Se dice que, cuando te jubilas y el tiempo ya no tiene mucho sentido para ti,
entonces van tus compañeros y te regalan un reloj. Los míos tuvieron el tino de no hacerlo pero debe ser verdad porque, sin
ir más lejos, a mi marido y a muchos amigos se lo han regalado.
En lo que no estoy de acuerdo es en lo de que el tiempo ya no cuenta. El
tiempo se las arregla para seguir contando, aun cuando, como yo, me deje ahora
muchos días olvidado en la mesilla de noche mi reloj, un reloj pequeño de plata,
no digital, de los de antes, que nunca me quitaba de encima cuando iba a
trabajar.
El tiempo contaba para los vecinos del filósofo Kant, allá por el siglo
XVIII, que ajustaban sus relojes cuando lo veían salir todas las tardes, a la
misma hora, ni un minuto más ni uno menos, para dar una vuelta en su Königsberg
natal por un sitio que hoy se llama “Paseo del filósofo”.
También contaba para los compañeros de mili de Esteban, un profesor con el
que compartí instituto hace ya muchos años, y que era tan metódico que, en el
cuartel, todos los días se levantaba una hora antes que los demás para hacer una
serie de rituales que culminaban en que se comía un plátano. Cuando los demás lo
veían pelar el plátano, sabían que tenían el tiempo exacto para levantarse
ellos.
Contaba para Doña Rosa, la abuela de mi marido, que a la caída de la tarde,
en El Tanque, preguntaba: “¿Ya pasó la guagua de las 6?”, para ponerse a recoger
del huerto, picar y guisar las verduras del potaje de la cena.
Hay un avión que aterriza de madrugada en Los Rodeos y que trae el pescado
fresco de los mares subsaharianos. Ahora, cuando desayunamos en calma,
tomándonos un té verde con naranja y canela y, a veces, un pan de nueces que
hice el día anterior, le pregunto a mi marido: “¿Qué hora será?”, y él me dice:
“Deben ser las 9 porque ya se va el avión del pescado”. Y lo ves diminuto,
plateado con la cola azul, perdiéndose en el cielo.
Reloj, no marques las horas. Ya otros se encargarán de marcarlas por ti.