Este sábado, después de mucho, mucho tiempo, fui a un baile. Bueno, fui a una cena al lado del mar al final de la cual había música, un chico cantando canciones conocidas y ¡un baile!. Claro, que no era un baile como los de antes porque el chundachunda es el acompañamiento habitual de ahora y los bailarines nos limitamos a un meneo acorde con eso. Pero después de todo, había jóvenes bailando a su bola, había un señor de nuestra quinta al que en el 5º compás la pierna le falló (la edad no perdona) y parejas bajo la luna, dando testimonio de que una de las actividades más humanas y placenteras es darle a tu cuerpo alegría, Macarena.
Nosotros de jóvenes (más jóvenes, si cabe) bailábamos mucho cuando salíamos los fines de semana. Recuerdo salas de baile en Santa Cruz y La Laguna (el King, el A-gogó, Las Mimosas...), pero también los guateques en las azoteas de amigos o las verbenas en los pueblos de veraneo. ¿Se ha perdido eso? Nosotros lo pasábamos pipa y la cosa no se limitaba a un chundachunda. Estaba el baile clásico "agarrado" en el que bailabas, hablabas y, si te gustaba la pareja, ligabas; después había bailes tribales y conjuntados (como el madison, por ejemplo), que era como si estuviéramos haciendo la tabla de gimnasia del colegio: 3 pasos a la derecha, 3 pasos a la izquierda, rodilla arriba, rodilla abajo...; y luego estaban los que más nos gustaban, el rock and roll y el inolvidable Let's twist again de Chubby Checker (que hasta Javier Marías, tan serio él, creo que llegó a bailarlo), en los que nos contorsionábamos, nos agachábamos y hasta saltábamos. Nada que ver con la noche del sábado.
¿Por qué bailamos? ¿Por qué, de todos los animales, somos los únicos que movemos el esqueleto al ritmo de una música? En un viaje que hicimos a Croacia, una noche tocaba un grupo en la Plaza Principal de Dubrovnik y fue tanto el entusiasmo y el seguir el ritmo de todos los españoles del viaje, que rápidamente se contagió a toda la plaza que, hasta ese momento, seguían tan serios el concierto. Tenemos una foto de uno de los nuestros bailando con una japonesa que no paraba de reírse, mientras el resto hacía una especie de conga alrededor.
Hay investigadores (por ejemplo, Lawrence Parsons, profesor de Neurociencia cognitiva en el Departamento de Psicología de la Universidad de Sheffield) que estudian el cerebro cuando bailamos, cantamos o seguimos un ritmo. Por ellos sabemos hoy que el baile tiene raíces genéticas, que produce un grado de cohesión social que nos ayuda a sobrevivir y que, si sabemos danzar y entonar canciones, vivimos más.
Así que no lo duden: a pesar de lumbagos, juanetes y achaques, el baile ha resultado ser una vitamina vital. Y lo mejor de todo es que esas rítmicas coreografías que nos montamos cuando no hacemos caso de las tristezas ni del qué dirán, no solo son buenas para estar en forma sino también nos hacen más felices. Y después... ¡que nos quiten lo bailado!