lunes, 31 de diciembre de 2018

La mujer que tenía miedo a los ratones




Mi hermana, que suele pasar temporadas en La Graciosa (y más ahora que está jubilada), me contó que, antes de que las prohibieran, hacían a veces acampadas nocturnas en la playa. Eran reuniones de un montón de amigos, allí bajo las estrellas y el cielo infinito, pertrechados de mantas, tortillas, botellas de vino, alguna guitarra y todo lo necesario para pasar un rato estupendo. Recuerda estar hablando y riendo hasta altas horas de la noche y, luego, a la mañana siguiente, después de un baño refrescante en el mar, tomar un desayuno opíparo en el que a veces freían morenas recién pescadas. En una de esas noches -todo paraíso tiene su serpiente- vieron un ratón. Y entonces, una de las amigas se levantó y dijo que, sintiéndolo mucho, ella se iba a dormir lejos porque tenía un pánico irracional a los ratones y no podría pegar ojo sabiendo que tal bicho iba a estar brincando de acá para allá alrededor de ella. Así que agarró su colchoneta, su saco de dormir y su bolso, y se fue mucho más allá, donde oía, de lejos y muy amortiguado por el ruido de las olas, las risas de los demás.

Al día siguiente, cuando volvió con todos a desayunar, abrió su bolso y hete aquí que, ante el horror de ella y la carcajada de todos los amigos, de él salió alegremente el ratón ¡La había acompañado toda la noche (supongo que para que no se quedara solita)!

Cuando oí esta historia, no pude menos que pensar que, con los miedos, muchas veces nos pasa esto. El problema no es el ratón, o el fantasma que a veces vislumbramos, o los peligros que imaginamos. El problema somos nosotros porque los miedos siempre nos acompañan, están en nuestro interior. 

Epicuro, que era muy sabio, nos dejó dicho allá por el siglo III antes de Cristo, que para ser felices -que es lo que se persigue realmente en la vida- hay que desterrar racionalmente los principales miedos que perturban el goce de una existencia que debe ser placentera. En ella debe existir el disfrute estético de una buena música, o de una obra de arte, o de un buen libro; dormir en paz por tener la conciencia tranquila; la amistad de gente noble e inteligente (con la que conversar bajo las estrellas, por ejemplo)... Para conseguirlo ¡fuera miedos! Pero él no hablaba de ratones, no. Él hablaba de miedos más profundos, como son el miedo a los dioses y el miedo a la muerte, que muchas veces nos tienen en un sinvivir. Mas, si pensamos en el primero, nos daremos cuenta de que los dioses hacen su vida allá por las alturas olímpicas, y ni caso nos hacen; y en cuanto a la muerte, cuando está presente, nosotros no lo estamos ¿Por qué temerla entonces?

Tengo también amigos así, epicúreos, que saben vivir desechando los miedos: aceptan con entusiasmo el día a día, extraen de cada experiencia un sentimiento de disfrute, miran el mundo con ojos siempre nuevos, paladean despacio el momento. Y se divierten.

Hoy, que se termina un año y está a punto de empezar otro, propongo pensar en lo que queremos ser: si la persona que tiene miedo a los ratones (y a todo lo demás) y oye de lejos, asustada, la algarabía de los que disfrutan, o la persona que planta cara a los miedos y sabe vivir. Ya tengo tarea para 2019.

Que tengan un feliz año y a tomárselo con filosofía.




domingo, 23 de diciembre de 2018

La magia absurda de la navidad




Hace años publiqué un escrito que llamé "El villancico cruel". Y, como andamos estos días entre villancicos, hoy voy a hablar de otro que podríamos llamar "el villancico absurdo". Y que conste que no tengo nada contra los villancicos (aparte de compadecer a dependientes y cajeros de los supermercados por tener que oírlos una y otra vez durante todo el mes de diciembre). Mi marido, que los colecciona, tiene algunos preciosos, dignos de figurar junto a la mejor música clásica. Pero esto no quita para que cuestionemos alguno de ellos.

lunes, 17 de diciembre de 2018

De collares va la cosa




Hace poco, visitando el Museo Canario de Las Palmas, me llamó la atención este collar de conchas de la imagen, que alguna aborigen de hace no sé cuántos siglos habría lucido con orgullo. Recuerdo que, viéndolo, me vino a la mente una escena de "El Señor de los Anillos" de Tolkien, cuando los hobbits son, primero, apresados por los Tumularios, los fantasmas de los señores de antaño, y luego liberados por Tom Bombadil. Este saca de los Túmulos tesoros escondidos y, mirando un broche de piedras azules, dice: "Hermosa era quien lo llevó en el hombro. Baya de Oro -su dama- lo llevará ahora ¡y no olvidaremos a la otra!". También yo imaginé de pronto a una mujer morena con el collar de conchas en el cuello, caminando erguida por los senderos de la isla y todo el brillo en los ojos, como toda mujer que se siente guapa.

¿Por qué nos ha dado por usar collares, o zarcillos, o broches? Una noble de la antigua Roma, Cornelia la Africana, defendía la austeridad total y la justificaba diciendo que no hay mejor joya para el cuello de una mujer que los brazos de sus hijos. Muy ahorradora y tierna, sí, pero no le hemos hecho ni caso. Desde hace más de cien mil años, las mujeres (y a veces los hombres) han hecho lo mismo que yo hacía a los 8 años cuando me decían: "Arréglate, que vamos a salir": encasquetarnos un collar alrededor del cuello (el mío era de cuentas verdes, precioso) y, vestidas tal cual estábamos pero más embellecidas (suponíamos), hala, preparadas para irnos a la calle.

¿Por qué lo hacemos? A lo mejor, al principio era simple imitación de los animales que se exhiben, todo plumas y color, para atraer a un compañero. Pero después pudo convertirse en señal de status social, prestigio o poder. O simplemente por el gusto por la belleza, por sentirnos, llenos de abalorios, divinos de la muerte. Los primeros collares, los prehistóricos, fueron como este de la aborigen canaria, hechos con conchas, o piedritas, o plumas, dientes y huesecillos. Tenían su encanto y, no importa que después hayan sido de oro, diamantes, perlas o esmeraldas, aquellas primeras joyas sentaron un precedente que ha pervivido hasta nuestros días: la conciencia de que la decoración del cuerpo también forma parte de lo que somos. Y, entre nosotros, estoy convencida de que la trastienda de la Historia está llena de collares ocultos, en los que a veces a la belleza de las joyas se unieron la ambición, los tejemanejes del poder, la corrupción. Dos casos conocidos se me ocurren sobre la marcha: el collar de diamantes que, al final, llevó a María Antonieta a la guillotina; y la afición -temida por todos los joyeros del país- de Doña Carmen Polo, la mujer del dictador Franco, por las joyas "regaladas". Por algo la llamaban "La Collares".

No cabe duda de que los humanos amamos la belleza y que, desde el principio de los tiempos, la buscamos. Como le leí una vez a Rosa Montero, "la belleza es una inutilidad absolutamente necesaria para el ser humano; forma parte de nuestra estructura básica, que nos hace mejores personas, mejores ciudadanos y más felices". Es nuestra parte creativa que nos lleva a hacer obras de arte y también a adornarnos a nosotros mismos. Hasta mis nietas son aficionadas al engalane y al joyerío. La de 15, como buena friki, lleva suaves pompones de colores vivos en pendientes y collares. La de 5 se pone todo lo que encuentra y no solo lo suyo sino también lo mío. Ya me ha dicho que, cuando sea mayor, le deje todas las joyas que tengo. A veces la veo contemplándome cuello, orejas y dedos con mirada de futura propietaria. Aunque el otro día me comentó muy seria: "Aba, he estado pensando que, cuando sea mayor, me dejes todas las joyas. Pero los suéteres y las bragas, no".

Para que luego digan que el gusto por la belleza no es congénito. El que sabe, sabe.

lunes, 10 de diciembre de 2018

La sociedad de la libélula




Hace año y medio les contaba cómo mi hija Ana se despidió entonces de la zona de confort que tanto le había costado conseguir (una carrera de Medicina de 6 años, 2 MIR, 8 años en Urgencias, 8 años en Anestesia, sangre, sudor y lágrimas) y se lanzó al mundo de la literatura, así sin paracaídas. Dejó el Hospital y Hospitén con sus pompas y sus glorias y hoy trabaja en el despacho de su casa dedicada a escribir, a leer, a montar cursos de marketing online para escritores, a editar libros médicos y a disfrutar como una mona con lo que hace.

Trabaja un montón, no crean. Durante la semana de lunes a viernes, de 9 a 1 de la mañana y de 3 a 7 de la tarde tengo totalmente prohibido llamarla, a no ser que me den las fiebres tifoideas y el sarampión, todo junto. Y el hecho es que le ha cundido un montón. Vive de la literatura y hoy tiene publicadas 5 novelas, 4 libros de no ficción y varios relatos en Antologías. Además 4 novelas más, terminadas y pendientes de publicación, y está escribiendo otra más a 4 manos con un amigo. Todavía no llega a lo de Lope de Vega que escribió casi una obra de teatro por semana a lo largo de toda su vida, pero todo se andará. Y lo más importante, está feliz.

Ahora ha publicado en Amazon, en digital y en papel, "La Sociedad de la Libélula", su 5ª novela. Les cuento de qué va. Imagínense dos sociedades radicalmente distintas. Una es la nuestra, concretamente Madrid en primavera, con el ruido de los coches, con las terrazas oliendo a café, con sus gentes ajetreadas yendo de acá para allá. La otra es Anisóptera, un mundo helado y extrañamente bello de bosques, lagos transparentes y luminiscencias verdosas sobre la nieve. Es una sociedad de clases cerradas en la que gobiernan los arthros de alas mortíferas sobre las demás razas: los regips, escamosos y de cabeza chata, los brutales nophias, las bellas coerus que viven en el agua... y los parias, rubios y de ojos azules. 

La Sociedad de la Libélula, que es la editorial más puntera de España en fantasía, ciencia ficción y terror, es el punto de unión entre esos dos mundos, y lo es gracias a una máquina trasladadora — inventada por el enigmático Melchor Malatar, el dueño de la editorial—, que permite a los escritores contratados vivir sus propias historias. Así es como Isabel Nión, la escritora protagonista, accede a Anisóptera transformada en coerus y conoce a Nahum, un arthros muy particular. Y hasta aquí puedo contar, como decía Mayra Gómez Kemp.

Hay en este libro misterios sin resolver, aventuras y peligros, un escritor desaparecido, amores apasionados más allá de toda esperanza, un mundo diferente al que asomarse en dos tiempos (el tiempo de Taar, un paria inteligente y curioso, y el tiempo del arthros Nahum), y ver que, después de todo, no es tan distinto al nuestro.

A mí, que he sido una de sus lectores cero, me gustó por lo entretenida, por la forma en que Ana maneja los tiempos y los espacios, por su tratamiento de los personajes (sobre todo, Melchor Malatar del que no sabes qué pensar). También agradezco la buena presentación del libro: una portada preciosa, obra de la ilustradora Libertad Delgado; letra grande para los que ya no vemos tan bien y un tacto que da gusto.

Este viernes 14 de diciembre, Ana lo va a presentar en la Librería Lemus, en la Avenida de la Trinidad de La Laguna, a las 8 de la tarde, cosa que les comunico por si tienen a bien acompañarla y arroparla. La presenta otra escritora que me encanta, Mónica Gutiérrez Artero, mi Mónica Serendipia, que viene desde Barcelona para hacerlo. Traerá también su libro "La librería del Señor Livingstone", que ha sido una de las 12 novelas más vendidas este año en Amazon. Así que anímense y vengan ¿Qué mejor regalo para estas fiestas que libros interesantes y que ayuden a desconectar y a pasar un buen rato?

Este es el cartel anunciador del evento hecho por la Librería Lemus:




Y estos son algunos de los personajes dibujados por Libertad Delgado. De izquierda a derecha, Melchor Malatar, Nahum, Isabel y Taar:


  
Nos veremos el viernes. Hasta entonces.

Si no vives en Tenerife, también puedes conseguirla en Amazon. 

lunes, 3 de diciembre de 2018

¡Oh la la, París!




Hay en el mundo, nadie lo duda, muchas ciudades de cine. Sus calles y rincones nos atraen como el escenario ideal en donde se pueden desarrollar grandes historias de amor y aventuras. Hay muchas ciudades así, sí, pero tienen que reconocerme que ninguna como París. Lo de París mon amour no es una frase hecha, no. París enamora y cautiva como solo una buena película sabe hacerlo. Y por eso, estos días pasados en los que, por tercera vez en mi vida pisé París, les juro por Dios que la ciudad se me apareció como un gran plató de cine.

En Montmartre, ese barrio con más aires de pueblo que nunca, con su tiovivo, sus fruterías y sus carteles por las fiestas de Sant Jean, vi a Amélie, jugando al despiste con un desconocido; la Torre Eiffel, que tan esquiva se mostró con Meg Ryan en French kiss, surgió, rotunda de día y dorada de noche, como reina indiscutible sobre los tejados; la Plaza Vendôme, con las tiendas de lujo, el Obelisco y el Hotel Ritz, lucía igualita que cuando allí se hospedaba Peter O'Toole en Cómo robar un millón y... y Audrey Hepburn le proponía un robo extraordinario; la iglesia de Sant Sulpice conservaba el mismo ambiente de misterio (el gnomon, la línea dorada en el suelo, las conchas gigantes...) que en El Código Da Vinci; entre las gárgolas de Notre Dame, no fue raro entrever al Jorobado Quasimodo suspirando por Esmeralda la zíngara; y la Rue Montaigne (Sabrina y sus amores, Mrs Harris va a París, Coco Chanel) seguía siendo el lugar donde brillan más las firmas míticas: Dior, Louis Vuitton (¡colas antes las puertas!), Chanel...

El Sena y sus puentes y sus bateaux mouches han sido tantas veces filmados que nos parecen hasta de la familia, pero yo recordé a Jack Lemmon saliendo del río impecablemente vestido de lord inglés y sacándose una trucha del bolsillo en Irma la dulce. Una noche fuimos a La Caveau de La Huchette a oír buen jazz y a asombrarnos ante las filigranas que hacían las parejas que bailaban, igual que allí mismo lo hizo Audrey Hepburn en Una cara con ángel y los bailarines de La la land. Visité la librería Shakespeare&Company, tan cálida y cariñosa -madera y libros, libros, libros-, donde el escritor de Antes del atardecer firmaba ejemplares de su obra. Hasta el impresionante castillo de Vaux-le-vicomte fue escenario de los banquetazos que preparaba el cocinero Vatel (un Gerard Depardieu soberbio en la película).

En París cabe todo, la miseria y la grandeza, la Historia así con mayúscula, la excelente música callejera de un grupo a la puerta de Saint-Germain-de-Prés y la de Julien Clerc en el impresionante La Seine Musicale ante 4000 personas aplaudiendo con fervor, el árbol de Navidad de las galerías Lafayette, las nympheas de Monet en el Orangerie, los restaurantes de toda la vida como "Le Procope" donde también comieron Diderot y Rousseau, los preciosos escaparates con figuras en movimiento, las terrazas para ver pasar el mundo... En París caben hasta las revoluciones, como la de los "chalecos amarillos", con los que nos topamos varias veces (los franceses cuando se ponen, se ponen). ¿Arde París? no estaba lejos del recuerdo cuando los vimos por Les Champs Élisées, pero también nos encontramos con una guillotina montada por los manifestantes amenazando a Macron, igual que en épocas pasadas la vieron La Pimpinela Escarlata o María Antonieta cerca de La Bastilla.

Y es que más allá del prodigioso escenario, París sigue siendo humana, una ciudad viva y multicultural, inspiradora de mil canciones (I love Paris in the spring time...) y citas (París bien vale una misa), una ciudad a la que apetece volver otra y otra y otra vez. Como le dice Humphrey Bogart a Ingrid Bergman en Casablanca: Siempre nos quedará París.

(Para Cristi, que nos organizó un viaje completísimo -lo de los "chalecos amarillos", no- y para Toñi, que condujo por toda Francia y por el caos de la Place de la Concorde con total estoicismo. Mil gracias a los dos)


La Plaza de los Vosgos desde el apartamento de Víctor Hugo

La Caveau de La Huchette

Escaparate de Dior en la Rue Montaigne

Calle de Montmartre

Guillotina montada por los "chalecos amarillos"

Árbol de Navidad de las Galerías Lafayette

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