Leí hace poco un artículo de El Comidista en la que se hacía la pregunta de si la mesa del comedor es hoy una especie en peligro de extinción. ¿Es un lujo excéntrico propio de ricos? Después de todo, las casas son ahora más pequeñas, muchas familias comen ante el televisor con una bandeja en las rodillas o no comen juntos con lo cual les basta una mesa pequeña en la cocina. ¿No sería mejor que desapareciera entonces de nuestros hogares como trasto inútil que es? ¿Para qué sirve tener una mesa de comedor que no se usa nunca? La japonesa Marie Kondo ya la habría vendido o tirado a la basura.
La mesa de comedor tiene una larga historia desde que en las casas más ricas de las colonias griegas del Mediterráneo se empezó a usar el andron. Después, en la Edad Media también era un símbolo de clase alta y generalmente eran tablones montados en caballetes que se podían poner en distintos lugares o hacer más grandes o más chicos. Todavía decimos, como herencia de esa época, lo de poner y quitar la mesa, porque verdaderamente entonces eran de quita y pon. En el siglo XVIII, tan racionales ellos, se extiende la costumbre de tener un comedor, un lujo, claro, pero que se populariza rápidamente hasta llegar a nosotros. El comedor es un logro, igual que la luz o el agua en las casas.
Casi todos los de mi generación tuvimos un comedor en nuestras casas a pesar de que no fueran casas grandes. En la calle del Pilar, mi primera casa recordada, había en él una mesa de tea, cuadrada, extensible y pesada, alrededor de la cual desayunábamos, comíamos y cenábamos toda mi familia, la cercana y la agregada, porque siempre había gente de más. Todavía conservamos mis hermanos y yo sillas de ese comedor, que nos recuerdan tantos ratos de conversación y de degustación de los platos de mi madre y de mi abuela. El comedor de la casa de San Miguel lo heredó mi hermano y sigue vivo y útil, cumpliendo con su función. Ninguno de nosotros pensó nunca prescindir de él. En mi casa de ahora el comedor está a continuación del salón pero en él no hay ni ha habido nunca televisión. En el comedor se alega, se cuentan batallitas y se come, que es para lo que está. ¿Cómo desechar eso?
"El Señor de los Anillos" de J.R.R. Tolkien (los que me conocen saben que es uno de mis libros preferidos) es una historia que habla de una misión arriesgada y peligrosa que tienen que cumplir los héroes para llegar a buen fin. Tolkien dispone la historia de tal manera que las aventuras oscuras se alternan con episodios de descanso y gratificación. Pues bien, en estos capítulos aparece como figura central una mesa de comedor que los espera y los reconforta. Primero con los elfos caminantes: ... había habido pan, más sabroso que una buena hogaza blanca para un muerto de hambre, y frutas tan dulces como bayas silvestres y más perfumadas que las frutas cultivadas de las huertas; y había tomado una bebida fragante, fresca como una fuente clara, dorada como una tarde de verano. Después en casa del granjero Maggot, sirvieron una cena generosa en la mesa grande (...) Había cerveza en abundancia y una fuente de setas y tocino, además de otras muchas suculentas viandas caseras. En la casa de Tom Bombadil, este pregunta: ¿Está la mesa puesta? Veo crema amarilla y panales, y pan blanco y manteca, leche, queso, hierbas verdes y cerezas maduras. ¿Alcanza para todos? ¿Está la cena lista?. En Bree, en la posada del señor Mantecona, en un abrir y cerrar de ojos, tendieron la mesa. Había sopa caliente, carne fría, una tarta de moras, pan fresco, mantequilla, y medio queso bien estacionado: una buena comida sencilla, tan buena como cualquiera de La Comarca. Y en Rivendel, en la Casa de Elrond, la comida era todo lo que un estómago hambriento podría desear. Los momentos en la mesa eran como gotas de luz y calor en medio de la oscuridad y el frío.
¿Por qué tendríamos nosotros que prescindir de ellos? ¿Por qué tenemos que ir empequeñeciendo nuestras vidas, no invitando a los amigos, perdiéndonos tantos y tantos ratos de buena conversación y de buen comer y beber? La mesa del comedor -y todo lo que conlleva- es uno de esos placeres que la vida nos da sin que le prestemos atención y que, sin embargo, encierra el germen del buen vivir. Que siga siendo por muchos años el centro de la casa.