lunes, 31 de diciembre de 2018

La mujer que tenía miedo a los ratones




Mi hermana, que suele pasar temporadas en La Graciosa (y más ahora que está jubilada), me contó que, antes de que las prohibieran, hacían a veces acampadas nocturnas en la playa. Eran reuniones de un montón de amigos, allí bajo las estrellas y el cielo infinito, pertrechados de mantas, tortillas, botellas de vino, alguna guitarra y todo lo necesario para pasar un rato estupendo. Recuerda estar hablando y riendo hasta altas horas de la noche y, luego, a la mañana siguiente, después de un baño refrescante en el mar, tomar un desayuno opíparo en el que a veces freían morenas recién pescadas. En una de esas noches -todo paraíso tiene su serpiente- vieron un ratón. Y entonces, una de las amigas se levantó y dijo que, sintiéndolo mucho, ella se iba a dormir lejos porque tenía un pánico irracional a los ratones y no podría pegar ojo sabiendo que tal bicho iba a estar brincando de acá para allá alrededor de ella. Así que agarró su colchoneta, su saco de dormir y su bolso, y se fue mucho más allá, donde oía, de lejos y muy amortiguado por el ruido de las olas, las risas de los demás.

Al día siguiente, cuando volvió con todos a desayunar, abrió su bolso y hete aquí que, ante el horror de ella y la carcajada de todos los amigos, de él salió alegremente el ratón ¡La había acompañado toda la noche (supongo que para que no se quedara solita)!

Cuando oí esta historia, no pude menos que pensar que, con los miedos, muchas veces nos pasa esto. El problema no es el ratón, o el fantasma que a veces vislumbramos, o los peligros que imaginamos. El problema somos nosotros porque los miedos siempre nos acompañan, están en nuestro interior. 

Epicuro, que era muy sabio, nos dejó dicho allá por el siglo III antes de Cristo, que para ser felices -que es lo que se persigue realmente en la vida- hay que desterrar racionalmente los principales miedos que perturban el goce de una existencia que debe ser placentera. En ella debe existir el disfrute estético de una buena música, o de una obra de arte, o de un buen libro; dormir en paz por tener la conciencia tranquila; la amistad de gente noble e inteligente (con la que conversar bajo las estrellas, por ejemplo)... Para conseguirlo ¡fuera miedos! Pero él no hablaba de ratones, no. Él hablaba de miedos más profundos, como son el miedo a los dioses y el miedo a la muerte, que muchas veces nos tienen en un sinvivir. Mas, si pensamos en el primero, nos daremos cuenta de que los dioses hacen su vida allá por las alturas olímpicas, y ni caso nos hacen; y en cuanto a la muerte, cuando está presente, nosotros no lo estamos ¿Por qué temerla entonces?

Tengo también amigos así, epicúreos, que saben vivir desechando los miedos: aceptan con entusiasmo el día a día, extraen de cada experiencia un sentimiento de disfrute, miran el mundo con ojos siempre nuevos, paladean despacio el momento. Y se divierten.

Hoy, que se termina un año y está a punto de empezar otro, propongo pensar en lo que queremos ser: si la persona que tiene miedo a los ratones (y a todo lo demás) y oye de lejos, asustada, la algarabía de los que disfrutan, o la persona que planta cara a los miedos y sabe vivir. Ya tengo tarea para 2019.

Que tengan un feliz año y a tomárselo con filosofía.




domingo, 23 de diciembre de 2018

La magia absurda de la navidad




Hace años publiqué un escrito que llamé "El villancico cruel". Y, como andamos estos días entre villancicos, hoy voy a hablar de otro que podríamos llamar "el villancico absurdo". Y que conste que no tengo nada contra los villancicos (aparte de compadecer a dependientes y cajeros de los supermercados por tener que oírlos una y otra vez durante todo el mes de diciembre). Mi marido, que los colecciona, tiene algunos preciosos, dignos de figurar junto a la mejor música clásica. Pero esto no quita para que cuestionemos alguno de ellos.

lunes, 17 de diciembre de 2018

De collares va la cosa




Hace poco, visitando el Museo Canario de Las Palmas, me llamó la atención este collar de conchas de la imagen, que alguna aborigen de hace no sé cuántos siglos habría lucido con orgullo. Recuerdo que, viéndolo, me vino a la mente una escena de "El Señor de los Anillos" de Tolkien, cuando los hobbits son, primero, apresados por los Tumularios, los fantasmas de los señores de antaño, y luego liberados por Tom Bombadil. Este saca de los Túmulos tesoros escondidos y, mirando un broche de piedras azules, dice: "Hermosa era quien lo llevó en el hombro. Baya de Oro -su dama- lo llevará ahora ¡y no olvidaremos a la otra!". También yo imaginé de pronto a una mujer morena con el collar de conchas en el cuello, caminando erguida por los senderos de la isla y todo el brillo en los ojos, como toda mujer que se siente guapa.

¿Por qué nos ha dado por usar collares, o zarcillos, o broches? Una noble de la antigua Roma, Cornelia la Africana, defendía la austeridad total y la justificaba diciendo que no hay mejor joya para el cuello de una mujer que los brazos de sus hijos. Muy ahorradora y tierna, sí, pero no le hemos hecho ni caso. Desde hace más de cien mil años, las mujeres (y a veces los hombres) han hecho lo mismo que yo hacía a los 8 años cuando me decían: "Arréglate, que vamos a salir": encasquetarnos un collar alrededor del cuello (el mío era de cuentas verdes, precioso) y, vestidas tal cual estábamos pero más embellecidas (suponíamos), hala, preparadas para irnos a la calle.

¿Por qué lo hacemos? A lo mejor, al principio era simple imitación de los animales que se exhiben, todo plumas y color, para atraer a un compañero. Pero después pudo convertirse en señal de status social, prestigio o poder. O simplemente por el gusto por la belleza, por sentirnos, llenos de abalorios, divinos de la muerte. Los primeros collares, los prehistóricos, fueron como este de la aborigen canaria, hechos con conchas, o piedritas, o plumas, dientes y huesecillos. Tenían su encanto y, no importa que después hayan sido de oro, diamantes, perlas o esmeraldas, aquellas primeras joyas sentaron un precedente que ha pervivido hasta nuestros días: la conciencia de que la decoración del cuerpo también forma parte de lo que somos. Y, entre nosotros, estoy convencida de que la trastienda de la Historia está llena de collares ocultos, en los que a veces a la belleza de las joyas se unieron la ambición, los tejemanejes del poder, la corrupción. Dos casos conocidos se me ocurren sobre la marcha: el collar de diamantes que, al final, llevó a María Antonieta a la guillotina; y la afición -temida por todos los joyeros del país- de Doña Carmen Polo, la mujer del dictador Franco, por las joyas "regaladas". Por algo la llamaban "La Collares".

No cabe duda de que los humanos amamos la belleza y que, desde el principio de los tiempos, la buscamos. Como le leí una vez a Rosa Montero, "la belleza es una inutilidad absolutamente necesaria para el ser humano; forma parte de nuestra estructura básica, que nos hace mejores personas, mejores ciudadanos y más felices". Es nuestra parte creativa que nos lleva a hacer obras de arte y también a adornarnos a nosotros mismos. Hasta mis nietas son aficionadas al engalane y al joyerío. La de 15, como buena friki, lleva suaves pompones de colores vivos en pendientes y collares. La de 5 se pone todo lo que encuentra y no solo lo suyo sino también lo mío. Ya me ha dicho que, cuando sea mayor, le deje todas las joyas que tengo. A veces la veo contemplándome cuello, orejas y dedos con mirada de futura propietaria. Aunque el otro día me comentó muy seria: "Aba, he estado pensando que, cuando sea mayor, me dejes todas las joyas. Pero los suéteres y las bragas, no".

Para que luego digan que el gusto por la belleza no es congénito. El que sabe, sabe.

lunes, 10 de diciembre de 2018

La sociedad de la libélula




Hace año y medio les contaba cómo mi hija Ana se despidió entonces de la zona de confort que tanto le había costado conseguir (una carrera de Medicina de 6 años, 2 MIR, 8 años en Urgencias, 8 años en Anestesia, sangre, sudor y lágrimas) y se lanzó al mundo de la literatura, así sin paracaídas. Dejó el Hospital y Hospitén con sus pompas y sus glorias y hoy trabaja en el despacho de su casa dedicada a escribir, a leer, a montar cursos de marketing online para escritores, a editar libros médicos y a disfrutar como una mona con lo que hace.

Trabaja un montón, no crean. Durante la semana de lunes a viernes, de 9 a 1 de la mañana y de 3 a 7 de la tarde tengo totalmente prohibido llamarla, a no ser que me den las fiebres tifoideas y el sarampión, todo junto. Y el hecho es que le ha cundido un montón. Vive de la literatura y hoy tiene publicadas 5 novelas, 4 libros de no ficción y varios relatos en Antologías. Además 4 novelas más, terminadas y pendientes de publicación, y está escribiendo otra más a 4 manos con un amigo. Todavía no llega a lo de Lope de Vega que escribió casi una obra de teatro por semana a lo largo de toda su vida, pero todo se andará. Y lo más importante, está feliz.

Ahora ha publicado en Amazon, en digital y en papel, "La Sociedad de la Libélula", su 5ª novela. Les cuento de qué va. Imagínense dos sociedades radicalmente distintas. Una es la nuestra, concretamente Madrid en primavera, con el ruido de los coches, con las terrazas oliendo a café, con sus gentes ajetreadas yendo de acá para allá. La otra es Anisóptera, un mundo helado y extrañamente bello de bosques, lagos transparentes y luminiscencias verdosas sobre la nieve. Es una sociedad de clases cerradas en la que gobiernan los arthros de alas mortíferas sobre las demás razas: los regips, escamosos y de cabeza chata, los brutales nophias, las bellas coerus que viven en el agua... y los parias, rubios y de ojos azules. 

La Sociedad de la Libélula, que es la editorial más puntera de España en fantasía, ciencia ficción y terror, es el punto de unión entre esos dos mundos, y lo es gracias a una máquina trasladadora — inventada por el enigmático Melchor Malatar, el dueño de la editorial—, que permite a los escritores contratados vivir sus propias historias. Así es como Isabel Nión, la escritora protagonista, accede a Anisóptera transformada en coerus y conoce a Nahum, un arthros muy particular. Y hasta aquí puedo contar, como decía Mayra Gómez Kemp.

Hay en este libro misterios sin resolver, aventuras y peligros, un escritor desaparecido, amores apasionados más allá de toda esperanza, un mundo diferente al que asomarse en dos tiempos (el tiempo de Taar, un paria inteligente y curioso, y el tiempo del arthros Nahum), y ver que, después de todo, no es tan distinto al nuestro.

A mí, que he sido una de sus lectores cero, me gustó por lo entretenida, por la forma en que Ana maneja los tiempos y los espacios, por su tratamiento de los personajes (sobre todo, Melchor Malatar del que no sabes qué pensar). También agradezco la buena presentación del libro: una portada preciosa, obra de la ilustradora Libertad Delgado; letra grande para los que ya no vemos tan bien y un tacto que da gusto.

Este viernes 14 de diciembre, Ana lo va a presentar en la Librería Lemus, en la Avenida de la Trinidad de La Laguna, a las 8 de la tarde, cosa que les comunico por si tienen a bien acompañarla y arroparla. La presenta otra escritora que me encanta, Mónica Gutiérrez Artero, mi Mónica Serendipia, que viene desde Barcelona para hacerlo. Traerá también su libro "La librería del Señor Livingstone", que ha sido una de las 12 novelas más vendidas este año en Amazon. Así que anímense y vengan ¿Qué mejor regalo para estas fiestas que libros interesantes y que ayuden a desconectar y a pasar un buen rato?

Este es el cartel anunciador del evento hecho por la Librería Lemus:




Y estos son algunos de los personajes dibujados por Libertad Delgado. De izquierda a derecha, Melchor Malatar, Nahum, Isabel y Taar:


  
Nos veremos el viernes. Hasta entonces.

Si no vives en Tenerife, también puedes conseguirla en Amazon. 

lunes, 3 de diciembre de 2018

¡Oh la la, París!




Hay en el mundo, nadie lo duda, muchas ciudades de cine. Sus calles y rincones nos atraen como el escenario ideal en donde se pueden desarrollar grandes historias de amor y aventuras. Hay muchas ciudades así, sí, pero tienen que reconocerme que ninguna como París. Lo de París mon amour no es una frase hecha, no. París enamora y cautiva como solo una buena película sabe hacerlo. Y por eso, estos días pasados en los que, por tercera vez en mi vida pisé París, les juro por Dios que la ciudad se me apareció como un gran plató de cine.

En Montmartre, ese barrio con más aires de pueblo que nunca, con su tiovivo, sus fruterías y sus carteles por las fiestas de Sant Jean, vi a Amélie, jugando al despiste con un desconocido; la Torre Eiffel, que tan esquiva se mostró con Meg Ryan en French kiss, surgió, rotunda de día y dorada de noche, como reina indiscutible sobre los tejados; la Plaza Vendôme, con las tiendas de lujo, el Obelisco y el Hotel Ritz, lucía igualita que cuando allí se hospedaba Peter O'Toole en Cómo robar un millón y... y Audrey Hepburn le proponía un robo extraordinario; la iglesia de Sant Sulpice conservaba el mismo ambiente de misterio (el gnomon, la línea dorada en el suelo, las conchas gigantes...) que en El Código Da Vinci; entre las gárgolas de Notre Dame, no fue raro entrever al Jorobado Quasimodo suspirando por Esmeralda la zíngara; y la Rue Montaigne (Sabrina y sus amores, Mrs Harris va a París, Coco Chanel) seguía siendo el lugar donde brillan más las firmas míticas: Dior, Louis Vuitton (¡colas antes las puertas!), Chanel...

El Sena y sus puentes y sus bateaux mouches han sido tantas veces filmados que nos parecen hasta de la familia, pero yo recordé a Jack Lemmon saliendo del río impecablemente vestido de lord inglés y sacándose una trucha del bolsillo en Irma la dulce. Una noche fuimos a La Caveau de La Huchette a oír buen jazz y a asombrarnos ante las filigranas que hacían las parejas que bailaban, igual que allí mismo lo hizo Audrey Hepburn en Una cara con ángel y los bailarines de La la land. Visité la librería Shakespeare&Company, tan cálida y cariñosa -madera y libros, libros, libros-, donde el escritor de Antes del atardecer firmaba ejemplares de su obra. Hasta el impresionante castillo de Vaux-le-vicomte fue escenario de los banquetazos que preparaba el cocinero Vatel (un Gerard Depardieu soberbio en la película).

En París cabe todo, la miseria y la grandeza, la Historia así con mayúscula, la excelente música callejera de un grupo a la puerta de Saint-Germain-de-Prés y la de Julien Clerc en el impresionante La Seine Musicale ante 4000 personas aplaudiendo con fervor, el árbol de Navidad de las galerías Lafayette, las nympheas de Monet en el Orangerie, los restaurantes de toda la vida como "Le Procope" donde también comieron Diderot y Rousseau, los preciosos escaparates con figuras en movimiento, las terrazas para ver pasar el mundo... En París caben hasta las revoluciones, como la de los "chalecos amarillos", con los que nos topamos varias veces (los franceses cuando se ponen, se ponen). ¿Arde París? no estaba lejos del recuerdo cuando los vimos por Les Champs Élisées, pero también nos encontramos con una guillotina montada por los manifestantes amenazando a Macron, igual que en épocas pasadas la vieron La Pimpinela Escarlata o María Antonieta cerca de La Bastilla.

Y es que más allá del prodigioso escenario, París sigue siendo humana, una ciudad viva y multicultural, inspiradora de mil canciones (I love Paris in the spring time...) y citas (París bien vale una misa), una ciudad a la que apetece volver otra y otra y otra vez. Como le dice Humphrey Bogart a Ingrid Bergman en Casablanca: Siempre nos quedará París.

(Para Cristi, que nos organizó un viaje completísimo -lo de los "chalecos amarillos", no- y para Toñi, que condujo por toda Francia y por el caos de la Place de la Concorde con total estoicismo. Mil gracias a los dos)


La Plaza de los Vosgos desde el apartamento de Víctor Hugo

La Caveau de La Huchette

Escaparate de Dior en la Rue Montaigne

Calle de Montmartre

Guillotina montada por los "chalecos amarillos"

Árbol de Navidad de las Galerías Lafayette

lunes, 12 de noviembre de 2018

Ortografía envenenada



Hacer oposiciones es uno de esos tragos amargos que uno tiene que pasar en la vida, sobre todo si te dedicas a la enseñanza y tu trabajo -al menos antes era así- peligra cada septiembre. Hay que pasar por el aro, sí o sí,  y a veces, como en mi caso,  dos veces (agregaduría y cátedra). Así que cuando los periódicos sacan fotos, como en este verano pasado, de aulas enormes, abarrotadas de atribulados docentes, empatizo con ellos rápidamente. Y recuerdo los meses de preparación, mientras al mismo tiempo trabajaba, corregía exámenes, preparaba clases, cuidaba de los hijos y del vivir y, al final, aprovechaba las noches para estudiar los temarios. Ahí fue cuando me aficioné al café.

Y encima, como quien tiene la famosa espada de Damocles sobre la cabeza, siempre cabe, claro, la posibilidad de suspender. En las últimas oposiciones convocadas este verano, se presentaban 10 aspirantes para cada plaza y, aun así, quedó vacante el 10% de las plazas, 1984  sin cubrir. Al parecer -la prensa lo ha publicado y comentado varias veces-, fueron determinantes las faltas de ortografía y de gramática, la mala redacción y la pobreza en la expresión.

Independientemente de que también puede haber otras causas de la escabechina, a los que hemos sido profesores no nos extraña nada. El lápiz rojo con el que señalábamos los fallos se gastaba pronto y, como el replicante de "Blade runner", hemos visto "cosas que vosotros no creeríais". Nos hemos encontrado faltas de las gordas en trabajos, en escritos publicados, en blogs, en comentarios en las redes... Pero también en artículos periodísticos y en libros de autores consagrados o no, acostumbrados como estamos al corrector, que muchas veces no las detecta. Por ejemplo, en las declaraciones de un bailarín en septiembre de este año en "El País" me encontré: "Estuve una década empujando asta que en mi camino se cruzó...". Ese "asta", que a cualquiera de mi profesión nos salta a los ojos, lo he visto en otros escritos disfrazado de "bandera a media hasta". Pero es que ¡hasta en un enunciado del examen de Lengua de estas mismas oposiciones hubo una falta ("Comente el tratamiento de la plasticidad a lo largo de el poema")!.

¿Y qué decir de los anuncios que se ven por ahí?  Sirva de ejemplo el que pongo como imagen inicial, ese "Hay veneno", tan camuflado que más parece un anuncio misterioso en bengalí (y que nada ayuda al incauto que se atreviera a coger un racimo). Basta buscar en Google "carteles con faltas de ortografía" para encontrarnos un número apabullante de ellos:
Se proive tirar. vasura en esta aria de este te reno.
Fabor de guardar cilencio para que descancen las demas personas.
Servicio y gienico.
Ha tencion no de puede hacer de cuerpo por fabor el bates esta haberiado gracias.
El que salte estavalla y llo lo pille endentro seba arepentir de abernacio
Se vende jaita jalleja.
Dios mio, Dios mio ¿por qué meas avandonado? (Este en una iglesia)
Incluso, hay alguno que ortográficamente es impecable, pero le falla el vocabulario:
Se perfora el óvulo de la oreja. Inf: Sra. Domitila.

Hay quienes piensan que las faltas no son tan importantes. Acuérdense de García Márquez despreciando las "h" o de Juan Ramón Jiménez poniendo todo con "j". Pero el hombre es social, recordaba Aristóteles (siempre él), porque tiene el tesoro de la palabra. ¿Y qué hacemos con ese tesoro? Nunca como ahora ha habido tantos cauces de comunicación, tanta información, tantas redes conectándonos, pero, como dice Adela Cortina, no parece que, por eso, nos comuniquemos mejor: "Tal vez en el fondo de ese fracaso se encuentra , entre otras muchas causas, ese no saber decir, ese descuido del lenguaje, que es un mal endémico".

Entonces es cuando empezamos a repartir culpas. A la educación y sus fallos, por supuesto (¿Más exigencias? ¿Más acuerdos entre profesores de distintas materias? ¿Una asignatura dedicada exclusivamente a Ortografía en niveles básicos?), pero tampoco ayuda el lenguaje de los SMS, con sus abreviaturas y sus emoticonos, la prisa en que se redactan los mensajes o el no leer habitualmente buenos libros.

Saber escribir correctamente, una de nuestras capacidades básicas, es parte de nuestra formación como personas. Si quieres ser docente, es tan importante como dominar tu materia. Y si un profesor no sabe escribir, tampoco está capacitado para enseñar a hacerlo.

Incluso a veces saber escribir -como en el caso del cartel de "Aibene no"- es cuestión hasta de vida o muerte.


lunes, 5 de noviembre de 2018

Almanzor no perdió el tambor




Otra cosa, no, pero a nosotros nos enseñaron historia por un tubo. Nosotros no solo sabíamos quién era Carlos I de España (y V de Alemania), sino también Carlos II el Hechizado, Juana la Loca, Berenguela de Castilla y hasta si me apuran, Perico de los Palotes. Y, por supuesto, conocimos a Almanzor. Les he preguntado por todos ellos a mis nietos y ni idea, oigan. Tampoco es que de cada uno supiéramos vida y costumbres de pe a pa, pero, vamos, algo estábamos enterados. Por ejemplo, del último yo sabía que era un caudillo moro que era un hacha ganando batallas hasta que la pifió en Calatañazor. Cuando siendo mis hijos adolescentes hicimos un viaje en el que pasamos por Soria, recuerdo la emoción que me dio al estar en aquel pueblo, tan perdido y encaramado allá arriba, como un nido de águilas desde el que se veía toda la llanura -¡Ancha es Castilla!-. Los cristianos lo tuvieron fácil porque desde allí no se perdían una. Me acuerdo que se lo comenté a mis hijos (que tampoco sabían quién era Almanzor) y que les cité la frase que siempre nos decían: "Almanzor perdió el tambor en Calatañazor".

Pues ahora resulta que no, que Almanzor no perdió ninguna batalla, y menos ningún tambor, si es que alguna vez lo tuvo, y que todo fue un cuento de los cristianos para quedar bien. Imaginen, es como si ahora el Rayo Vallecano dijera que le ganó al Barcelona.

De todo esto me enteré a raíz del viajito a Córdoba que hicimos hace poco. A la vuelta en el avión me leí un libro precioso de Antonio Muñoz Molina, "Córdoba de los Omeya", que me puso al día en este personaje apasionante que, siendo casi un mindundi, llegó a ser el amo del califato. La carrera de Muhammad ibn Abi Amir al-Mansur (Almanzor para los amigos) empezó como calígrafo escribiendo memoriales, cartas y solicitudes para el Califa en un zaguán de la medina de Córdoba. Pero era un trepa inteligente y seductor y a los 25 años ya había cruzado las puertas del Palacio y contaba con la predilección del Gran Visir que lo recomendó al año siguiente para administrar los bienes del heredero y dirigir la Ceca o Casa de la Moneda. A los 32 era el Jefe de la Guardia del califa y lo llamaban el Señor de la noche porque cada amanecer mandaba colocar en las esquinas de los zocos las cabezas de los rateros ¡Santo (y drástico) remedio para acabar con la peligrosidad nocturna! Sabía decirle a cada uno lo que quería oír, pero sin duda, cuenta Muñoz Molina, el mérito más decisivo en su ascenso fue el favor de Subh, la concubina favorita del Califa. La cama siempre ha sido un buen trampolín, pronto no había ni quien le tosiera. No conoció la clemencia ni la gratitud e incluso cortó la cabeza (y la hizo enviar a Córdoba conservada en salmuera) a uno de sus hijos que se rebeló contra él. Pero también, gracias a él, la vida en Córdoba fue más regalada, segura e imparcial que nunca. Muñoz Molina lo llama "el tirano benévolo".

¿Qué nos enseña esta historia? Muchas cosas, de las que me quedo con dos. Una, que para llegar a la cúspide viene bien arrimarse a un buen árbol. Una palabrita por aquí, un favor por allá, una sonrisa divina... y ¡hala, a comerse el mundo! Y parecía que no rompía un plato cuando solo se dedicaba a escribir cartas...

Otra, que nos han engañado como bellacos. Hay muchas cosas que nos han enseñado que no me sirven para nada (por ejemplo, los polinomios), pero que me enseñen cosas que no son verdad, me pone de los nervios ¡50 y pico años creyendo lo del tambor y era una bola! Y vete a saber qué otras cosas nos han colado. Se empieza con un tambor y se puede acabar con toda una orquesta de batallitas inexistentes, secretos inconfesables, crímenes disfrazados, mentiras arriesgadas y héroes de pacotilla.

¿De verdad habrá existido Almanzor?

lunes, 29 de octubre de 2018

Historia de un amor gafado




Cada vez que le piden que se quite las gafas de sol para hacerse una fotografía, mi amiga Eli se acuerda de su amor gafado. Tenía entonces 18 años y estaba enamoradísima de un chico, llamémosle Baldomero (por aquello de "eres joven, guapo y con dinero, ¿qué más quieres, Baldomero?"), que además la correspondía. Felicidad y corazoncitos por doquier. Pero un día Eli se compró unas gafas de sol op-art  ¿se acuerdan? Grandes, de pasta blanca y negra, eran lo más de lo más. Todas las artistas las llevaban (casi igualitas a las de France Gall en la foto inicial) y Eli también se sentía guapísima y divina de la muerte con ellas. 

Ese mismo día había quedado con Baldomero y otros amigos para ir a Las Teresitas en guagua. Nada más verla con aquellas gafotas, él le pidió que se las quitara, que no le gustaban, que no se le veían los ojos (hay que decir que Eli tiene unos preciosos ojos verdes), y no paró de insistir, sin que ella le hiciera el menor caso, desde Santa Cruz a San Andrés. Cuando llegaron a la playa, ella se quedó en las piedras negras que por aquel entonces tapizaban Las Teresitas y él, enfurruñado, se fue a bañar. Al salir del agua y verla, tendida en la toalla todavía con las gafas puestas, se acercó, se las quitó, las tiró a las piedras, las pisoteó bien pisoteadas y las destrozó. Eli se quedó tan muda que no le habló, no solo de vuelta a casa, sino nunca más en la vida. Ya pudo él llevarle al día siguiente el gran ramo de flores, ya le volvió a comprar otras gafas iguales, ya le pidió perdón mil veces que ella no lo quiso ver más, Así terminan los amores.

Eli, que entonces hacía Magisterio, tiene dos carreras y haciendo la segunda -Enfermería- conoció y se casó con su profesor de Fisiología. Tiene 5 hijos y 5 nietos, ha sido una gran profesional y sigue siendo una mujer que sabe lo que quiere y que, además, lo consigue. Su marido, que la respeta profundamente, dice: "Yo no estoy seguro de que haya infierno, cielo o reencarnación, pero si Eli muere antes que yo y no vuelve, es porque no se puede". Es una mujer guapa por fuera y por dentro, que llena de luz cualquier lugar por donde pasa. Me recuerda a la recién fallecida Carmen Alborch de la que Maruja Torres dijo: "Llegaba, estallaba, iluminaba, escuchaba, decidía, animaba". Eli aporta a nuestro grupo de amigas (nos conocemos desde hace 60 años) chispa e inteligencia.

Este ha resultado ser el tiempo de las mujeres. Lord Henry Wotton, el cínico personaje de "El retrato de Dorian Gray" de Oscar Wilde decía: "Las mujeres son un sexo decorativo. Nunca tienen nada que decir, pero lo dicen con mucho encanto". Pues bien, ahora parece que sí tienen algo que decir. Después de siglos de dominación y de agachar la cabeza ante el hombre, las mujeres la han levantado para reivindicar un lugar igual: ellos y nosotras como seres humanos marchando juntos por la vida. Nada de imposición, nada de sumisión, nada de degradación. Y sí mucho respeto mutuo y el derecho de cada uno de pensar y ser lo que queramos.

Esto es lo que muchas mujeres y hombres han ido defendiendo a través de los tiempos en una larga cadena en la que aparecen miles de nombres: las Marie Curie, las sufragistas, las Simone de Beauvoir, las Emma Watson ante la Sede de Naciones Unidas, las Carmen Alborch con sus libros y su trayectoria... Y, por supuesto, Eli.

¡Ay, Baldomero, lo que te perdiste!

lunes, 22 de octubre de 2018

Un brindis por Maimónides


Maimónides y sus babuchas

Este otoño, que se me ha presentado viajero y disfrutón, me ha llevado la semana pasada a Córdoba la llana, a la Córdoba de los poetas, la "Córdoba lejana y sola. Jaca negra, luna grande y aceitunas en mi alforja" de Lorca o a la "Romana y mora, Córdoba callada" de Manuel Machado. Hay quienes, como Muñoz Molina, la ven más misteriosa todavía, como "un pergamino rasgado y pulido muchas veces que revela al calor del fuego una escritura invisible". Y es verdad que estas miradas de los poetas le hacen justicia, pero para mí son demasiado aéreas, demasiado espirituales. Y es que, en los pocos días en que entreví esta ciudad que un día fue el centro de un mundo, me pareció tan, tan terrenal...

Sí, sí, ya sé que su templo más famoso, la Mezquita-Catedral, guarda un bosque ascendente de arcos  -la "selva aritmética de las columnas y la arquitectura vegetal de los naranjos y las palmeras" (otra vez Muñoz Molina)- y que su suelo lo han hollado las buenas gentes de dos religiones que querían honrar a Dios.

Ya sé que, curándose en salud, los cordobeses han llenado la ciudad con la imagen de su protector, el arcángel san Rafael, generalmente sobre un montón de columnas triunfales en cada barrio desde las que cuida de todo el personal. San Rafael es omnipresente en Córdoba, no he visto en ningún otro sitio tal proliferación. Me lo he encontrado en hornacinas en la calle, en la torre de una iglesia medio derruida enfrente de la ventana de mi Hotel o en cuadros en el precioso Museo de Julio Romero de Torres (el que pintó a la mujer morena), y su nombre figura en plazas, arroyos, cementerio, instituciones, iglesias, tiendas, restaurantes, ... Como nos dijo Olivia, nuestra guía -que nos enseñó Córdoba con toda la pasión y el conocimiento que al tema puede dedicar una cordobesa-, "es que nos ponemos 'mu' cansinos con San Rafael" ¡Hasta el estadio de fútbol se llama "El  Arcángel"!

También sé que la Semana Santa es una fiesta grande de procesiones, capuchinos y saetas y que todo eso es signo de espiritualidad y misticismo. Pero me pega que los cordobeses, más que de San Rafael, tienen mucho más de Maimónides, el médico-filósofo que, en un rincón de la Judería, tiene una estatua con las babuchas doradas y gastadas porque todo el que pasa por allí , así sea un chico de los recados, se las toca para que le trasmita inteligencia y buen hacer. Y algo debe haberles trasmitido él, que como buen discípulo de Averroes y de Aristóteles, consideraba que el hombre es un ser racional y libre. En el fondo los cordobeses saben que, por mucho que San Rafael esté allí encima vigilando, no los va a librar de los embates de la vida, igual que en épocas pasadas no los libró de pestes ni de guerras, ni a nosotros, el jueves, de un palo de agua tan fuerte que los caños de la Mezquita que desaguaban en los jardines parecían las cataratas de Iguazú.

Así que le plantan cara a la vida y hay en ellos una alegría de vivir y un afán por la belleza y el goce que se ve en la disposición de sus casas con el patio de flores central, que se convierte, fresco y perfumado, en el sitio de reunión y solaz; o en el Palacio de Medina Azahara, que dicen que se levantó en honor a una mujer y que guarda un espacio considerable para disfrutar del paisaje; o en los jardines del Alcázar en donde el ruido incesante del agua acompaña el paseo tranquilo. Los cordobeses hacen vida en la calle y por menos de nada traban la hebra con el visitante. "Aquí nos conocemos todos y nos llevamos muy bien", me dijo una señora que estaba en bata a la puerta de su casa en el Barrio de San Basilio. La gracia, la naturalidad y la simpatía son monedas corrientes. Y también las ganas de juerga, que parece que hay que frenar, según un cartel en las cercanías de Medina Azahara: "Se prohíben peroles". Dado que para nosotros un perol es un caldero nos pareció rara esa prohibición, pero luego nos enteramos que se referían al contenido, no al continente. Lo que se prohibía allí era la comilona que llevan los peroles (unas migas, un arroz, una carne...) y la consiguiente jarana acompañante.

El último día, horas antes de volver y bajo un cielo azul que hacía olvidar que el día anterior había caído sobre nuestras cabezas el diluvio universal, me tomé un fino y un pincho de tortilla en la Plaza de la Corredera -amplia y viva- y brindé por Maimónides y sus descendientes, habitantes de esta tierra generosa, estos cordobeses sin alas, con los pies en la tierra, valientes ante lo que venga, inteligentes y creativos, amantes de la belleza y de la buena vida ¡Que la sigan disfrutando!

(Para Olivia y Conso, nuestras guías en Córdoba, que nos acercaron a esta ciudad única. Mil gracias)

La magia de luces y espacios en el mihrab de la Mezquita

San Rafael pintado por Julio Romero de Torres

En un patio cordobés

lunes, 15 de octubre de 2018

Nadie me quiere



En aquellos lejanos tiempos en los que no me perdía la lectura de "La Codorniz", leí un relato en ella que me impresionó , aunque lamento no acordarme del autor. Se titulaba "Nadie me quiere" y contaba los hechos de un día en la vida de un hombre. Se levantaba, se duchaba, se desayunaba, se iba a la oficina, salía al mediodía, se comía unos espaguetis en el bar de enfrente, volvía al trabajo, hablaba con los compañeros, salía a las 7 a tomar una copa con algunos amigos, llegaba a su casa, comentaba el día con su mujer y sus hijos, entraba en el baño, se miraba al espejo ¡y se veía un espagueti en el bigote! Todo el día, todo el santo día, desde el mediodía hasta la noche, con un horrible espagueti pegado al bigote, y nadie ¡nadie! lo había mirado detenidamente para darse cuenta y decírselo. Era un relato real de la vida y sus zarpazos. No me digan que no tenía toda la razón en su conclusión -¡Nadie me quiere!- y que no es para compadecerlo.

Y no es un caso único, no. Cada día todos estamos expuestos a la indiferencia general. Que no se fije en ti el tendero de la esquina, pase, pero ¡los hijos de tus entretelas! ¡o la madre que te parió! ¡o el amor de tu vida! Una mirada de arrobo no estaría mal ¿no? Yo hace poco llevé una blusa a la costurera (ya saben que la costura no es lo mío) para que me cerrara un escote sugerente que llevaba días con un discreto imperdible detrás. Ella en un pispás me solucionó la chapucería y yo al día siguiente anduve con la blusa puesta paseándome por aquí y por allá. Al final del día me di cuenta de que mi costurera, tan honrada ella, no se había quedado con el imperdible sino que lo dejó bien visible en el cuello de la blusa, y yo, ¡venga a pasearlo como si fuera la joya de la corona! Ni me miraron ni se fijaron en el imperdible, como nadie vio el espagueti del de "La Codorniz".

Y peor lo tuvo una amiga de mi hija. Es una escritora a la que, nada más llegar a la presentación de un libro, la invitaron a cupcakes y se comió uno azul. A resultas, se le quedaron los dientes, la lengua y los labios de un precioso tono azul pitufo y de esta guisa habló con editores, escritores y asistentes al acto, hasta que mi hija, que sí la quiere, se lo dijo. Casi le da un yeyo.

¿Qué nos pasa a los humanos que no nos fijamos en los demás, como si tuviéramos unas orejeras que nos hacen ir solo a lo nuestro? Es para deprimir a cualquiera. Yo no digo que caigamos en la desesperación de un Bécquer cuando decía aquello de "de qué pasé por el mundo ¿quién se acordará?". Tampoco digo que cada vez que nos encontremos con alguien nos miremos a la cara con encendida pasión. Pero sí que por lo menos constatemos que la persona que está enfrente no lleve un espagueti en el bigote o un imperdible en el cuello de la blusa o la lengua azul ¡qué menos! Y que, además, si lo lleva, se lo digamos.

Menos mal que para no ponernos demasiado trágicos y con el "¡nadie me quiere!"a rastras, todos tenemos otros amigos que, cuando nos ven, nos dan el gran repaso de arriba a abajo. Por lo menos yo tengo un par de ellos que se fijan: "¿No necesitas teñirte ya el pelo?" "A esos zapatos les hace falta una buena limpieza ¿Dónde te metiste?" "¿Y esa no es la rebeca que llevaste hace 10 años al cumpleaños de tu hermana? ¡Bien te duran las cosas!"... A esas personas, aunque me digan "¡Y además has engordado lo menos 5 kilos desde la última vez que te vi!", las perdono de todo corazón, porque aunque sean unas desgraciadas, mezquinas y miserables, ellas al menos sí que me quieren.

lunes, 8 de octubre de 2018

Campanas de Vegueta


Plaza de Santa Ana y Catedral desde la azotea del Ayuntamiento (foto Carlos García)
En cada día, si se sabe mirar bien, hay momentos sorprendentes, como flashes que iluminan un camino incierto. Y si uno se aleja de su entorno habitual, esos flashes se multiplican con el aire de lo novedoso y lo distinto.

Este fin de semana he estado en Gran Canaria, una isla que no conozco bien a pesar de ser la más cercana. He hecho una visita cultural con unos cuantos amigos del grupo "Lo que las piedras cuentan (de los que ya les he hablado aquí y aquí) y he atesorado algunos de esos momentos,  que ahora comparto con ustedes.

El descubrimiento de los cuadros llenos de vida de Antonio Padrón explicados con pasión por el guía  y doctor en Bellas Artes, Javier Jiménez, un buen conocedor de su obra: la tierra, las figuras femeninas, la costumbres y mitos, la luz... Una maravilla.

La sorpresa, al final de una comida, de una canción cantada por un coro (luego supimos que era el Coro de Cámara "Ainur") que celebraban un cumpleaños en la mesa de al lado: voces altas, claras y cálidas entonando una bella composición en alemán que nos hipnotizó antes de darles el gran aplauso.

Los retazos de historia que nos brindaron: la reproducción de una vivienda aborigen en la "Cueva Pintada" de Gáldar, con sus camas empotradas en nichos amplios y cómodos y sus pieles para abrigarse en noches frías; o las gárgolas con forma de cañones que echaban agua y no bombas pero que igualmente asustaban a los piratas que pretendían conquistar la ciudad; o los bellos edificios clásicos y modernistas de Gáldar y del barrio de Vegueta en Las Palmas, que nos hablan de las grandes familias que un día fueron...

El paseo por la mañana temprano por la Playa de Las Canteras, envidia de todos los tinerfeños y gloria de la ciudad de Las Palmas. A esas horas ya estaba llena de vida y su arena dorada resplandecía. El mar estaba en paz y el aire limpio.

La visita a la Casa-Museo de Pérez Galdós con su mesa de estudio, sus páginas escritas y con tachones, sus plumas, sus libros y su extraño afilador de lápìces, que nos hicieron sentir afinidad con el viejo escritor. Y el timbre artesanal de la puerta, con sus esquilones, su larga cuerda y su música, nos hizo recordar costumbres pasadas.

La exquisita arquitectura del Castillo de la Luz, baluarte defensor, que se ha sabido reconstruir tan inteligentemente y en donde las esculturas de Martín Chirino (tan graves, tan aéreas) casan extrañamente a la perfección con los gruesos muros.

El feliz hallazgo, en una mesa aparte en el desayuno del Hotel, de exquisiteces del país: rodajas finas de queso de Fuerteventura, un bol de cristal con chorizo de Teror, frascos pequeños de mermelada de higos picos, suspiros de Moya, crujientes y deliciosos (me comí dos)...

El disfrute del humor canarión (siempre me ha gustado oírlos hablar, hasta cuando lo hacen en serio): las explicaciones de un taxista sobre sus desgracias al conducir por La Isleta; o un rato de chistes tomando un café en la Plaza de Santa Catalina; o las estatuas que salpican la ciudad (Lolita Plumas, la Loreto o el pescador, agachado y descamando el pescado), síntomas de un pueblo con buen sentido del humor y buen sentido común.

Los regalos generosos que nos han hecho: libros sobre Gran Canaria, sobre Galdós y sobre Chirino, una agenda de las que me gustan, con hojas blancas y tapas duras y bonitas, un llavero... Y lo mejor, la compañía de los miembros del grupo que viven allí y los guías de lujo que tuvimos en las visitas. Gracias a todos ellos.

Y sobre todo, la magia de un momento único. Cuando subimos por la tarde con el cronista oficial de la ciudad a la azotea del Ayuntamiento, las campanas de Vegueta se pusieron a repicar. Hasta a él lo sorprendieron ¿Tal vez era porque al día siguiente era la fiesta de la Virgen del Rosario o porque en esos momentos se estaban reuniendo grupos floklóricos de toda España (los vimos pasar después muy tiesos y engalanados)? ¿O era por nosotros, visitantes cercanos y familiares? Quisimos verlo como una bienvenida cariñosa de la ciudad, la celebración de que estábamos allí disfrutando y aprendiendo cómo nació y ha crecido Las Palmas, esta ciudad grande y cosmopolita, abierta al viento y al mar:
Barrio de Vegueta, 
barrio donde nací, 
Torre de la Audiencia
de San Agustín.
Las más alegres campanas
de nuestra Catedral,
donde la Plaza Santa Ana
al aire se echó a volar.
Al mar. al mar.
repican, repican al mar...
(canción de Los Sabandeños)

El grupo con los perros de bronce de la Plaza de Santa Ana. Foto de Carlos García.


Playa de Las Canteras por la mañana (Foto Charo Borges) 

Escultura de Martín Chirino en el Castillo de la Luz (Foto Charo Borges)

Despacho de Pérez Galdós

Cuadro marino de Antonio Padrón. En él, el rayo verde.


Balcón de casa modernista en Vegueta. 

lunes, 1 de octubre de 2018

El estefanote




A la puerta de casa hay plantado desde hace más de 30 años un estefanote. No sé si conocen esta planta. Tiene una hojas verdes y lustrosas, unas semillas que parecen aguacates de lo grandes que son y unas flores pequeñas y blancas como cálices, con un perfume elegante y suave parecido al jazmín. De hecho, otro de sus nombres es "jazmín de Madagascar" por el sitio del que procede, la isla de los lémures y camaleones, allá por el Océano Índico. Cada vez que entro o salgo de casa el olor del estefanote entra y sale conmigo.

Esta semana me he ido unos días a Madrid para asistir a la jubilación de mi amiga Ana, mi compañera de habitación y de correrías en aquellos años de Colegio Mayor. Como siempre, Madrid es para mí ese lugar cercano y familiar que pareces conocer como la palma de la mano y que nunca se termina de conocer del todo.

Madrid son las gentes en el Metro, soñolientas por la mañana y cansadas del trabajo por la tarde, a los que les sube la sonrisa a los ojos al oír allí mismo un acordeón tocando "Allá en el Rancho grande...".

Madrid es la entrada de los niños al colegio, con sus carreras cuando les abren la puerta y sus voces infantiles que llegan hasta la ventana desde la que los veo.

Madrid es ir viendo a ritmo de guagua, desde Vicálvaro donde me quedo siempre en la casa de mi hija, los barrios periféricos, que siguen conservando el aire de los pueblitos que fueron, con su plaza principal, su fuente de la pila y sus viejos jugando a las cartas.

Madrid son los edificios de ladrillo rojo con balcones de forja. Es la Puerta de Alcalá y la Cibeles y las obras eternas en la Gran Vía.

Madrid es poder asistir a un debate -interesantísimo- sobre el futuro de la Universidad en el que participaron el Rector, 4 ex-rectores y un ex-ministro.

Madrid es la posibilidad de elegir una obra de teatro con gancho.

Madrid son los churros del desayuno por la mañana en la cafetería de la esquina, donde ya nos conocen.

Madrid es el reencuentro feliz con los amigos de siempre -Ana y Serra, Esperanza y Mane, Viti, Floren, Pili y Pablo...- en torno a una buena comida.

Madrid es caminar -¡Cómo se camina en Madrid!- sin rumbo fijo, disfrutando del ambiente y de los detalles.

Y luego, de repente, nos llama el aroma del estefanote. Y en un pispás te ves en el aeropuerto, y en el avión, y en el coche que nos va a recibir -¡benditos Chari y Miguel!- y en la puerta de casa ante las flores pequeñas y blancas como cálices. 

El perfume del hogar.




lunes, 24 de septiembre de 2018

7 libros para 7 amores

En Facebook han puesto la semana pasada un reto para animar a la lectura que decía tal que así:
"Primer (o 2º, o 3º...) día del reto para animar a la lectura al que me ha invitado X. Comparto este libro, sin críticas ni comentarios, y animo a mi amigo Y para que comparta durante una semana 7 libros que hayan sido importantes para él (o ella)". Y luego, debajo ponía la portada de un libro.

Me ha parecido bien, la verdad, porque te lleva a acordarte de momentos placenteros. Es un reto que ha ido pasando de amigo en amigo (Agustín, Melchor, Juancho, Santi...) y ha llegado a mí a través de Domingo García Verano que es quien me invitó a enfrentarlo. Y ¡claro que acepto! Si los libros son mi pasión y me he pasado media vida , más de 30 años, llevando una biblioteca escolar y animando a la lectura, ¿cómo no voy a responder a un reto literario? Pero, si mi amigo Mingo me lo permite, lo hago en este post que abarca también una semana y así los 7 días pedidos aparecen juntos. Y otra licencia que me permito es que un comentario, aunque sea pequeño, sí habrá -¡buena soy yo para callarme!-, aunque sea para pensar por qué ha sido importante para mí. Así que ahí van (por orden alfabético de apellidos, como corresponde a alguien que se ha dedicado a ordenarlos):

Primer día, lunes 24 de septiembre: "Orgullo y prejuicio" de Jane Austen.
Fue importante para mí descubrir que puede haber historias de amor llenas de sensibilidad sin ser sensibleras y que ser una autora romántica no quita para tener una mirada irónica y crítica sobre la sociedad de su tiempo. Por algo es una de las grandes de la literatura inglesa:




2º día, martes 25 de septiembre: "Autobiografía" de Agatha Christie.
Es una delicia de libro que me animó a escribir este blog. Toda vida tiene momentos oscuros pero, a pesar de ello, la autora (Agatha Miller, Agatha Christie, Agatha Mallowan) transmite una alegría de vivir contagiosa.




Tercer día, miércoles 26 de septiembre: "Crónica de una muerte anunciada" de Gabriel García Márquez.
Me enseñó que, si existe la reencarnación, para la próxima me pediré escribir como él ¡Qué dominio de los tiempos, del lenguaje, de la intriga, de los personajes...! Absolutamente genial.




4º día, jueves 27 de septiembre: "Las mil y una noches"
Me abrió la mente a un mundo voluptuoso y sensual, el oriental, totalmente distinto al mío. Es el mundo de las leyendas y cuentos, de los lugares lejanos, brillantes y coloridos, por los que pasan caravanas de hombres misteriosos, de los mitos... Después de leerlo, cambia la mirada que se tiene sobre la realidad.




5º día, viernes 28 de septiembre: "La isla del tesoro" de Robert Louis Stevenson.
Fue el anzuelo que me enganchó a la literatura para siempre, la llave que abrió la puerta de la aventura, la botella de ron - ¡ho, ho, ho! - que me embriagó. Él fue el primero.




6º día, sábado 29 de septiembre: "El Señor de los Anillos" de J.R. Tolkien.
El más leído (hasta 12 veces) ¿Por qué me gusta tanto? Creo que porque ahonda en la música del lenguaje y en historias del principio del mundo, cuando todo era nuevo. Cada vez que lo vuelvo a leer atesoro hallazgos.




Y 7º día, domingo 30 de septiembre: "Dejádselo a Psmith" de P.G. Wodehouse.
La novela antidepre por excelencia, con ese fino humor inglés que tanto me gusta. Me arranca carcajadas y solo por eso ya ha sido importante. Aunque esté tan baqueteadita. (es de 1944)




¿Son las mejores entre las que he leído (de 7 a 9 cada mes)? Una vez hice para un Suplemento Cultural una selección de 10 y eran otras novelas. Técnicamente claro que hay mejores y son muchísimas las que me han emocionado. Pero elegí estas 7 porque son novelas leídas y releídas, citadas, subrayadas, manoseadas... y, a veces, en los momentos chungos, su tacto y su cercanía me han ayudado. No las expurgaría nunca jamás de mi biblioteca. Son viejas amigas.

¿Y ahora, qué? Tengo que animar a alguien a que haga lo mismo. Pero mejor los invito a todos ustedes a buscar entre todos los leídos los libros amables y amados, los libros cómplices, aquellos que solo con acariciar los lomos y abrirlos anticipan ya un placer conocido y familiar. Y cuéntenmelo aquí, incluso con el comentario de por qué fue importante. No hay nada mejor que una pasión compartida.

lunes, 17 de septiembre de 2018

Los tiempos del templero




Acabo de leer una novela policiaca (no digo cuál es para que no me acusen de eso que ahora se llama "spoiler" y que en mis tiempos era "chafar el final") en la que una mujer muere envenenada por ahorradora. Antes hay un señor al que envenenan y su hermana recoge todas sus pertenencias para aprovecharlas, entre ellas la pasta de dientes, ¡no va a tirarla casi llena!. Y mira tú por dónde, ahí es donde el asesino había puesto el veneno (nicotina) inyectándolo con una aguja fina. Así que cuando ella se lava los dientes, muere también. En la novela todos dicen: "¡Le está bien empleado por roñosa!". Pero yo digo que nosotros, los de mi generación, también la hubiéramos palmado. A nadie se le ocurre tirar la pasta de dientes a la mitad. Es más, la solemos exprimir tanto que la dejamos boqueando.

Y es que para nosotros, los que vivimos una posguerra, el derroche era pecado mortal. Lo de dejar comida era tan impensable que los platos quedaban relucientes como salidos de un lavaplatos; las botellas se reciclaban y se devolvían vacías a las tiendas; teníamos bolsas de tela para ir a la compra y todavía conservo las del pan, bordadas en casa como corresponde a las mujeres palmeras; los botes de mermelada se lavaban y se usaban otra y otra y otra vez; las medias se llevaban a coger los puntos cuando tenían una carrera (tirar unas medias ¡qué disparate!); las camisetas rotas se tornaban trapos del polvo... Tengo hasta un libro del año de la pera titulado "Las sobras. Las 125 mejores recetas para prepararlas", del que hoy dudo que haya una editorial que ose publicarlo. Antes se aprovechaba todo  y las verdaderas sobras (las sobras de las sobras) se ponían en un cacharro para que las recogiera un chico que iba por las casas a por "la comida del cochino".

Y es más: aunque mucha gente no lo sabe, nosotros pertenecimos a la época del templero. El templero es, según el "Tesoro lexicográfico del español en Canarias", un rabo de cerdo con un poco de tocino adherido que sirve para templar, para darle sustancia a un potaje o un caldo que sin él no sabría a nada. Para eso le ponen una cuerda por un extremo y lo meten en la olla donde lo tienen unos minutos. Yo no conocí nunca esa actividad tan pintoresca, pero mis amigas de La Gomera me aseguraron que, cuando niñas, eso era así en los pueblos de la isla. "M'hija, vete a pedirle a Agustina que te preste el templero". Y el templero, que era un bien familiar como cualquier otro, que se guardaba colgado en las cocinas y que hasta se heredaba y todo, iba pasando de casa en casa engañando el hambre de la gente pobre.

Y luego, con el tiempo, nos volvimos ricos y empezamos a derrochar y a tirar alimentos, ropas o muebles que ya no queríamos, y a llenar el mar de plásticos y los montes, de basura y los niños a volverse caprichosos con las comidas...

Sophie Kinsella tiene una serie de libros con una compradora compulsiva ("Shopaholic") como protagonista. Compra cosas que no necesita, se encandila ante las rebajas y los escaparates atractivos, se vuelve loca por los zapatos y, si alguno le hace tilín, se compra otro par igual de otro color. En uno de los libros le sale una hermanastra a la que no conocía y que es todo lo contrario a ella, una persona austera y frugal. Por ejemplo, cuando se van a tomar un café, Becky (la derrochona) le propone a Jess (la austera) que vayan a una cafetería preciosa con mesas de mármol y se pidan un capuchino. Jess le dice que las cafeterías son carísimas, que sus márgenes de beneficio son vergonzosos y que mejor se sienten en un banco del paseo, que ella tiene un termo (de 2ª mano) con café del frugal, hecho usando los posos dos veces. Sabe un poco peor pero se ahorra muchísimo.

¿Entonces, qué? ¿Nosotros debemos ser como Becky, que disfruta de la vida aunque a veces esté en números rojos? ¿O como Jess, que sabe lo que vale un peine y que por eso no se gasta los peniques sin más ni más?

Como siempre, hay que acudir a los clásicos y a Aristóteles en particular: él y su término medio. O como dice mi amiga Conchi, "ni tanto que queme al santo ni tan poco que no lo alumbre". Celebremos la nueva conciencia ecológica que busca proteger el medio ambiente y volver a reciclar dentro de un orden. Pero lo que hay que tener muy, muy claro es que nunca jamás vuelvan los tiempos en que alguien tenga que pedirle un templero a su vecina para que la sopa sepa a algo lejanamente parecido a la carne. Y que nada nos impida disfrutar de un buen café no frugal.

Sean felices.

lunes, 10 de septiembre de 2018

Por un clavo...




En mi Enciclopedia de Ingreso (un libro del que todavía me parece asombroso que lo estudiáramos con 9 años) fue donde primero leí esa canción popular inglesa que dice:
Por un clavo se perdió una herradura.
Por una herradura se perdió un caballo.
Por un caballo se perdió un caballero.
Por un caballero se perdió una batalla.
Por una batalla se perdió un reino.
Y todo fue por un clavo de una herradura.

Después he leído que esto puede referirse a Ricardo III cuando, desmontado de su caballo y rodeado de enemigos por todas partes, gritó aquello de :"¡Un caballo! ¡Un caballo! ¡Mi reino por un caballo!". Pero también cuentan que Felipe IV de Francia, "El Hermoso", después de conquistar Flandes, dejó al incompetente de Chatillon al mando de la parte oriental y que este, como entonces no había wasap ni teléfonos, mandó un recadito con un mensajero a su colega de la zona occidental proponiéndole putaditas para hacerles a los sufridos ciudadanos. Al mensajero por un clavo de la herradura le falló el caballo, lo cogieron los flamencos, leyeron el mensaje, montaron en cólera y por ahí se perdió Flandes. Sea lo que sea, el sentido es claro: no menosprecies los detalles.

A mí la cancioncita me parecía en mis años infantiles una exageración. Pero ahora he comprendido que es la verdad de la vida. Me he ido encontrando a cada paso con historias en las que un detalle, una bobería quizás, desencadena un alud inesperado o cambia una vida para siempre. Unos botones de muestra:

Por un selfie... En el concurso de Miss Universo del año pasado, Miss Irak se hizo un selfie con Miss Israel. Se cayeron muy bien, les pareció un recuerdo estupendo y una imagen para demostrar que no pasa nada, que es posible una sonrisa en paz... y Miss Irak recibió amenazas de muerte, de esas que dan miedo, y su familia se tuvo que marchar de su país.

Por un racimo... Mi amiga Elena tiene un parral a la puerta de su casa al que mima como a la niña de sus ojos. Un día que lo estaba recortando, lustrando y lo que quiera que se le hace a los parrales, pasó por allí el típico chico malote del barrio: drogata, hosco, antipático... No se trataba con nadie. Elena, que es muy de repentes, le ofreció un racimo de aquellas uvas doradas y apetitosas y él lo rechazó con un gesto de la cabeza. Pero al cabo de unos pasos volvió atrás y le dijo: "Bueno, dame uno para mi abuelo". Elena le dio dos. A partir de ese momento, y aunque parezca una película de esas de buenitos, el chico cambió. Con ella, con el barrio y consigo mismo.

Por un plato de pollo al curry... Eso fue lo que hizo que la Reina Victoria de Inglaterra, después de probarlo y chuparse los dedos, distinguiera al sirviente hindú que se lo cocinó, Abdul Karim, con su amistad, con sus regalos y con sus confidencias. Y eso durante 13 años hasta que ella murió. Toda la aristocracia inglesa y la familia real se subía por las paredes y, nada más morir la reina, lo mandaron para la India, pero ¡que le quiten lo bailado a Abdul Karim!

Por un acento... La historia es de un chico que se apellidaba Becaud, como el cantante. Como su familia llevaba siglos en España, el apellido se españolizó y ellos lo acentuaban en la "a": Becáud. Pero el profesor de francés del chico se empeñó en que iba sin acento y siempre lo llamaba Becó. Como el alumno siguió erre que erre con el acento, lo suspendió. Y esa fue la causa de que abandonara los estudios y se pusiera a trabajar en una ferretería familiar. Una carrera o una vocación, a la porra por un acento.

Por un fósforo... Como demuestra aquella lápida que decía: "Aquí yace Juan García, quien, con un fósforo un día, fue a ver si gas había... Y había.".

Podríamos seguir hablando de más casos. "Por los pies cansados" de Rosa Parks o "por una manzana" en los casos de Eva y de Newton, o "por un hongo" en lo de la penicilina... Pero seguro que ustedes tienen mil casos en el día a día. Para bien o para mal las pequeñeces dominan el mundo y hasta los científicos han caído en la cuenta de que cualquier acción u omisión, por pequeño que sea, es capaz de alterar todo, a corto, medio o largo plazo. Llaman a esto la teoría del caos. Así que ya saben, ojo al detalle, estén atentos a cualquier cosita, sea la que sea. Yo, por ejemplo, en este momento estoy viendo el aleteo de una mariposa...

Por el aleteo de una mariposa...

lunes, 3 de septiembre de 2018

Un amigo genial




Hoy pensaba hablar de otro tema, pero a veces la vida te empuja en otro sentido y aquí me tienen hablando de Álvaro, un amigo genial.

De Álvaro, uno de mis amigos más antiguos, he hablado varias veces en este blog: en un escrito sobre los fuegos del Cristo, en el que puse un cartel ganador de ese año hecho por él, un pintor excelente; en otro post -"Si a tu ventana llega una paloma...", sobre aquella vez que, antes de los drones, él ideó un "dron-viviente", una paloma mensajera a la que acopló un arnés con una minicámara de vídeo para grabar su ciudad, su huerta y su casa a vista de paloma; o en aquel "No nos queda nada" sobre un foto-montaje que hizo y en la que se veía al Álvaro adulto acariciando con un mucho de ternura la cabeza de un bebé (el propio Álvaro de meses). Ese post nos sirvió para filosofar sobre este recorrido que es la vida y para comentar él que no hubiera cambiado casi nada de la suya.

Y es que Álvaro es de verdad genial: no solo es que sea doctor en químicas o también licenciado en Bellas Artes. Es que además construye e inventa aparatos, pinta y esculpe muy bien, escribe coplas, hace fotografías preciosas... ¡Hasta les hace magia a sus nietas! Es un espíritu curioso e investigador que no para hasta que descubre de qué va una cosa. Y lo mejor de todo, es de lo más detallista del mundo. Como mi marido y él comparten pasión por las palomas, un día le pintó un cuadro precioso con 2 cabezas de paloma, que es lo primero que ven todos los que entran en mi casa; como homenaje al blog, me hizo una "Jane", una palabra blanca en tres dimensiones, que tengo en la librería de mis libros preferidos; de vez en cuando, nos hace un postre de café que sabe que nos encanta, uno de esos postres canarios que borda como nadie; y como sabe que me gustan las adivinanzas lógicas, en cuanto encuentra una, me la manda para ver quién primero encuentra la solución (generalmente él). No hay vez que no le haya preguntado una duda técnica o científica que no me la haya resuelto ¡retos a él!. Y no hay persona que no lo quiera. Ha derramado amor, no solo sobre su familia sino también sobre todos los que hemos tenido la suerte de ser sus amigos.

Y ahora me dicen que, en estos últimos días de agosto, como si fuera un sol de verano, se ha marchado para siempre. Pero no es verdad. Las personas que, como él, iluminan la vida de todos los que lo conocen no se van nunca. Y si no me creen, oigan la voz de los poetas, que intuyen la verdad en el fondo de las cosas. Eloy Sánchez Rosillo tiene un poema, "Luz que nunca se extingue", del que les copio un fragmento:

Tu error está en creer que la luz se termina.
Al cabo de los años he llegado a saber
que en la naturaleza del milagro
se funden lo fugaz y lo perenne.
Tras su apariencia efímera
el relámpago sigue viviendo en quien lo vio.
Porque su luz transforma y ya no eres
el hombre aquel que fuiste antes de que en tus ojos, 
de que en el fondo oscuro de tu ser fulgurase.
No, la luz no se acaba, si de verdad fue tuya.
Jamás se extingue. Está ocurriendo siempre.
Mira dentro de ti, 
con esperanza, sin melancolía.
No conoce la muerte la luz del corazón.
Contigo vivirá mientras tú seas:
no en el recuerdo, sino en tu presente,
en el día continuo del sueño de tu vida.

¡Qué afortunados somos los que hemos compartido parte de nuestra vida con Álvaro! Hoy celebro el tiempo que nos regaló, su mirada inteligente y bondadosa, su sentido del humor, su gran generosidad... El poeta tiene razón. Con nosotros vivirá mientras vivamos, no solo en el recuerdo, sino en el presente, en el día continuo del sueño de la vida.



Foto repetida de Álvaro  del post "No nos queda nada"

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