lunes, 28 de diciembre de 2020

Cuestión de suerte



 

Mi amigo Alfa, que es muy generoso, me estuvo insistiendo los días previos al 22 de diciembre en que comprara el número 03838 que saldría seguro en el Sorteo (él decía Suerteo) de Navidad. ¿Por qué iba a ser él el único millonario si podía hacer felices también a todos sus amigos? Alfa se basaba, no crean, en la teoría de la causalidad y en una serie de factores que no podían ser casuales. Hecho A: una compra en Alteza le costó 38,38 según consta en el tique correspondiente. Hecho B: la matrícula de un coche aparcado en Ycod al día siguiente era 3838.Tenía que haber, decía, una relación de causa-efecto entre los dos hechos.¿Qué más señales queríamos? Además, si nos fijamos, decía él, hay más misteriosas coincidencias, como que 3+8+3+8 suman 22, el día del suerteo; o que se celebra en el 2020, pareja de números, igual que 3838. Hasta me habló de la sincronicidad de Jung y apeló a un chantaje emocional escribiéndome: Conozco a una amiga con nombre de baile y canto canario y apellido noble a la que su terco escepticismo le va a privar del "suerteo". Pero al final le dije que no lo compraría a pesar de tantos hechos a favor del 03838. Y que no era por escepticismo, sino que la verdad es que no necesito millones sino que me basta con tener buenos amigos que me hagan reír y estar sana a pesar de los achaques.

Pero tendría que explicarle que me gusta que haya en estos momentos un evento que a la mayoría de los españoles les haga ilusión. También, que me emociona el sonsonete de los niños de San Ildefonso, porque para mí es el sonido con el que se inaugura la Navidad, y ver la alegría de todos cuando les cae un premio. Pero que yo no soy nada aficionada a loterías ni juegos de azar. Tal vez porque en mi casa toooodo el mundo lo era: mi padre no dejó de poner una quiniela nunca, mi madre, hasta coleccionaba billetes de lotería y a mi abuela la conocían por su nombre todos los vendedores de ciegos desde la Recova a casa. Yo, después de tal saturación, solo compro por tradición en Navidad dos números, uno para regalar y otro al concejal de mi pueblo, que va vendiéndolo de casa en casa con un plus para reunir para las fiestas.

Y eso no quiere decir que no crea en la suerte. Este mes, por ejemplo, fui a comprar los turrones que me gustan a un supermercado y, cuando fui a pagar, el chico de la caja me dijo sorprendido: ¡Ha ganado un premio!. Estaba más contento que yo, decía que era la primera vez que le pasaba. Era una caja de 4 botellas de un Rioja crianza bastante bueno. Pero lo curioso fue que a la semana siguiente fui a comprar más turrones para regalarle a mis amigos austriacos que volvían a Viena por las navidades y, cuando voy a pagar, fue como si fuera el Día de la Marmota: ¡Le ha tocado un regalo!. y otra caja del mismo Rioja crianza. ¿Es o no es suerte! Y no, aunque he vuelto por allí, no me ha tocado más otro regalo, pero me quedé más contenta que Ricardito.

Pero la Lotería es otra cosa. Esta vez, ¡milagro!, me tocaron 33 euros entre coincidencias con el terminal 7 y participaciones en otros billetes. Todos aquellos con los que jugaba han decidido invertirlo en la lotería del Niño, menos yo. Me hace más ilusión los 33 euros seguros que los millones volando. Y además. me los gastaré en algo que me apetezca mucho: un par de libros o algo bonito en las rebajas o un picoteo en algún sitio frente al mar. Eso sí, a mis amigas les he dicho que, cuando se saquen los millones, que me inviten a desayunar. Pero en Nueva York, qué menos.

Y, por si hubiera alguna duda, el 03838 de mi amigo Alfa no salió, a pesar de los buenos augurios. Pero desde aquí espero que no se desanime y que siga confiando, en este año que comienza, en la buena suerte que a veces, caprichosa, da un vuelco en los asuntos humanos. Feliz 2021.

(Para Alfa, por supuesto)


lunes, 21 de diciembre de 2020

¿Afrontar la navidad?


 La pregunta que más he oído estos días es: Y tú ¿cómo vas a afrontar la Navidad?, para decirme después que están enfadados, o miedoso o desanimados, que esta es una navidad rara y que hay que pensar en cómo afrontarla ¿Afrontarla? Según la RAE, afrontar es hacer cara a un peligro, problema o situación comprometida. ¡Quién nos iba a decir que veríamos la Navidad así! ¡La Navidad, nada menos! En lugar de ver cómo beben los peces en el río, en lugar de ser momento de comer pavo y turrones en amor y compaña, en lugar de brindar con champán por el año apestoso que se va... ¡hala!, convertida en un peligro, un campo minado, una situación en la que nadie querría estar.

Por eso, no me extraña nada leer un artículo de Jacinto Antón que empieza así: De con qué espíritu afronto estas Navidades da fe el que los dos últimos libros que he leído sean sendas novedades sobre los Panzer alemanes de la Segunda Guerra Mundial. Luego sigue contando con entusiasmo su lectura sobre los tanques alemanes, pero no aclara cómo esto le puede preparar para afrontar la Navidad (????).

Si es por lecturas, la mía de ahora es mucho menos agresiva. Me la regaló una amiga que sabe lo que necesito leer estos días. El libro se llama "Anhelo de raíces" de May Sarton y habla del hogar, de cómo hizo suya una casa que encontró casi en ruinas, cómo la llenó de detalles, de muebles antiguos familiares traídos del otro lado del mundo, de flores y recuerdos.

Me hizo revivir mi propia búsqueda, hace 40 años, cuando dibujamos con la imaginación el contorno de una casa en un terreno apartado lleno de nispereros y vides.Igual que la autora de mi libro, estuvimos 3 años proyectando esa casa ideal, hablando con fontaneros, electricistas y albañiles y celebrando el hallazgo de dos maestros de obras de los de antes, Maestro Daniel y Maestro Romualdo, que supieron hacer realidad todas nuestras ideas. Entonces se sucedían los apuros (para conseguir préstamos o encontrar el lavabo que queríamos) con descubrimientos maravillosos, como el de una partida de caoba escondida tras toneladas de vigas en un almacén, que nos dejaron por un precio buenísimo si nos la llevábamos toda (las puertas interiores de mi casa y los muebles empotrados están como el primer día). O ver cómo el dibujo que habíamos hecho de la chimenea y las repisas de los lados (en un cuaderno cochambroso que todavía guardamos) cobraba vida tal cual lo habíamos diseñado. O los fines de semana, asistir asombrados a que toda la familia se volcara en ayudarnos a pintar, a barnizar, a despejar el terreno de malas hierbas. Terminábamos comiendo en lo que es hoy es la terraza del patio sobre una puerta vieja apoyada en dos bidones, cansados pero contentos.

Hacer tuya una casa va también de llenarla  de detalles bellos, de cosas que tengan significado para quien la va a vivir: un cuadro que te traiga el ruido del mar, tus libros amados a mano, una flor del jardín que alegre el baño, las fotos de quienes quieres cerca para recordarte días felices... Me llama estos días una amiga que tiene un piso sin balcón ni terraza. Pero es una artista, amante de las flores y de la belleza, y me cuenta que la ha llenado de claveles de aire. No la he visto pero sé que debe estar preciosa y que allí ella se siente bien.

También estos días, ¡la casualidad!, mi amiga Lola nos manda a nuestro grupo de wasap la canción "La casita" de Pedro Infante, que habla de una casita chiquita que tiene al frente unas parras / donde cantan las cigarras / y se hace polvito el sol. / Un portal hay en el frente, / en el jardín una fuente / y en la fuente un caracol... En la mía no hay fuente, pero sí caracoles, y ranas, y pájaros -canarios, chirrines, capirotes...- que alegran mis despertares. 

Desde la casa de una, sea como sea, si la sientes tuya, es imposible hablar de "afrontar la Navidad". Esta no se siente como un peligro, problema o situación comprometida. Hablemos más bien de esperar, celebrar, brindar. Y de congratularnos por estar vivos y festejar una Navidad más.

Felices fiestas.

lunes, 14 de diciembre de 2020

Devuelvo tus cartas, regalos y rizos...



En aquellos lejanos tiempos en los que la gente escribía cartas y los carteros pululaban por doquier y era una gozada abrir el buzón y encontrar un sobre dirigido a ti, una de las cosas preocupantes era saber qué hacíamos después con semejante cantidad de papel informativo. Una de las opciones, sobre todo cuando las cartas eran de amor y muy comprometedoras y sobrevenía una ruptura, era devolverlas al remitente con un gesto de dignidad herida.

Esa es, por ejemplo, la actitud del que escribe en la canción "Querida Enriqueta", muy cantada en excursiones y juergas en mis tiempos, y de la que sale el título que hoy les pongo. Por si no se la saben, ahí les va, con puntos suspensivos en las palabrotas porque ya saben que yo fui una niña fina de las Dominicas:

Querida Enriqueta, con esta te escribo / que un notario en Burgos murió antes de ayer. / Me deja su herencia pero he de casarme / con mi prima Rosa la de Santander.

Coro: ¡Qué c...ón! ¡Qué c...ón!

Querida Enriqueta, disculpas te pido / y siento contigo portarme tan mal. / Devuelvo tus cartas, regalos y rizos / y besa tu mano tu amigo Marcíal.

Coro: ¡Qué c...ón! ¡Qué c...ón!

A esto la buena de Enriqueta le contesta a su amigo Marcial:

¡C...ón, h... p..., marica, mal hombre! / ¡Mira que dejarme por otra mujer! / ¡Me c... en tu padre y en tu p... madre / y en tu prima Rosa la de Santander!

Otra de las opciones, sobre todo si los escribientes se olvidan de las cartas y las meten en una caja en un altillo a criar telarañas, es que los hijos y nietos (si son como los míos) las tiren a la basura cuando ya no estén. Claro que ¿quién va a suponer que hay gente a la que le encanta revolver en la basura y que las rescatan e incluso le dan fama y todo el mundo se entera de lo que le dijiste a tu amado en un arranque de cursilería? Esto fue lo que se contaba esta semana pasada en una noticia sobre 200 cartas de amor escritas por un joven francés a su novia en la 2ª Guerra Mundial y encontradas ahora en un vertedero.

¡Cuánto me alegro ahora de haber quemado las mías -2 años escribiéndonos mi novio y yo casi todos los días- en una hoguera de San Juan! Recuerdo que una vez mi madre me remitió una carta de él (cerrado el sobre, eh), llegada después de mi ida, y me decía: "Me la leí, por supuesto, a ver si decía algo original, pero decía las mismas boberías que me escribía tu padre". Quita, quita...

La tercera opción es conservarlas y que tú misma empieces a mandarlas a los remitentes, si quieren. Yo soy de las que han guardado casi todas mis cartas (excepto las quemadas) y las de mi padre y pienso que a los que las escribieron (o a sus descendientes) les apetece recuperar un trozo de sus vidas del que se acuerdan poco. Por eso le di a una prima las cartas que su padre le mandó al mío durante la guerra, y a otra las de su madre cuando era una jovencita que contaba los últimos sucesos y cotilleos de su pueblo. Y ahora voy a mandarle a mi amigo Juan sus cartas desde Madrid, desde el año 63 al 66. Juan ha sido amigo mío desde que yo tenía 13 años y él, 17 y lo seguimos siendo, aunque solo nos veamos en entierros y presentaciones de libros.  Ahora que está un poco pachucho y obligado a estar en cama, pienso que le puede alegrar encontrarse con su yo de entonces, tan parecido al de ahora. ¡Que goces, querido Juan, con lo que me contabas del Madrid de tus años universitarios, de los mil y pico que eran en tu clase, de los bailes, de la tuna, de los proyectos, ilusiones y preocupaciones, y de lo jóvenes que éramos! Una vista atrás nunca viene mal para agradecer el camino recorrido. Para eso sirve guardar las cartas.

lunes, 7 de diciembre de 2020

Pues ya veremos...



Me llama mi amigo Jaime esta semana todo enfadado por el rollo de la pandemia. Mi amigo tiene 4 hijos y 9 nietos y ¡a estas alturas todavía no sé ni con quién voy a pasar la nochebuena! ¡Que si allegados, que si cuatro, que si diez...! ¡Y las mascarillas! ¡Y los toques de queda! ¡Y la madre que los parió!, sigue despotricando. Él y yo coincidimos en que nunca pensamos vernos en este berenjenal y que nosotros, ¡ilusos!, hubo momentos en marzo en que imaginábamos que en junio ya estaríamos todos de parranda y libres de la pesadilla. Ja, ja.

Pero me pongo con él en plan terapeuta optimista porque lo último que necesitamos ahora son depres y melancolías por el covid. Y le empiezo a enumerar las causas por las que habría que estar hasta contentos. Que sí, le digo, que esto es uno de los 4 jinetes del Apocalipsis, pero que me tiene que reconocer que es mejor que los otros tres -el hambre, la guerra y la muerte-, dónde va a parar. No le digo lo de "más se perdió en Cuba", como afirmaba mi abuela, pero sí le leo un supuesto que vi en un artículo de Íñigo Domínguez: Imaginen una película en la que hay un virus terrible y para frenarlo hay que moverse haciendo el pino, quienes no sepan hacerlo deben asistir a clases de gimnasia y, si no, son evacuados al espacio exterior. Pues ya ves, le cuento, ahora no te exigen tanto: una mascarilla (y no sabes lo que las mujeres nos estamos ahorrando en potingues y lápiz de labios) y tener espacio libre alrededor. Una minucia, relájate.

Y también, la verdad es que nos estamos ahorrando, con eso de llevar la boca tapada y no salir tanto, los airones de otros diciembres (Airón: enfermedad que no recogen los libros de medicina pero que todos nosotros sabemos en qué consiste). A estas alturas y con este frío, el año pasado estábamos todos con el moco colgando y los estornudos estremecedores. Y míranos ahora, qué pimpantes, que no hay quien nos tosa.

Y luego le cuento otra ventaja de la pandemia: el descubrimiento de Miguel Ángel Martín, un actor malagueño que se ha dedicado a poner en las redes monólogos de humor desde la cocina de su casa, en pijama y con una taza con la bandera británica en la mano (¡yo tengo una parecida!), de la que casi nunca bebe. Son solo unos minutos, pero ¡cómo me ha alegrado la vida! No solo por lo que dice sino por cómo lo dice, con la perplejidad del que mira este mundo disparatado por primera vez y empieza a reflexionar con ese Que estoy yo pensando que.... El último que le oí, sin ir más lejos -le cuento a Jaime-, estaba él pensando que, como la gente se tome en serie, cuando todo esto pase, el retomar todo lo perdido -las copas, las fiestas, los cumpleaños, las ferias, las fallas, las procesiones de semana santa...-, no va a tener ni cuerpo, ni tiempo, ni dinero, ni salud, ni vida pa tanto plan. Que pongamos los marcadores a cero y que no hagamos planes, por favor.

Así que le digo a Jaime que le haga caso y no haga planes, que ya irán saliendo. El año pasado por estas fechas ya teníamos pensado y planificado nochebuena, navidad, fin de año, año nuevo y reyes. Sabíamos quiénes vendrían a cada fiesta, los regalitos en la mesa, la música que amenizaría el cotarro... Ahora, cuando hablamos de eso y ni siquiera sabemos dónde vamos a pasar cada festejo, terminamos todos diciendo: Pues ya veremos... El elemento sorpresa, que le dicen.

Porque otra cosa buena que ha traído la pandemia es enseñarnos a tener paciencia. Como le leí también a Clara Díez, una activista del queso artesano, la vida (como el queso) lleva sus tiempos y las respuestas llegan: antes o después pero llegan.  ¿No te parece, Jaime?

- No sé, no sé... -me contesta, seguramente asombrado con mi elocuencia y dotes oratorias.

- Ah, y otra cosa buena de la pandemia- remato- : con ella tendremos tema abundante de conversación para años.

- Pues ya veremos... -me dice al fin.




lunes, 30 de noviembre de 2020

Pociones mágicas



Mis nietos pequeños creen firmemente en las pociones mágicas. La más famosa, ya saben, es la que hace el druida Panorámix en los libros de Astérix y Obélix (básicamente se hace con muérdago cortado con hoz de oro, más raíces, flores, hierbas y algunas especies. También puede llevar una langosta que no le hace nada pero le da sabor). Pero a mí esta poción no me dice mucho ¿Quién quiere algo que te dé fuerzas sobrehumanas en estos tiempos que corren? Mejor, mucho mejor es la poción Felix Felicis que sale en el sexto libro de Harry Potter. El profesor Slughorn en la clase de Pociones la ofrece como premio para el que haga una muestra decente de un filtro. Una botellita de Felix Felicis es suerte líquida. Suficiente para disfrutar de doce horas de buena suerte -dice el profesor-. Desde el amanecer hasta el ocaso, tendréis éxito en cualquier cosa que os propongáis. Ahora bien, debo advertiros que el Felix Felicis es una substancia prohibida en las competiciones organizadas, como por ejemplo eventos deportivos, exámenes o elecciones. De modo que el ganador solo podrá utilizarla en un día normal. ¡Pero verá como éste se convierte en un día extraordinario!

 ¡Esa sí que sería una poción verdaderamente mágica! Porque mira que hay días catastróficos en los que todo te sale mal. Y no me refiero a tragedias, sino a las pequeñas rozaduras con que la vida nos dice que el color de rosa es para los chicles Bazooca, no para ella. Esta semana tuve un día así. Salimos de casa desde el alba para comprar un par de regalos de reyes y nos recorrimos un montón de sitios sin encontrar lo que iba buscando. Y en medio se nos pincha una rueda y venga otro peregrinaje por  gasolineras que no nos la cambiaban. A la 4ª nos mandaron a un taller en el que nos tuvieron una hora esperando, con lo cual se hizo la hora de la comida y yo sin vender una escoba (y sin hacer la comida). Cuando terminamos de comer a las 4 de la tarde me doy cuenta de que la despensa estaba invadida de hormigas, como en aquella película de "Cuando ruge la marabunta". Y ahí me ven, en vez de dormir la siesta, limpiando estantes y ordenando latas. Y cuando por la tarde voy a recoger una medicina que había encargado a la farmacia, me olvido del paraguas y me cae encima el Diluvio Universal. ¿Es o no es un día asqueroso (Malix Malicis lo llamaría yo)? ¿No es para echar de menos una poción mágica que te despeje del panorama todos esos inconvenientes?

Pero también es verdad que Harry Potter finge poner esa poción de la suerte en el desayuno de su amigo Ron que se sentía muy inseguro, y a éste, creyendo que lo ha hecho, ese día le sale todo fenomenal. Has parado los lanzamientos porque te sentías con suerte. Pero lo has hecho tú solito, le dice Harry. Y a lo mejor eso es lo que hay que hacer. Sentirse con suerte, pensar que incluso en días malos puedes rastrear algo que lo haga especial. Porque también es bueno ver caer la lluvia y el cambio de las estaciones cada mañana cuando desayuno. O que mi nieto el trasto me haga un dibujo muy guay del ángel Gabriel (?). O que a mi hermana la nombren Socia de Honor de la Sociedad Canaria de Pediatría y dé un discurso precioso que hemos oído online por lo menos. O que, a pesar de la pandemia, seguimos hablando con los amigos por wasap, o por teléfono, o, si me apuran, por señales de humo. O que hemos comprado ya el árbol de navidad, que promete un toque cálido en días fríos.

Todo esto ha pasado estos días también, y me hace pensar que quizás la mejor poción de todas es una tisana con las hierbas de la huerta (caña limón, mentapoleo, melisa, tomillo...), tomada al atardecer sentada en un sillón frente a la chimenea encendida, leyendo un libro entretenido, mientras afuera arrecia el viento y la lluvia baila claqué en los ventanales.

lunes, 23 de noviembre de 2020

El architataratatarabuelo


No sé si les he contado alguna vez que mi profesor de Historia en los dos años de Comunes, Don Elías Serra Ráfols, se me quedó mirando una vez con detenimiento y me soltó que yo tenía rasgos guanches. Muchos años más tarde, cuando él ya había muerto y yo estaba trabajando en el Instituto de La Laguna, estuve haciendo la tesis doctoral sobre él, tesis que no terminé pero que me sirvió para conocerlo como personaje fundamental en el estudio de la historia de Canarias y para descubrir que le interesaba mucho la Antropología física, cosa que seguro que explicaba su comentario sobre mi guanchedad.

La semana pasada pusieron en la 2 de Televisión un documental sobre las momias guanches que seguro que Don Elías no se hubiera perdido, igual que no me lo perdí yo ni muchos de mis amigos. Hablaron sobre todo de una de las momias encontrada en el Barranco de Herques o Barranco de los Muertos en Fasnia, la momia mejor conservada del mundo que se exhibe ahora en el Museo Arqueológico Nacional de Madrid. Está tan bien que uno de los investigadores exclamó: "¡No he visto otra momia más bonita!". Hombre, yo le diría que sinceramente bonita, bonita, no es. Sí que la arreglaron muy bien: no le quitaron las vísceras como hacen los egipcios, la lavaron con agua hervida con hierbas, la cubrieron con un emplasto hecho con manteca, sangre de drago, brezo, corteza de pino y polvos de piedra pómez, mezclado con picón del Teide, y luego, hala, 15 días a absorber en pelota el sol de la tierra como una jarea. Y después, envuelto en pieles, a descansar en silencio en cuevas oscuras y olvidadas.

Así que bonita, no, pero sí aseadita. Y entendí por qué gusta. Era un hombre de unos 40 y pico años, fuerte, alto (1,70) para lo que se llevaba entonces, sin heridas. Vivió entre el siglo XII y el XIII, pertenecía a la élite de su pueblo y tenía una dentadura perfecta como si acabara de salir de la ortodoncia. Tiene una expresión beatífica en la cara, el cuerpo relajado y enmarcado por unos brazos largos que terminan en unas manos finas y elegantes...: se la ve que ha reposado en paz.  Pero ahora, después de tanto tiempo, la empiezan a pasear como si fuera la Pantoja y le hacen perrerías: que si un TAC, que si análisis del carbono 14... Hasta chistes le han sacado en las redes, como uno en que le hacen decir al entrar en la máquina del TAC: "¡Ya era hora de que me llamaran para la resonancia!".

Lo mejor fue al final la reconstrucción del rostro (imagen inicial) hecha por el escultor Juan Villa siguiendo los parámetros que la cara va indicando. De repente, ese hombre guanche que vivió y murió en Tenerife hace 1000 años estaba ahí mirándonos como si nunca se hubiera ido. Y es verdad que tal vez nunca se fue del todo. Porque, aunque "somos un país felizmente mestizo" (Antonio Tejera) y estamos en el centro de mil migraciones, también dijeron que del 30 al 50% de la población canaria tendría un ancestro aborigen. Y yo, recordando el comentario de Don Elías, me emocioné y todo ante el aspecto real de la momia de Herques y me dije: "¿Será posible que esté contemplando la cara de mi architataratatarabuelo?".

lunes, 16 de noviembre de 2020

Y Duralex se hizo añicos



En este desastroso y asqueroso año (¡y mira que parecía bonito con ese veinte-veinte tan cuco! Para que te fíes de los números...) hasta lo irrompible se hace añicos. En septiembre nos anunciaban los periódicos que "el negocio de Duralex se resquebraja por la crisis del coronavirus". A lo mejor a los jóvenes de ahora no les dice nada esta noticia, pero los de mi generación crecimos con el Duralex, el primer cristal irrompible -¡milagro, milagro!-, y a muchos, cuando nos casábamos, nos regalaban, al lado de la vajilla buena para los domingos, algún juego de Duralex para los días normales, En mi caso fue un juego de tazas y platos color caramelo que acompañó nuestros desayunos durante largos, largos años.

De hecho, por el camino se fueron rompiendo copas de cristal fino, incontables bolas del árbol de navidad, platos y bandejas de porcelana... Un día de fin de año por la mañana recuerdo que la estantería, donde tenía la vajilla azul de puente y paloma, cedió y se armó un estropicio que todavía resuena con pesar en mi memoria (y eso que fue hace más de 20 años). Pero bueno, como decía mi madre, fue una pérdida solo material. Y a todo esto, el juego de desayuno color caramelo allí seguía impertérrito sin un rasguño. Al final, cuando ya estaba empañado de tanto lavado, lo tiré y me quedé con los platos, que todavía están por ahí, debajo de alguna maceta.

A mí me hace pensar este cristal que no tenía las cualidades del cristal-cristal: no era frágil, no era delicado, no era quebradizo. Pero eso sí, si alguna vez se rompía, lo hacía con ganas, en añicos chiquitísimos que tardabas un año en recoger. El escritor Juan José Millás (otro de mi generación) contaba en un artículo que él se dedicaba a tirar vasos de Duralex al suelo delante de sus amigos del colegio para que vieran lo nunca visto, un cristal que no se quebraba ni que lo aporrearan. Pero en una de estas sí que estalló en mil pedazos y su madre, cuando entró en la cocina espantada por el ruido, defendió la dureza del vaso diciendo: "Es que ha caído mal". Millás extrae una lección de todo eso: "No importa lo bueno que seas en lo tuyo si no consigues caer bien en el medio en que te desenvuelves".

Pero hay más lecciones que este humilde vaso de cristal irrompible te puede impartir. Que también hay personas a las que parece que nada le hace mella hasta que se enfadan y hay que echarse a temblar. Que nunca te fíes de lo que te dicen de algo o de alguien porque puede ser cuestión de tiempo que sea mentira. Que, por más que se oculte la naturaleza de una cosa, acabará saliendo a la luz: si eres una mona, aunque te vistas de seda, seguirás siendo una mona; si eres de cristal, por más que te disfraces de irrompible, seguirás en el fondo y con el tiempo siendo cristal.

Y al final todo nos conduce a lo de siempre , que nada es eterno, ni siquiera lo indestructible. Este año parece que, hasta a mí, me están minando el optimismo.

lunes, 9 de noviembre de 2020

El bar de la esquina



La única cosa buena que tiene hacerse un análisis (esa majadería que tenemos que sufrir de vez en cuando, y más a estas edades) es que después uno se mete un buen desayuno entre pecho y espalda en el bar de la esquina. El mío, al que fui la semana pasada después del pinchazo, es un bar coqueto y acogedor, especialista en bocadillos, pulguitas, montaditos, papas locas... y en el que los camareros llevan camisetas con el lema "Disfruta este momento".Y eso es lo que hicimos, disfrutar con un té verde, una pulguita de queso manchego aliñada con aceite virgen y hierbitas y un jugo de naranja natural, mientras la lluvia caía, mansa, detrás del ventanal. Solo le faltaban los churros para ser perfecto.

¿Quién no ha tenido un bar de la esquina en su memoria? Los bares son puntos de descanso entre tu casa y tus otros destinos, sean el trabajo, el Centro de Salud o el Supermercado; son lugares donde muchas veces no solo te conocen por tu nombre, como se decía en la canción de la serie Cheers, sino que también saben lo que te gusta. Recuerdo que, cuando iba todos los días a media mañana al bar de la universidad, Salvador, el dueño,  nada más verme ya recitaba: "Un café y un sandwich de mortadela sin mantequilla". Y lo mismo pasó más tarde en los bares más cercanos a los dos Institutos en los que trabajé: "La Parrala" en Santa Cruz al lado del Andrés Bello, y "Casa Micaela" en La Laguna al lado del Canarias Cabrera Pinto, sitios que consideré en aquellos tiempos como partes de mi casa. No me extraña nada que muchos escritores (Jardiel Poncela, Claudio Magris o J.K.Rowling, por ejemplo) hayan preferido escribir en los bares, solos pero siempre acompañados.

Por eso, me da tanta pena que la pandemia haya obligado a muchos bares a cerrar. ¿Qué hará nuestro país sin bares, qué haremos nosotros? Desde que Don Juan Tenorio y Don Luis Mejías recalaron en "La Hostería del Laurel" (- ¿La Hostería del Laurel? - En ella estáis, caballero -¿Está en casa el hostelero? - Estáis hablando con él) hasta el bar de Casablanca (De todos los bares de todo el mundo...¡ella entra al mío!), la tradición de los bares es larga y fructífera y nada ha podido contra ella, ni guerras ni temporales ¿Lo hará el condenado virus?

En nuestras ciudades y pueblos hay más bares que farmacias, casinos o iglesias. En los bares se han entretejido historias, se han montado revoluciones, han comenzado y terminado amores, se ha paliado el aburrimiento, se fomentan los encuentros y amistades, se arregla el mundo... y, por supuesto, se calma el hambre que produce ayunar para hacerte un análisis. Como dice Gabinete Caligari, los bares, qué lugares tan gratos para conversar, no hay como el calor del amor en un bar. ¿De verdad estamos dispuestos a ser un país sin ese calor?

Hay una canción preciosa, Balderrama, cantada por Mercedes Sosa, sobre un bar de Salta en donde los bohemios se juntan a cantar y guitarrear hasta la madrugada: Si uno se pone a cantar, un cochero lo acompaña y en cada vaso de vino tiembla el lucero del alba... Como nada es eterno, la sospecha de que pueda cerrarse late en la canción porque termina con este lamento: Lucero, solito brote del alba ¿dónde iremos a parar si se apaga Balderrama?. Es el lamento que muchos nos hacemos ahora: ¿Dónde iremos a parar si un día de estos el bar de la esquina de siempre, recoge mesas, almacena botellas, anuncios y risas, apaga la luz y cuelga el cartel de "Cerrado para siempre por causa mayor"?.

lunes, 2 de noviembre de 2020

De amores y desamores



Jose, uno de mis amigos, dejó a una novia, recién empezado el romance, porque, al bajarse ella del coche, se le remangó la falda y él vio que debajo llevaba unas ligas aguantando las medias. "¡Eran iguales a las de mi madre!", decía él. Y lo que pudo ser un gran amor se truncó allí mismo por siempre jamás

Dado que nadie es perfecto, imagínense la cantidad de imponderables que puede hacer que dos personas, destinadas a estar toda una vida en amor y compaña, de repente se miren uno al otro y se digan: "Pero ¿cómo pude fijarme en semejante idiota?". Porque esta "iluminación" puede darse por la tontería más tonta: porque el otro se suena haciendo mucho ruido, porque hoy tenía una uña sucia, porque pronuncia las eses finales con mucho énfasis (¿Cómo estásssss?), porque es peludo, porque crítica tus gustos, porque se te pareció de repente a tu profe de naturales del colegio...

Me acordé de esto porque esta semana pasada fue mi 49 aniversario de boda y pensé que, si llevábamos 49 más 6 de noviazgo, 55 años en total juntos, sin tirarnos los trastos a la cabeza y gustándonos a pesar de las majaderías propias de la edad y condición, bien valía la pena premiar tamaña perseverancia y hasta hacernos un regalo: un miniviajito que es lo que toca en estos tiempos infaustos que estamos viviendo. Así que nos fuimos 4 días a La Gomera, que es una isla casi limpia de virus, con el único plan de desconectar de la vida diaria, de disfrutar de la paz y el aire puro y de escuchar el silencio de esa tierra bendita en la que, entre grandes roques y profundos barrancos, cuesta encontrar una casa.

Hemos caminado por los senderos antiguos de Garajonay, hemos probado un potaje de berros en Arure, nos hemos bañado en Playa Santiago y hemos paseado por las calles de San Sebastián y comido en una tasca al lado del mar. Mi amiga (y ex-alumna) Raquel, que nos organizó el viaje, nos sorprendió con el regalo de una botella de champán y una tarta de chocolate que repartimos en el Hotel con los buenos amigos que nos acompañaron (y hasta con una pareja de una mesa vecina que no conocíamos de nada). Al final hasta trajimos galletas gomeras a la familia para que también lo celebren como en las bodas de antes. Ellos, nuestros hijos y nietos, están aquí porque nosotros tomamos la decisión de que estuvieran.

Y es que también, como dijo Irene Vallejo hace poco en un artículo, podemos enamorarnos de repente, por los motivos más menudos y nimios, con insensata euforia. El acento de una voz que nos habla por teléfono, una silueta apenas vislumbrada en la ventana, la promesa de una prenda de ropa que baila al son del viento en un tendedero, el sonido de unos pasos en la noche... Así que hoy mi escrito va dirigido a todos aquellos que por lo menos una vez en la vida se han enamorado y, en lugar de fijarse en que ella enseñaba unas ligas como las de su madre o él era demasiado peludo, se encontraron, como decía Gioconda Belli, con una sonrisa en la que poder confiar y unos ojos que nos aseguren la mañana. Nada ni nadie nos podrá quitar ese instante mágico.

lunes, 26 de octubre de 2020

Diferentes maneras de leer un periódico



Aunque parezca mentiras, hay muchas maneras de leer un periódico. O de no leerlo. Quitando los usos incorrectos (para hacer paquetes, para ponérselo en el pecho y no pasar frío, para el suelo de la cocina cuando se está friendo algo, para envolver castañas calientes...), un uso más correcto puede ser llevarlo debajo del brazo. En La Palma había uno al que, por llevarlo así, lo llamaban Sobaco ilustrado. Y Sophie Kinsella hace decir a una de sus protagonistas, una periodista supuestamente versada en economía, lo siguiente: "De camino a la rueda de prensa solo tengo que comprar una cosa que es imprescindible: el "Financial Times". Con diferencia, el mejor complemento que puede llevar una chica. Sus principales ventajas: 1. Tiene un bonito color. 2. Solo cuesta 85 peniques. 3. Si entras en una reunión con un ejemplar bajo el brazo, te toman en serio. Con el "Financial Times" en lugar visible puedes hablar de las cosas más frívolas del mundo y la gente, en vez de pensar que eres una cabeza hueca, cree que eres una intelectual que, además, tiene otro tipo de intereses". Y es que con el periódico hay gente que va a lo que va, como mi tío Cándido, que decía que él solo compraba "El Día" para leer las esquelas y enterarse de quién se murió.

Y después está cómo lo leemos. Mi marido, por ejemplo, lo lee en la cama, apoyado sobre el codo izquierdo y el periódico desplegado ante él. Empieza en la página 1 y, a veces, cuando llega a la 5, ya lo oyes roncar (aunque sigue sobre el codo izquierdo). Se va despertando a ratitos y, a trancas y barrancas, llega hasta el final. 

Mi amigo Miguel lo lee en el porche de su casa,  mirando hacia el jardín al atardecer, en su sillón preferido y tomándose un Johnny Walker etiqueta negra. Lo lee en digital y no un periódico sino varios: "El Mundo", "El País", "El ABC", "La Opinión"... Dice que lee los titulares, elige los que más le llamen la atención... y justo en ese momento se le estropea el momento perfecto.

Yo lo hago de otra manera. Lo leo en papel en mi mesa de trabajo, con bolígrafo y tijeras cerca por si quiero apuntar o recortar algo. Y empiezo por el final para que lo primero sea una sonrisa. En la última página te encuentras cosas curiosas como que hay un abuelo de 81 años que busca un récord mundial en los ochomiles, o que un cocodrilo raro paseó por los Pirineos hace 71 millones de años, o que hay quien investiga en viejas letrinas la caca de los que vivieron en la Edad Media (que ya es afición)... También en la última hoja de mi periódico está la columna de autores como Félix de Azúa, Vicente Molina Foix, Almudena Grandes, Manuel Vicent, Juan José Millás, Fernando Savater, Luz Sánchez-Mellado...  Cualquiera de ellos me hace sonreír ¿Cómo no hacerlo ante este párrafo de Manuel Vicent del domingo 18: Qué más da que digan los científicos que la vida solo es un conjunto de carbono, de hidrógeno, de oxígeno y de nitrógeno con una pizca de azufre combinados por el azar si, después de todo, esos elementos químicos te conducen a la sonrisa de la Gioconda, a los versos de Walt Whitman o a la luz de Matisse.?. 

Después de este inicio, ya puede venir todo lo demás: las páginas de la tele,los chismes en la de "Gente", las páginas chinas (para mí las de economía ¿Ustedes saben qué son gatekeepers, tasa Google, dividendos, logística, coworking...?). En las de deporte leo en qué puesto está el Tenerife y poco más; y en las de Cultura me entretengo con las entrevistas, las reseñas de libros, las recomendaciones sobre películas, las noticias (¡Hombre! A Elia Barceló le han dado el Premio Nacional de Literatura Juvenil por "El efecto Frankestein", que leí en agosto y me gustó. Qué bien). Hago el Sudoku difícil y los domingos, el Damero Maldito y el Crucigrama Blanco. Y ya estoy preparada para las páginas áridas, las arenas movedizas: las del coronavirus en las que aprendemos términos con nuevos significados, como confinamiento, 2ª ola, restricciones, brotes y rebrotes, PCR, la curva...; las de la política nacional -el ruido y la furia-, salpicadas, menos mal, con las viñetas de Peridis y El Roto; y las de Internacional, en las que todos se vigilan (Bruselas a Londres y viceversa, Trump a Cuba, la UE a Rusia y Bielorrusia...). Y con esto, llego a la portada, que casi nunca trae una noticia positiva. Bueno, estos días pasados, sí: la foto de la enorme sonrisa de Nadal al triunfar en Roland Garros.

A veces me dicen que debería leer muchos periódicos cada día para enterarme de toooodo lo que pasa, de lo que dijo fulanito de menganito y este de zutanito. Pero, aparte de que no tengo tiempo (ni ganas) de leer tanto, ¿para qué? En cualquier periódico lees noticias y opiniones con las que estás de acuerdo y otras con las que no (bendita diversidad). Y, ante esto, lo mejor es seguir la máxima atribuida a Voltaire: "No estoy de acuerdo con su opinión pero daría mi vida por defender el derecho que usted tiene de exponerla". Que es justo lo que hace un periódico.

(La imagen inicial es "Clotilde leyendo el periódico" de Joaquín Sorolla)


lunes, 19 de octubre de 2020

Una historia de mangos



Odio el viento del sur, sobre todo por lo selectivo que es. Mientras que en Santa Cruz no se mueve ni una hoja, él elige bajar ululando por el Valle del Portezuelo, donde vivo, tapizándome el patio con las flores rosas de la bignonia, rizando las hojas de las plataneras y llenando la huerta de aguacates y frutos caídos. Este octubre la ha tomado con los mangos y todos los días pongo en la nevera trozos de mangos en cuencos de cristal para comer frescos a cada rato y ya he hecho mermeladas y sorbetes de mango para un regimiento.

Haciendo sorbete, precisamente, estaba yo la otra tarde cuando me llamó mi amiga Lali para alegar un rato. Ni qué decir tiene que le ofrecí si quería alguna tonelada que otra de mangos, y ella, que es, como dice la canción, "entradita en cintura y dispuesta", al ratito estaba en casa con una botella de vino blanco frío, al que le hicimos los honores acompañándolo con una tortilla de papas y un jamón serrano que te puedes morir. Y habla que te habla, me contó una historia de mangos.

Ya dije hace poco que, cuando yo era pequeña, no conocía los mangos ni había oído hablar de ellos. Pero Lali, sí. Ella recordaba que una vez que estuvo enferma con difteria, su abuelo había ido a caballo por los caminos escondidos de Anaga, desde La Laguna a Igueste de San Andrés y, de vuelta, traía leche y una caja de mangos. Entonces, aunque yo no lo sabía, había un lugar en la isla en el que se cultivaban mangos y otras frutas exóticas. La gente que volvía de Cuba y Venezuela no había querido renunciar a su sabor dulce y especial y escondían en los baúles, como si fueran pepitas de oro, semillas de mango, zapote y papaya que plantaron en las laderas protegidas de los barrancos de Igueste de San Andrés. Allí, el microclima mima la fruta y hace que, todavía hoy, sea famosa por su sabor y dulzura.

La historia que me contó Lali fue sobre su madre, Teresa, una mujer guapísima que tenía una venta frente a la casa de mis abuelos en La Laguna. Un día, cuando ya Lali estaba casada con Jose, le ofreció mangos y, mientras los comía, Teresa, que entonces rondaría los 80 años, se echó a llorar. Les contó entonces que su sabor le recordó cuando de joven ella se iba los veranos a casa de su tía en Igueste de San Andrés y que se había enamorado de un joven, su primer amor, que le recogía mangos dulcísimos en el barranco y se los llevaba a ella como una ofrenda dorada. Lloraba por el recuerdo, tal vez por el amor o la juventud perdida. Lali le propuso llevarla a Igueste de San Andrés, y fueron, y allí encontraron la casa derruida de la tía, el barranco donde crecían los mangos y el lugar de los encuentros. Fue para Teresa un día memorable y, al final, dijo que no quería volver más. Pero Lali y Jose, hasta que Teresa murió, iban todos los años a Igueste a comprarle una caja de mangos, dulces como ninguno.

¡Qué bueno rememorar una historia de tiempos pasados e imaginar otras vidas! ¡Qué bueno renovar el ritual de la amistad una tarde de octubre frente a un vaso de vino fresco y un picoteo! ¡Qué bueno que se hayan caído los mangos para obligarme a regalar y a repartir! 

Casi estoy por amar el viento del sur...


lunes, 12 de octubre de 2020

Una de jubilados y asesinatos



El mes pasado leí una novela de jubilados, "El club del crimen de los jueves" de Richard Osman. Y a principios de este mes leo en el periódico que es el éxito del año en el Reino Unido, que se han vendido más de 170.000 ejemplares igualando a Harry Potter y que Steven Spielberg adquirió ya los derechos para el cine.

A mí me llamó la atención porque creo que es el primero que leo con tantos jubilados juntos Sí, está la Miss Marple de Agatha Christie o El abuelo que saltó por la ventana y se largó de Jonas Jonasson. Pero aquí hay un complejo residencial de lujo lleno de jubilados y los 4 protagonistas que se dedican los jueves a resolver crímenes no resueltos -un entretenimiento mejor que hacer crucigramas- son ya bastante talluditos, rondando los 80 años. 

Me lo leí de un tirón, o sea que me gustó y me entretuvo, que es lo que tiene que hacer un buen libro. Me pareció un acierto las dos voces narrativas, en tercera persona el tono general y en primera persona el diario de Joyce, una de las jubiladas, que suaviza la narración y que dice verdades como templos sobre nosotros, los jubilados, como "A partir de cierta edad puedes hacer prácticamente lo que te dé la gana. Nadie te regaña, excepto tu médico y tus hijos". O que, con la edad, una empieza a aceptar que muchos asesinos siguen impunes, escuchando tranquilamente en su casa la previsión del tiempo. 

Me gustó también que el autor, aunque es fan de la novela negra escocesa, confesara en una entrevista que su corazón -como el mío- "está con humoristas británicos, como Muriel Spark, P. G. Wodehouse, Alan Bennett y Victoria Wood". El libro abunda en ese sentido del humor tan british que te hace sonreír aunque hable de crímenes.

Pero sobre todo me ha gustado, más allá de la trama, lo bien definidos que están los personajes, no solo los protagonistas, sino también los malos, empresarios sin escrúpulos y matones de tres al cuarto. "Me divertí mucho creándolos -dice el autor-. Hay algo genial cuando uno se pone a escribir sobre tipos duros que son verdaderamente mala gente. Y todos hemos conocido a gente así, que se preocupan más por lo que ganan que por el daño que hacen por el camino". 

Pero los que acaban de enamorarte son los 4 protagonistas -Ron, Joyce, Ibrahim y Elizabeth-  porque también los conocemos a todos. "Viejos que luchan contra la noche", los definen en algún momento; pero, en realidad, jóvenes jubilados porque, a pesar de la artritis y otras majaderías, el espíritu es el mismo. ¿Quién no conoce entre nuestros jubilados a algún Ron el Rojo?  "Veterano de piquetes y calabozos, de esquiroles y listas negras, de trifulcas y sentadas, de huelgas legales y paros salvajes".

Luego está Joyce, una exenfermera viuda, muy amable y dulce, que es igualita a mi amiga Luchi: "menuda, risueña y con el pelo completamente blanco", alguien que piensa bien siempre de los demás y a quien todo el mundo quiere.

Ibrahim fue psiquiatra y conoce el alma humana. Recita mentalmente la lista de países del mundo para ejercitar las neuronas, hace cálculos rápidamente y, como algunos amigos míos, es más listo que el hambre y sabe de todo. Como, por ejemplo, dónde está Tombuctú (en Mali).

Elizabeth es la líder y la definen como Marlon Brando en El padrino. Seguro que fue un pez gordo en el mundo del espionaje: tiene carnet para conducir carros de combate, hay gente importante que le debe favores y no acepta un no por respuesta. Ya me veo a Helen Mirren o a Judi Dench en su papel (apunta, Steven)

Se diría que los jubilados estamos de moda y entiendo que el libro, ameno y divertido, haya tenido éxito. Pero ¿igualarlo a Harry Potter? Mis sobrinos-nietos hacen fiestas vestidos de Harry Potter y mis nietos, el último domingo que vinieron a comer aquí, jugaban con varitas mágicas mientras gritaban el hechizo gravitatorio de ¡Wingardium leviosa!. Cuando veamos a los jubilados del mundo jugando a ser Ron, Joyce, Ibrahim o Elizabeth, entonces sí diremos que Richard Osman ha igualado a J. K. Rowling. Hasta ese momento, esperemos por las siguientes entregas y disfrutemos de un buen libro sentados en nuestro sillón favorito en el silencio del atardecer.


lunes, 5 de octubre de 2020

De Taganana a más allá



Hay un pueblito en Tenerife, Taganana, que no todo el mundo conoce. Tal vez porque no está al paso o porque el camino hasta allí no es fácil, pero de hecho yo no lo conocí hasta los 18 años, un día que bajé caminando con un grupo de amigos desde El Bailadero a través de la laurisilva por un sendero que llaman "Las Vueltas de Taganana". Pero sí había oído hablar de él porque en Taganana vivía un monstruo. Se le llamaba también "el Fenómeno de Taganana" y en la calle del Sol, en Santa Cruz, había una foto de él en el escaparate de un fotógrafo. Yo le tenía miedo porque la foto mostraba a un hombre con una cara enorme, sin ojos ni nariz, y solo por eso siempre pensaba que no iría nunca a un sitio así, donde viviera alguien que yo identificaba con los ogros de los cuentos. Cuando crecí y supe que "el monstruo" era realmente un pobre chico, Ambrosio, que padecía el síndrome de Crouzon, cobraba cuando lo retrataban y amaba la música, el miedo entonces se sustituyó por la pena y la compasión, de tal manera que aquella primera vez que bajé a Taganana y me encontré con él a la entrada del pueblo y oí su respiración, no lo miré para que no leyera en mi cara nada, ni pena ni susto, solo respeto. Más tarde en el cine vi otros casos parecidos, "El hombre elefante" o el personaje de Slotz en "Los Goonies" y siempre pensé que era una existencia triste. Pero Ambrosio, al menos, vivía en Taganana, apartado pero tal vez protegido por los que lo conocían y lo querían.

Taganana es un pueblo apartado, suspendido entre el mar y las montañas de Anaga. Su propio nombre guanche parece venir de anagan, que significa "rodeado de montañas". Y, sin embargo, es curioso que cada vez que sale su nombre en la conversación sale también una historia que parece traspasar el pueblo más allá de las montañas y abrirlo al mundo más allá del mar.

La primera historia me la contó mi amiga Conchi, que es historiadora y que me habló de una niña guanche de Taganana que, según las crónicas, fue vendida con 7 años por los castellanos en Valencia en 1494. Sobre esa historia hizo un poema Pedro Guerra Cabrera y su hijo, Pedro Guerra también, le puso música y lo tituló "Cathaysa". Una parte de la canción dice así:

"Se la llevaron los invasores / cuando venía de la montaña / con su carguita de til y brezo / camino abajo por la quebrada. / Se la llevaron de anochecida / a la guanchita de Taganana / y el manojito de leña seca / desbaratado quedó en Anaga. / Juquete de algún marqués, / menina de alguna dama, / sierva de grandes señores / en algún lugar de España. / Cathaysa, la niña guanche, / no verá más Taganana."

La segunda historia, esta con final feliz, salió en una comida de amigos y fue Pablo, un descendiente de tagananeros, el que me habló de su tía Matilde, "muy guapa, rubia y con ojos azules, como muchos del pueblo". Tuvo un hijo del que el padre no quiso saber nada y, por darle un futuro mejor, se marchó y consiguió trabajo de camarera en el Hotel Mencey. Quiso el destino que el Cónsul inglés (Don John terminaron llamándolo los paisanos) se enamorara de ella, se casara y más tarde se llevara a nuestra tagananera y a su hijo para Inglaterra donde se codearon con la élite británica. Ella recibió clases y su vida cambió completamente ¿No les recuerda a Cenicienta o tal vez a Pigmalión? Esas cosas pasan en sitios de cuento como Taganana.

La tercera historia me la dijo Lali, que es bióloga especialista en botánica y sabe de estas cosas. Ella me habló de cuatro chicos que estudiaron juntos en la Universidad Miguel Hernández de Elche y que, enamorados de la tierra fresca y volcánica de Taganana, tuvieron el sueño de crear un vino propio, con personalidad, sobre los viñedos que mirando al Atlántico están allí desde que los portugueses los plantaron en el siglo XVI. Los 4 amigos dieron un salto de alegría cuando en septiembre de 2014 el expresidente de Estados Unidos, Barack Obama, lo probó en un almuerzo en Nueva York y dijo que era de lo mejorcito que había probado. Esto dio un espaldarazo al vino "Táganan" y hoy está puntuado, según la Guía Parker, entre los mejores del mundo.

Taganana es un pueblo perdido pero parece mantener vínculos con el mundo entero. La niña guanche que nunca volvió a ver su pueblo, la esposa del diplomático que tal vez merendó con la reina de Inglaterra y los 4 amigos que han hecho un vino digno de un presidente son ejemplos de que no hay encierros para el hombre y de que cualquier sitio está conectado, lo quiera o no, con el resto.

Un día de estos vuelvo a Taganana.


lunes, 28 de septiembre de 2020

Libérate de los tacones


La verdad es que no me gustan nada los graffitis que hacen en monumentos públicos o en paredes impolutas. ¡Cómo se ve que los grafiteros no han tenido que pintarlas un día de agosto por la mañana! Pero ya tú ves, la otra noche, paseando por la Plaza Santo Domingo de La Laguna, vi esta frase, "Libérate de los tacones", y me hizo gracia porque la sentí como propia. Percibí en esas palabras el inmenso alivio que, después de un día de estar encaramada en unos tacones, se sentía cuando una se los quitaba. ¡Aaah, qué placer!

Estoy convencida de que los tacones son uno de los instrumentos de tortura más refinados que se han hecho contra las mujeres. Porque sabrán que al principio, cuando allá por el siglo XV los inventó algún sádico, tanto los hombres como las mujeres se los ponían, entusiasmados por encontrarse más altos que el vecino y por mirarlos por encima del hombro. A Luis XIV se le ve en los cuadros encontrándose a sí mismo divino con sus tacones. Pero sí, sí, poco duraron ellos con esa moda, con lo comodones que son. Hala, a endilgársela a las mujeres, que aguantan carretas y carretones con tal de encontrarse guapas.

Mi abuela Lola, que era bajita, no salía a la calle sin sus tacones. De hecho, su hermana, que tenía una peletería, todos los años le regalaba dos pares de tacones, unos para verano y otros para invierno. Hasta las zapatillas de estar en casa eran de tacón ¿Cómo lo aguantaba? Yo sé, claro, que hay una fascinación por zapatos y tacones entre muchas mujeres. Muchas de mis amigas no pueden pasear por una calle comercial sin pararse ante cada zapatería. Becky Bloomwood, la protagonista de seis libros de Sophie Kinsella dedicados a una loca por las compras, deja claro ese magnetismo en el siguiente párrafo, cuando va a comprar unas sandalias de tacón alto que la vuelven loca:

... la dependienta ha vuelto con las sandalias. Las miro y el corazón me da un vuelco. ¡Son tan bonitas! Preciosas. Delicadas y de tiras, con una mora en el dedo gordo... En cuanto las veo, me enamoro de ellas. Son un poco caras. Bueno, todo el mundo sabe que con los zapatos no se debe escatimar porque los pies son muy delicados y enseguida se estropean.

Me calzo una con un escalofrío de placer. ¡Son fantásticas! De repente, mis pies parecen más elegantes y mis piernas más largas. Resulta un poco difícil caminar con ellas, pero seguro que es porque el suelo de la tienda es muy resbaladizo.

-¡Me las llevo!- afirmo sonriendo alegremente a la dependienta.

Y no solo eso sino que luego ve unas iguales, " la cosa más exquisita que he visto en mi vida", solo que en vez de una mora lleva una mandarina, y se lleva los dos pares porque "es amor a primera vista".

También pienso que esa petición de libertad -¡Libérate de los tacones!- probablemente no la habrá hecho un hombre, -que no los sufre-, a no ser un Sarkozy o un Aznar, que se los ponen disimulados. Y también pienso que, si pedimos libertad, ¡hay tanto de qué liberarnos!:

De la esclavitud al móvil y a las redes.

De obligaciones y compromisos que no nos aporten nada.

De bulos y manipulaciones.

De los vociferadores.

Del qué dirán.

De modas y postureos.

De miedos sin fundamento.

De celos y rencores.

De creencias no comprobadas.

De enfados enconados...

Así que, aunque puedan decir que el graffiti de la Plaza de Santo Domingo es una petición humilde y superficial, en un mundo que cada vez nos pone más restricciones (y a pesar de mi aversión a las pintadas en lugares inconvenientes), liberarse de los tacones, qué quieren que les diga, me parece una excelente manera de empezar a probar la libertad.

lunes, 21 de septiembre de 2020

Las chicas guapas son las del Toscal

Callejón Pisaca en el Barrio del Toscal (Foto de Clari Delgado)

 "Dice Marichal, dice Marichal que las chicas guapas son las del Toscal..." ¿Qué chicharrero no conoce esta copla? Lo que no sabemos es quién fue el tal Marichal, aunque no cabe duda de que fue un hombre sabio y clarividente. Lo atestiguamos todas las que somos del barrio del Toscal, uno de los barrios con más solera de Santa Cruz: mis amigas Esther, Mari Carmen, Clari, Marian, Conchi, Pili, Rosaura, Marisa, Chari, Rosi, Iris.. y yo, por supuesto (sin falsa modestia, oye). Hasta la chicharrera que fue Miss Europa, Noelia, era del barrio del Toscal.

Uno de mis amigos (también toscalero y también guapo, aunque Marichal no dijo nada de ellos) me ha propuesto estos días que por qué no me animo y escribo una historia del Toscal del siglo XX "en este momento en que aún quedamos vivos muchos que todavía tenemos los recuerdos en la memoria". Yo le respondí que no tengo memoria, ni ánimos para una tarea así, ni mucho tiempo tampoco. Pero que, si alguien se decide, me parece una idea estupenda y yo sería de las primeras que compraría un libro que me toca el corazón, un libro que recorra la historia de un barrio que empezó siendo marinero y que luego creció mucho hasta convertirse en una parte fundamental de mi Santa Cruz.

Viví, es cierto, hasta los 12 años al filo del barrio, en la calle del Pilar, pero recorría todos los días la calle de la Amargura (con la fábrica de caramelos Yumbo y la Ciudad Juvenil) e iba al Colegio de las Dominicas, a aquel hermoso edificio  entre la calle Santa Rosalía y San Vicente Ferrer. A partir de los 12 nos mudamos a la calle San Miguel, en pleno corazón del barrio. Y no a cualquier sitio, no. Nos mudamos al edificio que mi padre (aparejador y contratista de obras) hizo en los años 50 sobre la antigua Cárcel de mujeres. A mí siempre me emocionaba pensar que en ese lugar, donde hubo tanto llanto, estallaran después tantas risas de niños (éramos 15 niños en un edificio de 4 viviendas) y tanta vida. Fue un tiempo feliz.

Teníamos 5 cines: San Martín, Royal Victoria, Parque Recreativo, El Toscal y el Ideal Cinema, que hacía de cine al aire libre en verano y de cancha de baloncesto el resto del tiempo. Recuerdo una vez ir con mis hermanos y primos al San Martín y no encontrarnos con nadie más, solos en el enorme patio de butacas. Le dijimos entonces entre risas al que nos ponía la película que por nosotros no se molestase en ponernos el NODO, que ya lo habíamos visto.

Comprábamos caramelos, el pan, los cigarrillos y los periódicos en los carritos, sobre todo en el de Doña Nati, que era algo así como el Club del barrio, por donde todo el mundo pasaba, igual que por la terraza frente a la Farmacia de García Morato. Los chicos jugaban en el futbolín de Don Federico (tabú para las chicas) y todos hacíamos vida social en la venta de Doña Juana o en la de Transi, en el estanco Gopi, en Miguel el de las papas, en el Horno de pan de Agustín Cabeza o la Molienda la India, que llenaban las calles de aromas maravillosos por las mañanas. Nos peinábamos nosotras en la Peluquería de Jesús en la calle de la Rosa y los chicos iban a la Barbería My friend, en donde había un cartel que decía "Aquí se viene a hablar de fútbol". De aquellos años nos llegan los sabores de los calamares de Casa Servando frente al Royal,  de los churros de San Martín los domingos, de las primeras pizzas que probamos en la Dulcería Victoria o de los fabulosos helados y horchatas de "La flor de Alicante" y "La alicantina".

¿Y qué me dicen de aquellos personajes tan típicos del barrio? Había un tal Martín que no se perdía un entierro; el Tocatodo, que iba efectivamente tocando todo, farolas, coches, paredes; Julián el Bizco; Quico el tapicero que nos cantaba borracho todos los sábados por la noche, calle Tribulaciones abajo, aquello de "Tengo una debilidad..."; Miguel el Mudo que ganaba todos los años el primer premio de disfraces del Carnaval...

Pero lo mejor de todo era saber que estabas en tu terreno, que conocías a todos y todos te saludaban, que pertenecías a ese mundo. Viví allí hasta los 25 años y no es raro recordar aquellos buenos momentos cada vez que nos encontramos 2 o 3 toscaleros de los de entonces. No escribiré la historia del barrio, pero que vaya mi homenaje hoy en este post a ese tiempo que siempre va conmigo. ¡Qué bueno fue ser adolescente en un barrio y saber, que por ser del Toscal, era además una chica guapa! Y entre nosotros, el tal Marichal ¡qué ojo clínico tenía el tío!

lunes, 14 de septiembre de 2020

Las mareas de septiembre



En Gran Canaria siempre han sido  las mareas del Pino porque el día 8 de septiembre es el día de la Virgen del Pino y parecería que ella es la que está gobernando todo, hasta las aguas. Pero para nosotros, los de la isla de enfrente, siempre se han llamado las mareas de septiembre o mareas vivas. Es el momento del equinoccio de otoño, cuando la luna y el sol se alinean sobre el ecuador y hacen fuerza para que el mar, durante la luna llena y la luna nueva, esté más alborotado que de costumbre. Esta es la época en que a más de uno, por ejemplo, el mar se les ha llevado las cholas que dejaron en la orilla, o las olas los han revolcado hasta la arena dejándolos traspuestos.

Al mismo tiempo en este septiembre nos ha llegado la señal de una enorme onda gravitacional, producto del choque entre dos agujeros negros hace 7.000 millones de años. Es la última ola de otro tipo de mareas vivas, una que ha viajado a la velocidad de la luz a través del espacio cósmico.

Tal vez estas grandes mareas -la del mar y la del universo- sean la manera que tiene la naturaleza de limpiar y renovar, de removerlo todo para empezar de nuevo otro ciclo. En septiembre, después de las grandes olas, los mares terminan por estar en calma, el aire es más limpio, los atardeceres más intensos.

Oficialmente las mareas de septiembre, para la gente en edad escolar y para nosotros, los docentes, que contamos los años por cursos, han sido siempre la señal de que el verano se ha ido, de la despedida de los baños, el salitre en la piel y el relax en el cuerpo. Pero también es la señal del comienzo de curso, de que a partir de este momento hay que ponerse las pilas. Y en este septiembre, tan particular y extraño, eso es lo que están haciendo ahora mis colegas, los profesores: preparar la vuelta a las clases como un reto mayor a otros septiembres. Sé que están preparados, que lo están haciendo con una ilusión tremenda como si fuera la primera vez, que están echando mano de imaginación y creatividad y que se les están ocurriendo ideas estupendas para que las clases resulten un éxito a pesar de los pesares.

Mi post de hoy va de animarlos, a ellos y a los padres, a que sigan adelante, de decirles que pasen de presiones y no hagan mucho caso a titulares alarmantes. Estos días circula un wasap con la noticia de que en Francia se han cerrado 22 colegios nada más empezar. El gobierno francés ha establecido el protocolo de que si hay 3 casos en un colegio, se cierra. Si han cerrado 22 colegios es que hay 66 casos. Pero son 66 casos de 12.600.000 escolares. Visto así, la noticia no asustaría tanto, pero los periódicos tienen que vender.

Así que, mis queridos compañeros docentes, mucho sentido común, mucha ilusión y que septiembre y sus mareas -las marítimas y las cósmicas- traigan optimismo, limpieza de miras y valentía para hacer oídos sordos a las presiones y a los agoreros (que los va a haber). ¡Que tengan todos un feliz curso!

lunes, 7 de septiembre de 2020

¡Qué bien comíamos entonces!




Vienen mis nietos pequeños a casa en estos días de septiembre en que los padres empiezan a trabajar después de las vacaciones. Al segundo día la de 7 me dice que no le dé de postre polos de chocolate y almendras (el vicio de mi marido), que mamá le ha dicho que comer eso todos los días no es sano. Y como es normal, les he dado un Actimel, que en esas cosas hay que seguir lo que los padres dicen. Pero si yo les contara a esta generación del yogur (mis hijos) y del Actimel (mis nietos) la dieta con la que crecimos los de mi generación...

Para empezar no era raro que los niños tomáramos alcohol (daba sangre, decían). A veces lo recordamos cuando nos reunimos 4 o 5 de las de mi quinta. Mi amiga Lali, por ejemplo, recuerda que, cuando su familia empezó a veranear en Bajamar, hace unos 60 años más o menos, su tía los llevaba a ella y a sus primos a bañarse al mar a las 7 de la mañana. Y cuando terminaban el rito purificador y gélido, les daba allí mismo a cada uno un huevo batido en un vasito de vino para hacerlos entrar en calor. Para lo mismo mi madre llevaba a Las Teresitas cuando íbamos por las tardes una botella de vino Sansón (en la imagen) y, según salíamos tiritando del agua, nos iba dando un vasito lleno que nos sabía a gloria. También mi madrina, con la que íbamos a bañarnos a la Playa de Martiánez en los veranos realejeros, nos llevaba una ralea de gofio, vino y miel que levantaba a un muerto.

Somos muchos los de mi generación a los que se les daba semejante dieta sana. Mi marido, con 5 años, se bebió de un tirón un vaso de vino blanco que vio sobre el poyo de la cocina y que resultó ser aceite, cosa que no se le ha olvidado en la vida. Otros recuerdan beber chupitos de anís o sidra en navidad. Y también a algunas de mis compañeras sus madres las despertaban con una tacita de café para que se espabilaran y fueran al colegio bien despiertas. El caso es que el vino, el café, los bollos,el gofio, los huevos casi todas las noches... eran el mejor régimen para tener unos cachetes colorados y mofletudos, unas buenas pantorrilas y un cuerpo hermosote: el paradigma de la salud.

"El hombre es lo que come", decía allá por el siglo XIX Feuerbach. Y sí, tenía razón, cada generación es el producto de su dieta. Cervantes, antes de describirnos físicamente a Don Quijote, ya en la tercera línea nos cuenta lo que come: Una olla de algo más vaca que carnero, salpicón las más noches, duelos y quebrantos los sábados, lentejas los viernes, algún palomino de añadidura los domingos. Y miren la comida de Huckleberry Finn: ... tortas de maiz y leche cremosa, y cerdo y repollo y verduras -no hay nada tan bueno en este mundo cuando está bien guisado-... Nosotros, los que fuimos niños en la posguerra, no conocíamos muchos de esos alimentos ni muchos de los de ahora: aguacates, berenjenas, champiñones, cerezas, puerros, espárragos, cordero, mangos... A lo mejor existían pero en otros mundos. Las ensaladas brillaban por su ausencia y, si alguna compañera de clase nos hubiese dicho que era vegetariana, le hubiésemos preguntado "¿Y eso qué es?".

Sí, es verdad que ahora a muchos de los que seguíamos la dieta de aquellos años nos gusta el vino (el buen vino, además)

Sí, ninguno está muy flaco (excepto los que tienen un metabolismo), a lo mejor producto de lo que ahora llamaríamos excesos (¿Les he contado que me criaron con leche condensada?).

Sí, no comíamos carne sino los domingos y fiestas de guardar.

Sí, no probamos ninguna de las muchas exquisiteces de ahora.

Pero las papas eran las mejores del mundo, las frutas sabían a fruta, los dulces de mi abuela eran para hacerles un monumento y no he comido en mi vida bistecs más buenos que los que mi madre nos hacía cada domingo con un buen majado de ajos y perejil y acompañado de un enorme plato de papas fritas.

Era una dieta insana, dicen, pero ¡qué bien comíamos entonces!

lunes, 31 de agosto de 2020

600 posts y unos cuantos tatuajes




Este es mi escrito nº 600 desde que allá en 2008 se me ocurrió empezar a escribir este blog. Una amiga me dijo que para celebrarlo, ahora que todo el mundo se tatúa las efemérides, lo menos que podía hacer era tatuármelo en la piel como premio a la constancia (y al rollo que tengo). ¿Se imaginan? Ahí en mi brazo "Los 600", como si fueran los metros subidos a una cima (pequeñita), o los kilómetros recorridos en una imposible vuelta a la isla, o los goles de Messi.

Decliné amablemente la sugerencia de mi amiga, primero porque ni que fuera una proeza. Cuando llegue a los 10.000 como los de Jenofonte o los 10.000 Hijos de San Luis, entonces me lo pensaré. Segundo, porque eso significaría que quiero perpetuar esa cifra como si ya no hubiera más, y no se hagan ilusiones, seguiré dando la lata. Y tercero, porque nosotros, los de mi generación, no somos de un tatuaje. Solo se lo admitíamos a Popeye y su ancla en el brazo, y va que chuta..

La gente de ahora sí que es de tatuajes. Hay futbolistas a los que no se les ve ni un cachito de piel limpia. La actriz Angelina Jolie creo que tiene tantos que se tiene que maquillar el cuerpo en las películas para que no se le vean. El que más el que menos usa su piel como lienzo para contar su historia. Mi hija (en la foto este verano en la playa) se tatuó un ave fénix en la espalda porque, como él, ha sabido renacer de sus cenizas. Mi nieta tiene la palabra ARTE en un brazo porque sabe que el arte es algo a lo que seguirá siendo fiel siempre (no como Melanie Griffith que, cuando se divorció de Antonio Banderas, borró rápidamente el corazón que tenía con su nombre en el brazo). Los tatuajes cuentan historias, son libros en la piel. La calavera con ojos tiernos que tiene una amiga en la muñeca esconde el nombre de alguien que le cambió la vida ("pero yo sé que sigue ahí", me dice); la rosa de los vientos en la pierna de otro amigo es un recordatorio "para no perder el norte nunca más". Justin Trudeau, el primer ministro canadiense, tiene en el brazo al Planeta Tierra dentro de un cuervo de la tribu Haida a la que se siente muy unido... Los humanos tatúan historias, nombres, acontecimientos, cómics, creencias, poemas... en dibujos sobre la piel que pretenden ser eternos, aunque sabemos que no lo serán.

De todas las historias hay dos que me gustan mucho. Una es la canción "Tatuaje" de Concha Piquer, que mi madre me cantaba y que hablaba de un marinero "hermoso y rubio como la cerveza" que se encuentra con una mujer en el puerto "un anochecer cuando el blanco faro sobre los veleros su beso de plata dejaba caer". El le muestra su brazo tatuado "con este nombre de mujer ... Ella me quiso y me ha olvidado, en cambio yo no la olvidé, y para siempre voy marcado con este nombre de mujer". Él se fue una tarde con rumbo ignorado y ahora es ella la que "errante lo busco por todos los puertos y a los marineros pregunto por él..." "Mira su nombre de extranjero, escrito aquí sobre mi piel. Si te lo encuentras, marinero, dile que yo muero por él". ¡Toma ya! Esas eran canciones con historia dentro, con su inicio, nudo y desenlace y no el chundachunda de muchas de ahora.

La otra historia la leí en el libro que les comenté hace poco ("El infinito en un junco" de Irene Vallejo) y es de Herodoto. Un general ateniense quiere enviar una carta a su yerno, el tirano de Mileto, para hacer estallar una revuelta contra el Imperio persa ¿Dónde llevar escondida una carta que les conduciría a la muerte si se descubría? Se le ocurrió entonces afeitar la cabeza al más leal de sus esclavos, grabar en ella el mensaje y esperar a que le creciera el pelo. Entonces lo mandó a Mileto y, aunque lo cachearon, no encontraron nada. Se rapó allí la cabeza y se la enseñó al receptor . El plan funcionó y el esclavo nunca supo qué mensaje incendiario tenía en la coronilla. Una historia estupenda.

Irene Vallejo cree que "el tatuaje es una supervivencia del pensamiento mágico, el rastro de una fe ancestral en el aura de las palabras". Aunque nunca me haya tatuado, celebro haber contribuido con estos 600 escritos a creer en esa fe en las palabras. Y hablar de tantos temas, y hoy de los tatuajes, es también una forma de permanecer para siempre. Aunque nuestros siempre duren tan poco como algunos amores.

lunes, 24 de agosto de 2020

No me acuerdo




Hay un libro titulado "Me acuerdo" (I remember) de Joe Brainard (luego Georges Perec lo imitó en Je me souviens) en el que el autor encadena todos sus "me acuerdo" para trazar el mapa de su vida: "Me acuerdo del día que murió Marilyn Monroe", "Me acuerdo de lo bien que puede saber un vaso de agua después de un tazón de helado", "Me acuerdo de ponerme bronceador y de que justo entonces el sol se vaya", "Me acuerdo de un día muy caluroso de verano en el que se me ocurrió poner cubitos de hielo en el acuario y se murieron todos los peces", "Me acuerdo de ponerme mi mejor ropa para ir a comprar ropa nueva", "Me acuerdo de decir "gracias" en ocasiones que no lo requieren", "Me acuerdo de cuando en el instituto tenía la costumbre de ponerme un calcetín en los calzoncillos"...

Si yo fuera a escribir un libro sobre mi vida basado en mi memoria, estaría más bien lleno de "no me acuerdo".  Mi hermano me mandó hace poco una foto borrosa en blanco y negro (imagen inicial) del año 68 en las Fiestas del Cristo de Tacoronte, dice. En ella estamos mi hermano, yo, mi primo Mingo, Tito Guanche que en ese momento salía con mi hermana, mi cuñada Rosaura (que todavía no lo era),  mi hermana medio escondida detrás y su amiga Pine. No me acuerdo en absoluto de esa foto, de quién nos la hizo, no me acuerdo de haber ido en mi vida a las Fiestas del Cristo de Tacoronte, no me acuerdo de estar allí entonces. Yo tenía 20 años y empezaba ese curso 4º de carrera ¿No debería estar en Madrid ya en septiembre? Y, como estos, hay miles de momentos de los que no me acuerdo.

No me acuerdo de la primera vez que vine a esta casa blanca, cuadrada y de puertas y ventanas azules en la que escribo ahora frente al mar.

No me acuerdo del segundo beso que di al amor de mi vida (aunque sí recuerdo el primero).

No me acuerdo de muchos lugares que he visitado ¿Cómo se llamaba aquel pueblito francés en el que siempre nos perdíamos?

No me acuerdo de la mayoría de cosas que aprendí en mi carrera y que olvidé con la misma rapidez.

No me acuerdo de muchos alumnos de los cientos que tuve, a los que quise y que luego perdieron sus rostros en la nebulosa de mi memoria.

No me acuerdo de lo que hablé en mi primera clase. Ni en la última.

No me acuerdo de la mayoría (¿un 90%?) de mis días de colegio.

No me acuerdo de los momentos clave: cuando aprendí a andar, a hablar y a escuchar.

Pero sí me acuerdo de cuando aprendí a leer y a escribir a los 3 años. Me acuerdo de la voz de mi madre, de la dulce mirada de mi padre, de las peleas que me echaba mi abuela, de los primeros (y siguientes) pasos de mis hijos , de la complicidad que siempre he tenido con mis hermanos y primos, de muchas risas con mis amigos, de algunas maravillas que he visto en los viajes, de otro montón de alumnos con los que nos reconocemos, de los libros amados, de la letra de algunas canciones y poemas...

Al final, si vuelvo la vista atrás hacia lo que ha sido la historia de mi vida, encuentro islotes de luz hechos de fotos y recuerdos que sobreviven en un océano de oscuridad y "nomeacuerdos".

lunes, 17 de agosto de 2020

Organizados y caóticos




Yo estoy convencida de que la civilización tal como la conocemos empezó cuando una mujer (seguro que fue ella), allá en su caverna prehistórica, decidió que ya estaba bien de aprenderse las cosas de memoria y de usar los dedos para saber las tareas pendientes y empezó a hacer listas con ellas:
Quitar telarañas de la cueva
Ordenar por tamaños los huesos de mamuts
Tirar a la basura las pinturas sobrantes de la última vez que el niño pintó machanguitos en las paredes...
Fue en ese momento sublime cuanto todo se organizó y empezó la cultura, todo orden y comprensión.

Sí, ya sé que hay gente que vive en un caos acogedor y cariñoso: pilas de libros en el suelo (¡y sin orden alfabético!), ropas de verano rebujadas con las de invierno, gavetas en las que pueden convivir un salchichón y una cafetera... Incluso en un libro que leí hace poco ("Intimidad improvisada" de Máximo Huerta), el autor cuenta que a él denle un buen caos, que el orden le recuerda a los guerreros chinos de Xian y le da repelús. Y tampoco es eso. Yo, que soy de las organizadas, tengo mi mesa de trabajo con un saludable desorden. Pero pienso que si no fuera por nosotros, los hacedores de listas, el mundo no funcionaría.

Yo hago listas desde siempre. Listas de la compra, claro; pero también listas de lo que voy a decir a mi hija cuando hablo con ella cada día:
¿Llamaste al oculista?
Terminé un libro que te va a gustar
Te llevo aguacates mañana
Se me estropeó el IPad ¿qué hago?...
O listas de cosas bonitas que pasan cada semana:
Lunes: atardecer precioso
Martes: Compré cerezas riquísimas en la Frutería
Miércoles: Hablé con mi amiga X después de tiempo inmemorial ...
O listas de libros que leo cada mes. O listas con los casi 600 artículos que tengo publicados en este Blog. O listas de menús que hago cada vez que invito a alguien. O de regalos que hago y me hacen cada día de reyes...

En un libro precioso que acabo de terminar -"El infinito en un junco" de Irene Vallejo- y que es una historia del libro desde sus orígenes, nos dice que la escritura nació precisamente como un ejercicio de contabilidad y por eso en la literatura, que es un reflejo del mundo, siempre se hace inventario: la lista de naves griegas de "La Iliada", los 10 mandamientos de la Biblia, las cosas de cada habitación que Perec enumera en "La vida instrucciones de uso", o las 164 listas que la escritora japonesa del siglo X, Sei Shonagon, nos cuenta en su "Libro de la Almohada" bajo títulos tan sugerentes como "Cosas que aceleran los latidos del corazón", "Cosas que deben ser breves", "Cosas que pierden al ser pintadas" o "Personas que parecen satisfechas de sí mismas".

En las novelas policiacas hay siempre un momento en que el investigador hace una lista: de sospechosos, de indicios, de resultados. Y en las de Harry Potter, su mundo se empieza a ordenar cuando lo admiten en el Colegio Hogwarts y lo primero que hacen es darle una lista de todo lo que necesita (en la imagen final):
Tres túnicas sencillas de trabajo (negras)
Un sombrero puntiagudo
Un par de guantes protectores (piel de dragón o semejante)
Una varita
Un caldero (peltre, medida 2)...

Vivimos entre listas. Cada fin de año se nos invita a hacerlas: de propósitos de año nuevo o de los libros (o películas o viajes o eventos o discos) que más nos han gustado. Es el deseo de seleccionar ("Las mil ochenta recetas de cocina" de Simone Ortega, por ejemplo. ¿Por qué esas y no otras?), pero también de ordenarnos la mente y la vida. Irene Vallejo en el libro mencionado dice que las mejores listas son "las que acarician los detalles y la singularidad del mundo, impidiendo que perdamos de vista aquello que es valioso". También para mí, la maniática de las listas, son parte de mi autobiografía y, aunque rompo y tiro la mayoría una vez cumplido su fin, son la llave frente al caos para organizar mi mundo.





lunes, 10 de agosto de 2020

La amiga a la que le gustaban las historias sobre reyes




Tengo una amiga a quien siempre le ha gustado leer historias de reyes. Le encantaban los reyes bíblicos, como David que primero fue un pastor que se enfrentó a un gigante con su honda y después un rey valiente, músico y poeta; o Salomón, a quien Dios concedió un corazón capaz de distinguir lo malo de lo bueno.

También le gustaban las historias de reyes de "Las Mil y Una Noches", como la de Harun al-Rashid que se disfrazaba por las noches para mezclarse con el pueblo y así conocer sus necesidades sin que lo reconocieran; o reyes que imponían un respeto tan grande que todos temblaban ante ellos.

Disfrutaba enormemente con los reyes que Tolkien situó en la Tierra Media, reyes que se preparaban para serlo guardando el país de enemigos en un trabajo callado y duro. Provenían de estirpes heroicas de las que se contaban mil leyendas y se alzaban estatuas de piedra gigantescas para recordarlos: Durante muchos años anhelé contemplar las imágenes de Isildur y Anárion, mis señores de otro tiempo. A la sombra de estos señores. Elessar, Piedra de Elfo, hijo de Arathorn de la casa de Valandil hijo de Isildur, heredero de Elendil, ¡no tiene nada que temer!

Había veces que mi amiga se entusiasmaba con las leyendas y aventuras del rey Arturo y sus caballeros de la Tabla Redonda que vivían en pos de un ideal puro e inalcanzable. O repasaba los libros de Historia buscando los apodos de los reyes antiguos e investigando por qué los habían llamado así: el Justo, el Santo, el Hermoso, el Sabio, el Conquistador, el Hechizado, el Católico, el Deseado...

Había reyes que parecían tenerlo todo: Un palacio de diamantes, / una tienda hecha de día / y un rebaño de elefantes, / un kiosko de malaquita, / un gran manto de tisú...

Mi amiga no es que fuese monárquica, la verdad. Pero desde pequeña le llamaban la atención esas personas a las que el destino señaló de alguna manera y se hacía preguntas sobre ellas. ¿Cómo llegaron a ser reyes? ¿Cómo aprovecharon ese poder que se les otorgó, muchas veces sin comerlo ni beberlo? ¿Se dieron cuenta de que jugaban un papel en la Historia? Le interesaban las semejanzas entre algunos, sus fuerzas y sus debilidades, sus reacciones, sus cualidades.

Hasta que conoció a un rey real. Poca gente que yo conozca ha tenido ocasión de ello, pero mi amiga ocupó un cargo importante en una ocasión en su país y quiso la casualidad que conocíó a un rey de verdad. Y con conocer me refiero a que coincidió con él en eventos y viajes y tuvo largas charlas en muchas ocasiones. Él la llamaba por su nombre y ella a él "señor".

Entonces descubrió que era un hombre normal y corriente, pero que no se creía normal y corriente sino por encima del resto de los mortales. A lo mejor esto es lógico tratándose de un rey. Pero para mi amiga, que había seguido la trayectoria de los reyes de antaño, este rey, aunque era un tipo agradable, no era magnánimo y compasivo como Aragorn, sino que hacía lo que le daba la gana sin pensar en los otros. No era sabio en sus decisiones como Salomón sino que a veces parecía actuar sin ton ni son, a lo que saliera. No era santo como Fernando III, porque lo único que le interesaba era su propio placer. No era valiente como Ricardo Corazón de León, ni carismático como Arturo. La gente que estaba a su alrededor y lo adulaba no le tenía cariño sino que era del tipo rata que abandonan el barco cuando se hunde. No era justo como Luis XIII de Francia, porque pensaba que él estaba por encima de la justicia y sus leyes. No era culto ni sensible como Alfonso X o David (no se le conocía ni una triste cántiga o  salmo). No se preocupaba por el pueblo como Harun al-Rashid, porque el pueblo le importaba un pito. Ni siquiera era guapo (o hermoso). En resumen, concluyó que era un rey de morondanga.

Ahora a mi amiga ya no le gustan las historias de reyes. Por no creer, no cree ni en los reyes magos.

lunes, 3 de agosto de 2020

Dafne en mi jardín




El árbol que ven en la foto primero fue un almendro y después, tras un injerto, un icaco. Con el tiempo probamos sus frutos (no muchos, la verdad), dulces con un punto ácido, a medias entre ciruela y albaricoque. Pero de repente, de la noche a la mañana, dejó de dar frutos y sus hojas cayeron y sus ramas se alzaron secas, como brazos descarnados. Entonces mi marido habló de cortarlo, pero yo no quise porque me  recordaba la efigie de una mujer ¿No se les parece? Le veo el muslo y la pierna cruzadas por delante, la curva suave de la cadera, la cabeza apenas intuida y agachada, y esos dos brazos hacia arriba, gráciles, como sosteniendo esas ramas que ¡oh, milagro!, después de dos años han empezado a reverdecer, como si alguien les hubiera llamado la atención. Tuvo, en este verano raro, hasta unas cuantas florecitas blancas y minúsculas que, aunque desaparecieron pronto, le dieron un aire primaveral y coqueto.

Cuando le enseñé mi árbol-mujer a mi amiga Conchi -que a veces es tan loca como yo para las interpretaciones- me dijo enseguida: "¡Oh, es Dafne!". De entrada me dejó descolocada porque a la única Dafne que recordé en ese momento fue a Jack Lemmon en "Con faldas y a lo loco" que, cuando Tony Curtis y él deciden vestirse de mujer y llamarse Josephine y Geraldine, Jack Lemmon se cambia rápidamente el nombre por el de Dafne. "Nunca me gustó Geraldine", dice con cara de fos.

Pero luego caí y Conchi y yo recordamos juntas el mito de la ninfa Dafne que volvió loco de amor a Apolo ¿Se acuerdan? A Apolo, además de ser apolíneo que era lo suyo, le bailaba el ojo, sobre todo ante una belleza como Dafne. Pero ella era más de irse a cazar por las montañas y desdeñaba a los pretendientes, aunque fueran más guapos que un San Luis y tuvieran el porvenir asegurado de un dios. Pero el otro dale que te pego detrás de ella hasta que Dafne, harta, pidió ayuda a su padre, un dios-río, y cuando Apolo casi estaba a punto de abrazarla, ella se fue convirtiendo en un precioso laurel: los pies se enraizaron, el cuerpo se transformó en un tronco, los brazos en ramas y el cabello en perfumadas hojas. Apolo -la lapa humana lo llamaría yo-, a pesar del chasco, siguió amándola y la proclamó como "su" árbol.

Claro que esta Dafne de mi jardín no da laureles con los que coronar las cabezas de los héroes griegos. Bueno, de hecho no da nada. A lo mejor algún día si se tercia, si está de buen año, si le da el capricho... este árbol-Dafne, digo, tal vez se digne producir aunque sea un puñado de icacos para comerlos directamente del árbol o para hacer mermeladas del color del verano para los días de invierno.

A mí me gusta porque me encanta la mitología y esto de tener una Dafne en el jardín viste mucho. Pero a veces, mirándola, me entra la vena realista y me digo que tanto mito, tanto mito y realmente lo que queremos son icacos. ¿Se le habrá pasado el arroz? ¿O será que, en vez de una Dafne pródiga y generosa, se me ha convertido en una Geraldine, sin faldas y medio loca?


Otra foto de Dafne, donde se aprecian más "la pierna cruzada" y las "manos"



Apolo y Dafne de Bernini

lunes, 27 de julio de 2020

Y al atardecer llueven meteoritos...




Todos los fans de Les Luthiers conocemos la zamba "Añoralgias" sobre el pueblito adorado al que le ocurren todos los desastres: calufas, diez meses de sequía, huracanes, erupciones volcánicas con hirvientes torrentes de lava, inundaciones periódicas... En una de las últimas estrofas dice:
Los hambrientos lobos aullando estremecen
cuando son mordidos por fieros mosquitos.
No se puede dormir por los gritos
de miles de buitres que el cielo oscurecen.
Siempre algún terremoto aparece
y al atardecer llueven meteoritos.

Pues parece que Tenerife se ha convertido en este 2020 de las narices en el lindo pueblito de Añoralgias. Primero fue en febrero una calima pocas veces vista con fortísimos vientos que arrastraron casi todo el polvo rojo del Sahara sobre nuestras cabezas. Cerquita estuvo una DANA (gota fría) que influyó en ello. Después fue la pandemia que nos encerró y nos quitó abrazos y cercanía. Luego, empezando este verano raro que se llama la "nueva normalidad", hubo un apagón general en la isla, un "cero energético" lo llamaron, que no solo nos dejó sin luz sino también sin teléfono, ni wifi, ni vida social, oye. Y como consecuencia múltiples fallos técnicos en aparatos y sistemas. Después, el 16 de julio hubo un terremoto de 4,1 que nos dejó temblando a los de la vertiente norte y oeste. Y esta semana nos hemos enterado de que ¡cayó un meteorito!. El 14 por la noche una de las cámaras del Museo de la Ciencia y el Cosmos grabó la caída de un cuerpo del espacio exterior entre Icod y Buenavista del Norte, y creo que si uno va por allí a husmear, puede hasta encontrar trozos del tamaño de una moneda.

Menos mal que los canarios somos gente tranquila y calmosa y que incluso este rosario de calamidades nos lo tomamos hasta con guasa. Leí un twit que decía "Mi viejo dice que esta calima, pandemia, apagón, terremoto y meteorito... es pa calor".

Y no se preocupen. La isla sigue siendo el vergel de belleza sin par de la canción y, como en los folletos turísticos, seguimos bañándonos en aguas transparentes, haciendo caminatas entre la laurisilva, disfrutando de noches estrelladas como las que les conté la semana pasada, descubriendo rincones perdidos en Anaga... En fin, veraneando como se hacía antes.

O casi. Porque, entre nosotros y como quien no quiere la cosa, nos vemos mirando al Teide de reojo, por si acaso , después de 111 años sin erupcionar, este año se le escapa del cráter alguna nubecilla loca y empiezan los fuegos artificiales. Y también descubro a mis paisanos levantando los ojos al cielo por si los buitres de "Añoralgias". No nos fiamos ni un pelo de este 2020. Y si no, al quite.

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