martes, 27 de abril de 2010

Los cuatro elementos




Empédocles, que tenía nombre de cura palmero (¡Don Empédocles, la bendición!), en realidad fue un filósofo griego que vivió hace 26 siglos. Y si él pudiera desde los celajes echar un vistazo a nuestro planeta y sus catástrofes naturales en este primer cuatrimestre del año 2010, creo que le daría un alegrón ver que tenía razón: realmente los que mandan en la Tierra, la última explicación a todo, son los cuatro elementos, el agua, la tierra, el aire y el fuego. Los vería triunfar por todas partes, ante las atónitas miradas de los hombres que, viviendo de espaldas a la naturaleza, creen, ingenuos, que son el rey del mambo.

El agua ha hecho sentir su presencia sonora, cayendo del cielo sobre nuestras cabezas, como en un cómic de Astérix, desbordando ríos e inundando campos y casas.

La tierra ha temblado demostrando su fuerza, indiferente al dolor y a la pérdida, en lugares tan distantes entre sí como Haití, Chile y China.

El aire ha aullado arruinando cosechas y encrespando los mares.

Y el fuego se afirma, acechando siempre ahí, aunque no queramos saberlo, presto a surgir por alguna boca volcánica de impronunciable nombre islandés, provocando el caos.

Son como dioses antiguos, les cuento a mis nietos, van a lo suyo y ni se fijan en los humanos-hormiguitas, frágiles y asustados.

“¿Y no pueden ser amigos nuestros?”, me preguntan ellos.

Bueno, les digo, a veces nos hacen un guiño cómplice, un cariñito, una sonrisa.

Hemos chapoteado en febrero ¿se acuerdan? con botas de agua en los charcos de lluvia. Y ahora que viene el buen tiempo, jugamos con las olas en el agua clara del mar.

Este mes hemos traído verduras para sembrar en la huerta: lechugas, berenjenas, pimientos, puerros, tomates, judías, cilantro, albahaca… Y la tierra, generosa, las ha hecho crecer.

El aire, limpio tras la lluvia, nos despeina, nos refresca, nos ensancha el alma.

Y el fuego de la chimenea o de las velas en la mesa nos acompañó en las tardes frías, acogedor, dulce y cercano.

¿Ven? Toda la naturaleza es como Shrek: un ogro que a veces pone una cara amable.

Pero nunca, nunca, se fíen completamente ni de los dioses ni de los ogros.

Porque en el momento menos pensado, van y te sueltan un bufido. 

martes, 20 de abril de 2010

No sin mi móvil




Uno de los inventos que más nos ha tranquilizado a los padres, sobre todo cuando los hijos son adolescentes, es el teléfono móvil. Ahí es nada, tenerlos más o menos controlados. Porque está muy bien eso de que a los hijos hay que darles raíces y alas, pero nadie nos quita la preocupación por dónde estarán volando.

En el año 2009 se vendieron 1.200 millones de teléfonos móviles en todo el mundo, prueba de su enorme utilidad. En la calle, en la carretera, en otros países, localizamos y nos localizan. Cuando necesitamos algo o nos apetece hablar en un momento determinado, un suponer, con Pernambuco, el móvil está ahí, amigo y servidor fiel. Hace poco mi ahijada me llamó desde Dubai para decirme que se casaba. Yo nunca había recibido una llamada de Dubai y probablemente nunca más la recibiré pero, como dicen mis nietos, ¿a que mola? El mundo entero ya está a nuestro alcance. Hay un cuento del genial Juan José Millás en el que a un difunto lo entierran con su móvil, su objeto más querido. El narrador-espectador no puede resistirse a llamarlo esa noche pero, cuando oye que descuelgan, cuelga. No quiere, al final, hablar con el Infierno.

Las nuevas generaciones no conciben la vida sin móvil. El nieto de una amiga mía, cuando ella le decía que en nuestros tiempos mozos no existía la tele, le dijo con los ojos muy abiertos (probablemente pensando que de qué tiempos antidiluvianos salieron estas abuelas): “Pero móvil, sí ¿verdad?”. Incluso la palabra “móvil” ya casi no designa otra cosa que este aparato pequeño y manejable. A mi amiga Marian, que es profesora de Literatura, cuando preguntó en clase que qué móviles tenía tal personaje para hacer tal cosa, le respondieron: “Pero, profe, ¿cómo voy a saber yo los números de todo el mundo?”.

Y poco a poco este artefacto seductor, que nos facilita la vida, va sutilmente tornándose una parte de nosotros, una prolongación de la mano, un apéndice más, imprescindible e irrenunciable. No pensamos que está loco el que habla solo por la calle. Todo lo contrario, el bicho raro es el que no tiene móvil. Incluso a mi marido, que se resistió como un jabato, no le quedó más remedio, cuando empezamos con obras, que comprarse uno porque nunca se sabía el momento en que el contratista te llamaba para pedirte instrucciones o aclaraciones (o dinero).

Cuando salimos de casa y, por un olvido imperdonable, nos lo dejamos atrás, nos entra como una penita por dentro, tal como si nos faltara una pierna. Hay gente incluso que siente que vibra en el bolso aunque no lo tenga. ¿Nos estará el móvil volviendo paranoicos? ¿Se estará transformando de servidor en amo y señor, como el reloj de aquel otro cuento de Cortázar que terminaba diciendo que éramos nosotros los regalados en el cumpleaños del reloj? El otro día oí por la radio que el 47% de las personas usa el móvil para ligar ¿Y si se nos olvida ligar de verdad, con palabras pero también con miradas, guiños, un toquecito por aquí y otro por allá, es decir, ligar en persona?

Tal vez sería bueno para nuestra salud mental y nuestra independencia personal probar a ver si somos capaces de estar una semana sin móvil. Bueno, o un fin de semana. O un día.

O tal vez esta fiebre pasará y los nietos de mis nietos usarán el rándel. ¿Que qué es? Ah, no sé, pero seguro que no podrán concebir la vida sin él.

(Para mi hijo Dani, que inventó la palabra “rándel” y al que gracias al móvil tengo más o menos localizado) 

martes, 13 de abril de 2010

De belingo nos vamos al monte en pirata...




Esta canción, que nombra a los coches piratas, era una de las obligadas en las excursiones del colegio, junto con “Vamos a contar mentiras” y “Conductor, conductor, acelere”. También los piratas aparecen en una copla de la picaresca canaria que dice: “Mariquilla se fue al monte / en una guagua perrera / y yo que me fui en pirata / le cogí la delantera”.

Todos los de mi generación conocimos los coches piratas. Los piratas eran vehículos grandes, de nueve pasajeros o más, que cubrían rutas paralelas a las de las guaguas, por lo que se les hacía un marcaje feroz. Pero para nosotros, los niños de entonces, eran una gozada.

En mi casa los usábamos sobre todo para ir a casa de mis tíos en Los Realejos, donde pasábamos parte del verano. Y nuestro coche pirata preferido era el coche de Dámaso.

Dámaso era un hombre grande con una sonrisa de oreja a oreja, siempre de buen humor, que, nada más subir al coche, nos decía: “Haga frío o calor, el coche de Dámaso es el mejor” o “En invierno y en verano, el coche de Dámaso llega temprano”. Y, con grandes risotadas, terminaba diciendo: “¿Por qué? ¡Porque tiene dos motores!” y hacía un cambio de marchas escandaloso para demostrárnoslo. Y entre chistes, anécdotas, cuentos y la parada obligatoria a medio camino para tomar un cafecito, el viaje, que duraba sus buenas dos horas, se convertía en una fiesta, incluyendo “el tobogán” del badén del Puerto de la Cruz en el que el coche parecía volar.

Cuando llegábamos a la altura de la Cuesta de la Villa, desde aquella vista en la que hasta Humboldt se quedó con la boca abierta ante tanta belleza, Dámaso me contaba el cuento de la princesa que pedía la Luna, y ésta, al traerla remolcada por un avión, se cayó y se partió en mil pedazos sobre el valle de La Orotava. “¿Ves?” –me decía, señalando los más de cien estanques que entonces salpicaban todo el valle- “¡Trozos de Luna!”.

Con el coche de Dámaso fuimos también por primera vez al Teide, cuando yo tenía 7 años. Tengo una foto suya en medio de la nieve sosteniendo un bloque de hielo y rodeado de todos los niños, que lo seguíamos como moscas tras la miel.

Años más tarde los coches piratas desaparecieron, supongo que presionados por las compañías de guaguas y por la ley. Y también Dámaso murió. Pero hoy quiero hacerle mi pequeño homenaje a un hombre bueno, que conducía un pirata y contaba a una niña cuentos de princesas. Y quiero pensar que, en su memoria, siguen brillando (cada vez menos, eso sí) en el valle de La Orotava los restos rotos de la Luna. 

(La imagen es una postal coloreada de principios del siglo XX donde se ve la carretera que recorríamos a la altura de Las Dehesas en el Realejo Alto. Fue publicada en "Fotos antiguas de Tenerife" por Graciela Mendaro Berdoy)

martes, 6 de abril de 2010

Dialecto swahili




La lejanía ha hecho que muchas palabras del rico idioma castellano se hayan conservado en nuestras islas más tiempo que en la península. Por eso, para los foráneos muchas veces parece que los canarios hablamos en swahili. Un amigo de mi hijo siempre dice que, si quieres ver a un peninsular descolocado, sólo tienes que decirle: “Tengo un machango petudo y canelo guardado en la gaveta”.

La palabra machango (y su derivado machangada) me lleva a la clase de dibujo de mis 15 años. El profesor era Don Alonso Reyes, el escultor que hizo las estatuas de la Plaza de España de Santa Cruz. En un momento de la clase le solté: “Ay, Don Alonso, no me está saliendo bien esta machanga”. Yo creí que le daba un patatús. Colorado y con los ojos a punto de salírsele de las órbitas, me repetía gritando: “¡¡Es un busto, un busto!!”. Y, a pesar de que el busto-machanga me quedó bastante apañadito, me bajó 3 puntos por tamaña blasfemia.

Petudo me recuerda a uno de los chistes preferidos de mi amigo Daniel. En la puerta de un médico, un cartel que dice: “Se arreglan petudos”. Ante la puerta una cola de ellos. Sale el médico y dice: “Que pase el primero”. Pasa, se cierra la puerta y se oye: “¡¡Catacrooook!!”. Vuelve a salir el médico y dice: “Que pase el segundo” “¿Y el primero?” “Se me rompió”. Políticamente incorrecto e incomprensible para muchos de fuera. Los de aquí nos reímos por como lo cuenta Daniel.

Canelo fue una palabra que una vez apareció en “Cifras y Letras”, aquel programa en el que había que formar palabras con letras que te salían al azar. Me dejó muy sorprendida que el sabio que consultaba el Diccionario de la Real Academia, lo hiciera con esta palabra, tan común para nosotros, “para ver si existía”.

Gaveta me vuelve a trasladar a otro momento del pasado. Cuando fui a estudiar a Madrid, nada más llegar me cogí un fiebrón que me tumbó en la cama. La directora del Colegio Mayor en el que estaba vino a pedirme dinero para comprarme las medicinas y yo le dije, casi desmayada, que lo cogiera de la gaveta. Al rato me la veo mirando por todos lados en la habitación y, cuando le señalé la gaveta, dijo: “Ah.¡La gaveta es el cajón!”. Yo estaba demasiado hecha polvo para decirle que una gaveta es una gaveta y un cajón es un cajón.

Así que parece que sí, que a veces hablamos en swahili. Pero no sólo con los peninsulares sino también entre insulares. Muchos tinerfeños dicen que no se enteran de la mitad de las palabras del excelente y divertido “Memorias de Pepe Monagas” de Pancho Guerra (casi mi libro de cabecera en aquel exilio madrileño). Es famoso también el letrero en la isla de enfrente con un “Hay ka pan kalá”, que llevó a propios y a ajenos a apuestas y elucubraciones adivinatorias antes de descubrir que lo que había era “cal para encalar”. Y mi marido, un año en que lo destinaron a un Instituto de Las Palmas, estuvo por lo menos un mes sin entender lo que decían sus alumnos.

Por no hablar del como se lo montan los palmeros con el verbo aquellar, que sirve tanto para un roto como para un descosido y que parece el habla pitufa de los pitufos: “Voy a ver si aquello los papeles de una vez”, “Después del disgusto está bastante aquellada”, “Se aquelló toda al ver el examen”… Yo, por ejemplo, con esto de la jubilación, he quedado bastante aquelladita
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