miércoles, 28 de octubre de 2009

La teoría de la ciruela




Una de las ventajas de ser abuela es que puedes acompañar a tus nietos a ver todas las películas de dibujos animados que quieras sin que el intelectual de turno levante una ceja con aire displicente. En lugar de decir: “Mira tú ésta, tanto Nietzsche y tanto Schopenhauer y resulta que quien verdaderamente le gusta es Pinocho”, te miran con aire de “Paciencia y resignación, hija… Ser abuela es lo que tiene”. Así que tú, además de pasártelo de miedo viendo “Shrek” o “Ratatouille”, se te pone una cara de virtuosa muy edificante.

jueves, 22 de octubre de 2009

Trenes que se pierden




A estas alturas de la vida una ha perdido varios trenes.

Como ya dije, he perdido el tren de los idiomas. Estoy como el portugués, del que habló Moratín, que estaba admirado de ver que “en su tierna infancia, todos los niños de Francia, supiesen hablar francés”; y que concluía que “para hablar en gabacho un hidalgo en Portugal llega a viejo y lo habla mal y aquí lo parla un muchacho”. Ahora con la globalización, la tele, las clases y el turismo mi hija, ceceando, me dijo a los 2 años en Las Caletillas que si íbamos a la “zuiminpul” y mi nieto con 4 me dice que le alcance el creyón amarillo “yelou”. Nosotros, no. A nosotros nos enseñaban el francés ya talluditos, cuando la cabeza no procesaba ya lo que tenía que procesar. Así que, como el portugués, llegamos a viejos y lo hablamos más mal que bien.

En un viaje a Francia en el que pregunté a una taquillera del Metro por una conexión, la francesita, al verme el chapurreo, me contestó amablemente en español (los franceses, contra lo que se dice, son tan amables, o tan antipáticos, como los españoles) Mi marido (él también es de francés), que ya estaba loco con tanta conversación de alrededor y tanto anuncio de la megafonía, va y dice todo convencido, ya sentados en el Metro: “Pero mira, la verdad es que por lo menos a la taquillera del Metro le entendí todo”.

Otro tren perdido es el del topless. Como dice una amiga de mis tías: "Ay, si esa moda, gozosa y liberadora, hubiera existido cuando una estaba viento en popa a toda vela…" Muchas de mis amigas que lo practican dicen que nunca las han mirado tanto a los ojos como cuando se encuentran, por ejemplo, con un compañero de trabajo en Las Gaviotas. Pero, qué quieren que les diga, una ya no está para esos trotes. Y, después de todo, podemos consolarnos con que no tenemos necesidad -como en esa canción tan divertida de Javier Krahe- de rogarle a San Cucufato que nos devuelva el pudor o de preguntarle que “dónde está mi recato”.

Y el tercer tren perdido es el de la informática. Escribir un blog ha sido un primer paso pero confieso, ruborizada, que alguna vez he llamado a mi hijo para preguntarle cómo se ponía la arroba. Los términos banner, input, software o intranets me suenan a chino mandarín y hasta me da miedo tocar un botón por si se borra todo. Tengo una exalumna que me dijo el otro día que está haciendo una tesina sobre nosotros. Le dije: “¿Los jubilados?” y me contestó:”No, los analfabetos digitales del siglo XXI”.

Algunos amigos (casi) coetáneos míos son unos virgueros con el ordenador pero, cuando se ven apurados, no es como en los viejos tiempos en los que la sabiduría estaba depositada en los ancianos, cuanto más viejo, más sabio. No, ahora todos llaman a sus hijos para que les saquen las castañas del fuego. Y en esas estoy ahora, estudiando opciones y anotando cuidadosamente las instrucciones que mis amigos e hijos, los sabios, me dan. A ver si alguna vez les puedo poner más que sea una foto, un dibujo o una machangadita. Que ustedes lo vean.

(La foto la tomé en la estación de Bunyola en Mallorca, esperando al tren de madera que va hacia Sóller. Ese tren, por lo menos, no lo perdí)

jueves, 15 de octubre de 2009

Un toque de inmortalidad




Tengo un primo médico, no “médico pago” sino del Seguro, que, aparte de un excelente profesional, es un hombre cabal y bueno, con la consulta siempre llena porque sus pacientes saben que él les dedicará el tiempo y el cariño que haga falta. Hace poco, una de ellos, una viejita de 90 años, le hizo el mayor homenaje que él podía esperar. Le dijo: “Ay, doctor, si por algo temo morirme antes que usted es porque me voy a perder su entierro. Tendrá que ser algo impresionante”.
Yo, que odio los entierros, entiendo la fascinación que algunos sienten por ellos. Después de todo, forman también parte de la vida y son un hito en ella, igual que lo es un nacimiento o una boda. Pero tampoco hay que pasarse. Yendo una vez con mi madre (que era una persona simpática en el primitivo sentido de la palabra de “sufrir o sentir con el otro”), vimos, al pasar por la iglesia de San José, un entierro. Mi madre me dice: “Espera, que voy a ver quién se murió”. Se pone en la cola de los que están dando el pésame, da dos besos a una acongojada señora y aparece al rato llorando a lágrima viva. Alarmada, le pregunto: “Pero ¿quién se murió?” y me dice: “No sé”.
Hay personas que temen tanto a la muerte que ni siquiera nombran las enfermedades que pueden conducir a ella. En lugar de “cáncer” dicen “tiene una cosa mala”. Mi abuela, cuando conoció al que hoy es mi marido, arrugó la nariz y me dijo que, tan flaco que era, seguro que tenía “una mala enfermedad” (en sus tiempos la “mala enfermedad” era la tuberculosis) Ay, si lo viera ahora, tan hermoso y saludable él con 30 kilitos más…
Pero otras personas, como el sabio Epicuro, que vivió hace 25 siglos, dicen que no hay que temer a la muerte porque, cuando existimos, ella no existe y cuando ella está, somos nosotros los que no estamos. ¿Cómo temer a algo de lo que no nos vamos a enterar?
Ya Epicuro efectivamente no está, ni tampoco mi madre ni mi abuela: Pero, en cierta manera, siguen estando. En lo que hicieron y en lo que pensaron. En el recuerdo. Y esto les da, desde nuestra distancia, un toque de inmortalidad.  

(La foto fue tomada en enero de 2013 en el cementerio modernista de Lloret de Mar)

jueves, 8 de octubre de 2009

Cotillas por naturaleza




Aristóteles dijo hace una porrada de siglos que si hacemos ciencia y filosofía es porque somos curiosos por naturaleza. Y yo, cada vez que oigo por la radio a la Dirección General de Tráfico diciendo eso de “retenciones durante 50 kilómetros debido a la curiosidad de los conductores”, me acuerdo de Aristóteles.

Cuidado que somos cotillas. Todavía me sigue asombrando que haya tanta gente que deje de hacer sus cosas para plantarse a la puerta de una iglesia o de un hotel para ver entrar o salir al famoso de turno. Ojo, no digo que yo no lo haga. Mi amiga Lolina y yo una vez en la plaza del Obradoiro en Santiago nos fuimos pitadas a hablar y a hacernos una foto con Paco Nadal, un periodista de “Canal Viajar”, ante el bochorno de nuestros maridos que miraban al tendido con cara de decir “Yo a esa no la conozco de nada”. Yo también me asombro a veces de mí misma…

Pero en general lo que más me despierta la curiosidad es un buen enigma. En un verano en el que se habló mucho (las modas también van por temas) de abducciones, ya saben, eso de que te secuestren unos extraterrestres, te hagan un chequeo y tú ni te enteres, una amiga de mi hermana nos contó que unos parientes suyos, yendo en coche hacia Sevilla, pasaron durante bastante rato por una zona de muchísima niebla y, al salir de ella y no reconocer el lugar, preguntaron que dónde estaban. Les contestaron que a 25 kilómetros de Santiago de Chile. No me digan que el asunto no suscita una buena dosis de curiosidad y preguntas.Luego el tema de las abducciones pasó de moda (igual fue Iberia quién se las cargó) y no se habló más de ello. Pero mi hermana, por si acaso, siempre lleva el pasaporte y un bañador en el coche por si en una de esas nieblas aparece, por ejemplo, en Copacabana.

Quitando a los culichiches, que es como en mi tierra se llama al cotilla con mala uva, creo que una sana e indagadora curiosidad es lo que hace que seamos humanos. Cuando el pasado lunes fui a contarles un cuento a los niños de la clase de mi nieto en su Semana del Protagonista (ver “Trucos del oficio” ), antes de empezar ya se lanzaron, sin cortarse un pelo, a preguntar: ¿Qué cuento vas a contar? ¿De qué es esa careta? ¿Y esos papeles? ¿Para qué sirve esa cosa (un cilindro hueco con una membrana para hacer ruido)? ¿Trajiste bizcocho? ¿Cuándo comemos? También es verdad que uno preguntó: “¿Puedo hacer caca?”, y otro, que hubiera jurado que era el pitufo gruñón, dijo: “A mí no me gustan los bizcochos”.

Y, mientras contábamos un cuento sobre un dragón pastelero y un rey que hacía unos dulces sabrosísimos, miraba sus ojos brillantes y abiertos de par en par, sus orejas expectantes, 4 añitos de pura curiosidad, y me dije que estaba ante la cantera de los futuros filósofos y científicos. Y pensé que Aristóteles podía descansar tranquilo. 

jueves, 1 de octubre de 2009

Diccionario mamá-español




Los jubilados nos dividimos en varios tipos, según los chistes que circulan por ahí. Están “los agentes de bolsa” a los que, con la excusa de “ahora que tienes tiempo”, hijos y allegados tienen de acá para allá con la bolsa, ora a la Recova, ora al supermercado.

Están “los banqueros”, aquellos que adornan los bancos de los parques y plazas pero que en mis tiempos juveniles estaban en la entrada de todos los pueblos en un poyo que yo creo que hacían ex profeso para ellos, desde el que no se perdían nada de lo que pasaba.

Están “los bellos durmientes” también. Yo tengo un primo que, cuando trabajaba, se acostaba temprano pero le daban las mil y una vueltas sin dormir y oyendo “Hablar por hablar”. Ahora, desde que se jubiló, se pega unas siestas de 3 horas, se toma un cafecito en la cena y luego, como un tronco, hasta las 10 de la mañana roncando.

Y después están los que, como yo, nos dedicamos a “la investigación”, es decir, nos pasamos el día investigando dónde he puesto las gafas o dónde dejé las llaves. Al final, la cosa trasciende y se transforma en investigación filosófica: ¿De dónde vengo? ¿A dónde voy? ¿Qué demonios hago en la despensa con un destornillador en la mano?

La verdad es que arrastro un despiste crónico desde hace años que con la jubilación se ha agudizado. El caos mental se convierte en caos lingüístico, de tal manera que mi hija, en un amigo invisible de esos en el que todos sabemos quién es quién, me regaló un diccionario mamá-español del que les pongo una muestra:

Aquello: objeto desconocido situado en un plano más o menos lejano. Suele aparecer en la frase “Alcánzame aquello”. Se descarta la posibilidad de que se trate de las gafas, que estarían englobadas dentro de la categoría de “las estas”.

Aquello de allí: los contornos del objeto se acentúan por la existencia del adverbio de lugar. “Allí” puede traducirse como cualquier lugar situado en una zona de 20 pasos a la redonda.

Aquello de allá, aquello de arriba, aquello de abajo: modificaciones topográficas del ya mencionado “aquello de allí”.

Aquella cosa: última expresión de la familia de “los aquellos” que, a pesar de su pasmosa claridad, ha caído en desuso por esos caprichos que tiene la lengua.

Esto: Objeto situado en un plano más cercano, cuyo género viene siempre indicado por un artículo:
Los estos: los prismáticos, los zapatos, los cubiertos, dependiendo del contexto.
Las estas: Frecuentemente, las gafas. En menor medida, las zapatillas.
La esta: la manta, la llave.
El este: el azúcar, el cuaderno.
La esa: viene a ser un sinónimo de “la esta”, sólo que, en este caso, hay que ir a buscarlo arriba.

(Para Pepi, que ama los diccionarios, y para Ana, que los hace)
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