martes, 27 de diciembre de 2022

El coraje de mi generación


La Rambla, años 50

No es por nada pero yo presumo un montón de mi generación. Tengan en cuenta los años en que nacimos, los 40-50 del pasado siglo, en  plena posguerra nacional y mundial, en medio de una crisis tremenda en la que la mitad de la población se veía obligada a emigrar, en una dictadura en la que no te enterabas de la misa la mitad y, lo que es peor para un españolito de a pie, en la que no podías protestar, con lo que nos gusta eso. En aquellos tiempos, cuando alguien de fuera preguntaba que qué tal nos iba y contestábamos: "No me puedo quejar", significaba exactamente eso: "No. Me. Puedo. Quejar".

Bueno, pues con ese panorama, mi generación aprendió a quejarse, a manifestarse, a correr cuando te iban a pegar, a conseguir metas, a mostrar coraje. Dos botones de muestra, de cuando todavía éramos niños:

Uno, en los Escolapios, octubre del año 56 en clase de gimnasia a niños de 13-14 años. . El profesor, un teniente del ejército, no había venido los días anteriores y, además, estaba lloviendo. Todos supusieron que no habría clase y no llevaron el traje de gimnasia. Pero sí que la hubo y el profesor obligó a todos a hacer la gimnasia y tirarse al suelo en medio de los charcos. Yo creo que ahí hubo un conflicto de intereses y de mandatos. Por un lado, la obediencia a la autoridad del profesor y, por otro, la obediencia a la autoridad materna que dictaminaba que, como te ensuciaras la ropa, te mataba. El caso es que esta última prevaleció y los niños empezaron la revolución, al principio más suave - Nos ponía a marchar y cuando mandaba girar, no girábamos sino que tropezábamos unos con otros", me dijo un informante amigo- y después, cuando el profesor fue a llamar al prefecto,  más alborotada: salieron a la Rambla, aporrearon la puerta, dieron gritos de "fuera, fuera" y desinflaron las ruedas del Fiat del profesor. Pero les pareció poco contundente la cosa y cogieron entre todos el coche y lo subieron a la Rambla. La revolución al poder.

Segundo botón de muestra: colegio de las Dominicas, año 1962. Desde hacía semanas se había anunciado que el transatlántico France haría en su viaje inaugural su primera parada en España en el puerto de Santa Cruz. Como a noveleros no hay quien nos gane tampoco, no se habló de otra cosa en esos días sino de ir a ver el barco. Las niñas internas del colegio, que oían todo el día la misma cantinela, France va, France viene, pidieron a las monjas que las llevaran a verlo, o si no, que las dejaran verlo desde la azotea. Pero ni caso le hicieron. ¿Qué iban a hacer ellas? Cinco internas decidieron fugarse, saliendo confundidas entre las externas y, privadas, vieron lo que todo el mundo: el barco de pasajeros más largo del mundo que lucía espléndido en un muelle engalanado con banderas francesas y españolas, mientras la señora del presidente francés, Madame De Gaulle, descendía por la escalerilla entre aplausos (entre ellos, los de mis amigas internas).

Los dos casos mostraron resolución, creatividad, iniciativa y, sobre todo, encontraron un modo de protestar ante una situación que consideraron injusta. Y claro que recibieron su castigo. Los escolapios estuvieron castigados las tardes de los jueves y los domingos hasta navidades en la sala de estudios. Y como no se chivaron de quiénes fueron los cabecillas, como Fuenteovejuna el castigo recayó en todos a una. Y las 5 internas dominicas (que tampoco se chivaron de quién fue la idea, aunque lo sabíamos todas) fueron condenadas al ostracismo: ni dormir ni comer con las demás, ni postres, ni recreos durante un par de meses. Pero tanto los unos como las otras, cuando se reúnen hoy en comidas de compañeros, recuerdan esos momentos con risas y orgullo, conscientes de que, si quieres algo y haces por conseguirlo, aceptas también las consecuencias.

En estos días de fin de año en los que se mira al futuro y se desempolvan profecías, muy optimistas ellas, hasta de Nostradamus (guerras, bombas, hambrunas...), yo me siento orgullosa de pertenecer a esta generación mía, que votó una Constitución, que protagonizó una transición a una democracia (en la que sí se puede protestar y quejarse) y que ha mostrado coraje cuando había que hacerlo.

¡Feliz 2023! (¡Nostradamus a nosotros...!).


El France



lunes, 19 de diciembre de 2022

Un cuento de Navidad en el Parque



El señor que estaba sentado en un banco del Parque llamaba la atención. No solo porque era alto, con cabellera blanca y unos ojos azules muy brillantes en una cara surcada por arrugas, sino también porque irradiaba buen humor y paz con el mundo. Tal vez por eso, unos niños que estaban cerca se sentían atraídos por él y lo miraban con disimulo mientras discutían en voz baja:

- Pa mí, que es Papá Noel de incógnito- decía el más alto, que también era el más soñador.

- ¿Y el traje rojo, listillo? - apuntó otro, que era desconfiado y presumía de no creérselo todo.

- Bueno -contestó el otro-, no siempre irá de rojo, digo yo. Ni que fuera un guardia de uniforme.

- Siempre va de rojo- dijo una niña pelirroja, tajante- Y además, siempre va diciendo eso de "jo, jo, jo". 

- No sé ni por qué hace eso -comentó otra niña bajita- ¿Qué tiene tanta gracia?

- Y también -añadió la pelirroja, que se creía una autoridad en tales temas- siempre entra por las chimeneas. Por eso, a mí casa no viene. No tenemos chimenea.

- Y además -siguió el desconfiado- ¿dónde están los renos? Igual los perdió por el camino -ironizó- Por aquí es difícil aparcarlos...

El señor del Parque no había perdido renos; lo que había perdido era la memoria. Primero, olvidaba dónde dejaba las cosas: las llaves, las gafas, la cartera. Después, los nombres de cosas y personas, y más tarde, los sitios en los que había sido feliz y los sitios en los que no. Pero recordaba, como si hubiera pasado el día anterior, el momento aquel, hacía ya más de 60 años, en que vio por primera vez a su mujer y le sonrió como si la hubiese estado esperando. Cuando empezó a olvidar, ella le había dicho. "Mientras no te olvides de mi nombre..." Y tampoco lo olvidó: María

Los niños sentían curiosidad por el señor del Parque. Miraba con bondad y en un rincón de su cara un hoyuelo temblaba por aparecer.

- Tal vez sea un rey mago -volvió a decir el alto, que ese día tenía ganas de magia.- Melchor, que es el del pelo blanco.

- ¿Estás loco? -atacó el desconfiado- Fíjate cómo va vestido ese señor: pantalones de pana, camisa a cuadros, chaleco... ¡Un rey mago! ¡Bah!

- Los reyes magos llevan coronas de oro y mantos de armiño -repartió sabiduría la pelirroja enterada- Lo sé porque... -y bajó la voz a la categoría de susurro- yo una vez me levanté la noche de reyes y vi, escondida, a uno cuando me ponía los juguetes en el zapato.

- Yo también he visto a alguno...

- Y yo.

- Y yo - dijeron los demás, que no se querían quedar atrás.

El desconfiado iba a preguntar que "además, ¿dónde había dejado el camello?", pero le pareció que era mucho remachar.

Al señor del Parque le gustaban los animales y los niños. y a ellos les gustaba el señor. Un gatito que pasó por allí se restregó contra su pierna esperando una caricia que recibió. Y los niños se iban acercando cada vez un poco más. El señor les regaló una sonrisa, hoyuelo incluido, y a lo mejor hubieran empezado a tener una buena charla, cuando él vio venir a su mujer y su cara resplandeció de alegría y se levantó: "¡María!".  Ella llegó hasta él, lo cogió del brazo y se alejaron por el Parque, hablando y riendo.

Los niños se quedaron solos. Pero el alto, después de pensar un poco, siguió erre que erre:

- ¿Saben qué? Pa mí que el señor ese era San José. Y la mujer, la virgen...

- ¿Y la burra? - preguntó el otro.

lunes, 12 de diciembre de 2022

Las compras de Navidad



Es curioso que, con lo que me gusta la Navidad. cuando pienso en todos los libros que he leído sobre ella, me siento poco identificada con ellos. Nada de fantasmas de navidades pasadas, presentes o futuras (Cuento de Navidad de C. Dickens), nada de pociones diabólicas para celebrar el Año Nuevo (El ponche de los deseos de Michael Ende), nada de Santa Claus bajando por la chimenea (Una visita de San Nicolás de Clement Clark Moore)... No. Pero si hay una escena con la que empatizo totalmente en estos tiempos de estrellas y bolas de colores, es aquella con la que empieza Agatha Christie su novela El tren de las 4,50.

Les cuento. La señora MacGillicuddy llega a la estación de trenes después de un día frenético de compras de Navidad en Londres. Camina, deprisa y sudorosa , para coger el tren cargada de paquetes mientras gentes que suben y bajan en todas direcciones la zarandean sin compasión. Al fin se instala confortablemente con un suspiro de alivio en su vagón de 1ª clase. Y entonces viene la escena que me gusta: La señora MacGillicuddy levantó la vista a la red y miró sus paquetes con complacencia. Las toallas para la cara le habían salido a buen precio y eran exactamente lo que quería Margarita; la pistolita para Robby y el conejo para Juanita eran para dejar satisfechos, y esa casaquilla de noche era precisamente lo que ella necesitaba, pues a la vez abrigaba y vestía. Y lo mismo el jersey para Héctor... En una palabra, se sentía complacida por el acierto de sus compras.

Todas aquella personas a las que no les queda más remedio que comprar regalos en medio del trajín de estas fechas (y que encima, como yo, no son muy entusiastas de las compras y viven lejos del mundanal ruido), se verán reflejados en esa señora, cansada pero satisfecha: en un día lo ha resuelto todo, no tiene que salir más y lo que ha comprado es lo que ha querido.

Para estos trabajos ineludibles yo haría varias recomendaciones. La primera, hacer una lista exhaustiva de lo que más le gustaría a cada uno: qué vas a comprar y dónde. Y no perder la lista, claro, como me pasó una vez que la metí sin querer en el cuaderno de una alumna que estaba corrigiendo y al día  siguiente ella me dijo: "Profe, ya sé todo lo que van a regalarle los Reyes a sus hijos". La segunda es delegar en la gente joven, que compra tan bien, sabe lo que quieren los niños y no se cansan tanto. A mí me compran todo, menos los libros que los compro yo (y de paso me los leo). Y tercera, que la salida sea pronta (si es en noviembre, mejor) y placentera. Este año lo he resuelto de dos veces, una con mi hermana y otra con mi hija y mi nieta mayor (salida de chicas), que incluían "premios" como una comida rica en medio o una visita, lenta y "revolviona", a una librería.

Y después, cuando llegamos a casa, empaquetas y revisas lo comprado con la misma complacencia que la señora MacGillicuddy: este libro le va a encantar a mi hija; los 2 regalos para la cena de nochebuena (para una especie de amigo invisible que admite el robo de regalos y que premia al más robado) son originales y no sobrepasan los 15 euros acordados; esta chaqueta-anorak que me compré (los autorregalos  son gratificantes, estás segura de que te sirven y te gustan) es fina y abrigadita a la vez; el pañuelo para Tina tiene un color muy bonito, y hay algún regalo de broma que hará reír a mi marido...

Es entonces el momento perfecto para sentirse la señora MacGillicuddy de los pies a la cabeza: En una palabra estoy complacida por el acierto de mis compras.

lunes, 5 de diciembre de 2022

Una tortilla de 25 huevos



Hace tiempo les hablé de un librito delicioso que he regalado un montón de veces (aunque no sé si se encontrará ahora porque es del 98). Se llama "El primer trago de cerveza y otros pequeños placeres de la vida" y su autor es Philippe Delerm. En ella habla de 34 instantes placenteros, sencillos y personales, como ese primer trago de cerveza, o el olor de las manzanas o leer en la playa: momentos preciosos que la vida te brinda y que te hacen pensar que esta merece la pena. Algunos compartimos con él y otros, no, pero lo que es verdad es que existen y nos definen.

Uno de esos pequeños placeres, según el autor, es cuando los amigos te invitan a cenar, sobre todo si no te lo esperas. Cuando nos invitan por sorpresa, pasamos a ser casi de la familia, casi de la casa. (...) Flotan perfumes de escalonia y de perejil que parecen venir de otro tiempo, de un lejano clima de confraternidad. (...) Antes de cenar, nos sentaremos a conversar en torno a la mesa ya puesta, los pies apoyados en la barra un poco alta de la silla de mimbre. Nos sentimos a gusto, completamente libres, ligeros, nos sentimos adoptados.

Esa sensación que él describe tan bien de anticipar el placer, de saltarse a la torera el tiempo y la rutina, de llenarte de expectativas es la que una tiene cuando un amigo te invita a cenar a su casa. Noviembre ha sido un mes pródigo en invitaciones agradables: comidas de reencuentros con amigos que viven lejos en tierras frías y vienen a pasar el invierno a la isla; una de Acción de Gracias de un amigo americano y su mujer, con su pavo, su salsa de arándanos y sus recuerdos; comidas familiares en las que el "¿se quedan a cenar?" por sorpresa nos zambulle de inmediato en la novedad. "Claro que sí, encantada"; la celebración generosa de algún cumpleaños; una víspera de San Andrés en la bodega de un amigo en la que se prueba el vino nuevo...

En todas ellas se agradece la generosidad y el cariño que el que invita reparte a manos llenas. Y siempre alguien te sorprende, como cuando en una cena hace poco nuestro anfitrión nos puso en la mesa una tortilla en la que empleó 25 huevos y 5 kilos de papas (en la imagen inicial). Se necesita ser muy desprendido para regalar tu tiempo a los amigos y ponerte a pelar 5 kilos de papas y a batir tantos  huevos para ponerlo todo a cuajar en el horno y que resulte una tortilla enorme y exquisita.

En mi casa familiar era rara la semana en la que no había alguien de fuera invitado a la mesa, y los cumpleaños y fiestas señaladas se celebraban a lo grande. Algo de esa tradición materna hemos heredado mi hermana y yo (sobre todo ella). A las dos nos encanta invitar y sabemos bien que da lata y requiere planificación: hay que decidir qué vas a poner de comer teniendo en cuenta que hay a quien no le gusta la mantequilla (como a mí) o los tomates, ir a comprar todo, tener la bodega llena, limpiar y poner bonita la casa para los invitados, poner la mesa hasta con unas flores o una vela en el centro, cocinar con todo lo que conlleva (cortar, pelar, aliñar, trinchar, trajinar), lavar los platos... Y encima, estar contenta de hacerlo.

Por eso, porque conozco bien el trabajazo que da preparar cualquier cosa, este es un post de agradecimiento a mi familia y a los amigos a los que les gusta que comparta con ellos una buena comida y una buena conversación, a quienes nos invitan a sus casas por sus cumpleaños o cualquier evento que les apetezca, o simplemente porque vieron en el mercado unas piñas y pensaron enseguida hacerlas, con sus costillas y su mojo de cilantro, con los amigos. A quienes les es tan grata nuestra compañía como para no parecerles tan importante el trabajo.

Somos afortunados cuando tenemos amigos así. Al fin y al cabo, eso es la amistad: ser capaz de pelar 5 kilos de papas y de batir 25 huevos para hacer una tortilla con la que compartir un momento feliz. Tentada estoy de poner su imagen en una bandera.

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