lunes, 29 de abril de 2019

En la tierra de los tracios


(Santa Sofía ¿trasunto de Atenea?)

Cada vez estoy más convencida de que es de sabios huir del ruido y la furia. En estos tiempos preelectorales que hemos pasado, sobre todo si tienes las cosas claras, no hay nada como olvidarse del fragor de las tormentas y buscar la paz y la salud mental variando la rutina: menos soflamas y más relax. O, como hemos hecho unos cuantos la semana pasada (jubilados, eso sí), poner tierra por medio y hacer un viajito a Bulgaria, la tierra de los tracios, de Espartaco y de Orfeo, que está, como quien dice, a la vuelta de la esquina.

Y así, en lugar de fake news, de posverdades y de trolas, disfrutamos de una capital cuyo nombre, mira por dónde, significa "Sabiduría". Sofía, la capital búlgara, tiene, nos dice Minna, nuestra guía, el mismo lema que una mujer: "Crece pero no envejece". Y esa es la sensación que da, una ciudad joven y viva, que nos recibe en plena fiesta de Domingo de Ramos (una semana más tarde que el nuestro): coronas de hojas de sauce en la cabeza (aquí no hay olivos), pompas de jabón gigantes entre niños que corren tras ellas en el Parque del Teatro Nacional, pulseras rojas y blancas en los árboles para desear una feliz primavera, tulipanes y glicinias en plena floración. Y en medio de tanta vida, iglesias con tejados forrados de oro puro, grandes monumentos, y estatuas y museos llenos de historia y leyendas.

En lugar de peleas entre partidos (el "y tú más" y el insulto gratuito) y de la lucha por el poder, aprendemos de la paz del bellísimo Monasterio de Rila y de las enseñanzas de su fundador, San Juan de Rila, que despreciaba por inservibles los platos de oro que el rey le regalaba y se quedaba con las frutas que contenían. Aunque alguna vez tuvo hasta 400 monjes, hoy solo hay 30 y es una hospedería sin tele ni wifi, al pie de montañas nevadas que alimentan riachuelos y fuentes de agua limpia y fría.

En lugar de ver siempre las mismas caras de los mismos candidatos, visitamos pueblos con encanto, como Plodvid, con restos romanos y callejuelas empedradas y casas curiosas que crecen ensanchándose en cada piso; o como Nessebar y Sozopol, con paseos a las orillas del Mar Negro, la Vía Póntica, y bancos para sentarse y mirar lejos; o como Burgas, que tiene el sabor de lo antiguo.

En lugar de oír siempre lo mismo, descubrimos otras maneras de vivir y de pensar: el canto disonante de las abuelas búlgaras en las aldeas, el baile sobre brasas encendidas que no queman porque ahí están San Constantino y Santa Elena para protegerte; los ritos y artes mágicas conservados de todos los pueblos que han pasado por aquí; el convencimiento de que para borrar los pecados no hay nada como pasar en la iglesia por debajo de una mesa en viernes santo (los artríticos lo tenemos crudo)...

Y en lugar de rumiar noticias, ensanchamos el alma en sitios curiosos, como el Valle de las Rosas en Kazanlac, con campos enormes sembrados de rosa damascena, el oro líquido de Bulgaria (un litro de aceite de rosas vale más de 11.000 euros), con la que se hace de todo: caramelos, licores, mermelada, lociones, cremas, jabones, colonia...; o como Etaran, un parque a la orilla de un arroyo con casetas en donde los artesanos trabajan la madera, el cuero, el metal, el cristal; o como en Veliko Tarnovo, la antigua capital, la colina Tzarevetz, una fortaleza antigua como salida de un cuento medieval, rodeada por todas partes menos por una de un río y con su portón, su puente levadizo, sus campanas enormes en el camino, sus murallas y sus historias detrás (todos los reyes que la habitaron, menos uno, fueron envenenados).

Los búlgaros han sido un pueblo castigado por la historia. Por sus tierras, tan fértiles y bellas, han pasados los tracios, que no hacían otra cosa que pelear entre sí, los griegos, los romanos, los judíos, los turcos, los gitanos, los rusos... Han participado en guerras continuas desde siempre. Pero ahora están en paz, forman parte de esta Europa nuestra y han sabido construirse como nación, orgullosos de ese pasado y de sí mismos. Ellos, que tienen el nombre más antiguo, tienen también el oro trabajado más antiguo del mundo, inventaron el ordenador y el yogur y hacen una musaka, unos baklavas y un hojaldre (banitsa) riquísimos. Son serios pero tienen su punto de humor y hacen chistes acerca de sus propias particularidades (por ejemplo, de la de llevar la contraria al resto del mundo, meneando la cabeza hacia los lados para decir "sí" y de arriba a abajo para decir "no").

Una semana con ellos basta para conocer otro pueblo, con sus mitos y su historia, abrir la mente, relajarnos y llegar el domingo 28 de abril, con el espíritu limpio, a tiempo para meter la papeleta en la urna. Ycnéx! (¡Buena suerte! en búlgaro).


(Monasterio de Rila)


(Casa de Lamartine en Plodvid)



(Tracio enseñándonos la lengua. Museo de Nessebar)

El mar Negro

La Colina Tzarevetz en Veliko Tarnovo

(Mi agradecimiento a Minna, nuestra guía búlgara, que no sólo nos instruyó con paciencia, humor y abundancia sobre su pueblo sino que también nos enseñó a teñir huevos de pascua y a pasar bajo la mesa de viernes santo.
Y también a los que nos acompañaron, que son la sal que adereza un buen viaje)

lunes, 15 de abril de 2019

La comedia de las equivocaciones




Cada vez me convenzo más de que la vida consiste en equivocarse continuamente, como si estuviéramos en una interminable y shakesperiana comedia de las equivocaciones. Nos la pasamos metiendo la pata y tropezamos tantas veces con la misma piedra que ya hasta le cogemos cariño y la tratamos como de la familia. Somos unos patosos.

Y hay errores flojitos, de esos que luego contamos muertos de risa, como cuando mi amiga Milo se pasó cerca de un mes llamando Celedonio a un alumno para descubrir un día al pasar lista que "Celedonio" se llamaba en realidad Manuel (Peor lo hizo una amiga de mi hija con su novio Guadalberto, que cuando rompieron se enteró que se llamaba Juan Alberto). O como cuando aquella vez que a mí me pareció que en la ventana de una casa estaba una amiga mía y me puse a llamarla, "¡Carmencita! ¡Carmencita!", con todo el entusiasmo de mis 13 años, para darme cuenta después de que no era mi amiga ¿Qué hice? Seguí gritando "¡Carmencita!" calle abajo hasta que doblé la esquina ¡Antes muerta que abochornada!. Y también están todas las veces que me he colgado, más fresca que una manzana, del brazo de un señor creyendo que era mi marido...

Luego hay errores menos flojitos, que tienen consecuencias más largas. Cuando mi hija estaba en 1º de Bachillerato la profesora de Lengua les mando analizar la frase: "Pepito olió un perfume" y le preguntó a un chico: "¿Qué es "un perfume"?" y él contestó, en lugar de Complemento Directo, "una fragancia". Al pobre lo llamaron Fragancia todo el bachillerato. De hecho casi nadie recuerda su verdadero nombre. O también está el caso de aquella señora que en un viaje del Imserso se olvidó del marido y a la hora de la cena se puso a preguntar por él y terminaron encontrándolo encerrado en una iglesia que habían visitado esa tarde. Me da que, después, el hecho tiene que haber producido algunas fricciones en la pareja ¿no?

Y luego están los errores garrafales, los que te pueden cambiar la vida a peor y que son producto de la imperfección humana, los que ocurren cuando no se piensan con la cabeza las grandes decisiones personales y las colectivas. Hablando de estas últimas y ahora que el 28 de este mes vamos a tomar una, el columnista Enric González, hace un par de semanas en "El País" dijo, después de nombrar nuestras limitaciones: "... hay que confiar en que un montón de ciudadanos no muy listos, movidos por ideas erróneas y prejuicios absurdos, tomemos una decisión colectiva más o menos razonable".. Y es que los lapsus, despistes, olvidos, equivocaciones, meteduras de pata... son el pan nuestro de cada día. Y esto va "pa" peor, como siempre dice, tan optimista, mi amigo Melchor.

Pero que no cunda el pánico. Afortunadamente los seres humanos, recordando aquello de que somos animales racionales, usamos la cabeza de vez en cuando disminuyendo el caos. Y nos consolamos enseguida echando mano de latinajos -"Errare humanum est"- o del saber popular: "El que tiene boca se equivoca" o "Todo tiene solución menos la muerte". O de aquella maravillosa frase del final de "Con faldas y a lo loco": "Nadie es perfecto". Pero mi preferida es la que dice mi nieto pequeño, el de 4 años, cada vez que rompe un plato o arma una marimorena. Te mira muy serio y dice: "No pasa nada". Y es que tiene razón: muchas veces, metemos la pata, nos equivocamos y al final (más pronto o más tarde)... no pasa nada.

lunes, 8 de abril de 2019

Terapia churrigueresca para momentos malos




Elija un hermoso día lagunero. Puede ser de esos grises y encapotados o un día claro y despejado, pero, si es típico de La Laguna, será con frío y con el paraguas en el bolso por si acaso. La Laguna es La Laguna.

Vaya hasta la Plaza del Cristo que hasta hace pocos años era el límite entre la ciudad y la Vega lagunera. A ella se asoman el Asilo, la Iglesia del Cristo, la Recova, el antiguo Cuartel de Artillería... Después de haberla conocido a través de los años como una explanada de tierra rodeada de árboles con un templete en el centro, más tarde embaldosada y con una fuente, a veces con chorros y a veces seca, y más adelante, con una escultura-mamotreto herrumbrienta y de dudoso gusto, la Plaza luce ahora vacía de todo adorno. Pero sigue llena de vida.

Busque la churrería que está al lado del Mercado, siéntese en una mesa y pida chocolate y churros. Cuando se lo traigan, aspire profundamente y piérdase en el aroma del chocolate. Acerquen el tazón a los labios y recuerden la sensación que describe Roald Dahl en "Charlie y la fábrica de chocolate": ...A medida que el espeso chocolate caliente descendía por su garganta hasta su estómago vacío, su cuerpo entero, de la cabeza a los pies, empezó a vibrar de placer, y una sensación de extensa felicidad se extendió por él.
Ahora pruebe el primer churro, crunch, crunch, crujiente y sabroso ¿Cómo un alimento tan simple (harina, agua y un poco de sal) puede ser tan rico y nutritivo? Deberían hacerle un monumento al que lo inventó.

Entonces es el momento de dejar la mente en blanco y desparramar vista y oído alrededor.

Quizás ese día vea en un extremo de la plaza a un grupo de bailarines que saltan, dan vueltas y se mueven en una danza conjunta con todo el entusiasmo del mundo.

O puede ser que oiga a un ecuatoriano que toca una melodía dulcísima con la quena (¿Recuerda aquel villancico que decía: Cholito, toca y retoca, toca el tambor y la quena; cholito, toca y retoca, que esta noche es Nochebuena...?).

Sorbo de chocolate. Otro churro más.

Vea pasar a la gente, apresurada, yendo hacia el Cristo de La Laguna que, en su estoica quietud, acoge los ruegos de todos. Al Cristo de La Laguna mis penas le conté yo. Sus labios no se movieron y sin embargo me habló...

Oiga las conversaciones de los que van y vienen de la Recova, trayendo noticias junto con las bolsas de verduras del día, pescado fresco, quesos y papas. Tome el pulso al mundo.

Siga con calma tomándose un buchito de chocolate caliente y comiendo los mejores churros del mundo hasta que se terminen.

Cuando se vaya, pase por el puesto de flores y plantas. Compre una maceta de albahaca que perfume su cocina.

No se le quitarán las preocupaciones, pero se mitigan.

Y no repita mucho la terapia: el chocolate y los churros engordan.


lunes, 1 de abril de 2019

Voldemort




La historia del pensamiento está llena de seres humanos con cerebros de primera calidad que han expuesto ideas brillantes y teorías revolucionarias. Pero entre todos ellos, los más geniales son aquellos cuyas ideas no se quedaron encerradas en los libros de una biblioteca ni en tertulias de intelectuales, sino que, atrevidas, saltaron muros y llegaron a las calles y las gentes las adoptaron como propias, como si siempre hubieran estado ahí.

Fue genial Platón al hablar de las Grandes Ideas porque su eco se puede encontrar cuando el padre de un amigo mío le decía a su hijo (que le preguntaba el porqué de una prohibición): "¡Porque lo digo yo, que soy la Verdad, la Justicia y la Razón!".

Fue genial Aristóteles cuando habló de que la virtud está en el término medio. Como dice el pueblo, "ni tanto que queme al santo, ni tanto que no lo alumbre".

Fue genial Descartes al defender que el espíritu es superior a la materia, igual que en "La Bella y la bestia" se dice que la belleza está en el interior.

Fue genial Marx en su defensa de la igualdad. Mi hermana y yo, cuando clamábamos por que mi hermano hiciera también su cama lo mismo que la hacíamos nosotras, éramos de un rojo bolchevique marxista que asustaba.

Y seguimos a los geniales Darwin, Freud o Einstein cuando decimos en nuestro día a día que "la cosa parece que evoluciona", "lo hice inconscientemente" o "todo es relativo".

Por eso digo -aunque mis colegas me excomulguen- que J.K. Rowling, la creadora de la saga de Harry Potter, también pertenece a ese grupo de cabezas geniales: ella dio nombre a algo tan humano como el miedo a lo desconocido y lo llamó Voldemort. Voldemort es el malo remalo en los libros de Harry Potter, alguien tan temido que nadie se atreve a llamarlo por su nombre. Es El-que-no-debe-ser-nombrado. En el primer capítulo del primer libro, cuando todo el mundo cree que Voldemort ha muerto por fin, dicen: "¡Quien-usted-sabe finalmente se ha ido!". Me recuerdan a mi abuela que nunca nombraba la tuberculosis, el mal de su tiempo, sino que decía: "Murió de una mala enfermedad" (como si hubiera alguna buena). O a una parienta que tiene tanto miedo a la muerte  que ni nombra a mi madre sino como "la-que-tú-sabes" (Es como aquel que contaba que siempre pensó de chico que su abuela se llamaba Paz-descanse). Y ahora la influencia de Rowling hace que, cuando no queremos nombrar algo o a alguien que nos incomoda o que tememos, ya lo llamemos Voldemort.

Claro que Rowling, tan sabia, alerta frente a ello y nos presenta a dos personajes que sí lo nombran: el propio Harry y Dumbledore, el director de Hogwarts. Este desde el principio dice: "Estoy seguro de que una persona tan sensata como usted puede llamarlo por su nombre ¿verdad? Toda esa tontería de Quien-usted-sabe... Durante once años intenté persuadir a la gente para que lo llamara por su verdadero nombre, Voldemort. Todo se volverá muy confuso si seguimos diciendo "Quien-usted-sabe". Nunca he encontrado ningún motivo para temer pronunciar el nombre de Voldemort". Los personajes de las novelas, excepto esos dos, siguen sin embargo con "el-que-te-dije", "quien-tú-sabes" y cosas así. Es muy difícil desterrar los temores.

Si lo pensamos, llamándolo Voldemort  tampoco estamos nombrando a lo que tememos, pero es un primer paso frente al miedo. Y es increíblemente más estiloso llamarlo así que "eso", "aquello" o "una cosa mala". Rowling y las personas geniales sabían de qué hablaban.


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