Compréndannos. No es que estemos en contra del toque de queda, no. Sabemos que ahora no es cuestión de francachelas toda la noche, como en esas noticias que nos llegan, por ejemplo de Lanzarote, en donde encontraron a un grupo de fiesta a altas horas y en medio de todos a un juez bailando.
No, nosotros, los de mi generación, somos gente seria y responsable y, si nos dicen que nos encerremos a las 10 en casa, nos encerramos y santas pascuas. Pero entiendan que, como a las jubiladas del estupendo dibujo inicial (lástima no saber el autor), nos repatee la cosa. Primero, porque nunca nos había pasado. El toque de queda nos sonaba a las películas de las guerras mundiales en donde tenían que apagar luces y correr cortinas ante el enemigo exterior. Segundo, porque nosotras (sobre todo las mujeres) mientras éramos solteras, tuvimos que padecer nuestro particular toque de queda. ¡¡¡A las nueve en casa!!!, nos decían. ¡Cuántas carreras me pegué por esa calle San Martín para arriba porque llegaba 10 minutos tarde! Hasta cuando estuve en el Colegio Mayor en Madrid (de los 19 a los 22 años) nos hacían entrar a las 10 de la noche. La puerta estaba cerrada a cal y canto si llegábamos tarde, y entonces, después de llamar y llamar, nos abría (y peleaba) el portero de noche, un señor que se llamaba Don Restituto (y al que nosotras por detrás llamábamos Don Prostituto, o Don Prosti, por ese empleo nocturno). Estoy segura de que muchas se casaron, simplemente para poder llegar a su casa cuando quisieran y escapar de una vez del dichoso toque de queda.
Y mira por dónde, después de viejas, los jóvenes nos lo imponen ahora. Manda castaña. Y ahí nos ven, sin poder ir a nuestras cenas de los viernes por la noche (más de 30 años haciéndolo), porque, si vamos a las 8, a las 9 y cuarto ya nos están echando porque los del restaurante tienen que limpiar, recoger y cerrar antes de las 10. Y claro, no es cuestión de atragantarse con las croquetas ni de quemarse con el plato caliente. Y ni hablar de chupitos y largas conversaciones de sobremesa. Atrás quedan las celebraciones de cumpleaños y de otros eventos en los que estábamos hasta la madrugada cantando boleros y rancheras; atrás, las cenas reposadas alrededor de un pescadito o un buen filete saboreando un vino, mientras alegamos; o las poscenas, en las que, en casa o en casa de los amigos, tomábamos la última copa después de repasar todas las noticias de la semana... Sí, ahora nos vemos alguna vez al mediodía, pero no es lo mismo. A los de mi generación nos llama la noche.
Así que entiéndannos. Rogamos por que la gente sea tan obediente como nosotros, por que nos vacunen de una vez y por que todo esto termine. Porque no nos gustan términos como restricciones o toque de queda. El único toque de queda que me gusta lo puso el artista que cada semana hace el cartel de la autopista del norte. Cuando pasé por allí el jueves pasado, decía: Toque de quédate conmigo. Mucho mejor y más romántico, dónde va a parar.