lunes, 31 de agosto de 2020

600 posts y unos cuantos tatuajes




Este es mi escrito nº 600 desde que allá en 2008 se me ocurrió empezar a escribir este blog. Una amiga me dijo que para celebrarlo, ahora que todo el mundo se tatúa las efemérides, lo menos que podía hacer era tatuármelo en la piel como premio a la constancia (y al rollo que tengo). ¿Se imaginan? Ahí en mi brazo "Los 600", como si fueran los metros subidos a una cima (pequeñita), o los kilómetros recorridos en una imposible vuelta a la isla, o los goles de Messi.

Decliné amablemente la sugerencia de mi amiga, primero porque ni que fuera una proeza. Cuando llegue a los 10.000 como los de Jenofonte o los 10.000 Hijos de San Luis, entonces me lo pensaré. Segundo, porque eso significaría que quiero perpetuar esa cifra como si ya no hubiera más, y no se hagan ilusiones, seguiré dando la lata. Y tercero, porque nosotros, los de mi generación, no somos de un tatuaje. Solo se lo admitíamos a Popeye y su ancla en el brazo, y va que chuta..

La gente de ahora sí que es de tatuajes. Hay futbolistas a los que no se les ve ni un cachito de piel limpia. La actriz Angelina Jolie creo que tiene tantos que se tiene que maquillar el cuerpo en las películas para que no se le vean. El que más el que menos usa su piel como lienzo para contar su historia. Mi hija (en la foto este verano en la playa) se tatuó un ave fénix en la espalda porque, como él, ha sabido renacer de sus cenizas. Mi nieta tiene la palabra ARTE en un brazo porque sabe que el arte es algo a lo que seguirá siendo fiel siempre (no como Melanie Griffith que, cuando se divorció de Antonio Banderas, borró rápidamente el corazón que tenía con su nombre en el brazo). Los tatuajes cuentan historias, son libros en la piel. La calavera con ojos tiernos que tiene una amiga en la muñeca esconde el nombre de alguien que le cambió la vida ("pero yo sé que sigue ahí", me dice); la rosa de los vientos en la pierna de otro amigo es un recordatorio "para no perder el norte nunca más". Justin Trudeau, el primer ministro canadiense, tiene en el brazo al Planeta Tierra dentro de un cuervo de la tribu Haida a la que se siente muy unido... Los humanos tatúan historias, nombres, acontecimientos, cómics, creencias, poemas... en dibujos sobre la piel que pretenden ser eternos, aunque sabemos que no lo serán.

De todas las historias hay dos que me gustan mucho. Una es la canción "Tatuaje" de Concha Piquer, que mi madre me cantaba y que hablaba de un marinero "hermoso y rubio como la cerveza" que se encuentra con una mujer en el puerto "un anochecer cuando el blanco faro sobre los veleros su beso de plata dejaba caer". El le muestra su brazo tatuado "con este nombre de mujer ... Ella me quiso y me ha olvidado, en cambio yo no la olvidé, y para siempre voy marcado con este nombre de mujer". Él se fue una tarde con rumbo ignorado y ahora es ella la que "errante lo busco por todos los puertos y a los marineros pregunto por él..." "Mira su nombre de extranjero, escrito aquí sobre mi piel. Si te lo encuentras, marinero, dile que yo muero por él". ¡Toma ya! Esas eran canciones con historia dentro, con su inicio, nudo y desenlace y no el chundachunda de muchas de ahora.

La otra historia la leí en el libro que les comenté hace poco ("El infinito en un junco" de Irene Vallejo) y es de Herodoto. Un general ateniense quiere enviar una carta a su yerno, el tirano de Mileto, para hacer estallar una revuelta contra el Imperio persa ¿Dónde llevar escondida una carta que les conduciría a la muerte si se descubría? Se le ocurrió entonces afeitar la cabeza al más leal de sus esclavos, grabar en ella el mensaje y esperar a que le creciera el pelo. Entonces lo mandó a Mileto y, aunque lo cachearon, no encontraron nada. Se rapó allí la cabeza y se la enseñó al receptor . El plan funcionó y el esclavo nunca supo qué mensaje incendiario tenía en la coronilla. Una historia estupenda.

Irene Vallejo cree que "el tatuaje es una supervivencia del pensamiento mágico, el rastro de una fe ancestral en el aura de las palabras". Aunque nunca me haya tatuado, celebro haber contribuido con estos 600 escritos a creer en esa fe en las palabras. Y hablar de tantos temas, y hoy de los tatuajes, es también una forma de permanecer para siempre. Aunque nuestros siempre duren tan poco como algunos amores.

lunes, 24 de agosto de 2020

No me acuerdo




Hay un libro titulado "Me acuerdo" (I remember) de Joe Brainard (luego Georges Perec lo imitó en Je me souviens) en el que el autor encadena todos sus "me acuerdo" para trazar el mapa de su vida: "Me acuerdo del día que murió Marilyn Monroe", "Me acuerdo de lo bien que puede saber un vaso de agua después de un tazón de helado", "Me acuerdo de ponerme bronceador y de que justo entonces el sol se vaya", "Me acuerdo de un día muy caluroso de verano en el que se me ocurrió poner cubitos de hielo en el acuario y se murieron todos los peces", "Me acuerdo de ponerme mi mejor ropa para ir a comprar ropa nueva", "Me acuerdo de decir "gracias" en ocasiones que no lo requieren", "Me acuerdo de cuando en el instituto tenía la costumbre de ponerme un calcetín en los calzoncillos"...

Si yo fuera a escribir un libro sobre mi vida basado en mi memoria, estaría más bien lleno de "no me acuerdo".  Mi hermano me mandó hace poco una foto borrosa en blanco y negro (imagen inicial) del año 68 en las Fiestas del Cristo de Tacoronte, dice. En ella estamos mi hermano, yo, mi primo Mingo, Tito Guanche que en ese momento salía con mi hermana, mi cuñada Rosaura (que todavía no lo era),  mi hermana medio escondida detrás y su amiga Pine. No me acuerdo en absoluto de esa foto, de quién nos la hizo, no me acuerdo de haber ido en mi vida a las Fiestas del Cristo de Tacoronte, no me acuerdo de estar allí entonces. Yo tenía 20 años y empezaba ese curso 4º de carrera ¿No debería estar en Madrid ya en septiembre? Y, como estos, hay miles de momentos de los que no me acuerdo.

No me acuerdo de la primera vez que vine a esta casa blanca, cuadrada y de puertas y ventanas azules en la que escribo ahora frente al mar.

No me acuerdo del segundo beso que di al amor de mi vida (aunque sí recuerdo el primero).

No me acuerdo de muchos lugares que he visitado ¿Cómo se llamaba aquel pueblito francés en el que siempre nos perdíamos?

No me acuerdo de la mayoría de cosas que aprendí en mi carrera y que olvidé con la misma rapidez.

No me acuerdo de muchos alumnos de los cientos que tuve, a los que quise y que luego perdieron sus rostros en la nebulosa de mi memoria.

No me acuerdo de lo que hablé en mi primera clase. Ni en la última.

No me acuerdo de la mayoría (¿un 90%?) de mis días de colegio.

No me acuerdo de los momentos clave: cuando aprendí a andar, a hablar y a escuchar.

Pero sí me acuerdo de cuando aprendí a leer y a escribir a los 3 años. Me acuerdo de la voz de mi madre, de la dulce mirada de mi padre, de las peleas que me echaba mi abuela, de los primeros (y siguientes) pasos de mis hijos , de la complicidad que siempre he tenido con mis hermanos y primos, de muchas risas con mis amigos, de algunas maravillas que he visto en los viajes, de otro montón de alumnos con los que nos reconocemos, de los libros amados, de la letra de algunas canciones y poemas...

Al final, si vuelvo la vista atrás hacia lo que ha sido la historia de mi vida, encuentro islotes de luz hechos de fotos y recuerdos que sobreviven en un océano de oscuridad y "nomeacuerdos".

lunes, 17 de agosto de 2020

Organizados y caóticos




Yo estoy convencida de que la civilización tal como la conocemos empezó cuando una mujer (seguro que fue ella), allá en su caverna prehistórica, decidió que ya estaba bien de aprenderse las cosas de memoria y de usar los dedos para saber las tareas pendientes y empezó a hacer listas con ellas:
Quitar telarañas de la cueva
Ordenar por tamaños los huesos de mamuts
Tirar a la basura las pinturas sobrantes de la última vez que el niño pintó machanguitos en las paredes...
Fue en ese momento sublime cuanto todo se organizó y empezó la cultura, todo orden y comprensión.

Sí, ya sé que hay gente que vive en un caos acogedor y cariñoso: pilas de libros en el suelo (¡y sin orden alfabético!), ropas de verano rebujadas con las de invierno, gavetas en las que pueden convivir un salchichón y una cafetera... Incluso en un libro que leí hace poco ("Intimidad improvisada" de Máximo Huerta), el autor cuenta que a él denle un buen caos, que el orden le recuerda a los guerreros chinos de Xian y le da repelús. Y tampoco es eso. Yo, que soy de las organizadas, tengo mi mesa de trabajo con un saludable desorden. Pero pienso que si no fuera por nosotros, los hacedores de listas, el mundo no funcionaría.

Yo hago listas desde siempre. Listas de la compra, claro; pero también listas de lo que voy a decir a mi hija cuando hablo con ella cada día:
¿Llamaste al oculista?
Terminé un libro que te va a gustar
Te llevo aguacates mañana
Se me estropeó el IPad ¿qué hago?...
O listas de cosas bonitas que pasan cada semana:
Lunes: atardecer precioso
Martes: Compré cerezas riquísimas en la Frutería
Miércoles: Hablé con mi amiga X después de tiempo inmemorial ...
O listas de libros que leo cada mes. O listas con los casi 600 artículos que tengo publicados en este Blog. O listas de menús que hago cada vez que invito a alguien. O de regalos que hago y me hacen cada día de reyes...

En un libro precioso que acabo de terminar -"El infinito en un junco" de Irene Vallejo- y que es una historia del libro desde sus orígenes, nos dice que la escritura nació precisamente como un ejercicio de contabilidad y por eso en la literatura, que es un reflejo del mundo, siempre se hace inventario: la lista de naves griegas de "La Iliada", los 10 mandamientos de la Biblia, las cosas de cada habitación que Perec enumera en "La vida instrucciones de uso", o las 164 listas que la escritora japonesa del siglo X, Sei Shonagon, nos cuenta en su "Libro de la Almohada" bajo títulos tan sugerentes como "Cosas que aceleran los latidos del corazón", "Cosas que deben ser breves", "Cosas que pierden al ser pintadas" o "Personas que parecen satisfechas de sí mismas".

En las novelas policiacas hay siempre un momento en que el investigador hace una lista: de sospechosos, de indicios, de resultados. Y en las de Harry Potter, su mundo se empieza a ordenar cuando lo admiten en el Colegio Hogwarts y lo primero que hacen es darle una lista de todo lo que necesita (en la imagen final):
Tres túnicas sencillas de trabajo (negras)
Un sombrero puntiagudo
Un par de guantes protectores (piel de dragón o semejante)
Una varita
Un caldero (peltre, medida 2)...

Vivimos entre listas. Cada fin de año se nos invita a hacerlas: de propósitos de año nuevo o de los libros (o películas o viajes o eventos o discos) que más nos han gustado. Es el deseo de seleccionar ("Las mil ochenta recetas de cocina" de Simone Ortega, por ejemplo. ¿Por qué esas y no otras?), pero también de ordenarnos la mente y la vida. Irene Vallejo en el libro mencionado dice que las mejores listas son "las que acarician los detalles y la singularidad del mundo, impidiendo que perdamos de vista aquello que es valioso". También para mí, la maniática de las listas, son parte de mi autobiografía y, aunque rompo y tiro la mayoría una vez cumplido su fin, son la llave frente al caos para organizar mi mundo.





lunes, 10 de agosto de 2020

La amiga a la que le gustaban las historias sobre reyes




Tengo una amiga a quien siempre le ha gustado leer historias de reyes. Le encantaban los reyes bíblicos, como David que primero fue un pastor que se enfrentó a un gigante con su honda y después un rey valiente, músico y poeta; o Salomón, a quien Dios concedió un corazón capaz de distinguir lo malo de lo bueno.

También le gustaban las historias de reyes de "Las Mil y Una Noches", como la de Harun al-Rashid que se disfrazaba por las noches para mezclarse con el pueblo y así conocer sus necesidades sin que lo reconocieran; o reyes que imponían un respeto tan grande que todos temblaban ante ellos.

Disfrutaba enormemente con los reyes que Tolkien situó en la Tierra Media, reyes que se preparaban para serlo guardando el país de enemigos en un trabajo callado y duro. Provenían de estirpes heroicas de las que se contaban mil leyendas y se alzaban estatuas de piedra gigantescas para recordarlos: Durante muchos años anhelé contemplar las imágenes de Isildur y Anárion, mis señores de otro tiempo. A la sombra de estos señores. Elessar, Piedra de Elfo, hijo de Arathorn de la casa de Valandil hijo de Isildur, heredero de Elendil, ¡no tiene nada que temer!

Había veces que mi amiga se entusiasmaba con las leyendas y aventuras del rey Arturo y sus caballeros de la Tabla Redonda que vivían en pos de un ideal puro e inalcanzable. O repasaba los libros de Historia buscando los apodos de los reyes antiguos e investigando por qué los habían llamado así: el Justo, el Santo, el Hermoso, el Sabio, el Conquistador, el Hechizado, el Católico, el Deseado...

Había reyes que parecían tenerlo todo: Un palacio de diamantes, / una tienda hecha de día / y un rebaño de elefantes, / un kiosko de malaquita, / un gran manto de tisú...

Mi amiga no es que fuese monárquica, la verdad. Pero desde pequeña le llamaban la atención esas personas a las que el destino señaló de alguna manera y se hacía preguntas sobre ellas. ¿Cómo llegaron a ser reyes? ¿Cómo aprovecharon ese poder que se les otorgó, muchas veces sin comerlo ni beberlo? ¿Se dieron cuenta de que jugaban un papel en la Historia? Le interesaban las semejanzas entre algunos, sus fuerzas y sus debilidades, sus reacciones, sus cualidades.

Hasta que conoció a un rey real. Poca gente que yo conozca ha tenido ocasión de ello, pero mi amiga ocupó un cargo importante en una ocasión en su país y quiso la casualidad que conocíó a un rey de verdad. Y con conocer me refiero a que coincidió con él en eventos y viajes y tuvo largas charlas en muchas ocasiones. Él la llamaba por su nombre y ella a él "señor".

Entonces descubrió que era un hombre normal y corriente, pero que no se creía normal y corriente sino por encima del resto de los mortales. A lo mejor esto es lógico tratándose de un rey. Pero para mi amiga, que había seguido la trayectoria de los reyes de antaño, este rey, aunque era un tipo agradable, no era magnánimo y compasivo como Aragorn, sino que hacía lo que le daba la gana sin pensar en los otros. No era sabio en sus decisiones como Salomón sino que a veces parecía actuar sin ton ni son, a lo que saliera. No era santo como Fernando III, porque lo único que le interesaba era su propio placer. No era valiente como Ricardo Corazón de León, ni carismático como Arturo. La gente que estaba a su alrededor y lo adulaba no le tenía cariño sino que era del tipo rata que abandonan el barco cuando se hunde. No era justo como Luis XIII de Francia, porque pensaba que él estaba por encima de la justicia y sus leyes. No era culto ni sensible como Alfonso X o David (no se le conocía ni una triste cántiga o  salmo). No se preocupaba por el pueblo como Harun al-Rashid, porque el pueblo le importaba un pito. Ni siquiera era guapo (o hermoso). En resumen, concluyó que era un rey de morondanga.

Ahora a mi amiga ya no le gustan las historias de reyes. Por no creer, no cree ni en los reyes magos.

lunes, 3 de agosto de 2020

Dafne en mi jardín




El árbol que ven en la foto primero fue un almendro y después, tras un injerto, un icaco. Con el tiempo probamos sus frutos (no muchos, la verdad), dulces con un punto ácido, a medias entre ciruela y albaricoque. Pero de repente, de la noche a la mañana, dejó de dar frutos y sus hojas cayeron y sus ramas se alzaron secas, como brazos descarnados. Entonces mi marido habló de cortarlo, pero yo no quise porque me  recordaba la efigie de una mujer ¿No se les parece? Le veo el muslo y la pierna cruzadas por delante, la curva suave de la cadera, la cabeza apenas intuida y agachada, y esos dos brazos hacia arriba, gráciles, como sosteniendo esas ramas que ¡oh, milagro!, después de dos años han empezado a reverdecer, como si alguien les hubiera llamado la atención. Tuvo, en este verano raro, hasta unas cuantas florecitas blancas y minúsculas que, aunque desaparecieron pronto, le dieron un aire primaveral y coqueto.

Cuando le enseñé mi árbol-mujer a mi amiga Conchi -que a veces es tan loca como yo para las interpretaciones- me dijo enseguida: "¡Oh, es Dafne!". De entrada me dejó descolocada porque a la única Dafne que recordé en ese momento fue a Jack Lemmon en "Con faldas y a lo loco" que, cuando Tony Curtis y él deciden vestirse de mujer y llamarse Josephine y Geraldine, Jack Lemmon se cambia rápidamente el nombre por el de Dafne. "Nunca me gustó Geraldine", dice con cara de fos.

Pero luego caí y Conchi y yo recordamos juntas el mito de la ninfa Dafne que volvió loco de amor a Apolo ¿Se acuerdan? A Apolo, además de ser apolíneo que era lo suyo, le bailaba el ojo, sobre todo ante una belleza como Dafne. Pero ella era más de irse a cazar por las montañas y desdeñaba a los pretendientes, aunque fueran más guapos que un San Luis y tuvieran el porvenir asegurado de un dios. Pero el otro dale que te pego detrás de ella hasta que Dafne, harta, pidió ayuda a su padre, un dios-río, y cuando Apolo casi estaba a punto de abrazarla, ella se fue convirtiendo en un precioso laurel: los pies se enraizaron, el cuerpo se transformó en un tronco, los brazos en ramas y el cabello en perfumadas hojas. Apolo -la lapa humana lo llamaría yo-, a pesar del chasco, siguió amándola y la proclamó como "su" árbol.

Claro que esta Dafne de mi jardín no da laureles con los que coronar las cabezas de los héroes griegos. Bueno, de hecho no da nada. A lo mejor algún día si se tercia, si está de buen año, si le da el capricho... este árbol-Dafne, digo, tal vez se digne producir aunque sea un puñado de icacos para comerlos directamente del árbol o para hacer mermeladas del color del verano para los días de invierno.

A mí me gusta porque me encanta la mitología y esto de tener una Dafne en el jardín viste mucho. Pero a veces, mirándola, me entra la vena realista y me digo que tanto mito, tanto mito y realmente lo que queremos son icacos. ¿Se le habrá pasado el arroz? ¿O será que, en vez de una Dafne pródiga y generosa, se me ha convertido en una Geraldine, sin faldas y medio loca?


Otra foto de Dafne, donde se aprecian más "la pierna cruzada" y las "manos"



Apolo y Dafne de Bernini

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