lunes, 26 de julio de 2021

La mesa del comedor




Leí hace poco un artículo de El Comidista en la que se hacía la pregunta de si la mesa del comedor es hoy una especie en peligro de extinción. ¿Es un lujo excéntrico propio de ricos? Después de todo, las casas son ahora más pequeñas, muchas familias comen ante el televisor con una bandeja en las rodillas o no comen juntos con lo cual les basta una mesa pequeña en la cocina. ¿No sería mejor que desapareciera entonces de nuestros hogares como trasto inútil que es? ¿Para qué sirve tener una mesa de comedor que no se usa nunca? La japonesa Marie Kondo ya la habría vendido o tirado a la basura.

La mesa de comedor tiene una larga historia desde que en las casas más ricas de las colonias griegas del Mediterráneo se empezó a usar el andron. Después, en la Edad Media también era un símbolo de clase alta y generalmente eran tablones montados en caballetes que se podían poner en distintos lugares o hacer más grandes o más chicos. Todavía decimos, como herencia de esa época, lo de poner y quitar la mesa, porque verdaderamente entonces eran de quita y pon. En el siglo XVIII, tan racionales ellos, se extiende la costumbre de tener un comedor, un lujo, claro, pero que se populariza rápidamente hasta llegar a nosotros. El comedor es un logro, igual que la luz o el agua en las casas.

Casi todos los de mi generación tuvimos un comedor en nuestras casas a pesar de que no fueran casas grandes. En la calle del Pilar, mi primera casa recordada, había en él una mesa de tea, cuadrada, extensible y pesada, alrededor de la cual desayunábamos, comíamos y cenábamos toda mi familia, la cercana y la agregada, porque siempre había gente de más.  Todavía conservamos mis hermanos y yo sillas de ese comedor, que nos recuerdan tantos ratos de conversación y de degustación de los platos de mi madre y de mi abuela. El comedor de la casa de San Miguel lo heredó mi hermano y sigue vivo y útil, cumpliendo con su función. Ninguno de nosotros pensó nunca prescindir de él. En mi casa de ahora el comedor está a continuación del salón pero en él no hay ni ha habido nunca televisión. En el comedor se alega, se cuentan batallitas y se come, que es para lo que está. ¿Cómo desechar eso?

"El Señor de los Anillos" de J.R.R. Tolkien (los que me conocen saben que es uno de mis libros preferidos) es una historia que habla de una misión arriesgada y peligrosa que tienen que cumplir los héroes para llegar a buen fin. Tolkien dispone la historia de tal manera que las aventuras oscuras se alternan con episodios de descanso y gratificación. Pues bien, en estos capítulos aparece como figura central una mesa de comedor que los espera y los reconforta. Primero con los elfos caminantes: ... había habido pan, más sabroso que una buena hogaza blanca para un muerto de hambre, y frutas tan dulces como bayas silvestres y más perfumadas que las frutas cultivadas de las huertas; y había tomado una bebida fragante, fresca como una fuente clara, dorada como una tarde de verano. Después en casa del granjero Maggot, sirvieron una cena generosa en la mesa grande (...) Había cerveza en abundancia y una fuente de setas y tocino, además de otras muchas suculentas viandas caseras. En la casa de Tom Bombadil, este pregunta: ¿Está la mesa puesta? Veo crema amarilla y panales, y pan blanco y manteca, leche, queso, hierbas verdes y cerezas maduras. ¿Alcanza para todos? ¿Está la cena lista?. En Bree, en la posada del señor Mantecona, en un abrir y cerrar de ojos, tendieron la mesa. Había sopa caliente, carne fría, una tarta de moras, pan fresco, mantequilla, y medio queso bien estacionado: una buena comida sencilla, tan buena como cualquiera de La Comarca. Y en Rivendel, en la Casa de Elrond, la comida era todo lo que un estómago hambriento podría desear. Los momentos en la mesa eran como gotas de luz y calor en medio de la oscuridad y el frío.

¿Por qué tendríamos nosotros que prescindir de ellos? ¿Por qué tenemos que ir empequeñeciendo nuestras vidas, no invitando a los amigos, perdiéndonos tantos y tantos ratos de buena conversación y de buen comer y beber? La mesa del comedor -y todo lo que conlleva- es uno de esos placeres que la vida nos da sin que le prestemos atención y que, sin embargo, encierra el germen del buen vivir. Que siga siendo por muchos años el centro de la casa.

lunes, 19 de julio de 2021

Jugar al TEA


Biblioteca del TEA

Tengo por seguro que el inventor más genial de todos los tiempos fue Johannes Gutenberg, cuando en su Maguncia natal inventó la imprenta de tipos móviles y puso el libro y la cultura al alcance de todos nosotros. Imagínense el panorama anterior (Umberto Eco lo retrató perfectamente en "El nombre de la rosa"): monjes en conventos y abadías copiando ¡a mano y con velas! los libros antiguos y recopiando cuando el material se deterioraba, que era a menudo. Allí se dejaban la vista y la salud en el helado scriptorium, dibujando letras góticas, muchos sin saber leer y escribir, iluminando los grabados, salvando, en realidad, la literatura de su desaparición. Todo eso justificaba a lo mejor el que los libros estaban encerrados en los conventos, lejos del pueblo, que era una buena manera de controlar a la sociedad.

Y entonces llegó él ¿Cómo se le pudo ocurrir la idea? Aunque se sabe poco de Gutenberg, sí se conoce que inventó la imprenta adaptando las prensas que se usaban para exprimir las uvas y elaborar el vino. ¡Vino y libros, qué estupendo maridaje! Pasó apuros y se arruinó en la empresa, pero nadie le puede quitar la gloria de ser el autor del mejor invento del mundo.

Por supuesto, como siempre que aparece algo nuevo, tuvo detractores que, por si acaso, se oponían (Mopongo los llamo yo). En aquel siglo XV, los monjes eruditos, pensando a lo mejor que se les acababa el chollo, pusieron el grito en el cielo proclamando que la imprenta era un invento de Satanás, que así se degradaría el saber, que, fíjate tú, en lugar de utilizar la lengua culta, el latín, se usaría la lengua vulgar, hay que ver; y que ahora, en vez de sentarse todos juntos a escuchar historias, el libro, que se lee en soledad, separaría a las personas, fomentaría las reflexiones particulares (con lo peligroso que es pensar) y acabaría con el mundo tal y como lo conocían.

Y en parte tenían razón. Con la imprenta se podía difundir todo, no solo la Biblia como defendía el propio Gutenberg en su marketing, sino también los discursos, los panfletos, las historias, el pensamiento extendiéndose y pululando entre las gentes y haciendo posible la aparición del hombre moderno y crítico , que defiende su opinión porque ahora tiene a su alcance las de todos los demás.

Los libros son ahora parte tan fundamental de nuestras vidas que estas no se pueden concebir sin ellos. Somos lo que somos gracias a los libros. Por eso, me gustó tanto que mis nietos pequeños -6 y 7 años- me dijeran hace unos días que iban a jugar al TEA. ¿Al TEA?, les dije. Julia me miró con la mirada condescendiente de los niños ante la ignorancia de los adultos: Pero, Aba, ¿es que no sabes qué es el TEA?. Claro que lo sabía, he ido a charlas y presentaciones de libros al Tenerife Espacio de las Artes, lo que no sabía es que ellos lo conocían. Sí, le dije, pero ¿cómo se juega a eso?.  Y ellos me explicaron (con la paciencia del que le explica a un tonto) que el TEA tiene una Biblioteca preciosa, que mamá les había prometido que un día los llevaría a leer allí y que, mientras tanto, ellos de vez en cuando jugaban al TEA. Y entonces, se aposentaron en su cama cada uno, tal cual el Escriba sentado, reunieron libros alrededor y ¡hala! a leer. Y ante mi asombro, estuvieron una hora en silencio leyendo. Ella se leyó 2 capítulos de "Harry Potter y la piedra filosofal" de J.K.Rowling, y él unos cuantos libros de Teo.

¿Entienden mi admiración por Gutenberg? Que haya puesto en nuestras manos un invento que incrementa la imaginación y el vocabulario, que nos hace más reflexivos y críticos, que haya hecho que florezcan por doquier bibliotecas y librerías, que haya propiciado descubrimientos, estudios, investigaciones, sueños... todo eso y mucho más es muy, muy importante. Pero que mis nietitos se estén una hora leyendo libros en silencio es un milagro que solo el genio más genial del mundo puede lograr ¿Cómo no se han levantado monumentos en cada esquina a este hombre?

lunes, 12 de julio de 2021

¡Viva la rutina!


Isla de La Palma vista desde La Gomera.

La palabra rutina viene de ruta, y es un diminutivo cariñoso que alude a que buscamos siempre un camino en la vida en el que nos encontremos cómodos entre lo conocido y lo previsible. La rutina nos da un colchón que nos protege de las turbulencias de esta existencia nuestra. En abril del año pasado, mientras pasábamos un confinamiento inesperado y repentino, leí dos artículos de mis admirados Javier Marías e Irene Vallejo precisamente sobre la rutina, y, más que verla repetitiva y aburrida, en ellos latía la añoranza de la bendita rutina, de los viejos tiempos en los que no te asustaban con un cambio de costumbres y vivías con el placer extraño de lo conocido. 

Javier Marías recordaba a Conrad y su rutina del barco (en "El espejo del mar") que salva a los marinos de pensamientos sombríos: saber lo que tiene que hacer cada uno en cada jornada, aunque siempre sea lo mismo. Irene Vallejo hablaba de Aquiles, que pudo elegir una vida común y ordinaria que sería devorada por el hambriento olvido o una muerte gloriosa en Troya. Eligió lo segundo y en "La Odisea" Ulises se lo encuentra en el reino de los muertos y le dice: Allá arriba todos honran tu memoria. Y Aquiles, envidiando el transcurrir rutinario de los días, contesta: Preferiría ser labrador en tierra ajena que ser el soberano de los muertos.

Nos gusta vivir en lo cotidiano, conociendo lo que podemos esperar de lo que nos rodea, las horas fijas, la tarea diaria. Y eso que toda la vida nos han vendido la aventura, los hechos que asombran, el milagro. Por ello tienen tanta fama las vacaciones con viajes a tierras desconocidas, de los que nos hemos visto privados estos dos años. Nos íbamos, decíamos, a airearnos, a la disrutina, si tal palabra existiera.

La semana pasada también yo me fui, No muy lejos, la verdad, que no está el horno para bollos. No publiqué el post acostumbrado de los lunes ni el de recuerdo de hace 4 años de los viernes, y durante 5 días hice otra vida en otra isla. Desconectar que le dicen. Pero, aunque lo pasé muy bien, descubrí que desde el primer día establecimos sin darnos cuenta otra nueva rutina: cada día, desayuno en la terraza mirando al mar, caminata de una hora más o menos, baño placentero en la playa cercana, comida en cualquier tasca del pueblo buscando siempre (y encontrando) camarones y pescado frescos, siesta leyendo un buen libro, paseo al atardecer con parada en el exterior de un bar para tomar un gintónic mientras el sol se pone... ¿Somos habitantes de la extrañeza, como nos llama Irene Vallejo, o adoradores de la rutina?.

Al final llegué a la conclusión de que en la vida es muy cómodo saber qué terreno pisas. Viva la rutina y todo eso. Pero que también en ese transcurrir diario es muy bueno detener la mirada y atrapar la sorpresa, lo insólito, lo que salpica de asombro y alegría el día a día. Un crepúsculo que hasta ahora no habías visto. La isla de enfrente asomando rotunda en el horizonte. Un encuentro agradable, un sabor no probado, una historia nueva.

Vivir consiste en una rutina extraordinaria.

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