lunes, 25 de mayo de 2009

Las chicas de oro




Cuando yo nací, mi abuela, que vivía con nosotros, tenía 50 años y yo siempre la recuerdo como una viejita, con el pelo blanco peinado con un moño atrás, arrugadita y vestida siempre de oscuro. No se puso una crema hidratante en la vida y salía sólo a la compra y a misa.
Las abuelas de hoy en día no tenemos ni una sola cana, faltaría más. “Aba, tú no eres viejita porque no tienes canas”, me dice con sabiduría mi nieta. Usamos bikini y, si encontramos un blusón de colorines, nos lo ponemos sin pensárnoslo dos veces. Las que pensamos que la arruga es bella también pensamos que sin pasarse, eh, y no nos importa tener unos cuantos potingues en el tocador. De vez en cuando hasta podemos darnos un masaje de chocolate, como el que me regalaron en Reyes y al que pienso ir un día de estos (con unas galletitas para acompañar). No nos perdemos ni un sarao y, cuando nos vamos a comer las de mi quinta, muchas veces les decimos a nuestros maridos: “No me esperes que hoy me voy por ahí con las chicas de oro”
El 25 de abril pasado murió Dorothy, la genial Beatrice Arthur, y su muerte, ya con 86 años, me trajo a la memoria los ratos tan buenos que pasamos en los 80 y 90 con Dorothy, Blanche, Rose y Sophia, las chicas de oro de esa mítica serie de televisión que, ya hace 20 años, nos mostraban lo divertida que puede ser la vida de las jubiladas. Ellas son nuestros modelos en el imaginario colectivo de mi generación.
Así, entre nosotras están las Dorothy, sensatas y serias, pero con un toque canalla que las lleva a expresar en una frase lapidaria todo un universo de ácido humor.
También están las Blanche, estupendas y coquetas y que, igual que ella, siempre nos aconsejan cómo ir de guapas por la vida. Por lo pronto, un consejo de la Blanche original es que, cuando te mires a un espejo, ponlo encima de ti y mira siempre hacia arriba. Es un remedio eficaz para no verte ni una arruga, oye.
Y las Rose, ingenuas y encantadoras, con aire a pueblo y a tortitas y tradiciones. Ay, ese pueblo de Saint Olaf…
Y mis preferidas, las Sophia, sabias y de vuelta de todo pero siempre con un punto de incertidumbre y duda que, para mí, es la cumbre de la verdadera sabiduría.
Mientras las rememoro, hago votos para que nosotras, las chicas de oro actuales, conservemos de ellas el aceptarnos como somos (con algunos arreglitos), el resguardar como oro en paño el sentido del humor y el que, en los malos momentos, por lo menos, igual que ellas, podamos compartir con las demás el placer de tomar juntas, alrededor de una mesa, un helado o un buen trozo de tarta de queso. Que además, como ellas dicen también, no tienen ni una pizca de calorías. 

lunes, 18 de mayo de 2009

Allá va el tranvía


Allá va el tranvía
lleno de pasaje
y los tartaneros
muertos de coraje.
Esto decía una copla de Gran Canaria que aparecía en los cigarrillos 46 que fumaba mi padre y que demuestra que siempre el tema del tranvía ha suscitado amores y odios.
Los antiguos tranvías formaron parte del paisaje habitual de mi infancia. En mi memoria los veo pasar con alegre campanilleo, atestados de gente incluso de pie en las escalerillas, por las calles de Santa Cruz y subiendo con esfuerzo la pendiente de la Vuelta de los Pájaros.
Alguna vez subí a ellos, allá por los años 50, un verano en que el médico recomendó a mis padres que nos llevaran al campo a respirar aire puro lejos de la “polución” del Santa Cruz de entonces y lo pasamos, qué lejos, en la Finca España.


Cuando desaparecieron los tranvías, aparece otra imagen. Mis hermanos y yo, con zapatos de charol y calcetines blancos, en los paseos vespertinos de los domingos con mis padres, guardando el equilibrio mientras caminamos por los raíles que perduraron, como recuerdo de ese pasado, mucho tiempo después en los alrededores de la Plaza de España.
Muchísimos años más tarde recibí una llamada:
- ¿Es Jane, con DNI tal y tal? Le llamamos del Parlamento de Canarias. ¿Usted firmó a favor de que pongan un tranvía entre Santa Cruz y La Laguna? Estamos comprobando los pliegos de miles de firmas para ver si es cierto que el pueblo demanda tal cosa.
Les juro que era la primera vez que me ocurría esto. Una es de natural firmón y, salvo en cheques, yo firmo donde haya que firmar a favor de todo: de que no pongan un puerto donde no tienen que ponerlo, de que desaparezcan los halcones de Los Rodeos o los muflones del Teide, de que no quiten la escuela de música de mi pueblo o de las ballenas. Como ven, mi espectro es bastante amplio.
Lo malo es que luego no te acuerdas de lo que firmas. Y eso fue lo que le contesté. “De todas formas –añadí-, yo vivo en un sitio por el que sólo pasan cinco guaguas al día y necesito el coche para todo. Todo lo que pueda mejorar el tráfico tiene mi firma segura. Así que ponga que sí”.
Durante los años de construcción del nuevo tranvía, ante las protestas de los taxistas, de mis amigos de Santa Cruz y La Laguna, de los periódicos, de los empleados de las tiendas y gasolineras y hasta de familiares, yo, como comprenderán, no abrí la boca sobre mi participación en el evento. Ni tugí ni mugí, no sea que me echaran la culpa de todos los males que el tranvía iba a traer.
Pero el otro día tenía que ir a la Facultad y, como a mi coche no le gusta ir más allá de su recorrido habitual a La Laguna, lo dejé en el aparcamiento y cogí el tranvía desde allí como quien hace un viaje de descubrimiento. El antiguo campanilleo se había suavizado y acompañado de una voz anunciadora de las paradas; el traqueteante vaivén de los viejos vehículos se había trocado en suave deslizamiento entre verdes céspedes; los ocupantes no se veían sometidos, como los de antaño, al frío lagunero ni a inclementes vientos, sino que veían el paisaje sentados en asientos confortables; y, en lugar de horas, tardamos 10 minutos en llegar. Me encantó.
Por eso salgo ahora de mi mutismo y me atrevo a decir que yo fui una de las miles de firmas que pidieron hace siglos que pusieran un tranvía. Y, si se animan a ponerlo hasta este pueblo por el que sólo pasan cinco guaguas al día, jubilo también al coche para siempre.




Y, si hay que firmar en algún sitio, se firma. Por mí, que no quede.  

domingo, 10 de mayo de 2009

De exámenes y chuletas





Yo todavía, a estas alturas, sueño con los exámenes. Estoy sentada en un aula llena de gente y sé que me van a examinar pero no sé de qué y tengo unos minutos para estudiar pero no encuentro apuntes ni libros y nadie me ayuda y, como Sócrates, sólo sé que no sé nada… Y entonces me despierto sudando.
Así que en tiempos como éste en el que veo a mis sobrinos y exalumnos dominados por la angustia y la zozobra, no puedo hacer otra cosa que solidarizarme con ellos, que sufren el mismo “rito de iniciación” que hemos sufrido las generaciones anteriores.
Comprendo, entonces, que pongan en el pupitre los fetiches que dicen que les dan suerte: un dinosaurio, un osito, una rana o una virgen de Candelaria. Que los días de exámenes siempre se pongan la sudadera naranja. Que se santigüen y hagan un rezado antes… Bueno, por comprender, hasta comprendo las chuletas.
Yo, como el replicante de “Blade runner” que dice que ha visto naves más allá de Orión, he visto chuletas microscópicas más allá del espectro visible. He visto otras que eran un prodigio del bricolaje, como una con forma de acordeón pegada a la suela del tenis. Y últimamente he visto la llegada de la alta tecnología y de la sofisticación al tema de la chuleta: pinganillos en la oreja, por ejemplo, que hacen necesario que en pleno junio vengan con bufanda y cuello alto al examen (“Profe, es que tengo un catarrazo…”). Lo que no ha cambiado mucho con el tiempo es la cara de póquer que ponen los alumnos mientras se están copiando.
Los exámenes son un horror que nos preparan para otros ritos-horrores que nos vamos a ir encontrando en la vida. No hay que tomárselos a la tremenda pero tampoco a pitorreo. Cuando fui parte del tribunal de Selectividad corregí el examen de un alumno que se había creído ese mito urbano de que no leemos los exámenes sino que miramos la primera hoja y ya está. Me entregó cuatro páginas de las que la primera hablaba, más mal que bien, de lo preguntado pero las siguientes las llenó con padrenuestros y “desde Santurce a Bilbao”.
Los profes hacemos muchas veces recopilaciones de exámenes surrealistas o contestaciones graciosas que después aparecen en libros o en Internet. Son respuestas del tipo “La población guanche es de origen berberecho” o “Ejemplo de reptil: la serpiente putón”. Pero no puedo menos que admirar el desparpajo de algunos, como esta joyita que guardo de un examen de historia que le hicieron a una compañera:
“Lutero:Fue un descubridor de todas las cosas. Lutero murió en el 73 más o menos. Tenía 30 años cuando fue a la guerra y allí fue donde Lutero había muerto. Cuando estaba vivo todavía, siempre hacía de todo, un poco experimentar, descubrimientos, daba la pena ver todo lo que hacía con todo eso, hasta inventaba muchas otras cosas. Las cosas las hacía pero como más rápido, parecía yo ni sé qué.”
Pues eso digo yo. A veces los exámenes también parecen, como Lutero, yo ni sé qué. 

jueves, 7 de mayo de 2009

El mundo es un pañuelo






Este es el título de un libro de David Lodge que, aparte de dar una versión actual del mito del Rey Arturo (uno de mis preferidos), abunda en la idea de la aldea global.
Aquí, en Tenerife, no somos tan finos y decimos “¡Es que esto es un pueblo!” cuando, por ejemplo, alguien nos dice que su hermano es el íntimo amigo de los padres de la novia del hijo de tus íntimos amigos.
También se dice que se pueden relacionar dos personas, por ejemplo tú y George Clooney, con sólo seis enlaces. Tú conoces a fulanito, éste a menganito…, y, zas, el quinto conoce a George Clooney. Así que, si quieres conocer al susodicho, lo que tienes que hacer es ponerte a ello.
A pesar de todo esto, hay gente a la que has querido y que, aunque viven a pocos kilómetros o a veces en el mismo pueblo, no vuelves a ver nunca en la vida. Y preguntas en alguna ocasión por un amigo de la infancia (a uno de esos enlaces, por ejemplo) y nos dicen que se casó tres veces, que bebe mucho, que le va mal en la vida… y tú sigues viendo a un chiquillo con el pelo rubio de punta con el que jugabas en los veranos.
Pero, de vez en cuando, alguno reaparece y nos hace volver al pasado rejuveneciéndonos.
Hace un par de años fui a un médico y cuando, al final, me dio su nombre, el de un compañero de Preu con el que compartí risas y apuntes, lo llamé por su diminutivo -"¡Teo!"- y de repente nos vimos reconociéndonos en los ojos y en la sonrisa después de 43 años.
En la guagua hacia Stratford me encontré con una de mis amigas del colegio a la que aquí no había visto desde esos tiempos.
En el panteón de Agripa en Roma vino una alumna de años atrás saltando a darme un abrazo y a otra me la encontré de enfermera despertándome de una anestesia: “¡Profe! ¡Despierte! ¿Se acuerda de mí? ¡Soy María José!”.
Y luego están las casualidades de la vida: descubrir en un restaurante de Budapest que en todas las mesas se habla en español y que una de ellas está ocupada por tinerfeños del pueblo en que vivo; o que mi hermano en Madrid pregunte por una dirección a una chica entre todos los millones de ciudadanos y ésta le pregunte a su vez si es mi hermano, dejándolo estupefacto (¡Caray, pues qué famosa es mi hermana!)
Desde el metro de París vimos en el andén de enfrente a un compañero de trabajo cargado de máquinas de fotos. Él fue quien dibujó con los brazos un gran círculo y sacó del bolsillo un pañuelo: el mundo es un pañuelo. 
google-site-verification: google27490d9e5d7a33cd.html