Mi hermana, que suele pasar temporadas en La Graciosa (y más ahora que está jubilada), me contó que, antes de que las prohibieran, hacían a veces acampadas nocturnas en la playa. Eran reuniones de un montón de amigos, allí bajo las estrellas y el cielo infinito, pertrechados de mantas, tortillas, botellas de vino, alguna guitarra y todo lo necesario para pasar un rato estupendo. Recuerda estar hablando y riendo hasta altas horas de la noche y, luego, a la mañana siguiente, después de un baño refrescante en el mar, tomar un desayuno opíparo en el que a veces freían morenas recién pescadas. En una de esas noches -todo paraíso tiene su serpiente- vieron un ratón. Y entonces, una de las amigas se levantó y dijo que, sintiéndolo mucho, ella se iba a dormir lejos porque tenía un pánico irracional a los ratones y no podría pegar ojo sabiendo que tal bicho iba a estar brincando de acá para allá alrededor de ella. Así que agarró su colchoneta, su saco de dormir y su bolso, y se fue mucho más allá, donde oía, de lejos y muy amortiguado por el ruido de las olas, las risas de los demás.
Al día siguiente, cuando volvió con todos a desayunar, abrió su bolso y hete aquí que, ante el horror de ella y la carcajada de todos los amigos, de él salió alegremente el ratón ¡La había acompañado toda la noche (supongo que para que no se quedara solita)!
Cuando oí esta historia, no pude menos que pensar que, con los miedos, muchas veces nos pasa esto. El problema no es el ratón, o el fantasma que a veces vislumbramos, o los peligros que imaginamos. El problema somos nosotros porque los miedos siempre nos acompañan, están en nuestro interior.
Epicuro, que era muy sabio, nos dejó dicho allá por el siglo III antes de Cristo, que para ser felices -que es lo que se persigue realmente en la vida- hay que desterrar racionalmente los principales miedos que perturban el goce de una existencia que debe ser placentera. En ella debe existir el disfrute estético de una buena música, o de una obra de arte, o de un buen libro; dormir en paz por tener la conciencia tranquila; la amistad de gente noble e inteligente (con la que conversar bajo las estrellas, por ejemplo)... Para conseguirlo ¡fuera miedos! Pero él no hablaba de ratones, no. Él hablaba de miedos más profundos, como son el miedo a los dioses y el miedo a la muerte, que muchas veces nos tienen en un sinvivir. Mas, si pensamos en el primero, nos daremos cuenta de que los dioses hacen su vida allá por las alturas olímpicas, y ni caso nos hacen; y en cuanto a la muerte, cuando está presente, nosotros no lo estamos ¿Por qué temerla entonces?
Tengo también amigos así, epicúreos, que saben vivir desechando los miedos: aceptan con entusiasmo el día a día, extraen de cada experiencia un sentimiento de disfrute, miran el mundo con ojos siempre nuevos, paladean despacio el momento. Y se divierten.
Hoy, que se termina un año y está a punto de empezar otro, propongo pensar en lo que queremos ser: si la persona que tiene miedo a los ratones (y a todo lo demás) y oye de lejos, asustada, la algarabía de los que disfrutan, o la persona que planta cara a los miedos y sabe vivir. Ya tengo tarea para 2019.
Que tengan un feliz año y a tomárselo con filosofía.