Es una verdad mundialmente reconocida que a mí no me gustan los gatos. Sí, sí, ya sé que parecen adorables sobre todo cuando ponen ojitos tiernos y hablan con la voz de Antonio Banderas ("El gato con botas"), pero para mí son pérfidos y retorcidos, como los gatos siameses (Si y Am) de la Tía Sarah en "La Dama y el Vagabundo". También sé que estéticamente están muy bien, con esos ojos claros con los que te miran fijamente y con condescendencia, pero no me convencen, qué quieren que les diga. Digamos que las relaciones entre ellos y yo son de frialdad diplomática.
Y, sin embargo, es otra verdad también mundialmente reconocida que, si hay gatos en la habitación en que estoy, estos vienen a rozarme como quien no quiere la cosa, o se tumban sobre mis pies, o se suben al respaldo del sillón en el que me siento y hacen como que me acarician el pelo. Pero lo hacen para fastidiarme, estoy segura, porque amor a primera vista no es.
Y hay semanas, como la pasada, en que me parece que he entrado en el universo de los gatos. Están en todas partes, Los encuentro dibujados -dos gatos negros a cada lado de la puerta del vecino- el martes cuando fui al sur. Mi amiga Nati, con la que comparto afición por los libros y fotos y dibujos sobre la lectura, me mandó esta vez, ¡qué casualidad!, a un gato escondido en la estantería de una biblioteca, entre El Silmarillion de Tolkien y las obras de Steinbeck. En el chat de mis amigas del colegio, una de ellas nos manda, alborozada, las fotos de su camada de gatitos recién nacidos. La protagonista de uno de los libros que leí esta semana era una dibujante de un cómic sobre un gato, Wondercat, famoso en el mundo entero. En el restaurante al que fui a cenar el viernes, la puerta estaba trabada por un gato de madera. Y también por mi casa aparece un gato negro con manchas blancas al que veo pasar como una sombra por el jardín al atardecer. Como supongo que no trae otra intención que cazar ratones, lo dejo pasar cortésmente -¡Hola, gato!-, sin más comentarios. Y para rematar esta semana tan gatuna, me ha tocado darles de comer a los 4 gatos de mi hija, mientras ella y su familia han estado fuera. Como gritaba Joan Cusack en la película "In&Out" (pero a propósito de los gays): ¡¿Pero es que todo el mundo es gato?!.
Lo de mi hija es mucho. Por más que mi yerno le daba la lata para tener un gato, ella siempre dijo que no. Hasta que un día se encontró a uno negrito con ojos verdes debajo del coche y se lo trajo a su casa. Tengo que reconocer que yo misma ayudé en una cena que tuvimos al día siguiente a elegir el nombre, Coque (acordándome de "Stock de coque" de Tintín), y que no me pareció mal. ¡Pero es que tras él vinieron tres más, Lila, Nero y Lana! Es como si se corriera la voz entre la colonia gatuna del pueblo: Vete a aquella casa y, cuando alguien salga a la puerta, lo único que tienes que hacer es poner carita de pena, maullar con desespero y hacer como que te duele algo... Seguro que te recogen y ya tienes la vida resuelta. Y es verdad que viven como reyes. Coque hasta tiene página de Instagram, con eso se los digo todo.
Jardiel Poncela dijo que las personas a las que les gustan los perros necesitan que los quieran; y aquellas a las que les gustan los gatos necesitan amar (y ellos, tan suyos, se dejan querer). No sé si tenía razón Jardiel, pero cuando yo amo, espero por lo menos ser correspondida. ¿Entienden por qué no me gustan los gatos?