo, pero a cuyos confines más lejanos no llegaré nunca". ¿Le habrá dado alguna vez a la reina Isabel por ese acercamiento a la lectura, más allá de su afición por perros y caballos?

La segunda ocasión fue al leer la Autobiografía de Agatha Christie en la que reconoce que las dos cosas que más la han emocionado en su vida fue comprar un coche, su Morris Cowley gris, y cenar con la reina de Inglaterra. Dice que disfrutó mucho aquella noche y la describe así: "Tan pequeña y delgada, con su sencillo vestido de terciopelo rojo con una sola y hermosa joya, y su amabilidad y facilidad de conversación. Recuerdo que nos contó que, una vez, en medio de una velada, cuando estaban en un pequeño salón, cayó una terrible polvareda de hollín por la chimenea que les obligó a salir corriendo hacia otra habitación. Resulta confortante saber que los desastres domésticos suceden hasta en los círculos más elevados".

La tercera ocasión fue la anécdota del pedo. La he leído contada por el mayordomo de la reina, Paul Burrell, y por Alfonso Ussía, con diferentes protagonistas, el Sultán de Bahréin en el primer caso y Guterres,el Primer Ministro de Portugal, en el segundo. En los dos casos la reina va en su carroza con un mandatario cuando uno de los caballos se tira un sonoro pedo cuyos efluvios apestosos entran por la ventana de la carroza. La reina, siempre tan fina y contrita, le dice al huésped: "Lo siento mucho", a lo que él contesta: "No se preocupe, Su Majestad, yo pensé que había sido el caballo".

Las tres ocasiones que nombro no son quizás totalmente reales, especialmente la primera. Pero hablan de un ser humano, demasiado humano, sin beneplácitos divinos, que podría perfectamente ser mi vecina de al lado y que podría caerme muy bien. Una mujer que, si tuvo sentido del humor y es verdad la última anécdota, estoy segura de que, en la soledad de su habitación, se habrá desternillado de la risa.

lunes, 3 de octubre de 2022

Ay, Portugal, por qué te quiero tanto.


Ventana del Palacio Nacional de Sintra

La semana pasada no escribí mi habitual post de los lunes porque hice una escapada a Portugal, concretamente a Lisboa y alrededores. He estado allí otras veces por el norte y por el sur, pero a Lisboa es la segunda vez (la primera en el 88) y era una asignatura pendiente, después de que me quedara en tierra en el 2010 por la crisis de los controladores aéreos. Era una espina que había que desclavar.

Porque Portugal es un sitio que los canarios sentimos cercano. Oh, hasta una amiga que nos acompañaba en el viaje habló de los extranjeros que había en el hotel, sin caer en la cuenta de que nosotros también lo éramos... Y es que en Portugal casi nos sentimos en casa.

A lo mejor es porque, aunque muchos canarios no lo sepan, las Canarias fueron portuguesas en los tiempos lejanos, allá por el año 1436. Es verdad que solo fueron 52 días pero lo suficiente para aprender el bom dia y el obrigada. O tal vez se deba a que muchos aguerridos portugueses se lanzaron a los mares tras la estela de don Enrique el Navegante y llegaron a Canarias y se enamoraron de las islas (y de las isleñas), dejándonos apellidos -los de mi abuela, por ejemplo, eran Henríquez y Pestana- y palabras: nuestra lengua se llenó de portuguesismos como jeito, magua, alongarse, margullar, millo, bubango, desinquieto... o los sufijos en -ero para los árboles frutales (naranjero, ciruelero...). Hay afinidad, como un aire de familia, entre portugueses y canarios (por algo Alexandre, nuestro guía portugués, nos llamaba mi gente). Se nota en las ventanas con sus bancos adosados (aquí las seguimos llamando ventanas portuguesas), como las que vimos en el Palacio Nacional de Sintra; o en las casitas llenas de buganvillas de los pueblos más antiguos, como Óbidos, o en los balcones de hierro forjado, tan parecidos a los de aquí; o a lo mejor es que compartimos el aire y las aguas del Atlántico, el mismo horizonte que nos empujó a ambos a descubrir otros mundos y a sentirnos andariegos. Hay cercanía hasta en los alimentos preferidos, los chocos y sardinas del mar, o los huevos mole y las quesadillas.

Pero también Portugal es distinto. Tiene una historia detrás mucho más larga que la nuestra y sus particularidades propias: los azulejos heredados de los árabes con ese azul imposible que vimos en casi todos los pueblos que visitamos; el estilo manuelino de muchos de sus edificios (Torre de Belém, Monasterio de los Jerónimos, la estación de Rossio...); las grandes construcciones, como ese Cristo Rey de Almada o el Puente 25 de abril (o Puente sobre el Tajo, que me gusta más), o las enormes estatuas, como la del Marqués de Pombal, que nos saludaba cada vez que íbamos de un sitio a otro en Lisboa; los grandes ríos que parecen mares, como el Tajo y el Sado; los castillos como el de Palmela, Sintra u Óbidos, que aquí no existen; el precioso Museo Gulbenkian y sus jardines... Lisboa es una ciudad de luz y de colinas y miradores que llegan lejos hasta el mar. En ella se oye la música triste y dulce de los fados y en ella se hacen los mejores dulces, los pasteles de Belém, por los que merece la pena llegar hasta allí.

Solo un pero: en el hotel no nos ponían vino ni permitían que lo llevásemos. Y también en la Playa de Caparica -grande, dorada, llena de surferos y de cometas al viento- nos fue imposible tomarnos un aperitivo. Pero ¿no dice la canción: "Será, será que el vino alegra el corazón"? ¿Entonces? Tal vez la saudade portuguesa tiene su origen, no en lo tristes que son, sino en esa "ley seca" que algunos quieren imponer. De todas formas, nosotros la infringimos a más y mejor: tomamos oporto en las tascas del Rossio, , moscatel en Setubal, licor de ginja de la Sierra de Estrela en vasitos de chocolate en Óbidos, y vinho tinto y verde en todos los sitios que nos fueron propicios. Como para decirles a nuestros parientes portugueses lo de nuestra copla: "Un vaso de vino tinto y luego que vengan penas".

¡Ay, Portugal, por qué te quiero tanto...!

(Para Alexandre, nuestro guía, que con buen hacer y buen humor nos acercó a su tierra. Para Juan, el chófer, que nos condujo con tanta pericia hasta por la Sierra de Arrábida. Para mis compañeros de viaje por hacerlo tan placentero)


Puente sobre el Tajo



Castillo de Óbidos



Versos de Pessoa en la escalera de un bar de la Rua Augusta



Bolsa de los pasteles de Belém



Boca del Infierno, cerca del Cabo de Roca.

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