lunes, 30 de marzo de 2009

Aba y Toto





Así nos llaman mis nietitos. A mí me hubiese gustado que me llamaran “abuelita”, que tiene tintes heidianos y como de cuento de Caperucita, pero mi hija, con la delicadeza que la caracteriza, me dijo que fuerte cursilada; y fueron los niños quienes al fin nos bautizaron, así que así nos quedamos. Mi marido incluso se hizo una foto en el letrero de Toto en Fuerteventura para que los nietos supieran que hay un pueblo que se llama como él.
Mi nieta tiene 5 años y se va explicando la vida a base de greguerías que siempre me sorprenden por lo poético, como cuando me dijo hace un año que “las nubes son la cena de los aviones”. O la otra noche, mientras íbamos en el coche, que nos soltó: “Las estrellas son luciérnagas que se quedan atrapadas en ese techo negro”, dejándonos a su madre y a mí pasmadas, pensando que esta generación viene, no con un pan, sino con un diccionario bajo el brazo. Vive en un mundo propio hecho de fantasía del que siempre se asombra que la saquemos para cosas tan prosaicas como comer o irse a la cama: “Es que tengo que dibujar una ciudad para…” y aquí viene una explicación larga, imaginativa y enrevesada. Cuando ve una lámpara de cristal de esas de lágrimas en un escaparate, exclama extasiada: “¡Diamantes!”.
Mi nietito, con 3 años, está en la etapa de la autoafirmación. Aunque sería mejor llamarla la de la negación: “No, no, no y se acabó”, nos espeta a cada rato. Mi hija lo llama “el terrorista” y él hasta contesta si lo llama así. Es geniudo, extrovertido y besucón, y enseguida te pide perdón por las mil barrabasadas que hace, diciéndote que no lo hará nunca más, hasta la siguiente a los 10 minutos. Si nos ve muy enfadados, a veces dice muy serio: “Relásenje”, o, si le recordamos fechorías anteriores, dice displicente: “Eso ya está tachado” (a veces dice “chatado”).
Una vez me explicaron lo de la entropía y la tendencia al caos que hay en el universo y puedo decir que mis nietos son entrópicos. Cinco minutos en casa y el principio queda demostrado: no queda una habitación con un mínimo de orden. Ella delicadamente y él más a lo bruto hacen castillos con los cojines de los sillones de la sala, recortan, pegan papeles y escriben (en las paredes también), desperdigan juguetes y no juguetes por los suelos y luego nos “ayudan” entusiasmados a barrer con la escoba lo desperdigado.
Uno de los deberes de los abuelos, y más si están jubilados, es quedarse con los nietos, al menos un par de veces por semana. La verdad es que nos proporcionan muchos placeres: ver los ojos de mi nieta, atentos y maravillados, cuando me invento un cuento en el que ella es la protagonista absoluta; escuchar sus conversaciones (“Me ocurrió una idea”, dice él mientras yo tiemblo), hacer entre todos una pizza para cenar, llevarlos al mercadillo de Tegueste los domingos (ellos lo llaman el “supermercadillo”) donde muchas veces les regalan una flor…
Es fantástico sentir la casa llena de risas. Y también el silencio, reconfortante y lleno de paz, cuando se van. ¡Benditos sean! 

martes, 24 de marzo de 2009

Ay, Bajamar...





Una cosa que sí voy a seguir haciendo en mi jubilación es ir a bañarme a Bajamar. Allí me encuentro con otros jubilados, bajamareros de toda la vida, y nos miramos con sonrisa de complicidad como diciendo: “¡Y los otros trabajando!”.
Los bajamareros de toda la vida somos los que, cuando hay viento, decimos que hace un airito tonificante; cuando está nublado, decimos que mejor esto que las calufas de Santa Cruz; y, cuando hace frío, decimos que así dentro del agua se está más calentito. Y si, como en la canción de Les Luthiers, al atardecer llovieran meteoritos, diríamos que qué precioso, que parecen los fuegos de las fiestas de agosto. Ahora eso sí, cuando no hay viento, ni frío, ni nubes (ni meteoritos) es el lugar más maravilloso de la Tierra (para los bajamareros de toda la vida). Un amigo me dijo que esto sólo pasa los 13 de noviembre pero qué sabrá él.
A Bajamar se unen miles de recuerdos maravillosos: las conversaciones de adolescentes en las noches de verano en el poyito frente al “Sheriff”; las primeras verbenas junto al mar; las mareas de septiembre que más de una vez , de pequeños, nos dejaron caminando por fuera de la piscina. Después, veranos de hacer cometas con los niños, de asar lapas recién cogidas cerca del Arenal, de coger pájaros con falsete al amanecer para soltarlos al mediodía o de mirar las estrellas en busca de las Perseidas o de ovnis. En Bajamar, en esos atardeceres multicolores, vi por primera y única vez el rayo verde del crepúsculo. Y el mar de Bajamar fue el último que vio mi madre desde la altura del café Melita cuando me pidió: “Llévame a ver el mar”.
Los bajamareros de toda la vida nos bañamos en el sur cuando se tercia y por esos mundos cuando uno ve una playa apetecible. Pero todos coincidimos en que no hay mar como éste del norte, con el agua brava, clara y fría, y el olor a algas que te ensancha el alma. Sabemos que ya no es “mi pueblecito norteño” porque ha crecido demasiado, pero que son los mismos el viento, el mar y “cuando muere el día, el sol que brilla hasta el monte”. Y que algo de su espíritu perdurará mientras siga habiendo bajamareros de toda la vida.
Como dice mi amigo Ernesto, que es uno de ellos, mientras toma el sol (cuando hay) y contempla el oleaje desde la Punta del Viento (que no sé por qué se llama así): “Las Seychelles, las Maldivas, las Bahamas… Bajamar“. 

sábado, 21 de marzo de 2009

Lunas de miel




Parece que últimamente a la gente le está dando por casarse. El año pasado fui a cuatro bodas, dos en jardines, una en una iglesia y otra en el mar: cuatro regalos, cuatro trajes de boda yo y uno mi marido, ocho síquieros, cuatro esperas tomando aperitivos mientras los novios se hacen fotos artísticas, cuatro tartas, cuatro bailes, cuatro ramos al aire, muchas conversaciones y besos con familiares, amigos y desconocidos y miles de fotos.
Que conste que una, después de 37 años casada, no va a estas alturas a despotricar del matrimonio, faltaría más. Y de las bodas tampoco. Si yo llevo celebrando con fiestas, cenas y brindis mi jubilación, me parece estupenda cualquier ocasión de celebrar lo que sea. Así que ánimo, a emperifollarse y qué vivan los novios.
No. A mí lo que me tiene alucinada son las lunas de miel, sobre todo porque a muchas de estas parejas les está dando por ir a sitios exóticos y practicar deportes de riesgo en ellos, que me dirán ustedes que qué necesidad.
Mi sobrino y su mujer se fueron a Costa Rica y allá que los vemos en un vídeo atándose una cuerda a la cintura y cruzando barrancos en plan Tarzán, con el clásico grito y todo. Lo que soy yo, que tengo vértigo hasta en las norias de cuatro vagones, hubiese mandado el grito antes, si a alguien se le hubiera ocurrido la feliz idea de proponerme algo así.
Otra de las parejas se fue a Perú y, en uno de esos desfiladeros cortados a pico, la emoción era que un nativo te abrazara por detrás y te alongara sobre el vacío a ver si te daba gustirrinín, digo yo.
Una ahijada mía se lanzó en paracaídas y nadó entre tiburones en Australia; otra pareja hizo rafting por aguas turbulentas; otra se fue a Tailandia y allí les pilló un golpe de estado. Y otra practicó en Nueva Zelanda el shotover, una cosa espeluznante que consiste en ir en una lancha motora a todo trapo contra un acantilado y a los dos metros, antes de estromparte, frenar bruscamente y dar la vuelta…¡¡Señor!!
Y pensar que los de mi generación pasábamos las lunas de miel en Ten-Bel o Lanzarote dedicados a deportes de riesgo muchísimos menos peligrosos… 

domingo, 15 de marzo de 2009

Yo no fui a la manifestación






Leí en una pancarta hace poco "Al Gobierno le gustas cuando callas porque estás como ausente". Contra ello, reclamo la libertad de manifestar nuestro rechazo ante lo que no nos gusta. Este post -escrito hace 4 años contra la construcción de un Puerto en Granadilla- es otra más de esas manifestaciones.

Los que estamos jubilados (y los que casi están) fuimos a nuestras primeras manifestaciones en los turbulentos años 60, cuando estábamos en la universidad.
Recuerdo la primera de todas en el año 68 en Madrid cuando detuvieron a un compañero de clase al que le encontraron una hoz y un martillo dibujados en una caja de fósforos (entonces eso era una “prueba” y detenían por cosas así). Salimos todos en silencio desde la Facultad, seguidos por los grises a caballo también en silencio. Y entonces a alguien se le ocurrió gritar: “¡Libertad!” (qué palabra más peligrosa) y fue como si fuera la señal de “¡Carguen!”. No me acuerdo de haber corrido tanto en mi vida, mientras que los que iban a caballo repartían porrazos a diestra y siniestra.
A partir de entonces he asistido a algunas manifestaciones. Hemos salido en el periódico con pitos y carteles en algunas de las manifestaciones para pedir la homologación de los enseñantes con los funcionarios de nuestra misma categoría y tengo una camiseta negra que dice “¡No a la guerra!” comprada en la manifestación contra la participación de España en la guerra de Irak.
Pero a la manifestación del sábado 14 de marzo no fui. Mi hija y mi yerno, que son médicos, salían de guardia y tocaba a los abuelos quedarse con los nietos mientras ellos reponían fuerzas. Así que los llevamos al mercadillo de Tegueste y después al parque que hay enfrente, a la entrada del pueblo, que en esa mañana de tiempo sur estaba vacío.
Allí jugaron a los piratas, subidos en una de las plataformas, y se hicieron una casita entre las piedras grandes y redondas que están repartidas por las orillas. Mi nieta se acercó a mí trayéndome un diente de león (nosotros en la niñez, no sé por qué, llamábamos a esas flores “brujitas” y yo siempre imaginé que sus hojas, volando, eran brujas diminutas que se repartían por el mundo) y me dijo: “Aba –esa soy yo-, sopla fuerte y pide un deseo”.
Y yo soplé fuerte y deseé que ellos, mis nietos, tuvieran en el futuro una isla limpia; que disfrutaran de las aguas claras que yo conocí en El Médano cuando tenía su edad; que quienes organizan cómo vivimos aprovecharan cada vez más el poder del viento, del sol y la fuerza del mar para seguir teniendo una vida cómoda, en la que no primara el valor del dinero. Deseé que ningún poder, como pedía Kant hace dos siglos, gobernara de espaldas al pueblo. Y deseé que mi voz fuera una de tantas que en ese momento en la manifestación clamaban: “¡No al Puerto de Granadilla!”. 

jueves, 12 de marzo de 2009

Bienvenido a un mundo sin prisas



Este era el cartel - "¡Bienvenido a un mundo sin prisas!"- que el verano pasado vimos a la entrada de un camping precioso, con su río y todo, en San Fiz do Seo, en el Bierzo. Y lo que dice se ha convertido en mi lema en estos primeros meses de jubilación.
No se trata de ir tan despacio como mi marido, que hace poco fue a poner, ¡al fin!, unos plafones que había comprado hace tiempo y descubrió que estaban hechos en Alemania Oriental. No, se trata más bien de llevar un ritmo de vida sin agobios en el que sientes que tienes todo el tiempo del mundo.
Igual que, por ejemplo, los abuelos de mi marido, que fueron agricultores y tenían una vida presidida por la calma y la pachorra. El abuelo se levantaba con el alba, ordeñaba las vacas y sobre la marcha se mandaba entre pecho y espalda un tazón de medio litro de leche (lo sé porque tengo esos tazones en mi casa). Luego, a trabajar el campo, a comer y a echar una siesta al sol tibio del norte. Por la tarde, daban de comer a los animales y cenaban a las 7 de la tarde alrededor del fuego. Muchas veces, después se reunían con los vecinos a desfajinar, desgranar o amarrar piñas, y, de paso, a hablar. Tenían casi todas las necesidades cubiertas y sólo compraban azúcar, sal, aceite y pescado. Una vida así tiene de todo menos estrés.
Buscando la misma autosuficiencia una vez mi marido me dijo que estaba pensando cómo tener una cabra en la huerta sin que se enteraran los vecinos. Yo le contesté que más difícil era tenerla sin que me enterara yo. Pero, cabras aparte, sí que compramos, en cuanto tuvimos un huerto, “El horticultor autosuficiente” y nos lanzamos a por la vida sana.
Una de las primeras cosas que hicimos fue plantar dos cafetos, llevados por el recuerdo del olor del café recién hecho que se extendía por toda la casa en nuestra niñez. Además pensábamos en el pisto que nos daría decir a los amigos: “¿Te apetece un cafecito? Es de cosecha propia”. Ahí están ahora, altos y elegantes como el ciprés de Silos, cargados de flores blancas en el otoño y llenos en primavera de tantos granos que da gusto verlos. Pero, ay amigo, a la hora de la manufactura…
Para tomarte una tacita de café, primero hay que recoger los granos uno a uno. Después, hay que pelarlos también grano por grano, y bastante pegajosa que es la cosa. Más tarde se ponen en bandejas a tostar al sol y, a los pocos días, se vuelven a pelar de la piel seca también grano a grano. Pero todavía no acaba aquí el tema. Hay que tostarlo, molerlo y, si queremos que la cosa quede fantástica de artesanal, colarlo con aquellas mangas de nuestras abuelas. Y a estas alturas de la película estás tan harta que ya no te apetece ni invitar a los amigos, ni darte pisto y ni siquiera tomarte una tacita de café.
Y, pensándolo bien, tal vez no esté reñido con mi lema de jubilación hacerte un cafecito en la nespreso que me regalaron los reyes. Enchufas, pones agua y una capsulita, tocas un botón y ya está. No es lo mismo pero ¡qué demonios!.  
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