lunes, 29 de octubre de 2018

Historia de un amor gafado




Cada vez que le piden que se quite las gafas de sol para hacerse una fotografía, mi amiga Eli se acuerda de su amor gafado. Tenía entonces 18 años y estaba enamoradísima de un chico, llamémosle Baldomero (por aquello de "eres joven, guapo y con dinero, ¿qué más quieres, Baldomero?"), que además la correspondía. Felicidad y corazoncitos por doquier. Pero un día Eli se compró unas gafas de sol op-art  ¿se acuerdan? Grandes, de pasta blanca y negra, eran lo más de lo más. Todas las artistas las llevaban (casi igualitas a las de France Gall en la foto inicial) y Eli también se sentía guapísima y divina de la muerte con ellas. 

Ese mismo día había quedado con Baldomero y otros amigos para ir a Las Teresitas en guagua. Nada más verla con aquellas gafotas, él le pidió que se las quitara, que no le gustaban, que no se le veían los ojos (hay que decir que Eli tiene unos preciosos ojos verdes), y no paró de insistir, sin que ella le hiciera el menor caso, desde Santa Cruz a San Andrés. Cuando llegaron a la playa, ella se quedó en las piedras negras que por aquel entonces tapizaban Las Teresitas y él, enfurruñado, se fue a bañar. Al salir del agua y verla, tendida en la toalla todavía con las gafas puestas, se acercó, se las quitó, las tiró a las piedras, las pisoteó bien pisoteadas y las destrozó. Eli se quedó tan muda que no le habló, no solo de vuelta a casa, sino nunca más en la vida. Ya pudo él llevarle al día siguiente el gran ramo de flores, ya le volvió a comprar otras gafas iguales, ya le pidió perdón mil veces que ella no lo quiso ver más, Así terminan los amores.

Eli, que entonces hacía Magisterio, tiene dos carreras y haciendo la segunda -Enfermería- conoció y se casó con su profesor de Fisiología. Tiene 5 hijos y 5 nietos, ha sido una gran profesional y sigue siendo una mujer que sabe lo que quiere y que, además, lo consigue. Su marido, que la respeta profundamente, dice: "Yo no estoy seguro de que haya infierno, cielo o reencarnación, pero si Eli muere antes que yo y no vuelve, es porque no se puede". Es una mujer guapa por fuera y por dentro, que llena de luz cualquier lugar por donde pasa. Me recuerda a la recién fallecida Carmen Alborch de la que Maruja Torres dijo: "Llegaba, estallaba, iluminaba, escuchaba, decidía, animaba". Eli aporta a nuestro grupo de amigas (nos conocemos desde hace 60 años) chispa e inteligencia.

Este ha resultado ser el tiempo de las mujeres. Lord Henry Wotton, el cínico personaje de "El retrato de Dorian Gray" de Oscar Wilde decía: "Las mujeres son un sexo decorativo. Nunca tienen nada que decir, pero lo dicen con mucho encanto". Pues bien, ahora parece que sí tienen algo que decir. Después de siglos de dominación y de agachar la cabeza ante el hombre, las mujeres la han levantado para reivindicar un lugar igual: ellos y nosotras como seres humanos marchando juntos por la vida. Nada de imposición, nada de sumisión, nada de degradación. Y sí mucho respeto mutuo y el derecho de cada uno de pensar y ser lo que queramos.

Esto es lo que muchas mujeres y hombres han ido defendiendo a través de los tiempos en una larga cadena en la que aparecen miles de nombres: las Marie Curie, las sufragistas, las Simone de Beauvoir, las Emma Watson ante la Sede de Naciones Unidas, las Carmen Alborch con sus libros y su trayectoria... Y, por supuesto, Eli.

¡Ay, Baldomero, lo que te perdiste!

lunes, 22 de octubre de 2018

Un brindis por Maimónides


Maimónides y sus babuchas

Este otoño, que se me ha presentado viajero y disfrutón, me ha llevado la semana pasada a Córdoba la llana, a la Córdoba de los poetas, la "Córdoba lejana y sola. Jaca negra, luna grande y aceitunas en mi alforja" de Lorca o a la "Romana y mora, Córdoba callada" de Manuel Machado. Hay quienes, como Muñoz Molina, la ven más misteriosa todavía, como "un pergamino rasgado y pulido muchas veces que revela al calor del fuego una escritura invisible". Y es verdad que estas miradas de los poetas le hacen justicia, pero para mí son demasiado aéreas, demasiado espirituales. Y es que, en los pocos días en que entreví esta ciudad que un día fue el centro de un mundo, me pareció tan, tan terrenal...

Sí, sí, ya sé que su templo más famoso, la Mezquita-Catedral, guarda un bosque ascendente de arcos  -la "selva aritmética de las columnas y la arquitectura vegetal de los naranjos y las palmeras" (otra vez Muñoz Molina)- y que su suelo lo han hollado las buenas gentes de dos religiones que querían honrar a Dios.

Ya sé que, curándose en salud, los cordobeses han llenado la ciudad con la imagen de su protector, el arcángel san Rafael, generalmente sobre un montón de columnas triunfales en cada barrio desde las que cuida de todo el personal. San Rafael es omnipresente en Córdoba, no he visto en ningún otro sitio tal proliferación. Me lo he encontrado en hornacinas en la calle, en la torre de una iglesia medio derruida enfrente de la ventana de mi Hotel o en cuadros en el precioso Museo de Julio Romero de Torres (el que pintó a la mujer morena), y su nombre figura en plazas, arroyos, cementerio, instituciones, iglesias, tiendas, restaurantes, ... Como nos dijo Olivia, nuestra guía -que nos enseñó Córdoba con toda la pasión y el conocimiento que al tema puede dedicar una cordobesa-, "es que nos ponemos 'mu' cansinos con San Rafael" ¡Hasta el estadio de fútbol se llama "El  Arcángel"!

También sé que la Semana Santa es una fiesta grande de procesiones, capuchinos y saetas y que todo eso es signo de espiritualidad y misticismo. Pero me pega que los cordobeses, más que de San Rafael, tienen mucho más de Maimónides, el médico-filósofo que, en un rincón de la Judería, tiene una estatua con las babuchas doradas y gastadas porque todo el que pasa por allí , así sea un chico de los recados, se las toca para que le trasmita inteligencia y buen hacer. Y algo debe haberles trasmitido él, que como buen discípulo de Averroes y de Aristóteles, consideraba que el hombre es un ser racional y libre. En el fondo los cordobeses saben que, por mucho que San Rafael esté allí encima vigilando, no los va a librar de los embates de la vida, igual que en épocas pasadas no los libró de pestes ni de guerras, ni a nosotros, el jueves, de un palo de agua tan fuerte que los caños de la Mezquita que desaguaban en los jardines parecían las cataratas de Iguazú.

Así que le plantan cara a la vida y hay en ellos una alegría de vivir y un afán por la belleza y el goce que se ve en la disposición de sus casas con el patio de flores central, que se convierte, fresco y perfumado, en el sitio de reunión y solaz; o en el Palacio de Medina Azahara, que dicen que se levantó en honor a una mujer y que guarda un espacio considerable para disfrutar del paisaje; o en los jardines del Alcázar en donde el ruido incesante del agua acompaña el paseo tranquilo. Los cordobeses hacen vida en la calle y por menos de nada traban la hebra con el visitante. "Aquí nos conocemos todos y nos llevamos muy bien", me dijo una señora que estaba en bata a la puerta de su casa en el Barrio de San Basilio. La gracia, la naturalidad y la simpatía son monedas corrientes. Y también las ganas de juerga, que parece que hay que frenar, según un cartel en las cercanías de Medina Azahara: "Se prohíben peroles". Dado que para nosotros un perol es un caldero nos pareció rara esa prohibición, pero luego nos enteramos que se referían al contenido, no al continente. Lo que se prohibía allí era la comilona que llevan los peroles (unas migas, un arroz, una carne...) y la consiguiente jarana acompañante.

El último día, horas antes de volver y bajo un cielo azul que hacía olvidar que el día anterior había caído sobre nuestras cabezas el diluvio universal, me tomé un fino y un pincho de tortilla en la Plaza de la Corredera -amplia y viva- y brindé por Maimónides y sus descendientes, habitantes de esta tierra generosa, estos cordobeses sin alas, con los pies en la tierra, valientes ante lo que venga, inteligentes y creativos, amantes de la belleza y de la buena vida ¡Que la sigan disfrutando!

(Para Olivia y Conso, nuestras guías en Córdoba, que nos acercaron a esta ciudad única. Mil gracias)

La magia de luces y espacios en el mihrab de la Mezquita

San Rafael pintado por Julio Romero de Torres

En un patio cordobés

lunes, 15 de octubre de 2018

Nadie me quiere



En aquellos lejanos tiempos en los que no me perdía la lectura de "La Codorniz", leí un relato en ella que me impresionó , aunque lamento no acordarme del autor. Se titulaba "Nadie me quiere" y contaba los hechos de un día en la vida de un hombre. Se levantaba, se duchaba, se desayunaba, se iba a la oficina, salía al mediodía, se comía unos espaguetis en el bar de enfrente, volvía al trabajo, hablaba con los compañeros, salía a las 7 a tomar una copa con algunos amigos, llegaba a su casa, comentaba el día con su mujer y sus hijos, entraba en el baño, se miraba al espejo ¡y se veía un espagueti en el bigote! Todo el día, todo el santo día, desde el mediodía hasta la noche, con un horrible espagueti pegado al bigote, y nadie ¡nadie! lo había mirado detenidamente para darse cuenta y decírselo. Era un relato real de la vida y sus zarpazos. No me digan que no tenía toda la razón en su conclusión -¡Nadie me quiere!- y que no es para compadecerlo.

Y no es un caso único, no. Cada día todos estamos expuestos a la indiferencia general. Que no se fije en ti el tendero de la esquina, pase, pero ¡los hijos de tus entretelas! ¡o la madre que te parió! ¡o el amor de tu vida! Una mirada de arrobo no estaría mal ¿no? Yo hace poco llevé una blusa a la costurera (ya saben que la costura no es lo mío) para que me cerrara un escote sugerente que llevaba días con un discreto imperdible detrás. Ella en un pispás me solucionó la chapucería y yo al día siguiente anduve con la blusa puesta paseándome por aquí y por allá. Al final del día me di cuenta de que mi costurera, tan honrada ella, no se había quedado con el imperdible sino que lo dejó bien visible en el cuello de la blusa, y yo, ¡venga a pasearlo como si fuera la joya de la corona! Ni me miraron ni se fijaron en el imperdible, como nadie vio el espagueti del de "La Codorniz".

Y peor lo tuvo una amiga de mi hija. Es una escritora a la que, nada más llegar a la presentación de un libro, la invitaron a cupcakes y se comió uno azul. A resultas, se le quedaron los dientes, la lengua y los labios de un precioso tono azul pitufo y de esta guisa habló con editores, escritores y asistentes al acto, hasta que mi hija, que sí la quiere, se lo dijo. Casi le da un yeyo.

¿Qué nos pasa a los humanos que no nos fijamos en los demás, como si tuviéramos unas orejeras que nos hacen ir solo a lo nuestro? Es para deprimir a cualquiera. Yo no digo que caigamos en la desesperación de un Bécquer cuando decía aquello de "de qué pasé por el mundo ¿quién se acordará?". Tampoco digo que cada vez que nos encontremos con alguien nos miremos a la cara con encendida pasión. Pero sí que por lo menos constatemos que la persona que está enfrente no lleve un espagueti en el bigote o un imperdible en el cuello de la blusa o la lengua azul ¡qué menos! Y que, además, si lo lleva, se lo digamos.

Menos mal que para no ponernos demasiado trágicos y con el "¡nadie me quiere!"a rastras, todos tenemos otros amigos que, cuando nos ven, nos dan el gran repaso de arriba a abajo. Por lo menos yo tengo un par de ellos que se fijan: "¿No necesitas teñirte ya el pelo?" "A esos zapatos les hace falta una buena limpieza ¿Dónde te metiste?" "¿Y esa no es la rebeca que llevaste hace 10 años al cumpleaños de tu hermana? ¡Bien te duran las cosas!"... A esas personas, aunque me digan "¡Y además has engordado lo menos 5 kilos desde la última vez que te vi!", las perdono de todo corazón, porque aunque sean unas desgraciadas, mezquinas y miserables, ellas al menos sí que me quieren.

lunes, 8 de octubre de 2018

Campanas de Vegueta


Plaza de Santa Ana y Catedral desde la azotea del Ayuntamiento (foto Carlos García)
En cada día, si se sabe mirar bien, hay momentos sorprendentes, como flashes que iluminan un camino incierto. Y si uno se aleja de su entorno habitual, esos flashes se multiplican con el aire de lo novedoso y lo distinto.

Este fin de semana he estado en Gran Canaria, una isla que no conozco bien a pesar de ser la más cercana. He hecho una visita cultural con unos cuantos amigos del grupo "Lo que las piedras cuentan (de los que ya les he hablado aquí y aquí) y he atesorado algunos de esos momentos,  que ahora comparto con ustedes.

El descubrimiento de los cuadros llenos de vida de Antonio Padrón explicados con pasión por el guía  y doctor en Bellas Artes, Javier Jiménez, un buen conocedor de su obra: la tierra, las figuras femeninas, la costumbres y mitos, la luz... Una maravilla.

La sorpresa, al final de una comida, de una canción cantada por un coro (luego supimos que era el Coro de Cámara "Ainur") que celebraban un cumpleaños en la mesa de al lado: voces altas, claras y cálidas entonando una bella composición en alemán que nos hipnotizó antes de darles el gran aplauso.

Los retazos de historia que nos brindaron: la reproducción de una vivienda aborigen en la "Cueva Pintada" de Gáldar, con sus camas empotradas en nichos amplios y cómodos y sus pieles para abrigarse en noches frías; o las gárgolas con forma de cañones que echaban agua y no bombas pero que igualmente asustaban a los piratas que pretendían conquistar la ciudad; o los bellos edificios clásicos y modernistas de Gáldar y del barrio de Vegueta en Las Palmas, que nos hablan de las grandes familias que un día fueron...

El paseo por la mañana temprano por la Playa de Las Canteras, envidia de todos los tinerfeños y gloria de la ciudad de Las Palmas. A esas horas ya estaba llena de vida y su arena dorada resplandecía. El mar estaba en paz y el aire limpio.

La visita a la Casa-Museo de Pérez Galdós con su mesa de estudio, sus páginas escritas y con tachones, sus plumas, sus libros y su extraño afilador de lápìces, que nos hicieron sentir afinidad con el viejo escritor. Y el timbre artesanal de la puerta, con sus esquilones, su larga cuerda y su música, nos hizo recordar costumbres pasadas.

La exquisita arquitectura del Castillo de la Luz, baluarte defensor, que se ha sabido reconstruir tan inteligentemente y en donde las esculturas de Martín Chirino (tan graves, tan aéreas) casan extrañamente a la perfección con los gruesos muros.

El feliz hallazgo, en una mesa aparte en el desayuno del Hotel, de exquisiteces del país: rodajas finas de queso de Fuerteventura, un bol de cristal con chorizo de Teror, frascos pequeños de mermelada de higos picos, suspiros de Moya, crujientes y deliciosos (me comí dos)...

El disfrute del humor canarión (siempre me ha gustado oírlos hablar, hasta cuando lo hacen en serio): las explicaciones de un taxista sobre sus desgracias al conducir por La Isleta; o un rato de chistes tomando un café en la Plaza de Santa Catalina; o las estatuas que salpican la ciudad (Lolita Plumas, la Loreto o el pescador, agachado y descamando el pescado), síntomas de un pueblo con buen sentido del humor y buen sentido común.

Los regalos generosos que nos han hecho: libros sobre Gran Canaria, sobre Galdós y sobre Chirino, una agenda de las que me gustan, con hojas blancas y tapas duras y bonitas, un llavero... Y lo mejor, la compañía de los miembros del grupo que viven allí y los guías de lujo que tuvimos en las visitas. Gracias a todos ellos.

Y sobre todo, la magia de un momento único. Cuando subimos por la tarde con el cronista oficial de la ciudad a la azotea del Ayuntamiento, las campanas de Vegueta se pusieron a repicar. Hasta a él lo sorprendieron ¿Tal vez era porque al día siguiente era la fiesta de la Virgen del Rosario o porque en esos momentos se estaban reuniendo grupos floklóricos de toda España (los vimos pasar después muy tiesos y engalanados)? ¿O era por nosotros, visitantes cercanos y familiares? Quisimos verlo como una bienvenida cariñosa de la ciudad, la celebración de que estábamos allí disfrutando y aprendiendo cómo nació y ha crecido Las Palmas, esta ciudad grande y cosmopolita, abierta al viento y al mar:
Barrio de Vegueta, 
barrio donde nací, 
Torre de la Audiencia
de San Agustín.
Las más alegres campanas
de nuestra Catedral,
donde la Plaza Santa Ana
al aire se echó a volar.
Al mar. al mar.
repican, repican al mar...
(canción de Los Sabandeños)

El grupo con los perros de bronce de la Plaza de Santa Ana. Foto de Carlos García.


Playa de Las Canteras por la mañana (Foto Charo Borges) 

Escultura de Martín Chirino en el Castillo de la Luz (Foto Charo Borges)

Despacho de Pérez Galdós

Cuadro marino de Antonio Padrón. En él, el rayo verde.


Balcón de casa modernista en Vegueta. 

lunes, 1 de octubre de 2018

El estefanote




A la puerta de casa hay plantado desde hace más de 30 años un estefanote. No sé si conocen esta planta. Tiene una hojas verdes y lustrosas, unas semillas que parecen aguacates de lo grandes que son y unas flores pequeñas y blancas como cálices, con un perfume elegante y suave parecido al jazmín. De hecho, otro de sus nombres es "jazmín de Madagascar" por el sitio del que procede, la isla de los lémures y camaleones, allá por el Océano Índico. Cada vez que entro o salgo de casa el olor del estefanote entra y sale conmigo.

Esta semana me he ido unos días a Madrid para asistir a la jubilación de mi amiga Ana, mi compañera de habitación y de correrías en aquellos años de Colegio Mayor. Como siempre, Madrid es para mí ese lugar cercano y familiar que pareces conocer como la palma de la mano y que nunca se termina de conocer del todo.

Madrid son las gentes en el Metro, soñolientas por la mañana y cansadas del trabajo por la tarde, a los que les sube la sonrisa a los ojos al oír allí mismo un acordeón tocando "Allá en el Rancho grande...".

Madrid es la entrada de los niños al colegio, con sus carreras cuando les abren la puerta y sus voces infantiles que llegan hasta la ventana desde la que los veo.

Madrid es ir viendo a ritmo de guagua, desde Vicálvaro donde me quedo siempre en la casa de mi hija, los barrios periféricos, que siguen conservando el aire de los pueblitos que fueron, con su plaza principal, su fuente de la pila y sus viejos jugando a las cartas.

Madrid son los edificios de ladrillo rojo con balcones de forja. Es la Puerta de Alcalá y la Cibeles y las obras eternas en la Gran Vía.

Madrid es poder asistir a un debate -interesantísimo- sobre el futuro de la Universidad en el que participaron el Rector, 4 ex-rectores y un ex-ministro.

Madrid es la posibilidad de elegir una obra de teatro con gancho.

Madrid son los churros del desayuno por la mañana en la cafetería de la esquina, donde ya nos conocen.

Madrid es el reencuentro feliz con los amigos de siempre -Ana y Serra, Esperanza y Mane, Viti, Floren, Pili y Pablo...- en torno a una buena comida.

Madrid es caminar -¡Cómo se camina en Madrid!- sin rumbo fijo, disfrutando del ambiente y de los detalles.

Y luego, de repente, nos llama el aroma del estefanote. Y en un pispás te ves en el aeropuerto, y en el avión, y en el coche que nos va a recibir -¡benditos Chari y Miguel!- y en la puerta de casa ante las flores pequeñas y blancas como cálices. 

El perfume del hogar.




google-site-verification: google27490d9e5d7a33cd.html