lunes, 30 de septiembre de 2024

La niña



En muchas casas, la más pequeña de la familia o la única es la niña (o el niño, claro), el eje, el centro de atención, aquella por la que se iluminan las miradas. Y muchas veces ese nombre, la niña o nena, sigue usándose toda la vida. A dos de mis amigas las llaman Nena por eso mismo y a mi tía Nena nadie la conoció nunca por su verdadero nombre.

En mi familia la niña fue mi hermana, la más pequeña, y 20 años después mi hija, primera hija, sobrina y nieta. Pero después, durante mucho tiempo, la niña fue Isa, mi sobrina, a la que pueden ver en la imagen inicial cuando era pequeña. A ella le dedicó mi hija Ana una "Oda a Isabel" en agosto del 91, cuando la niña tenía casi dos años:

La niña tiene un pez

en la mirada,

un pez atado

de pies y manos a la vida. 

Una casa sin umbrales

que ensombrece 

la nariz dulce y pequeña.

Isabel,

el viento te hiere las alas

y tu risa,

anclada en el silencio,

te salpica la espuma

de la infancia

por la cara.

La "niña" es ahora médico rehabilitadora y esta semana pasada ha cumplido 35 años. Sigue teniendo la mirada dulce y la sonrisa ancha y esa alegría contagiosa y vital que Ana supo adivinar. Pero ya no es "la niña". El título ha pasado ahora a su hija de 5 meses, Lucía, un bebé precioso de ojos almendrados y sonrisa luminosa que nos tiene embobados. En Galicia cuentan que existen unos duendes, los meniñeiros -visibles solo a los niños-, que enseñan a reír a los pequeñitos. Solo así se explica que se rían tanto y sin motivo aparente. Y nosotros les devolvemos el eco de sus sonrisas.

Dichosas las familias que se perpetúan y en las que nacen niñas y niños que llenan las casas de ternura y risas. Dichosas las familias que coleccionan infancias y llenan de amor a sus niños, porque estos irrumpen en su vida y la transforman, la descolocan y la enriquecen. Y una infancia feliz, como diría Camus, hace adultos sin resentimientos.

"Estos días azules y este sol de la infancia". Es el último verso que escribió Antonio Machado.

lunes, 23 de septiembre de 2024

Cuando fuimos chicos y chicas de Preu



El sábado pasado pusieron en Cine de Barrio en la 1 la película "Los chicos del Preu". Dirigida por Pedro Lazaga en 1967, en ella actúan muchos de los actores conocidos de la época. Los chicos eran Emilio Gutiérrez Caba, María José Goyanes, Cristina Galbó, Óscar Monzón y unos jovencísimos Karina y Camilo Sesto, que entonces todavía se llamaba Camilo Blanes. Los mayores (padres y profesores) eran José Luis López Vázquez, Alberto Closas, Gemma Cuervo, José Orjas, Mary Carrillo, Luisa Sala, Margot Cottens, Rafaela Aparicio (siempre de criada) y un largo etcétera.

Dado que 3 años antes (curso 64-65) yo también fui una chica de Preu con 16 años y que esto es hoy materia de recuerdo y de nostalgia, no me perdí la película, haciendo a la vez un ejercicio de comparación. ¿Éramos así de saltarines nosotros? La primera escena, en la que aparecen los chicos corriendo desalados por la calle jajaja jujujú, me preparó para un no. Pero luego me tuve que confesar a mí misma que sí, que nos parecíamos. Les cuento.

Los chicos de mi Preu, igual que en la película, llevaban a clase chaqueta y corbata en ocasiones especiales, sobre todo a los exámenes. La foto inicial lo atestigua. Era en mayo de 1965 en el instituto de Santa Cruz, el único que existía entonces. No sé si se celebraba algo pero ahí estamos todos muy peripuestos.

En clase y en todos sitios se fumaba, no tanto a lo mejor como en la Facultad que vivíamos inmersos en una nube de humo tóxico, pero bastante. En la foto final, hay un alumno y dos profesores fumando. En la película (en el bar, en el estudio, en la discoteca) todo el mundo tiene un cigarro en la mano y no aparecen los raros (como yo, que nunca he fumado). 

A los profes se les llamaba de Don. En la foto final aparecen Don Gregorio, Don Leandro, Don Sebastián... pero también nos dieron clase Don Federico, Don Juan, Don Antonio, Don Basilio, Don Roberto... A algunos les poníamos nombretes (como El 4 y medio de Alberto Closas), pero con nombrete y todo, los respetábamos un montón. Eran señores mayores y ese año incluso a uno le dio un infarto en clase y se murió al día siguiente.

En los bailes les doy mi palabra de honor que se bailaba así, con saltitos y brazos serpenteantes, como en la película. Una de las chicas incluso sin música sigue haciendo contorsionismo. Solo que nosotros, en vez de en discotecas, organizábamos guateques en las azoteas de los amigos: picú, discos, bocadillos y sangría, y, hala,  a dar saltos (con algún baile agarrado en medio para hablar con el chico que nos gustaba).

Mi Preu, como el de la película, era mixto, la primera vez para mí que estábamos chicos y chicas juntos, después de los 10 años de colegio. Y también hicimos pandillas y amistades que perduran hasta hoy y excursiones y hasta un viaje de fin de curso a Lanzarote que  nos devolvieron los chicos de allí ¿Nos divertíamos? Claro que sí.

Había chicos en grupos musicales, como el de Camilo Sesto en la película. Y gente como él, que en Preu eligió otro camino. 

Era un curso duro porque se exigía mucho y nos jugábamos la entrada en la universidad. Y como en la película, fuimos juntos a ver las notas del examen final en la Facultad y los "no aptos" eran tantos como los "aptos".

Claro que había diferencias. Creo que ninguno trabajaba y menos cargando cajas en la recova, como hace el personaje de Emilio Gutiérrez Caba. Y tampoco había laboratorio de Química, no éramos tan avanzados. Pero éramos jóvenes y el amor, la amistad, la familia siempre son los temas eternos. Ni nos planteábamos que la vida tiene un plazo; al contrario, se extendía por delante de nosotros para hacer con ella lo que quisiéramos. Algunos de los que aparecen en las fotos nos convertimos con el tiempo en profesores, pero también hay un político, un notario, un farmacéutico... Hay quien murió joven y hay quienes todavía estamos aquí pensando en lo que fuimos y en lo que somos.

Me gustó la película.



lunes, 16 de septiembre de 2024

Pa lo que hay que oír...



Me mandan esta semana uno de esos memes en el que alguien supuestamente de mi edad se percata de algunas amargas realidades: que todo está más lejos, que los peldaños de las escaleras son mucho más altos, que la ropa la hacen ahora más apretada, que la gente joven es más joven que cuando yo lo era y que la gente de nuestra edad es mucho más vieja que yo, que los espejos ya no son tan nítidos como antes... En fin, todo eso que acompaña al paso de los años y de lo que eres consciente cuando el futuro se te achica.

Y a ver, no digo que no sea verdad para algunos, pero creo que todos deberíamos fijarnos y emular a Clint Eastwood que acaba de cumplir 94 años y sigue  tan pimpante trabajando delante y detrás de las cámaras. Cuando el cantante de country Toby Keith le preguntó que qué hacía para seguir activo y brillante a su edad, le contestó: "Cuando me levanto todos los días, no dejo entrar al viejo". Con esa frase, "No dejes entrar al viejo en ti", Keith compuso una canción. Y esa canción debería acompañarnos cada vez que nos levantamos por la mañana y nos miramos al espejo. Deberíamos prescindir de ojeras, despelujes y arrugas y decirnos lo de: "¡Mecachis, qué joven soy!".

Eso sí, de la lista de cosas que nos mandaron hay un cambio en la realidad con el que estoy totalmente de acuerdo: que no sirve de nada pedirle a la gente que hable más claro y más alto, porque todos hablan ahora tan bajito que no se les entiende casi nada. ¿Se acuerdan de aquella canción que decía: "Ansiedad de tenerte en mis brazos musitando palabras de amor..."? Pues yo no sé si son palabras de amor, pero musitar, ya lo creo que musitan.

Luego, a los amigos bienintencionados que me dicen que por qué no me pruebo un audífono, les tengo que aclarar que yo no es que esté sorda sino que son los demás los que musitan, murmuran y hablan como si estuvieran en la iglesia. ¡Si hasta los fuegos del Cristo de la semana pasada que para mí en otros tiempos eran atronadores y que los he oído siempre desde mi casa, 8 km. más lejos, ahora que los presencié cerca (imagen inicial), musitaban y eran ruiditos suaves...!

Y como si el universo conspirara para hacerme creer que estoy sorda, encima me mandan cartas a casa diciéndome que vaya a hacerme pruebas de audífonos gratis y me fríen a propaganda en revistas y redes. ¡Pero si yo tengo la sensibilidad auditiva de un zorro del desierto, que según me han dicho oye a sus presas en sus madrigueras!

Y, además, pa lo que hay que oír...

lunes, 9 de septiembre de 2024

Dos viajes, dos mundos



Plaza Vieja de Praga

Decía Mark Twain que "para adquirir perspectivas amplias, cabales y compasivas sobre los seres humanos y las cosas, uno no puede vegetar en un rinconcito del mundo toda su vida". Siguiendo este sabio consejo, dos de mis nietos (David, el de 19 años, y Julia, de 11) aprovecharon que el mundo está más abierto que nunca, salieron a verlo y llegaron de sus viajes respectivos el mismo día, el 29 de agosto. Cada uno me contó al día siguiente su experiencia. Esto es por temas lo que yo apunté, según me lo contaban:

¿Dónde fuiste y para qué?

Julia: A la República Checa. Fuimos a conocer un país nuevo y a pasarlo bien.

David: A Venezuela, a un pueblito que se llama Mariara en el Estado de Carabobo. Fui a hacer un voluntariado, a ayudar y a compartir mi tiempo con niños y jóvenes, sobre todo.

¿Qué ciudades o pueblitos conociste?

Julia: Praga y pueblitos de alrededor: Olomouc, Pustevny y Ostrova.

David: Caracas, Maracay y Valencia. Y algunos pueblos: Tinaquillo, San Carlos, Chichiriviche y Puerto Cabello. Y Mariara, claro.

¿Qué impresión te causaron? ¿Qué te gustó más? ¿Qué te gustó menos?

Julia: De Praga, el reloj de la Torre con el esqueleto que te dice: "Vas a morir", la Catedral con un órgano de dos pisos, el amanecer en el Puente Carlos donde tocan trompetistas, el Castillo, el Callejón de Oro. En Olomouc había otro reloj y otra Catedral enorme. Lo que menos me gustó fue el viaje en avión  porque perdimos en Madrid la conexión con Praga y tuvimos que ir por Varsovia.

David: No vimos casi nada de las ciudades por las que pasamos. Eso sí, en cada una había una plaza con una estatua de Simón Bolívar. Mariara, que es donde estuvimos casi todo el tiempo, es un pueblito casi todo de chabolas. Venezuela es un país precioso y tiene paisajes espectaculares pero todo lo que ha hecho el hombre está deteriorado, feo. Hasta los hospitales están en mal estado: plantas abandonadas, ascensores sin funcionar, oxidadas las camillas y sucios los carritos, seguridad cada dos metros pero pocos enfermeros, sin aire acondicionado salvo en zonas puntuales. Los enfermos llevan hasta sus sábanas o un ventilador. Las refinerías están abandonadas y cada dos por tres hay una explosión. Esto con los cortes de luz y que no había agua desde hacía un mes es lo que más negativo me pareció. Bueno, y que una noche oímos tiros muy cerca. Lo más positivo es la gente: amable, muy cercana, como si te conociera de toda la vida. Lo que hace bonito al país es su gente.

¿Dónde se quedaban?

Julia: En Praga en un apartamento cerca de la Plaza de Wenceslao. En Olomouc, en otro, mi habitación tenía una alfombra con pelitos. En Pustevny, que era zona de montañas, en unas cabañas. Y lo mejor, el último día de vuelta a Praga nos quedamos en un botel, un hotel-barco sobre el río Moldava. De la ventana se veía todo Praga.

David: En las casas que la comunidad con la que fui tenía, casas muy sencillas, habitaciones compartidas, sin aire acondicionado.

¿Y los transportes?

Julia: ¡En Praga cogimos un carruaje de caballos! ¡Y fuimos en tren hasta Olomouc y los vagones eran como los de Harry Potter! Para los pueblitos alquilamos un coche.

David: Nos llevaron en los coches de la comunidad.

¿Había muchas tiendas?

Julia: ¡Sí, y preciosas! Había una boutique llena de patitos de goma. Había jugueterías. Y una tienda grande de golosinas en donde unos gnomos sacaban de una fábrica vagones llenos de caramelos.

David: Las tiendas que había eran familiares, no vi centros comerciales. Eran tiendas de productos locales. Había también muchos vendedores ambulantes en bicicletas, vendiendo de todo, chicha o frutas o hasta vías médicas, y helados en neveritas.

¿Y las comidas?

Julia: Muy bien. En la Plaza Vieja comimos codillos que se asaban en un puesto. También eran buenísimos los helados, como uno de fresa y yogur con un macaron de fresa o un trdelnik, que es como una pachanga hueca llena de helado. Y en Pustevny comimos dumpling, que son bolitas de papas y queso de cabra. Y estuvo muy bien el desayuno del botel: tostadas de jamón y queso, huevos revueltos con salchichas, uvas y sandía.

David: Comíamos sobre todo arepas y pollo. Pero también cachapas, cocosetes (barquillos rellenos de coco), dulces... y lo mejor el pabellón criollo (caraotas con carne mechada y arroz y plátanos fritos). Riquísimo.

Experiencias para recordar:

Julia: La bañera de hidromasaje del apartamento de Praga; subir en telesilla en Pustevny y pasar por un puente colgante entre las copas de los árboles en el sendero de Valaska; el Parque Landek y las minas de carbón en Ostrava; un concierto de jazz; una exposición de armaduras; la Fiesta de la Espuma que hicieron el Día del Bombero...

David: Los campamentos, las clases con juegos, manualidades y canciones con niños y jóvenes, repartir comida a los sin techo los domingos, las caminatas por la selva en el Jarillo, los cayos y las playas, la afinidad de los venezolanos con los canarios, una entrevista que nos hicieron por la radio, el tiempo compartido con el grupo que fuimos ...

¿Volverían?

Los dos: ¡¡¡Sí!!!

Dos viajes, dos mundos, dos formas de mirar. Dos formas de crear recuerdos... a los que viajar.


Barrio de Caracas


lunes, 2 de septiembre de 2024

El tema final del verano



Para cerrar el mes de agosto y oficialmente el verano (porque, como dice mi amigo Juancho, septiembre sí que está ya aquí mismo), no crean que el tema estrella de la última semana ha sido alguno de los que este verano ha destacado la prensa. Ni las elecciones de Estados Unidos, ni Gaza, ni Venezuela, ni Ucrania y Rusia, ni el debate sobre la inmigración, ni la Eurocopa, ni los Juegos Olímpicos... Nada de eso. Lo que ha ocupado la atención del personal esta semana final del verano ha sido que para ligar hay que ir de 7 a 8 al Mercadona, poner una piña boca abajo en el carro y, si ves a otro u otra igual que tú paseando la piña, chocar sutilmente tu carro con el suyo... y ¡zas! El amor.

Las redes se han llenado de gente que comenta, que va, que vuelve, que se está hinchando de comer piña tropical aunque le dé acidez. Hay periodistas por fuera de Mercadona a las 7,30 preguntándole a los clientes y hay quien sale diciendo que las piñas se han agotado (¿Valdrán en lata?, pregunta otro). Hasta mi admirada oliva_sinhache, la humorista gallega, se apunta al tema en Instagram  y se la ve hablando con la dueña de un supermercado: "Noemí, ¿viste la moda que hay ahora de ir a ligar al supermercado?" -"Sí que la vi, sí" -"La gente no tiene vergüenza, algunos parece que están desesperados" -"Mira, llevas dos horas en la tienda. ¿Vas a comprar algo o vienes solo a pasear la piña?", le espeta la dueña.

Hay quien ve en todo esto la mejor maniobra de publicidad de Mercadona sin gastarse un euro. Y hay otros comercios que se apuntan a lo mismo. Leo en Facebook: "No tenemos pasillo del amor ni carritos chocando pero en Frutos el Riego tenemos Piña para enamorar de verdad y a la vez apoyas el comercio local de Zamora. Eso sí que es hacer un match". Me gustó también la reacción de Hiperdino que dice que, como en Canarias es una hora antes, la hora del ligue es de 6 a 7 y que, en lugar de una piña, ellos recomiendan una manilla de plátanos por aquello de la canariedad.

Ha sido la cosa tan apabullante que hasta El País pone un artículo firmado por Eva Güimil titulado "Enamorarse en el pasillo de los congelados" donde cuentan que el origen está en un vídeo de TikTok en el que la humorista Vivy Lin y su amiga Carla Alarcón explican que "al igual que los bares tienen una hora feliz, Mercadona tiene una hora para ligar". Lo llaman "El Tínder de Hacendado".

¡Cómo ha cambiado el cuento, Caperucita! En nuestros tiempos, sí, había unas horas para ligar (después del cine de los domingos) y unos sitios determinados (La Rambla, la Avenida de Anaga...), en donde paseábamos dando vueltas y esperábamos que ÉL se acercara a nuestra vera. Pero eran sitios mucho más románticos, con sus arboledas y su proximidad al mar, que el puesto de frutas y verduras o la pescadería de un supermercado.

Lo único bueno de todo esto es que, con todo el desbarajuste que hay en el mundo, es reconfortante ver que el ser humano no ha perdido las ganas de un buen vacilón, qué rico vacilón. Feliz fin de verano.

lunes, 26 de agosto de 2024

A Dios pongo por testigo



Una de las ventajas de hacerse mayor es que una se deja de tonterías. Y entre esas tonterías están las dietas. Lo comentaba el otro día con amigas y hay que ver la cantidad de dietas extrañas y "milagrosas" que a veces seguimos en la vida. 

Recuerdo una vez que le dio a todo el mundo por tomar solo sopa de cebolla y apio (¡puaff!), o el jugo de piña como principal alimento; o 12 vasos diarios de un mejunge que al parecer tomaba Beyoncé, a base de limonada, jarabe de arce y pimienta cayena. También sé de gente que en una temporada solo comía potitos de bebé, unos 14 al día y ya está. O comer solo carne, fuerte aburrimiento. Mi amiga Cae llamaba "el soponcio" a un guisote de cebollas, tomates y col que luego molía en la batidora y podías comer todo el que quisieras durante 7 días, al final de los cuales te permitían como una gracia especial comerte un huevo duro. Ella cuenta que solo aguantó 2 días y al 2º ya quería pegarse un tiro. ¿Y qué me dicen de la dieta de un solo color, el primer día alimentos todos blancos, el siguiente rojos, y luego verdes, naranjas, morados, amarillos y por último, un arco iris? Qué bonito, oye, pero qué necesidad.

Porque es que, además, haces una dieta, bajas peso y, al tiempo, vuelves a subir, el efecto yo-yó que le dicen. Lo mejor, lo sabemos bien, sería tener un buen metabolismo, como le pasaba a mi primo Mingo, que comía como una lima y no tenía ni un gramo de grasa, siempre delgado como un junco. Con razón tengo amigos que eso es lo que le piden a los reyes magos: ¡un metabolismo!

Y todavía mejor -y eso es lo que se aprende con la edad, además de comer de todo con moderación- es quererse a uno mismo. Me ha encantado la postura de dos personajes célebres respecto a su peso. Una es Nicola Coughlan, la actriz que interpreta a Penélope en Los Bridgerton, que cuando una reportera le dice que se necesita valentía para interpretar a personajes con un cuerpo "no normativo", ella le contestó con sorna que es lo que tiene pertenecer a la comunidad de mujeres con tetas perfectas. Y otra es la waterpolista Paula Leitón que, ante las críticas por su peso -que, por cierto, le resbalaban después de ganar un oro olímpico- dijo: "Sé cómo es mi cuerpo y lo quiero muchísimo".

Así que, amigas, a estas alturas de la vida ya hemos aprendido unas cuantas cosas:

Que uno de los grandes placeres de la existencia, que no hay que dejar que nos quiten por nada, es el comer y el beber bien: un pescado superfresco, asado perfectamente a la espalda, unas papitas arrugadas, un vaso de buen vino de la tierra... y dan ganas de volvernos poetas como Browning y decir aquello de "Dios está en el cielo y en el mundo todo marcha bien".

Que a no ser que Rubens se reencarne y vuelva a poner de moda las curvas voluptuosas y los michelines, mejor nos conformamos con lo que tenemos. Después de todo mi abuela siempre decía que nunca había oído lo de "¡Qué bonitos huesos!", sino "¡Qué bonitas carnes!".

Y que, si no queremos aburrirnos de comer porquerías y siempre lo mismo, de estar famélicas porque solo hemos tomado en el día verduritas y aguachirres, nos hagamos a nosotras mismas, tal como si fuéramos Scarlett O'Hara al final de Lo que el viento se llevó (en la imagen), un juramento sagrado levantando el puño hacia el firmamento y gritando: "¡A Dios pongo por testigo que jamás volveré a pasar hambre!"

lunes, 19 de agosto de 2024

Aquellos y estos veranos


El País, durante el mes de agosto, está dedicando su última página a que diversas personas del mundo de la cultura evoquen "aquel verano" que sobresalga del fondo abigarrado de todos los veranos de nuestra vida. Leo a Juan Luis Arsuaga hablando del verano "que caminé hacia lo salvaje" (aunque lo único "salvaje" que hizo fue acampar en un cementerio); a Elvira Lindo que cuenta su "primera rebeldía"; a Jacobo Benareche "cuando me dejó Carolina" y lloró, mocos y gemidos, pero se consoló descubriendo que tenía "una buena historia en la que contar mi dolor"; a Jorge Valdano, el verano "de unos tipos devenidos en héroes" en el Mundial de México de 1986; a Rodrigo Cuevas, "que no sabía que sería el verano de mi vida" ("siempre desnudo, siempre lleno de arena, siempre sin pantallas"); a Andoni Luis Aduriz, "en busca de su identidad" en un campamento con juegos inventados, noches en tiendas de campaña, risas bajo las estrellas, zambullidas en el río, fogatas nocturnas... Hay veranos de viajes especiales (a China, a Japón, a París...) o de amores encontrados. Y hay veranos de pérdidas.

Quiere, además, la casualidad que estos días me esté leyendo una novela muy bonita, "Azul salado" de Marta Simonet, que es un canto de amor precisamente a aquellos veranos de su isla: una lectura curiosa, intrigante con un toque romántico y sobre todo sensual, llena de aromas y sabores de su Mallorca natal.

Por eso, llevada por estas lecturas, echo la mirada atrás y busco, yo también, algunos de mis veranos "especiales": ¿El verano del 65 en Bajamar, con 17 años, antes de empezar la carrera, lleno de citas, verbenas, baños, amigos que aún perduran, juegos y conversaciones por las noches en el banco frente al "Sheriff"? ¿O el del nacimiento de mi hija en el 72 cuando empecé a aprender el difícil oficio de ser madre? ¿O cuando en el 78 compramos el solar en el que ahora está nuestra casa y nos pasamos las vacaciones proyectándola y soñándola? Creo que todos los veranos han tenido algo diferente y único y que sería difícil elegir uno solo.

Pero este verano de 2024, el que vivimos ahora, no desmerece a los demás. Podemos elegir un día cualquiera de ejemplo: el día de la Virgen de agosto, el 15, día en que medio mundo va de peregrinaje a Candelaria por las rutas antiguas de la isla, caminando bajo las estrellas, mientras que el otro medio abarrota playa, montes y calles. Ese día yo elijo quedarme en casa, levantarme tarde y desayunar con calma, viendo las nubes bajar desde las montañas de Guamasa, derramándose sobre el valle. ¡Benditos alisios, que nos preservan del calor y nos permiten dormir bien! Todo es silencio alrededor, solo los pájaros y, de vez en cuando, el ruido lejano de un avión que sale de Los Rodeos.

Paso la mañana leyendo y, a la hora de la comida, decido hacer uno de mis platos preferidos, los calamares en salsa de mi madre. Cuando volvía de vacaciones a casa, en los tiempos en que estudiaba fuera, ella siempre me los tenía preparados, y hoy, el viejo recuerdo me hace añorarlos y prepararlos al estilo de ella. Pelo tomates, cebollas y ajos y, molido todo y en crudo, se lo echo a los calamares. Corto en la huerta un buen manojo de perejil y de tomillo, majo unos granos de pimienta negra y echo también al caldero pimentón, laurel y un pimiento morrón verde en lascas. Su vino y su aceite y al fuego, a burbujear y a dejar la casa oliendo a hogar (y a calamares).

Paso la tarde con mis nietos pequeños jugando al rummy y viendo una peli, y cenamos al fresco pizza casera, en el porche del patio ante una luna llena. Este día de verano, sencillo y feliz, resume todos los demás: estamos aquí, vivos y asomados a este mundo que, todavía a pesar de la edad, nos puede traer momentos sorprendentes y sabores antiguos y nuevos ¿Por qué no?

Dormimos en paz.

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