Ahora que han pasado 50 años y creo que ya el delito ha prescrito, yo confieso. Me cuesta hacerlo porque a nosotros nos educaron para no salirnos de los cauces de la ley por nada del mundo, y nada más lejos de mi intención que entrar en la misma bolsa que los Urdangarines, Ratos y demás calaña. Pero el caso es que... Bueno, mejor lo cuento para que lo entiendan. Aunque no sé si lo entenderán bien los que han nacido en la era del móvil, aquellos que, con el teléfono en el bolsillo, les basta un click para hablar con Alaska, Siberia o Tegucigalpa. El móvil ha puesto el mundo entero a nuestro alcance.
Pero hace 50 años llamar por teléfono tenía su enjundia. Los primeros teléfonos públicos llegaron a España a finales de los años 20 y mucho tiempo funcionaron a través de centralitas. Las cabinas se generalizaron en los 60, justo en los años en que salí de casa para ir a estudiar fuera. Para hablar con mi novio, por ejemplo, íbamos los dos una vez a la semana (los sábados, porque no había clase) a la Telefónica, él en Valencia y yo en Madrid a la misma hora y hablábamos, cuando una operadora nos ponía en contacto, 6 minutos y va que chuta. Para hablar con mis padres, igual, otros 6 minutos cuando ellos me llamaban al Colegio Mayor. Las llamadas telefónicas eran un artículo de lujo. A veces, cuando ahorraba lo suficiente, llamaba desde una cabina a casa para sacudirme la añoranza.
Y entonces ocurrió el milagro. Nos llegó a todos el rumor de que había una cabina en la Ciudad Universitaria, al lado de Medicina, en la que por una peseta podías llamar a cualquier parte y pegarte hablando todo el tiempo del mundo ¿Quién podía resistirse a algo así? Allá nos fuimos todos los canarios a hacer cola (porque evidentemente el rumor corrió como la pólvora) y casi todos los días me pasaba por la milagrosa cabina a echar una parrafada con mi madre, con mi abuela, con mis hermanos, con mis primos... Hasta si estaba la vecina por allí tomándose el cafecito con mi madre, le pedía que se pusiera para saludarla. Era una gozada.
Desde entonces les veía un encanto especial a las cabinas. No me extrañaba que Tippi Hedren se refugiara en "Los pájaros" en una de ellas, que Superman se cambiara en ellas para dejar de ser Clark Kent (¿dejaría allí tirados su traje de ejecutivo y sus gafas?), que Audrey Hepburn en "Charada" pidiera ayuda agachada en una de ellas... Me encantaba un chiste bobo -que tuve recortado en mi corcho algún tiempo- en el que se veía a un borrachito en la típica cabina roja londinense con sus letreros encima, mirándolos e informando por teléfono: "Estoy en la esquina de las calles Telephone y Telephone". Las cabinas -ahora objetos extraños y sin sentido- formaban parte de nuestra vida cotidiana y aquella de mis años universitarios, cercana a Medicina, más que ninguna.
La cosa duró un par de meses. Y fue precisamente una compañera mía, muy virtuosa ella (pero que no tenía a nadie lejos), la que se chivó a la Telefónica. "¿Se han enterado? ¡¡¡Hay una cabina desde la que pueden hacerse llamadas gratis!!! ¿Lo sabíais?" -nos decía mientras todos negábamos como san Pedro, poniendo cara de póker- "¡Eso hay que denunciarlo!". Porque era un fraude -nos arengaba muy acalorada en plan mitin-, un robo a una empresa seria, a saber cuánto habrían perdido los pobres accionistas... Éramos precisamente nosotros, los que estudiábamos Ética, los primeros que teníamos que velar por la integridad moral de nuestros universitarios. Creo que hasta llegó a hablar de los valores eternos.
Y unos días después acabó todo: las largas charlas con la familia y mi vida criminal. Sí, mi compañera tenía razón. Éticamente era lo que había que hacer. Pero ¡cómo la odiamos todos!