martes, 20 de septiembre de 2022

Mi nevera me habla



No sé a ustedes pero a mí mi nevera me habla. Y no debe ser algo raro porque el otro día se lo conté a mis amigas y mi amiga Cae me dijo que a ella la suya también, que hace un sonido como si se estuviera tragando un rinoceronte. Aunque no sé neverés, el idioma de las neveras, deduzco que la suya debe ser una nevera macho, porque la mía es todo lo contrario, muy femenina ella. Su conversación es prolongada y finita allá al fondo, a veces casi un silbido, sobre todo por las noches cuando no puedo dormir y me voy a tomar una taza de tisana relajante junto a ella en la cocina.

Por un momento a veces pienso que me estoy volviendo majara, pero me consoló un artículo que le leí al recientemente fallecido Javier Marías allá por el año 2009 en el que decía que "tal vez no sea tan descabellado imaginar que los objetos inanimados tienen algo de vida". Él lo decía porque le encantaban las figuritas y en una tienda de antigüedades en Londres encontró y compró una estatuilla de bronce, "un señorín muy trajeado, con levita, chaleco, pechera almidonada y pajarita". A su lado había una bailarina algo cursi que él desdeñó. Pero a la vuelta a Madrid no pudo quitarse de la mente a la pobre bailarina, a la que imaginaba triste y sola, y, aunque se decía a sí mismo que "¿cómo puedo seguir siendo tan pipiolo y tan bobo a mis años?", no descansó hasta que llamó al anticuario para que se la mandara también.

¿Qué nos pasa con las cosas, que las sentimos tan cercanas como si fueran de la familia? Reunimos y reunimos y nos cuesta un montón desprendernos de ellas. Me pasa con los libros, que han colonizado toda mi casa (solamente en los baños no hay), con recuerdos de sitios o de personas (¿cómo voy a tirar una botella de cristal tallado llena de mistela que hizo mi madre antes de morir en el 96?), con las colecciones de buhitos (tan monos ellos y tan amigos) o de fotos o de marcadores... Sin contar las cosas que guardamos "por si acaso". Los "por si acaso" suelen ocupar la mayor parte de nuestros armarios. Ojalá pudiéramos hacer como el actor Michael Caine, que en marzo subastó un montón de cosas personales (cuadros, gafas, relojes, colección de autógrafos...) y encima se forró.

Creo que lo que nos pasa es que nos resistimos a que todo eso que forma parte de lo que somos acabe en la basura. Irene Vallejo habló hace unos meses del espigueo, esa antigua tradición que permitía a los niños y mujeres humildes recoger las espigas del trigo caído al suelo tras la cosecha, y lo une al ansia por no desaprovechar nada y darles a las cosas una segunda vida. Todo antes que caer en el despilfarro y su inevitable consecuencia: un montón de basura. Hay que hacer, pues, propósito de enmienda: liberarnos del dominio de las cosas, verlas como lo que son, tirar, ordenar, espigar.

Bueno, pues de todo esto hablamos mi nevera y yo en las noches de insomnio. Dormir no dormimos pero filosofamos un montón.


martes, 13 de septiembre de 2022

Y los pájaros gorjean...



Hay semanas en las que una se entrega al materialismo y hay otras, como esta última, en las que amanece con un concierto alborotado de pájaros, al mediodía el mar estalla en la orilla de la isla en paredes de espuma retumbante (las mareas del Pino, las llaman) y, por la noche, una luna llena ilumina el cielo llenándolo de paz. En semanas así, la poesía se cuela y se filtra por las rendijas de la vida diaria, al final rellenándolo todo y cambiándonos la mirada.

Empezó el domingo con un artículo de Jesús Ruiz Mantilla, titulado "El amor y el duelo en verso". en el que entrevista al poeta Luis García Montero que recorre en un poemario su vida y la de su mujer, Almudena Grandes, fallecida en noviembre. Y lo entiendes y lo sientes y lees: "Supongo que este modo de sentirse / definitivamente hundido / es una forma de estar enamorado / para empezar de nuevo / una vida distinta / con el amor de siempre".

Vuelvo a encontrarme con la poesía en unas declaraciones en Facebook del poeta José Miguel Junco Ezquerra, donde cuenta que repetía de pequeño los versos que recitaba en un disco de vinilo Andrés Eloy Blanco, un poeta venezolano y "aquel ritmo reiterado me atrapó de tal modo que me convenció de que aquella manera de expresarse era la correcta.". Y esto me llevó a recordar tardes de adolescente en las que leíamos a Bécquer y a Lorca y en las que mi amiga Cae y yo oíamos a Neruda loando a Fidel Castro y lo imitábamos con su voz profunda y su ritmo cadencioso: "Fidel, Fidel, los pueblos te agradecen / palabras en acción y hechos que cantan. / Por eso, desde lejos te he traído / una copa del vino de mi patria...".

El viernes tocó ir a la presentación de un libro, ¡de poemas, sí!, de mi alumna Laura Morgenthaler, (hoy profesora de Lingüística Hispánica en la Universidad de Bochum en Alemania),  titulado "La esfera intacta" (en la imagen inicial). Leo sus versos, libres, sensuales, llenos de una calidez cercana e íntima y me dejo llevar por ellos: "cuando tus dedos marquen los huecos de mis poros / y hayan caído las horas de la lejanía / y pasen los días y los días / sígueme hablando con tu voz de amanecer sin descubrir / dime canciones que lleven mi nombre / y pídeme otra vez que beba de tu melaza / que para entonces... / para entonces tal vez ya sepa / cómo es que se dejan abiertas las ventanas / cómo se baila un son de isla infinita y sin tristezas, / ese son azul-azul / tan radiante e hinchado, tan nuestro, ay amor, tan nuestro."

Y como si el universo conspirara a su favor, la poesía -lo que al final da sentido a la vida- se siente en el cielo limpio y en los días plácidos de septiembre y se cuela por las rendijas en la casa. Y hasta hay momentos en los que los niños, que han estado aquí antes de empezar las clases, han dejado de alborotar y han jugado a hacer poesías, oh, milagro. Claro que las del niño (7 años) son muy prosaicas, "No quiero accidentes, / lávense los dientes", pero las de la niña (9 años) habla de palomas que se van lejos y del amor.

Hay semanas así, poéticas, con un halo especial. Una vez Rosa Chacel le dijo a Lázaro Carreter que no es lo mismo piar que gorjear. Y nadie se lo discutió, porque el pájaro pía desde el nacimiento del pico y gorjea desde el fondo de su corazón. Esta semana los pájaros gorjearon.

lunes, 5 de septiembre de 2022

Paella cosmopolita



Los primeros cosmopolitas que conozco fueron los sofistas, aquellos filósofos (primeros colegas nuestros) que cobraban por dar clase, mientras los ciudadanos filósofos (que no tenían ninguna necesidad) los despreciaban por ello. Los llamaban metecos, extranjeros, pero ellos preferían ser cosmopolites, ciudadanos del mundo, no sujetos a ninguna ciudad ni país, ni a sus estrechos límites. Eran como si fueran una suerte de Julio Iglesias primitivo cuando cantaba aquello de "No soy de aquí ni soy de allá...".

A mí, qué quieren que les diga, me caen bien ese tipo de seres humanos que son antes personas que atenienses, griegos o laguneros. Y en ellos pensaba el otro día en el que, como algunos domingos, nos reunimos la familia para zamparnos en buena compañía una paella como Dios manda.

Ustedes dirán que qué tiene que ver una cosa con la otra, pero, si se fijan, ha habido un largo recorrido por el mundo hasta que llegamos a comer una paella. El arroz, por ejemplo, aunque en el paquete diga que es valenciano, nació en la cuenca del Yangtzé, en la lejana China hace 13500 años, y ha atravesado estepas, valles, rutas escondidas y peligrosas hasta llegar a nuestro plato. El pimiento vino de Bolivia y Perú aunque hoy viva en mi huerto, y la cebolla fue cultivada por los sumerios en el 6000 a.C., imagínense. Procede, pues, de Irán y Pakistán. ¿Y el tomate? Ese "astro de tierra, estrella repetida y fecunda", como la llama Neruda, fue cultivado por los aztecas en México y traído a través del mar por las naves de Colón. Los calamares son subsaharianos y los langostinos, de Ecuador. La sal es de La Graciosa y el caldo con que todo se guisa se hace con pescados frescos de los mares de la isla. Y al final, como cuenta Amor Towles en el interesante libro "Un caballero en Moscú", "todas esas impresiones las reúne, combina y realza el azafrán, esa esencia de sol veraniego que, cosechado en las montañas de Grecia y transportado a lomos de mula hasta Atenas, ha atravesado el Mediterráneo en una falúa". Y el Océano Atlántico hasta las islas, añado yo.

Así que, mira por dónde, sí que hemos cumplido en algo el ideal sofista, por lo menos en la mesa. No habremos superado las fronteras ni el ombliguismo, pero sí que nos sentimos ciudadanos del mundo cada vez que nos sentamos ante una buena paella -ingredientes sanos, fuego furibundo, tiempo de reposo- y pensamos en todos los avatares, sucesos, caminos y siglos que hemos necesitado para catarla. Porque luego está el momento supremo de probarla, masticarla lentamente y decirnos unos a otros lo rica que está. Y al final, tal vez se nos pegue algo y estemos digiriendo y asimilando parte del cosmopolitismo del arroz. Y es que uno, en el fondo, es lo que come.

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