De mis tres Jane preferidas, Jane, la de Tarzán, es la única irreal pues nace de
la imaginación de Edgar Rice Burroughs a la sombra del increíble Tarzán. Y digo
increíble porque nadie se lo cree.
Por lo menos yo no me creo a un Tarzán que está como un tren. Se le describe
con “figura erguida y perfecta, musculosa como pudiera ser la de los antiguos
gladiadores romanos y, no obstante, con las suaves y sinuosas curvas de
un dios griego…”. Y Jane, nada más verlo, “admiró la gracia majestuosa de
sus andares, la elegante simetría de su figura magnífica y el equilibrio de su
espléndida cabeza sobre los anchos hombros”.
O sea, que pasando su infancia y juventud con una alimentación de lo más
insana, sin yogures, ni actimeles, y quedándose sin cuero cabelludo a cada rato
por las peleas con los gorilas y demás bichos de la selva (una de las veces la
piel le cuelga sobre un ojo), en lugar de ser un alfeñique lleno de cicatrices,
es un dios griego. Anda ya.
No me creo tampoco a un Tarzán que, tras encontrar la cabaña donde sus padres
perdieron la vida y curiosear en los libros, aprendiera a escribir y a leer
¡solo! ¡sin saber inglés! lo cual le sirve para poner este tipo de carteles en
la puerta: “Esta es la casa de Tarzán, el que ha matado fieras y muchos
hombres negros. No se os ocurra estropear las cosas de Tarzán. Tarzán
vigila.” (y ¡ojo! no pone “vigila” con “b”, “ocurra” con “h” ni “hombres”
con “v”).
No me creo a un Tarzán que se come crudas y sin empacho a sus víctimas, sean
monos o no, pero que, cuando mata al primer negro, no se lo come porque “el
sello de su cuna aristocrática, el producto de muchas generaciones de
educación refinada” no podía ser erradicado así como así por una crianza y
formación en un ambiente salvaje.
No me creo que en un par de meses Tarzán aprenda perfectamente francés e
inglés. Nada de “Yo Tarzán, tú Jane”. En la novela original es un hacha
para los idiomas y dice cosas como “Mais, oui” y se le declara a Jane de
esta guisa que ya quisiéramos las civilizadas: “He venido a través de los
siglos, desde un pasado nebuloso y remoto, desde la caverna del hombre
primitivo, con objeto de reclamarte para mí. Por ti me he convertido en hombre
civilizado. Por ti he cruzado océanos y continentes. Por ti llegaré a ser lo que
quieras que sea. Puedo hacerte feliz, Jane, en el mundo y en la vida que mejor
conoces y quieres. ¿Te casarás conmigo?”.
Y no me creo a un Tarzán que, cuando va a buscar a Jane (que se ha ido a
Baltimore, dejándole antes el recadito de que, si la quiere ir a buscar, allí
estará), llega a su casa conduciendo su propio coche, que ya es suerte aprobar
en un par de días y a la primera el carnet de conducir. Y además, para llevarse
unas calabazas tremendas porque Jane, que se ha quedado prendada de él en cuanto
lo vio saltando de liana en liana con su taparrabos último modelo, va y se
compromete con otro, la muy pánfila.
¿Por qué, entonces, Jane, la de Tarzán, es una de mis favoritas?
Porque en el imaginario de mi generación Jane, la de Tarzán, no es esa
jovencita mojigata e indecisa de las novelas, a la que hay que estar salvando
todo el rato de gorilas que la raptan, de leones que se meten por su ventana, de
incendios y catástrofes varias, e incluso de pretendientes indeseables. No,
afortunadamente esta vez, y al contrario de lo que siempre pasa, Jane, la de
Tarzán, tuvo para nosotros el dulce semblante de Maureen O’Sullivan, la
compañera de Johnny Weissmuller en las películas que iluminaron nuestra
infancia.
La Jane de las películas no es una tonta damisela en apuros, sino una mujer
real de carne y hueso que tiene a Tarzán, a Chita y, si la dejan, a toda la
selva, comiendo de su mano. Serena, fuerte y contentísima de su lugar en el
mundo, Jane es el eje familiar y, a la vez, el nexo que une a Tarzán con el
resto de la civilización. Y el grito de Tarzán, descrito como “alarido que
ponía los pelos de punta y helaba la sangre” y que, cuando lo oye la Jane de
las novelas dice: “¿Qué fue ese ruido tan espantoso?”, es para la Jane
cinematográfica la llamada del hogar.
Mientras la Jane de las novelas se casa, faltaría más, y vive en su mansión
londinense como Lady Greystoke, la Jane de las películas vive alegremente en
pecado, se supone, en la casa del árbol que todos quisimos de niños (con su
sistema de agua, ascensor y ventilador) y protagoniza una escena tan bella y
libre como la que hoy les brindo y que, por supuesto, fue censurada.
Aunque, pensándolo bien, también las películas de Tarzán y Jane son
increíbles, con una selva con todos los animales a su disposición y donde no hay
mosquitos ni paludismos, como si fuera el lugar ideal para unas vacaciones al
aire libre.
Pero para eso, para inventar cosas increíbles y hacernos disfrutar con ellas,
están precisamente los libros y las películas.