martes, 22 de febrero de 2011

Sumar llevando




Yo tuve un compañero de matemáticas que intentaba boicotearme mis clases. “¡A estudiar matemáticas!”- vociferaba mientras entraba en clase como elefante en cristalería, conmigo todavía dentro- “¡Dejen eso, que la filosofía no sirve para nada!”.

Aunque tanto mis alumnos como yo nos tomábamos sus exabruptos con humor e incluso ellos muchas veces hacían una encendida defensa de la filosofía, no pude por menos que acordarme de él al ver una noticia este pasado diciembre en la que se dice que se ha superado un problema matemático de hace casi 80 años, y al final dice: “El problema no tiene aplicaciones inmediatas”.

¡80 años! ¡80 años estrujándose los sesos un montón de matemáticos pensando en cuál es el tamaño máximo de un conjunto de Sidon si se permite que cada suma se repita hasta dos veces! Que no me dirán ustedes que no es un problema claro y transparente, que sirve además para un montón de cosas, no como la filosofía, que habla de la libertad, y de los valores morales, y de la felicidad, y del sentido de la vida y demás machangadas.

Y, sin embargo, y a pesar de mi compañero (al que creo que, en el fondo, también le gustaba la filosofía), me encantan las matemáticas. Hay en ellas algo seguro, permanente, confiable (si nos olvidamos de la teoría del caos y de las paradojas). También es verdad que tuve un maestro excepcional, mi padre, al que me parece ver todavía con un lápiz muy afilado dibujando ante mí números y figuras con una letra preciosa de las de antes y explicándome con paciencia de santo los problemas de clase. Él me enseñó la magia y la belleza de los números. La misma que ya había descubierto hace 27 siglos el viejo Pitágoras cuando, pensando que no hay figura más perfecta que la esfera ni mejor número que el 10 (porque, después de todo, decía, es la suma de 1 + 2 + 3 + 4), imaginó el universo como un conjunto de 10 esferas más puras que el cristal que giraban produciendo una música maravillosa que, torpes e insensibles, nuestros oídos no saben escuchar. Sí, ya sé que es una teoría más falsa que Judas pero no me dirán que no es bella. Y, por lo menos, supo ver lo que Galileo dirá 20 siglos después, que la naturaleza está escrita en lenguaje matemático.

Por eso, si la miramos con detenimiento, aparecen a nuestros ojos el círculo de la luna llena en las noches claras, las azucenas y amarilis estrellados, las líneas paralelas de los sembrados, las espirales en las conchas que recogemos en la playa, la figura cónica de los abetos y los volcanes, la simetría de los cuerpos, la armonía en los sonidos.

Y también te encuentras a cada paso con los números, con todo lo que tienen de juego, pero también de misterio y sorpresa. Te puedes topar, por ejemplo, con ellos en un tunel de metro en Viena, en cuyas paredes, forradas de espejos, se muestran los números de nuestro mundo. Allí están los tropecientos números del número pi (nada de sólo 3,1416, como nos enseñaron), pero también las cervezas y los escalopes que se están tomando ese día en Austria. O los habitantes que en cada segundo tiene la Tierra, nacimientos y muertes que cambian vertiginosamente al ritmo de la vida.

Un libro que leí, “Suma y sigue”, de la escritora australiana Toni Jordan, termina diciendo: “La vida no es estar de pie sobre una montaña contemplando la puesta de sol. La vida no es ese día en que te ves frente al altar o ese otro en el que nace tu hijo o aquel en el que estabas nadando en aguas profundas y te pasó un delfín al lado. Eso son fragmentos. Diez o doce granos de arena esparcidos por toda tu existencia. No son la vida. La vida es cepillarte los dientes, hacerte un sándwich, ver las noticias o esperar el autobús. O caminar. Cada día suceden miles de episodios diminutos y, si no estás observando, si no los registras y no haces que cuenten, podrías perdértelos. Podrías perder la vida entera.”

Al final va a resultar que la vida, esa cuestión tan filosófica, consiste también en matemáticas. O, dicho de otra manera, en sumar llevando.

(Este post va dedicado a mi compañero de trabajo Juan Miguel, profe de Matemáticas de quien sospecho que, en el fondo, ama la filosofía. En la imagen el túnel de metro de Viena con los tropecientos mil números del nº pi)

martes, 1 de febrero de 2011

Dinero negro




Hace poco estando en Santa Cruz en casa de mis primos, cerca de la Plaza de San Francisco, se coló por la ventana un sonido que había pensado no oír nunca más: la música de un afilador. Me asomé deprisa esperando ver, igual que en una escena de tiempos pasados, a las mujeres corriendo y llevándole tijeras y cuchillos. Pero no vi a nadie y la música se iba alejando cada vez más. ¿Sería realmente un afilador?

El sonido me dejó pensando en los oficios desaparecidos. En el limpiabotas de Santa Cruz de La Palma que, cuando ganaba lo necesario para comer ese día, se iba alegremente a su casa, así fueran las 10 de la mañana. En la vendedora de pasteles que venía a mi casa de vez en cuando, precedida en la escalera por el aroma delicioso de rosquetes, galletas y bizcochones. En una amiga de mi madre que, con dedos ágiles, hacía encaje de bolillos para las dotes. En las señoras que iban a planchar o a zurcir o a hacer la manicura a algunas casas una vez a la semana. En las lecheras, caminando por las calles con la cántara en la cabeza, erguidas y serias. En los pescadores que vendían su pesca en la playa nada más recogerla del mar. En el latonero, que en el garaje de su casa te hacía, por ejemplo, de un día para otro, un cacharro para asar castañas…

Supongo que todos ellos pertenecían a lo que se ha llamado “economía sumergida” y que sus ganancias eran en “dinero negro”. Y me acordé de que yo, durante toda la carrera, formé parte de ese grupo delictivo porque gané un dinero extra, del que no di cuenta a nadie, dando clases particulares de matemáticas, lengua, latín o griego.

No creo que la solución a la crisis actual venga por ese lado, la verdad, pero sí que es importante para salir de ella la creatividad y el ingenio, la habilidad y el amor por las cosas bien hechas, el saber hacer y el sentido común que todas esas personas tenían para salir adelante en tiempos que fueron más difíciles.

Y a lo mejor de todas esas cosas era de lo que me hablaba aquella música que se iba perdiendo por las calles de Santa Cruz. Tal vez en sus notas estaba entretejida la esperanza. 
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