¿Ustedes se acuerdan de una serie de los años 80, Cheers, sobre un bar de Boston y de su canción inicial que decía que "a veces quieres ir donde todo el mundo sabe tu nombre"? Pues a mí me pasa eso mismo, pero no con un bar sino con la farmacia. La de mi pueblo, a la que voy creo que todas las semanas, es casi mi segunda casa. No solo las farmacéuticas saben mi nombre y yo me sé los nombres de sus hijas y hermanas, sino que conocemos hasta la vida y costumbres de todas. ¿Será ese uno de los síntomas de hacerse mayor?
¡Y pensar que hace pocos años, cuando mi ginecóloga me preguntó por los medicamentos que tomaba, yo le dije tan orgullosa que ninguno! Ahora tomo 9 pastillas al día, más dos mensuales de vitaminas, más las eventuales de paracetamol y similares. Y a los de mi generación les pasa lo mismo, no crean. Tendrían que ver cuando nos juntamos a comer en los viajes del IMSERSO y cada uno saca sus pastilleros, que van desde el minicofre hasta otros que parecen cajas de caudales. Hasta presumimos de ellos: "El mío es mejor porque separa las pastillas por colores", "Pues el mío por momentos del día: estas para la mañana, estas para la noche..." Y dentro, píldoras con todos los colores del arco iris. Una juerga, oye.
La semana pasada leí que en el anteproyecto de ley de consumo sostenible se veta el ecopostureo, eso de recomendar cosas sin más ni más con etiquetas como "respetuoso con el medio ambiente", "verde", "ecológico"... Yo estoy de acuerdo, ojo, porque a veces las empresas se pasan, pero no puedo por menos de acordarme de lo ecológico que era este tema de las medicinas en la casa de mi niñez. En lugar de tener una caja de medicinas como la que yo tengo ahora a mano en la cocina (en la imagen inicial), el patio de mi casa abundaba en macetas y jardineras llenas de plantas medicinales, que perfumaban el aire y que tanto servían para aromatizar un guiso como para curar un catarro. ¿Que la niña tosía, moqueaba y le dolía la garganta? Agüita de salvia, orégano y tomillo con una cucharada de miel y un chorrito de limón. ¿Que no podías dormir porque tenías un examen? Allí venía mi abuela, después de recoger hierbaluisa, tila y melisa, con su tisana (agüita para nosotros) salvadora y reconfortante. Las flores doradas de la manzanilla florecían todo el año y en infusión calmaban las dolencias de barriga y en paños empapados, las de los ojos. Los gajos del aloe servían para quemaduras y la piel en general, la cola de caballo y el anís para contracciones del estómago, y para las piedras de riñón, nada como la rompepiedras. Había plantas -el pasote, el llantén, el tomillo, la hierbabuena, el poleo, la ruda...- que parecían servir para todo. Se conocían las hierbas y hasta recuerdo un dicho que decía: "Algoritofe, tofe y tomillo suben la güeleja al ombligo" (Aclaro: el algoritofe es una planta canaria con olor a anís que abunda en el monteverde y a la que se atribuyen propiedades como bajar la tensión; la güeleja se llamaba a un órgano femenino que se creía situado en el vientre; lo de subirlo al ombligo ya es para nota, ni idea).
La naturaleza es sabia. Al mismo tiempo que hay grandes males, hay grandes remedios que las selvas de la Tierra esconden. Nos corresponde descubrirlos e incorporarlos a nuestras medicinas actuales. Y no puedo menos que pensar que los patios y huertas del mundo fueron (y son) pequeñas y humildes réplicas de esas grandes selvas y que tanto estas como aquellos son poderosos aliados para sanar las dolencias del cuerpo y del alma.
Los remedios de mis abuelas no son el arsenal de Farmacia de Guardia que yo tengo en mi cocina, pero iban más allá del "sana, sana, culito de rana" y eran muy eficaces. Brebajes, cataplasmas, agúitas, masajes, tónicos... hacían su papel: curaban y aliviaban. Por eso, ahora también, y recordándolas, esas plantas florecen en mi jardín.
A mí, Jane, nunca me han gustado las aguas "guisadas"(como me dicen que dicen en La Gomera), aunque muchas me dio mi madre, siendo yo muy pequeña. Recuerdo las de salvia, para mis frecuentes catarros de entonces. Y también las de manzanilla, cuando me quejaba del estómago.
ResponderEliminarHoy siguen sin gustarme, a pesar de que reconozco sus bondades. Sin embargo, alguna vez me agrada tomar la que tu Toni nos prepara con las hierbas de tu huerto y después de las buenas comidas compartidas con nuestras niñas del patio. Sobre todo, cuando llevan hierbahuerto y alguna otra, más perfumada.
A veces pienso que el haber sido una niña urbanita ha condicionado mi gusto por las remedios naturales que tú, hoy, tan bien celebras.
También depende mucho de las madres y abuelas. Yo también fui urbanita, me crie en pleno centro de Santa Cruz, pero mis dos abuelas trajeron la sabiduría de sus pueblos y nunca faltó un remedio casero. A lo mejor por eso yo sigo la tradición y en mi huerta hay hierbas siempre. Ahora mismo tengo sembrado perejil, cilantro, albahaca, tomillo... Y de las que tú probaste, Toni siempre hace un ramillete con mentapoleo, cañalimón, tomillo y algo de hierbabuena (que en La Palma llaman hortelana). Y que no falten.
EliminarA mí me encantan las agüitas.
Me pasa igual. Mi madre, mi abuela y mi padre todo era una aguita y una aspirina lo más fuerte. Yo creo por eso mucho en la salvia y tengo algunas mas plantadas. Ahora paseo a la farmacia, no hay otro remedio. Besos, mi niña.
ResponderEliminarA mí también, la salvia es de las que más me gustan. Además, tanto sirve para un roto como para un descosido. Si buscas "propiedades de la salvia" verás que es antitodo: antiinflamatorio, antibacteriana, antioxidante, antiséptico, antiespasmódica... Es astringente, tónica, estimulante, y huele de maravilla.
EliminarPero es verdad lo que dices, la farmacia manda, qué remedio.
Besos, Carmita.
Te recuerdo, querida madre, que el opio también es una planta. Y la marihuana.
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