Nosotros, de jóvenes, no sabíamos lo que era o no políticamente correcto. Tanto nos ponían en el colegio a pedir por las calles el Día del Domund con aquellas alcancías con forma de cabezas de negritos o de chinitos -por cierto, ¿serán ahora los chinos la primera potencia económica mundial gracias a nuestras cuestaciones de entonces?-, como cantábamos en una rueda aquello de "¿Dónde vas, coja cojita, minuflí, minuflá?", mientras una de nosotras cojeaba ostensiblemente en el centro con cara de magdalena. Y debe ser por un resabio de esos tiempos por lo que los de mi generación no tienen empacho ni vergüenza para hablar de esos temas, como voy a hacerlo yo hoy.
Porque, vamos a ver, ¿quién de nosotros, bípedos que, en un pasado remoto, bajamos de los árboles e hicimos un esfuerzo enorme por ponernos a dos patas, no ha sufrido un traspiés, una torcedura, un esguince? El primero de los míos fue jugando al baloncesto en el 68 con el equipo de mi Colegio Mayor. Me caí y me fracturé la cabeza del 5º metatarsiano (todavía, cuando cambia el tiempo, siento un ligero dolor) y anduve un mes renqueando y con una faja elástica y pegajosa en toda la pierna que, cuando me la quitaron, como si fuera una cera general, me hizo ver las estrellas.
Una vez un grupo de mis alumnos de Ética, muy imaginativos, centró el trabajo de curso en los obstáculos que los minusválidos se encuentran en su deambular diario. Y ni cortos ni perezosos, se pasaron un fin de semana en una silla de ruedas unos y con muletas otros, apuntando todos los problemas con los que uno se puede encontrar en una ciudad como La Laguna: escaleras, aceras sin rebaje o demasiado estrechas, adoquines rotos, socavones, raíces de los árboles que levantan el pavimento... Una carrera de obstáculos. Fue un ejercicio de empatía que les sirvió para concluir, con Terencio, que somos humanos y que nada de lo humano nos es ajeno. Cualquiera puede encontrarse en la misma situación.
Algo de todo esto se lo he contado a mi nieta mayor, Eva, esta semana en que ella y yo hemos sido compañeras de fatigas: ella con una fractura de cadera que la obliga a llevar muletas durante un mes, y yo con un dolor en la pierna que me ha hecho cojear por toda la casa, que, otra cosa no, pero escaleras ¡ay! tiene para dar y regalar.
También la consuelo con los cojos célebres de la Historia, que vivieron y soportaron alegremente y con paciencia el traqueteo: Julio Verne, Frida Khalo, Ignacio de Loyola, Quevedo, Shakespeare, Tayllerand, Walter Scott, Lord Byron, Roosevelt, Daddy Yankee... Y también le cuento que el niño que descubre al flautista de Hamelin y salva a los demás niños fue el cojito que se quedó atrás. (En esta lista no cuento a Descartes del que una vez una amiga me aseguró que era cojito. Le tuve que explicar que el "cogito, ergo sum", va con "g" y significa "pienso, luego existo").
El último de los famosos cojos (o tal vez el primero), del que los periódicos hablan esta semana, es del dinosaurio cojo de 6 a 7 m. de longitud, que dejó su huella para la posteridad en la serranía de Cuenca hace 129 millones de años. Nos lo podemos imaginar a partir de los tres dedos de la pata izquierda (dos deformados y uno dislocado), caminando el pobre por los humedales de la zona en busca de sabrosas hierbas y de agua clara. Tal vez sus compañeros también le cantaban, para animarlo a ir al mismo ritmo que ellos, el "¿Dónde vas, cojo, cojito, minuflí, minuflá?". ¿Les contestaría él, como mi cojita de la infancia, "Voy al campo a por violetas, minuflí, minuflá"?.