lunes, 22 de febrero de 2021

Toque de queda



Compréndannos. No es que estemos en contra del toque de queda, no. Sabemos que ahora no es cuestión de francachelas toda la noche, como en esas noticias que nos llegan, por ejemplo de Lanzarote, en donde encontraron a un grupo de fiesta a altas horas y en medio de todos a un juez bailando.

No, nosotros, los de mi generación, somos gente seria y responsable y, si nos dicen que nos encerremos a las 10 en casa, nos encerramos y santas pascuas. Pero entiendan que, como a las jubiladas del estupendo dibujo inicial (lástima no saber el autor), nos repatee la cosa. Primero, porque nunca nos había pasado. El toque de queda nos sonaba a las películas de las guerras mundiales en donde tenían que apagar luces y correr cortinas ante el enemigo exterior. Segundo, porque nosotras (sobre todo las mujeres) mientras éramos solteras, tuvimos que padecer nuestro particular toque de queda. ¡¡¡A las nueve en casa!!!, nos decían. ¡Cuántas carreras me pegué por esa calle San Martín para arriba porque llegaba 10 minutos tarde! Hasta cuando estuve en el Colegio Mayor en Madrid (de los 19 a los 22 años) nos hacían entrar a las 10 de la noche. La puerta estaba cerrada a cal y canto si llegábamos tarde, y entonces, después de llamar y llamar, nos abría (y peleaba) el portero de noche, un señor que se llamaba Don Restituto (y al que nosotras por detrás llamábamos Don Prostituto, o Don Prosti, por ese empleo nocturno). Estoy segura de que muchas se casaron, simplemente para poder llegar a su casa cuando quisieran y escapar de una vez del dichoso toque de queda.

Y mira por dónde, después de viejas, los jóvenes nos lo imponen ahora. Manda castaña.  Y ahí nos ven, sin poder ir a nuestras cenas de los viernes por la noche (más de 30 años haciéndolo), porque, si vamos a las 8, a las 9 y cuarto ya nos están echando porque los del restaurante tienen que limpiar, recoger y cerrar antes de las 10. Y claro, no es cuestión de atragantarse con las croquetas ni de quemarse con el plato caliente. Y ni hablar de chupitos y largas conversaciones de sobremesa. Atrás quedan las celebraciones de cumpleaños y de otros eventos en los que estábamos hasta la madrugada cantando boleros y rancheras; atrás, las cenas reposadas alrededor de un pescadito o un buen filete saboreando un vino, mientras alegamos; o las poscenas, en las que, en casa o en casa de los amigos, tomábamos la última copa después de repasar todas las noticias de la semana... Sí, ahora nos vemos alguna vez al mediodía, pero no es lo mismo. A los de mi generación nos llama la noche.

Así que entiéndannos. Rogamos por que la gente sea tan obediente como nosotros, por que nos vacunen de una vez y por que todo esto termine. Porque no nos gustan términos como restricciones o toque de queda. El único toque de queda que me gusta lo puso el artista que cada semana hace el cartel de la autopista del norte. Cuando pasé por allí el jueves pasado, decía: Toque de quédate conmigo. Mucho mejor y más romántico, dónde va a parar.




lunes, 15 de febrero de 2021

Este sol de la infancia



Se ha hablado mucho de este verso que encontraron en el bolsillo de la chaqueta de Antonio Machado después de morir: Estos días azules y este sol de la infancia... Siempre me ha gustado imaginármelo: se ha visto perseguido por pensar distinto al bando ganador de la guerra, ha tenido que huir de su casa y de su país, está enfermo y su madre, que lo acompaña, también. Pasa la frontera entre penurias y llega a Colliure donde morirá poco después. Y, sin embargo, su pensamiento va hacia los días felices de su infancia, tal vez a los recuerdos de un patio de Sevilla y un huerto claro donde madura el limonero.

Del sol de la infancia habló también Albert Camus cuando dijo que el sol que reinó sobre mi infancia me privó de todo resentimiento. Detrás de una persona amable hay una niñez feliz.

Y de soles de la infancia, de esos recuerdos luminosos de los niños, hablamos esta semana, mientras comíamos una morena frita y un pescadito, con nuestros amigos austriacos, Suzana y Walter. Walter nació en Viena en plena guerra mundial (año 1943). Sus padres se habían casado (19 y 18 años) cuando a él lo movilizaron recién acabado el bachillerato. Lo mataron enseguida en Stalingrado. Entonces su madre, para huir de las bombas  que destruían la hermosa ciudad de Viena, huyó a Baviera a trabajar en el campo para que su hijo se criara en una cierta paz. El más impactante y temprano recuerdo de Walter fue del año 45 cuando entraron los aliados. Él, un niño de 2 años, estaba viendo, medio asustado con un caballito de madera a su lado, la llegada de los enormes tanques. Entonces un tanque destrozó el caballito y él se echó a llorar. El tanque paró y de él se bajó un militar americano negro - un hombre de unos 20 metros de altura y el primer negro que yo veía, cuenta Walter- que se agachó ante él, le sonrió con todos los dientes, le habló amablemente y le dio chicles (tampoco sabía lo que era eso) y chocolatinas. Y ya no tuvo miedo. Más adelante Walter y su madre volvieron -a una Viena dividida en cuatro zonas hasta el año 55- y él recuerda jugar en los parques, pasar de una zona a otra sin problemas, recibir chucherías de los americanos y de los rusos (pero no de ingleses y franceses, que eran unos antipáticos) y vivir a pesar de todo una infancia feliz que, como a Camus, lo han hecho el hombre generoso y agradable que es.

Por eso, ahora que estamos pasando también una época mala (aunque nada que ver con una guerra) y que muchos ya llaman a los niños de ahora "los niños del covid" y los vemos pasar hasta 6 horas diarias en los colegios con la mascarilla puesta, es reconfortante ver que siguen disfrutando como niños. Me encantó ver a mis nietitos, por ejemplo, el viernes (día en que en otras circunstancias hubieran empezado los carnavales) con una peluca y una gran sonrisa, celebrando la alegría de vivir.

Preservemos a los niños, que es lo mejor que tenemos. Que sigan disfrutando de los juegos, de las fiestas, de los paseos, de la imaginación, del cariño de los seres cercanos. Y que, para que nunca sean adultos resentidos y refunfuñones, siga siempre brillando para ellos el sol de la infancia.

lunes, 8 de febrero de 2021

Una llamada al orden



Yo, que soy una persona ordenada dentro de lo que cabe (sigo teniendo las especias en la cocina por orden alfabético), estoy acostumbrada a vivir, sin embargo, en un cómodo desorden que encuentro acogedor. Los libros, por ejemplo, han ido colonizando todas las habitaciones de mi casa, excepto los dos baños y el cuarto de lavar. Eso sí, están ordenados por materias y, dentro de ellas, por orden alfabético también, que no se diga. Tengo en el cuarto de estudio tongas de revistas de "El País Semanal" que no me ha dado tiempo de leer -¿cómo las voy a tirar sin hacerlo?- y un montón de artículos sin clasificar. A veces encuentro cajas cuyo contenido me asombra ¿No debería haber hecho desaparecer hace tiempo los apuntes de Filosofía de la Naturaleza de la carrera (año 67), o una selección de textos, De divisione  naturae, de Juan Escoto Erígena (Filosofía Medieval, año 68), o un examen de Crítica (año 70) sobre la gnoseología de Aristóteles? Pero, como dije, tampoco es que la cosa me quite el sueño. He vivido mucho y, como consecuencia, tengo muchos arretrancos ¿Y qué?

Pero el caso es que últimamente me estoy poniendo nerviosa porque oigo voces por todos lados que, valga la redundancia, me ordenan que ordene, y todas conspiran para, minando mis defensas, sacarme de mi indolente zona de confort.

Conspira la voz de Marie Kondo, la japonesa que se ha hecho millonaria dando consejos para tener la casa tan ordenadita que, cuando se entra en ella, la quieres tanto que hay que darle hasta besos. Para lograr ese orden, nos dice que lo primero es tirar todo lo que no hayas usado en un año, no necesites o no te haga feliz (el texto de Escoto Erígena, por ejemplo).

Conspira la voz de mis amigas, que han aprovechado los confinamientos de la pandemia para, en lugar de dedicarse al dolce far niente (en italiano suena mejor que "no dar ni golpe") como hice yo, asearon, tiraron, ordenaron y dejaron la casa con cada cosa en su sitio, lista para la revisión de las tropas. Así no se puede: una se acompleja y ya no puede invitarlas a una casa rebujada, cómo va a ser eso.

Conspira la voz de mi conciencia, que me dice que ya tengo una edad y que debería de ir ordenando para no dejarles a mis hijos el batiburrillo que dejó mi madre hace 25 años. Un año entero estuvimos mi hermana y yo tirando cosas. Bueno, algunas me las traje a mi batiburrillo personal (y todavía están aquí).

Incluso hasta IKEA conspira. Cuando pasé por allí el otro día, un cartelón enorme me advertía, como si fuera la trompeta del Juicio Final: "Un nuevo YO más organizado".

Así que me rendí y claudiqué ante el universo que me insta a que "¡Ordena, ordena, ordena!" sea mi mantra a partir de ahora. Pero ¿saben qué? Ahora tengo otro problema, porque me siento como aquel hijo del sultán al que su padre, por su cumpleaños de la mayoría de edad, le regaló un harén entero, y él, ante tanta abundancia, dijo: "Sé lo que tengo que hacer, pero no sé por dónde empezar".

lunes, 1 de febrero de 2021

Pingüinadas


Parte del "Mural del invierno" hecho por mi nuera Myriam para su clase de 3 años.

- ¿De qué vas a escribir la semana que viene? - me pregunta Eva, mi nieta mayor, cuando fui a su casa el martes pasado.

- No lo sé. - Y es verdad, generalmente escribo estos rollitos en el fin de semana anterior y, a veces, hasta el mismo lunes.

- Pues escribe de pingüinos.

- ¿De pingüinos? ¿Y por qué de pingüinos? - Eva tiene puntos de vista originales, como corresponde a una estudiante de 2º de Bachillerato Artístico, pero ¿pingüinos?

- Me encantan los pingüinos - dice-. ¿Sabías que en la época de celo el pingüino busca por toda la playa la piedra más bonita para ofrecérsela a la pingüina? La defiende con uñas y dientes (es un decir) de los que se la quieran arrebatar y, después, a la hora de la verdad, la pone a los pies de ella y espera a ver qué hace. Si ella acepta la piedra, que va a formar parte del nido (algo así como la primera piedra de su casa), nunca más se separarán.

No lo sabía. Y por eso, porque a Eva le encantan y por esa petición de mano tan distinta y en el fondo tan parecida a la nuestra, decido hacerle caso. Hoy vamos a hablar de pingüinos.

Los pingüinos son monógamos y extremadamente fieles. Lo cual no quiere decir que estén siempre juntos, no. Pero cada año regresan al mismo lugar y se encuentran. Mi hijo, que vio una reunión de pingüinos en Argentina, me dijo que eran cientos y cientos gritando todos a la vez. Imagínense un estadio enorme emitiendo gritos durante horas. Pero en ese guirigay él reconoce el canto de la pingüina y de sus hijos y ella el de él. A ese instante mágico del reencuentro en medio del ruido lo llaman "la canción del corazón".

Pero lo que más me llama la atención es que no nos tienen miedo o respeto, como les pasa a otros animales. Más bien nos ven como parientes, como si fuéramos otra especie de pingüinos, raros eso sí, pero de la familia: andamos sobre dos patas y nuestros niños se contonean como ellos, nos movemos en grupos y a veces a toda carrera como si tuviéramos cosas muy importantes qué hacer, hablamos todo el tiempo e incluso, como ellos, tenemos guarderías para los pequeños. Las de ellos consisten en poner a todos los pingüinitos juntos para darse calor.

Si al final resulta que también somos pingüinos, si nos comparamos con ellos, la verdad es que somos más torpes. No tenemos la agilidad, belleza, gracia y aguante de sus nadadas bajo el agua; nuestras relaciones son más complicadas;  no sabríamos reconocer el canto del ser amado en medio del rebumbio ni que nos pusieran altavoces; nuestra fidelidad no está hecha a prueba de pingüinos casquivanos; y, sobre todo, no sabríamos encontrar la piedra más bonita de toda la playa para ponerla a los pies del amado o la amada y preguntarle con ello: "¿Quieres casarte conmigo?". Pingüinos de morondanga, eso es lo que somos.

google-site-verification: google27490d9e5d7a33cd.html